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Cuando fue interrogado en la noche del asesinato de James Cordell, James Noone había proporcionado a los agentes una misma dirección para su domicilio y lugar de trabajo. Hasta que McCaleb llegó allí, la dirección en Atoll Avenue, en North Hollywood, era inclasificable como apartamento u oficina. Esa zona del valle de San Fernando era una mezcla de área residencial, comercial e incluso industrial.

McCaleb avanzó despacio hacia el norte por la 101, de nuevo hacia el paso de Cahuenga, y finalmente ganó algo de velocidad al tomar la 134 en dirección norte. Salió en Victory y condujo hacia el oeste hasta que encontró Atoll Avenue. El barrio era decididamente industrial. Olió una panificadora y pasó un patio vallado donde se apilaban losas de granito irregular que apuntaban hacia el cielo. Había almacenes sin nombres, un mayorista de productos químicos para piscinas y un centro de reciclaje de residuos industriales. Justo donde Atoll terminaba en un ramal de ferrocarril en el que las malas hierbas crecían entre los raíles, McCaleb apagó el motor del Taurus junto a un sendero de entrada bordeado a ambos lados por una larga fila de pequeños almacenes con una sola puerta de garaje. Cada unidad era un pequeño negocio distinto o un local de depósito. Algunos ostentaban el nombre de la empresa pintado sobre puertas correderas de aluminio, otros carecían de identificación, porque o bien estaban por alquilar o eran utilizados anónimamente para almacenaje. McCaleb detuvo el vehículo en frente de una puerta oxidada en la que constaba la dirección que James Noone había proporcionado a los agentes tres meses antes. No había más marcas en la puerta que la dirección. McCaleb apagó el motor y salió.

Era una noche negra, sin luna ni estrellas. La hilera de almacenes estaba a oscuras, salvo por un único foco a la entrada de la calle. McCaleb miró en torno a sí. Oyó el sonido lejano de la música (cantaba Jimi Hendrix: Let me stand next to your fire). Y seis almacenes calle abajo la puerta de uno de los garajes había sido bajada desigualmente hasta quedar atascada. El hueco, de casi un metro, ofrecía una vista del interior del almacén, como una sonrisa torcida, más negra que el cielo.

Examinó la unidad de Noone, agachándose para estudiar la línea en la que la puerta del garaje se juntaba con el pavimento de hormigón. No estaba seguro, pero le pareció que una luz tenue emanaba del almacén. Se acercó y logró abrir el candado que unía una argolla metálica fijada a la puerta con otra idéntica incrustada en el hormigón.

Se levantó y golpeó la puerta con la mano abierta. El sonido fue fuerte y oyó el eco que producía en el interior. Dio un paso atrás y miró otra vez en torno a sí. Salvo el sonido de la música, todo era silencio. El aire estaba en calma. El viento nocturno no se había abierto paso entre las filas de garajes.

McCaleb volvió al coche, lo puso en marcha y retrocedió hasta dejarlo en un ángulo en que las luces enfocaban, al menos parcialmente, el garaje de Noone. Apagó el motor, pero dejó los faros encendidos; salió y fue a la parte de atrás del coche. Después de abrir el maletero, vio el gato, que no había sido usado nunca. Sacó la manivela y se acercó a la puerta del garaje. Miró a ambos lados de la calle una vez más y entonces se agachó ante el candado.

Como agente del FBI, McCaleb nunca había participado en un allanamiento de morada ilegal. Sabía que éstos eran casi rutinarios, pero de algún modo se las había apañado para soslayar el dilema moral. En esta ocasión, mientras colocaba la barra de hierro en la argolla del candado no sentía dilema alguno. Ya no llevaba placa y, por encima de eso, se trataba de una cuestión personal. Noone era un asesino y, peor todavía, había tratado de colgarle el muerto a él. McCaleb no pensó dos veces en los derechos que protegían a Noone de un registro o incautación ilegal.

Agarrando la barra de hierro por el extremo para hacer palanca, poco a poco fue haciendo fuerza en el sentido de las agujas del reloj. El cierre resistía, pero la argolla de acero sujeta a la puerta, crujía bajo la presión y por fin los puntos de soldadura cedieron.

McCaleb se levantó, miró en torno a sí y escuchó. Nada. Sólo Hendrix en una versión del All along the watchtower de Bob Dylan. Volvió rápidamente al Taurus y dejó la palanca del gato junto a la rueda de recambio. Levantó de nuevo la esterilla del maletero y lo cerró.

Mientras rodeaba el coche, se puso en cuclillas junto a una de las ruedas delanteras y pasó dos dedos por la llanta, a fin de recoger una buena cantidad de polvo negro formado por las pastillas de fricción. Caminó hasta la puerta del garaje y, agachándose junto al cerrojo, esparció el carbón sobre los puntos de soldadura para que pareciese que la argolla se había desprendido de la puerta tiempo atrás y que los puntos habían quedado expuestos a los elementos. Entonces se limpió el resto del polvo de los dedos en uno de sus calcetines negros.

Cuando estuvo listo, agarró el tirador de la puerta con la mano derecha. La izquierda hurgó en su espalda bajo la chaqueta y volvió a aparecer empuñando su pistola, que sostenía a la altura de los hombros, apuntando al cielo. De un solo movimiento se levantó y alzó la puerta, utilizando el impulso para subirla hasta más arriba de su cabeza.

Su mirada examinó con rapidez los oscuros límites del garaje, con la pistola apuntando en la dirección que seguían sus ojos. Las luces del coche iluminaban aproximadamente un tercio de la estancia. Vio un catre sin hacer y una pila de cajas de cartón apoyadas contra la pared de la izquierda. A la derecha distinguió la silueta de un escritorio y un archivador. Había un ordenador en la mesa, con el monitor aparentemente encendido encarado hacia la pared de atrás y proyectando en ella un brillo violeta. McCaleb se fijó en un tubo de metro y medio en el techo. En la penumbra, sus ojos trazaron el conducto de aluminio que corría por el techo desde la caja y bajaba por la pared hasta un interruptor situado junto al catre. Caminó de lado y le dio al interruptor sin mirarlo.

Un fluorescente parpadeó una vez, zumbó y luego iluminó el garaje con luz severa. McCaleb vio que no había nadie en el local ni armarios que comprobar. El espacio de aproximadamente seis metros por cuatro estaba repleto de una mezcolanza de mobiliario de oficina, equipamiento y los elementos básicos de una casa: una cama, una cajonera, un calefactor eléctrico, un hornillo de dos fuegos y una media nevera. No había fregadero ni cuarto de baño.

McCaleb retrocedió hasta el coche y metió la mano por la ventanilla abierta para apagar los faros. Luego volvió a colocarse la pistola en el cinturón, esta vez delante para tener un acceso más fácil. Finalmente, entró en el garaje.

Si el aire estaba en calma en el exterior, en el interior parecía estancado. McCaleb rodeó despacio la mesa de acero y miró el ordenador. El monitor estaba encendido y el salvapantallas activado. Números de distintos tamaños y colores flotaban de forma aleatoria sobre un mar de color verde púrpura. McCaleb miró la pantalla unos instantes y sintió que algo se tensaba en su interior, casi un tirón muscular. En su cabeza apareció por un instante la imagen de una sola manzana roja que rebotaba en un suelo sucio de linóleo. Un temblor subía la escalera de su columna.

– ¡Mierda! -murmuró.

Apartó la mirada de la pantalla, al reparar en que también en la mesa había una colección de libros entre unos sujetalibros de latón. La mayoría eran libros de referencia sobre el acceso y el uso de Internet. Había dos volúmenes que contenían direcciones de Internet y dos biografías de piratas informáticos famosos. También había tres libros sobre la investigación de la escena del crimen, un manual de investigación de homicidios, un libro sobre la investigación del FBI de un asesino en serie conocido como el Poeta y, finalmente, dos libros sobre hipnosis, el último acerca de un individuo llamado Horace Gomble. McCaleb conocía a Gomble. Había sido objeto de más de una investigación de la unidad de crímenes en serie del FBI. Gomble era un hipnotista del mundo del espectáculo de Las Vegas que había utilizado sus habilidades, junto con algunas drogas, para abusar de niñas en las ferias de todo el estado de Florida. Por lo que McCaleb sabía, seguía en prisión.

McCaleb se sentó en la silla gastada que quedaba frente al ordenador. Utilizando un bolígrafo de su bolsillo, abrió el cajón central del escritorio. No había gran cosa, sólo unos cuantos bolígrafos y la caja de un CD-ROM. Con el bolígrafo le dio la vuelta y vio que el título era Brain Scan. Leyó el paquete: el cedé ofrecía una visita guiada al cerebro humano con gráficos detallados y análisis de sus funciones.

Cerró el cajón y usó de nuevo el bolígrafo para abrir uno de los dos cajones laterales. En el primero sólo había una caja de galletas sin abrir. Lo cerró. Debajo había un archivador con carpetas verdes colgadas de dos rieles, y en su interior varias subcarpetas. Doblándose para verlo mejor, McCaleb leyó el nombre de la etiqueta del primer archivo.


GLORIA TORRES


Dejó caer el bolígrafo al suelo y en ese mismo instante decidió no recogerlo: ya no le importaba dejar huellas. Sacó el archivo y lo abrió sobre el escritorio. Contenía fotos de Gloria Torres vestida de maneras distintas y a diferentes horas del día. Raymond aparecía con ella en dos de las fotos. En una estaba con Graciela.

Había registros de vigilancia en el archivo. Descripciones detalladas de los movimientos de Gloria día a día. Lo miró por encima y vio repetidas anotaciones de su parada nocturna en el Sherman Market en su camino del trabajo a casa.

Cerró el archivo, lo dejó en el escritorio y sacó el siguiente. Podría haber adivinado el nombre escrito en la etiqueta antes de leerlo:


JAMES CORDELL


No se molestó en abrirlo. Sabía que contendría fotos y notas de vigilancia iguales a las del primero. Se agachó y vio el siguiente archivo. Era lo esperado:


DONALD KENYON


Tampoco en esta ocasión sacó el fichero. Con el dedo fue doblando las etiquetas del resto de las carpetas para poder leerlas. Mientras lo hacía, el corazón le temblaba en el pecho, como si de algún modo se hubiera soltado. Conocía los nombres de las etiquetas. Todos y cada uno de los nombres.

– Eres tú -susurró.

En su mente vio que las manzanas caían al suelo y rodaban en todas direcciones.

Cerró de golpe el archivador y el sonoro bang hizo eco en el suelo de hormigón y las paredes de acero, sobresaltándole como un disparo. Miró hacia la oscura noche y la puerta abierta y escuchó. No oyó nada, ni siquiera la música. Sólo silencio.

Sus ojos se movieron hasta el monitor del ordenador y examinó los números que bailaban en la pantalla. Sabía que habían dejado el ordenador encendido por un motivo. No porque Noone fuera a volver; McCaleb sabía que ya se había marchado hacía tiempo. No, lo había dejado encendido para él. Lo había estado esperando. En ese momento comprendió que Noone había coreografiado cada movimiento.

McCaleb pulsó la barra espadadora y el salvapantallas cedió su lugar a un cuadro de diálogo que solicitaba una contraseña. McCaleb no lo dudó. Tenía la sensación de que era un piano y alguien estaba tocando las notas. Escribió los números en un orden que conocía de carrerilla.


903472568


Pulsó la tecla Retorno y el ordenador se puso en marcha. En unos instantes, la contraseña fue aceptada y la pantalla mostró el administrador de programas, una pantalla blanca con varios iconos esparcidos. McCaleb los estudió con rapidez. La mayoría eran accesos directos a juegos. También había iconos para acceder a America Online y Word para Windows. El último símbolo que miró era un pequeño archivador, el icono del administrador de archivos del ordenador. En el administrador de archivos la lista de los ficheros se hallaba en una columna, en el lado izquierdo de la pantalla. Al elegir uno de los directorios y hacer doble clic con el ratón aparecía a la derecha la lista de los archivos contenidos en él.

McCaleb fue examinando los nombres de los archivos. La mayoría eran archivos de software necesarios para el funcionamiento de programas como el juego Las Vegas Casino y otros. Pero, finalmente, llegó a una carpeta llamada código. Al abrir el directorio varios títulos de documentos aparecieron en la parte derecha de la pantalla. Los leyó con rapidez y se dio cuenta de que correspondían a los nombres de las etiquetas del archivador.

Todos excepto un documento. McCaleb se lo quedó mirando unos segundos, con el dedo posado sobre el botón del ratón.


McCaleb.doc


Hizo clic con el ratón y el documento pronto llenó la pantalla. McCaleb empezó a leerlo como quien lee su propio obituario. Las palabras lo llenaron de pánico, porque sabía que cambiarían su vida para siempre. Le arrancaron el alma, robaron el significado de sus éxitos y se mofaron de éstos de la forma más horrenda.


Hola, agente McCaleb:

Eres tú, supongo.

Voy a asumir eso. Supondré que has estado a la altura de esa excelente reputación que llevas con tanta nobleza.

Me pregunto… ¿Estás solo? ¿Estás huyendo de ellos ahora que eres un fugitivo? Por supuesto, ahora tienes lo que necesitas para salvarte de ellos. Pero estoy preguntando por antes, ¿qué se siente al ser el hombre a cazar? Quería que conocieras esa sensación. Mis sentimientos… Es terrible vivir con miedo, ¿no?

El miedo nunca duerme.

Lo que quería por encima de todo era un lugar en tu corazón, agente McCaleb. Siempre he querido estar contigo. Caín y Abel, Kennedy y Oswald, la oscuridad y la luz. Dos dignos oponentes encadenados juntos a través del tiempo…

Podría haberte matado. Tenía el poder y la oportunidad de hacerlo. Pero habría sido demasiado fácil, ¿no crees? El hombre del muelle, preguntándote una dirección. Tu paseo matinal, el hombre en la ensenada con la caña de pescar. ¿Me recuerdas?

Ahora sí. Yo estaba allí. Pero hubiera sido demasiado fácil, ¿no crees? Demasiado fácil.

Necesitaba algo más que la venganza de derrotar al enemigo. Esos son los objetivos de los idiotas. Yo quería -no, necesitaba, ansiaba- algo diferente. Primero ponerte a prueba convirtiéndote en lo que yo soy. El villano. El fugitivo.

Luego cuando emergieras de ese fuego con la piel chamuscada pero el cuerpo indemne me revelaría como tu más ardiente benefactor. Sí, fui yo. La seguí. La estudié. La elegí para ti. Era mi regalo de San Valentín para ti.

Eres mío para siempre, agente McCaleb. Cada aliento que tomas me pertenece. Cada latido de ese corazón robado es el eco de mi voz en tu cerebro. Siempre. Todos los días.

Recuérdalo…

Cada aliento…


McCaleb cruzó los brazos ante el pecho y se sostuvo como si lo acabaran de desollar con una cuchilla. Un profundo escalofrío le recorrió el cuerpo, un gemido escapó de su garganta. Empujó la silla para apartarla del escritorio, lejos del horrible mensaje que permanecía en la pantalla, y se dobló hacia delante hasta adoptar la posición de seguridad. Su avión caía en picado.

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