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La luna era como un globo que se sostenía porque los niños lo empujaban hacia arriba con unos palitos. Los mástiles de decenas de veleros permanecían elevados bajo el astro, dispuestos a evitar su caída. McCaleb lo observó flotar en el cielo negro hasta que por fin se escapó, ocultándose tras las nubes sobre Catalina. Un escondite tan bueno como otro cualquiera, pensó mientras miraba la taza de café vacía que sostenía. Echaba de menos sentarse en la popa al final del día, con una cerveza helada en una mano y un cigarrillo en la otra. Claro que los cigarrillos habían formado parte del problema y habían desaparecido de su vida para siempre. Y aún faltaban unos meses para que le redujeran la medicación y le permitieran tomar un poco de alcohol. Por el momento, una sola cerveza podía causarle lo que Bonnie Fox había calificado de resaca fatal.

McCaleb se levantó y fue al salón del yate. Primero trató de sentarse a la mesa de la cocina, pero pronto renunció, encendió la tele y empezó a cambiar de canal sin prestar atención. Apagó el aparato y rebuscó en la desordenada mesa de navegación, aunque tampoco allí había nada para él. Se movió por la cabina, persiguiendo en vano una distracción para sus pensamientos.

Bajó entonces la escalera y se acercó a la proa. Sacó el viejo termómetro de cristal del botiquín, lo agitó y se lo colocó bajo la lengua. El termómetro electrónico con pantalla digital que le habían proporcionado en el hospital seguía dentro de su estuche, en el estante. Por algún motivo, no se fiaba de él.

Ante el espejo, se abrió el cuello de la camisa y examinó la pequeña herida que había dejado la biopsia de la mañana. No tenía ninguna posibilidad de cicatrizar. Le practicaban tantas biopsias que cuando la piel empezaba a cubrir la incisión ya le abrían de nuevo y le sondaban la arteria. Sabía que le quedaría una señal permanente, como la cicatriz de treinta y tres centímetros que le corría por el pecho. Mientras se contemplaba, sus pensamientos vagaron hasta su padre. Recordaba las marcas permanentes, como tatuajes, en el cuello del viejo. Las coordenadas de una batalla con radiación que sólo sirvió para prolongar lo inevitable.

No tenía fiebre. Limpió el termómetro y lo guardó. Acto seguido anotó la fecha y la hora en una tablilla que guardaba colgada del toallero. En la columna temperatura trazó una raya para indicar que no había cambios.

Después de colgar la tabla, se inclinó hacia el espejo para mirarse los ojos: verdes con motas grises y finos hilillos rojos en la córnea. Retrocedió y se quitó la camisa. El espejo era pequeño, pero, aun así, veía la gruesa y desagradable cicatriz de color rosa blancuzco. Se contemplaba a sí mismo de este modo con frecuencia, porque no soportaba su aspecto, el modo en que su cuerpo le había traicionado. Cardiomiopatía. Según le había dicho Fox, un virus había permanecido agazapado en las paredes de su corazón, sólo para manifestarse por casualidad y nutrirse del estrés. La explicación significaba poco y nada para él. No aliviaba la sensación de que el hombre que una vez fue se había perdido para siempre. En ocasiones sentía que cuando se observaba a sí mismo estaba mirando a un extraño, a alguien apaleado y debilitado por la vida.

Después de volver a ponerse la camisa, fue al camarote de proa, una habitación triangular que seguía la forma de la embarcación. Había una litera a babor y un montón de compartimentos de almacenaje a estribor. Había convertido la cama inferior en un escritorio y usaba la superior para guardar ficheros llenos de viejos expedientes del FBI. A los lados de las cajas aparecían los nombres de los casos: poeta, código, zódiac, luna llena y bremmer. En dos de las cajas ponía varios no identificados. McCaleb había hecho copias de casi todos sus expedientes antes de dejar el FBI. Iba contra las normas, pero nadie se lo impidió. Los expedientes de los archivadores procedían de distintos casos, abiertos y cerrados. Algunos ocupaban un archivador completo, otros eran lo bastante finos para compartir espacio en la misma caja. No estaba seguro de por qué había copiado todo. No había abierto ninguna de las cajas desde su retiro, pero más de una vez había pensado en escribir un libro o en continuar con las investigaciones abiertas. En gran medida, sin embargo, sólo se trataba de que le gustaba la idea de tener los archivos como testimonio físico de lo que había hecho con una parte de su vida.

McCaleb se sentó al escritorio y encendió la luz cenital. Por un momento sus ojos se posaron en la placa del FBI que había llevado consigo durante dieciséis años. Estaba enmarcada en una caja de metacrilato y colgaba de la pared, sobre la mesa de despacho. A su lado había una foto de un anuario de hacía muchos años clavada con una chincheta: una niña con aparatos dentales. McCaleb se encogió al evocar esa imagen y apartó la mirada, que se posó en la mesa revuelta: un puñado de billetes y recibos diseminados por el escritorio, un archivador de acordeón lleno de informes médicos, una pila de carpetas casi vacías, tres folletos de los servicios de dique seco y el libro de reglas de embarcado del puerto deportivo de Cabrillo. Su talonario de cheques estaba abierto y listo para ser usado, pero no podía acometer la mundana tarea de pagar facturas. No en ese momento. Se sentía inquieto y no era por penuria de pensamientos en su cabeza. No podía dejar de pensar en la visita de Graciela Rivers y en el súbito cambio que había comportado.

Puso en orden los papeles del escritorio hasta que encontró el recorte de periódico que la mujer le había llevado al barco. Él lo había leído el día de su publicación, lo había recortado y luego había tratado de olvidarlo. Pero sin éxito. El artículo había atraído una procesión de víctimas a su barco. La madre de la adolescente cuyo cuerpo apareció mutilado en la playa de Redondo; los padres de un chico que se había ahorcado en un apartamento de West Hollywood. El joven marido cuya esposa se había ido a los clubes de Sunset Strip una noche y nunca había regresado. Todos ellos eran zombis, a quienes la pena y la traición de un Dios al que no creían capaz de permitir tales actos había dejado casi catatónicos. McCaleb no pudo consolarles ni ayudarles, sólo les deseó suerte.

Había accedido a la entrevista únicamente porque se lo debía a Keisha Russell. La periodista siempre le había apoyado mientras él trabajó en el FBI. Era de la clase de periodistas que no siempre toman, sino que a veces también dan algo. Russell había telefoneado al barco un mes atrás para cobrarle la deuda. Le habían asignado la columna del Times «Qué fue de…». Un año antes había escrito un artículo sobre la espera de un corazón por parte de McCaleb y quería actualizarlo una vez que el agente por fin había accedido a un trasplante. McCaleb trató de declinar la invitación, consciente de que perturbaría la vida anónima que llevaba; pero Russell le recordó todas las veces en que le había ayudado, ya fuera no publicando los detalles de un caso o poniéndolos en un artículo, en función de lo que McCaleb consideró más útil en cada momento. El agente retirado sintió que no tenía elección: siempre pagaba sus deudas.

El día de la publicación del reportaje, McCaleb lo tomó como su condecoración oficial de personaje del pasado. Por lo general, la columna se concentraba en historias de políticos corruptos que habían desaparecido de la escena local o de gente cuyos quince minutos de fama habían pasado hacía tiempo. Muy de tanto en tanto se publicaba la historia de una estrella de la televisión acabada que estaba vendiendo pisos o que se había convertido en pintor porque ésa era su verdadera vocación creativa.

Desplegó el recorte y lo leyó de nuevo.


UN NUEVO CORAZÓN Y UN NUEVO COMIENZO

PARA UN ANTIGUO AGENTE DEL FBI

por Keisha Russell

Redactora del Times


No hace mucho, el rostro de Terrell McCaleb era ineludible en los informativos de Los Ángeles y sus palabras siempre encontraban espacio en los diarios locales. No se trataba de una rutina agradable ni para él ni para la ciudad.

Agente del FBI, McCaleb fue el hombre de referencia del buró en la persecución de un puñado de asesinos en serie que sembraron el terror en Los Ángeles y el Oeste en la última década.

Miembro de la unidad de apoyo a la investigación, McCaleb ayudaba a encaminar las pesquisas de la policía local. De gran sentido común con los medios de comunicación y siempre citable, atrajo a menudo los focos, lo cual en ocasiones sacó de sus casillas a la policía y a sus superiores del FBI en Quantico.

Pero han pasado más de dos años sin que emitiera ni la más tímida señal en el radar público. En estos días, McCaleb no lleva placa ni pistola. Afirma que ya ni siquiera posee un traje azul marino del FBI.

Con frecuencia viste unos vaqueros gastados y camisetas rasgadas y se lo puede ver restaurando su pesquero de trece metros de eslora, el Following Sea. McCaleb, que nació en Los Ángeles y se crió en Avalon, en la vecina isla de Catalina, vive actualmente en el barco, en el puerto deportivo de San Pedro, si bien tiene previsto amarrar la embarcación en Avalon.

McCaleb asegura que actualmente, recuperándose de un trasplante de corazón, cazar asesinos en serie y violadores es algo que ni siquiera se le pasa por la cabeza.

A sus 46 años, afirma que entregó su corazón al FBI -sus doctores sostienen que un alto nivel de estrés desencadenó un virus que debilitó de forma casi fatal su corazón-, pero no lo lamenta.

«Pasar por una situación así no sólo te cambia físicamente -aseveró en una entrevista la semana pasada-. Pone las cosas en perspectiva. Los días en el FBI parecen parte de un pasado muy lejano. Ahora puedo empezar de nuevo. No sé con exactitud qué voy a hacer, pero no me preocupa demasiado, ya encontraré algo.»

McCaleb estuvo a punto de no contar con esta nueva oportunidad. Menos de un uno por ciento de la población comparte su grupo sanguíneo y su espera de un corazón compatible duró casi dos años.

«Tuvo que aguardar mucho -dijo la doctora Bonnie Fox, la cirujana que llevó a cabo el trasplante-. Si hubiésemos tenido que esperar más, probablemente lo habríamos perdido o hubiera estado demasiado débil para someterse a la operación.»

McCaleb ya ha salido del hospital y se encuentra físicamente activo transcurridas tan sólo ocho semanas desde el trasplante. Afirma que sólo en ocasiones piensa en las investigaciones de absoluta taquicardia que le ocuparon en el pasado.

La lista de casos del antiguo agente se lee como un Quién es Quién de un macabro Paseo de la Fama. Entre los casos en los que trabajó en Los Ángeles destacan las investigaciones del Merodeador Nocturno y el Poeta, y desempeñó un papel protagonista en la persecución del Asesino del Código, el Estrangulador de Sunset Strip y Luther Hatch, que fue conocido tras su detención como el Hombre del Cementerio, por las visitas a las tumbas de sus víctimas.

McCaleb ha trabajado durante muchos años elaborando perfiles psicológicos en la unidad de Quantico. Se especializó en casos de la Costa Oeste y viajó con frecuencia a Los Ángeles para colaborar con la policía local en diversas investigaciones. Finalmente, los supervisores de la unidad decidieron establecer una oficina aquí y McCaleb regresó a su Los Ángeles natal para trabajar en la oficina de campo del FBI en Westwood. El traslado lo acercó a muchas investigaciones en las cuales se requirió la ayuda de los federales.

No todos los casos se resolvieron con éxito y al final el estrés pasó factura. McCaleb sufrió un ataque cardiaco mientras trabajaba a altas horas en la oficina de campo local, donde fue encontrado por un conserje nocturno que sin duda le salvó la vida. Los médicos determinaron que McCaleb sufría una avanzada cardiomiopatía -un debilitamiento del músculo cardiaco- y lo pusieron en la lista de espera para un trasplante. Entre tanto, el FBI le concedió el retiro por incapacidad laboral.

McCaleb cambió su busca del FBI por uno del hospital y éste sonó el 9 de febrero: había un corazón compatible. Después de una operación de seis horas en el Centro Médico Cedars-Sinai, el corazón del donante latía en el pecho de McCaleb.

McCaleb no está seguro de qué hará con su nueva vida aparte de ir a pescar. Ha recibido ofertas de antiguos agentes y detectives de la policía para unirse a ellos en calidad de investigador privado o consejero de seguridad. No obstante, de momento su objetivo es restaurar el Following Sea, un pesquero deportivo de veintidós años que heredó de su padre. La embarcación, que estuvo deteriorándose durante seis años, cuenta ahora con la atención a jornada completa de McCaleb.

«Por el momento me satisface tomarme las cosas con calma -dice-. No me preocupo demasiado por lo que vendrá.»

Tiene pocas quejas, pero como todos los investigadores retirados y los pescadores se lamenta de los que escaparon.

«Desearía haber resuelto todos lo casos -asegura-. Odiaba que alguien culpable saliera impune. Todavía lo odio.»


Por un instante, McCaleb examinó la imagen que acompañaba el texto. Se trataba de un antiguo retrato que la prensa había utilizado en innumerables ocasiones durante su época en el FBI. Sus ojos miraban con descaro a la cámara.

Cuando Keisha Russell vino a hacer el reportaje acompañada por un fotógrafo, McCaleb no permitió que éste obtuviera una imagen más reciente. Les dijo que usaran una de las antiguas; no quería que nadie viera su aspecto actual.

Tampoco es que se notara nada a simple vista, a no ser que se quitara la camiseta. Pesaba trece kilos menos, pero no era eso lo que deseaba ocultar, sino los ojos. Había perdido aquella mirada que le caracterizaba, tan penetrante y dura como las balas, y no quería que nadie lo supiera.

Dobló el recorte de periódico y lo dejó a un lado. Tamborileó la mesa durante unos segundos mientras se amargaba de la vida; luego miró el pinchapapeles de aluminio situado junto al teléfono. El número de Graciela Rivers estaba garabateado a lápiz en un trozo de papel, encima de la pila de notas.


Cuando era agente, McCaleb atesoraba siempre una inagotable reserva de rabia contra los hombres que perseguía. Había visto lo que habían hecho y quería que pagaran por las horribles manifestaciones de sus fantasías. Las deudas de sangre debían ser pagadas con sangre. Por ese motivo los agentes de la unidad de asesinos en serie del FBI llamaban a lo que hacían «trabajo de sangre». No había otra forma de describirlo. De hecho, cada vez que alguien no pagaba, cada vez que alguien escapaba, él lo sentía como una cuchillada.

Y lo que le había sucedido a Gloria Torres le dolía como una cuchillada. Él estaba vivo porque el mal se la había llevado a ella. Graciela le había contado la historia. Gloria había muerto por la única razón de hallarse en el camino entre alguien y la caja registradora. Era una simple, estúpida y espantosa razón para morir. Eso, de algún modo, dejaba a McCaleb en deuda. Con ella y con su hijo, y también con Graciela e incluso consigo mismo.

Levantó el auricular y marcó el número garabateado en el papel. Era tarde, pero no deseaba esperar y tampoco creía que ella lo quisiera. La mujer contestó en un susurro al primer timbrazo.

– ¿Señorita Rivers?

– Sí.

– Soy Terry McCaleb. Vino a verme en…

– Sí.

– ¿La llamo en mal momento?

– No.

– Bueno, mire, quería decirle que yo, eh, he estado pensando y le prometí que la llamaría cualquiera que fuera mi decisión.

– Sí.

La nota de esperanza contenida en esa única palabra le llegó al corazón.

– Bueno, esto es lo que pienso. Mis, eh, mis habilidades, como creo que las llamó, no son las más adecuadas para esta clase de crimen. Por lo que me contó de su hermana, estamos hablando de una coincidencia con un móvil económico. Un atraco. Así que es distinto de, sabe, de la clase de casos en los que trabajé en el FBI, los asesinatos en serie.

– Entiendo. -La esperanza se desvanecía.

– No, no estoy diciéndole que no voy a, ya sabe, que no estoy interesado. Le llamo porque voy a ir a ver a la policía mañana y preguntar acerca de esto. Pero…

– Gracias.

– … no sé cuánto éxito voy a tener. Eso es lo que intento decirle. No quiero que se haga muchas ilusiones. Estas cosas… No sé.

– Comprendo. Gracias por estar dispuesto a hacerlo. Nadie…

– Bueno, haré lo que pueda -dijo, cortándola. No quería que le agradeciera demasiado-. No sé qué clase de ayuda o cooperación obtendré de la policía de Los Ángeles, pero haré lo que esté en mi mano. Al menos le debo eso a su hermana. Intentarlo.

Graciela Rivers se mantuvo en silencio y él le dijo que precisaba información adicional acerca de su hermana, así como los nombres de los detectives del Departamento de Policía de Los Ángeles a cargo del caso. Hablaron durante diez minutos y cuando escribió todos los datos que requería en una libreta, un silencio incómodo se instaló en la línea telefónica.

– Bueno -dijo él por fin-, creo que esto es todo. La llamaré si tengo otras preguntas o si surge algo más.

– Gracias otra vez.

– Algo me dice que soy yo quien debería darle las gracias. Me alegro de poder ayudarla. Sólo espero que sirva.

– Seguro. Usted lleva su corazón. Ella le guiará.

– Sí -respondió McCaleb vacilante, sin acabar de entender qué quería decir ni por qué él se mostraba de acuerdo-. La llamaré cuando pueda.

Colgó y se quedó mirando el teléfono durante unos instantes, pensando en la última frase que había pronunciado Graciela Rivers. Luego desdobló una vez más el recorte del Times con su foto y examinó sus ojos durante un buen rato.

Por fin, dobló el artículo y lo escondió bajó unos papeles del escritorio. Levantó la mirada hacia la niña de los aparatos y al cabo de unos segundos hizo un gesto de asentimiento. Apagó la luz.

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