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Tras una noche de dormir de manera intermitente con sueños en los que era arrastrado a aguas negras y profundas, McCaleb se levantó al amanecer. Se duchó y luego se preparó un desayuno fuerte: una tortilla de cebolla y pimiento verde, una salchicha al microondas y medio litro de zumo de naranja. Cuando hubo terminado, seguía teniendo hambre y no sabía por qué. Después, bajó al camarote de proa y se tomó de nuevo las constantes vitales. Todo estaba en orden. A las siete y cinco llamó a Jaye Winston a su despacho. Contestó y McCaleb supo por su voz que había estado trabajando toda la noche.

– Dos cosas -dijo McCaleb-. ¿Cuándo quieres que haga mi declaración formal y cuándo puedo recuperar mi coche?

– Bueno, el Cherokee puedes recuperarlo en cualquier momento. Sólo tengo que hacer una llamada.

– ¿Dónde está?

– Aquí en el depósito.

– Supongo que tengo que ir a retirarlo.

– Bueno, has de venir aquí de todos modos a prestar declaración, ¿por qué no haces todo al mismo tiempo?

– Bueno, ¿cuándo? Quiero acabar con esto. Quiero irme de aquí, tomar un descanso.

– ¿Adónde vas?

– No lo sé, pero sé que tengo que irme, tratar de quitarme de encima este veneno. A Las Vegas, quizá.

– Ése sí que es un buen lugar para una rehabilitación mental.

McCaleb no hizo caso del sarcasmo.

– Ya sé. Bueno, ¿cuándo podemos vernos?

– Tengo que redactar el informe lo antes posible, y necesito tu declaración. En cualquier momento de esta mañana me va bien. Te haré un hueco.

– Entonces voy para allá.


Buddy Lockridge estaba durmiendo en el banco del puente de mando. McCaleb fue a molestarle y se levantó sobresaltado.

– Qué… Hola, Terror, has vuelto.

– Sí, he vuelto.

– ¿Cómo está mi coche, tío?

– Sigue funcionando. Escucha, levántate, tengo que hacer otro viaje y necesito que me lleves.

Lockridge lentamente se sentó. Había estado tendido bajo un saco de dormir. Se lo enrolló y se frotó los ojos.

– ¿Qué hora es?

– Las siete y media.

– Joder, tío.

– Ya lo sé, pero es la última vez.

– ¿Va todo bien?

– Sí, todo bien. Sólo necesito que me lleves hasta la oficina del sheriff para que pueda recoger mi coche. Tengo que pasar por un banco de camino.

– No abren tan temprano.

– Estarán abiertos cuando lleguemos a Whittier.

– Entonces, si yo te llevo a recoger tu coche, quién va a conducirlo de vuelta hasta aquí.

– Yo. Vamos.

– Habías dicho que no podías conducir, tío. Especialmente un coche con airbag.

– No te preocupes por eso, Buddy.

Media hora más tarde estaban en camino. McCaleb llevaba un talego con una muda de ropa y todo lo que iba a necesitar para su viaje. También llevaba un termo y dos tazas. Sirvió café y puso a Buddy al tanto del caso y de todo lo que había ocurrido mientras él conducía. Buddy no paró de hacer preguntas durante el camino.

– Supongo que tendré que comprar un diario mañana.

– Probablemente saldrá por la tele también.

– Oye, ¿van a hacer un libro? ¿Saldré yo?

– No lo sé. Es probable que sea la noticia del día. Que alguien decida escribir un libro o no supongo que depende de lo importante que sea una noticia.

– ¿Te pagan por usar tu nombre así? En un libro, me refiero, o en una película.

– No lo sé. Supongo que tú podrías pedir algo. Has sido una parte importante. Tú descubriste que faltaba una foto en el coche de Cordell.

– Sí, eso es verdad.

Lockridge parecía orgulloso de su participación y le animaba la perspectiva de que pudiera reportarle algo de dinero.

– Y la pistola. Encontré la pistola que ese capullo escondió debajo de tu barco.

McCaleb torció el gesto.

– ¿Sabes qué, Buddy? Si alguna vez hacen un libro o si van a verte periodistas o policías, preferiría que no mencionaras la pistola. Eso me ayudaría mucho.

Lockridge miró a McCaleb y luego de nuevo a la carretera.

– No hay problema. No diré ni una palabra.

– Bien, a no ser que yo te diga lo contrario. Y si alguien me viene con la idea de escribir un libro, le diré que hable contigo.

– Gracias, tío.

Eran más de las nueve cuando batallaban con el tráfico a Whittier. McCaleb pidió a Lockridge que parase en una sucursal del Bank of America. Él entró, extendió un cheque de mil dólares y lo cobró en efectivo, en billetes de diez y de veinte. Unos minutos más tarde, el Taurus entraba en el aparcamiento del Star Center. McCaleb contó doscientos cincuenta dólares y se los dio a Lockridge.

– ¿Por qué es esto?

– Por dejarme usar el coche y por el viaje de hoy. Además, voy a estar unos días fuera. ¿Vigilarás el barco por mí?

– Claro, tío. ¿Adónde vas?

– Aún no estoy seguro. Y no sé cuando volveré.

– Está bien, doscientos cincuenta pavos duran bastante.

– ¿Te acuerdas de la mujer que me visitaba, la guapa?

– Claro.

– Espero que vaya al barco a buscarme. Estate atento.

– Vale. ¿Qué hago si se presenta?

McCaleb pensó un momento.

– Sólo dile que todavía no he vuelto, pero que tenía la esperanza de que viniera.

McCaleb abrió la puerta del coche. Antes de salir, le estrechó la mano a Lockridge y volvió a decirle que había sido una gran ayuda.

– Bueno, me voy.

– Que tengas suerte, tío.

– Ah, ¿sabes qué? Probablemente voy a conducir bastante. ¿Te importa prestarme una de tus armónicas?

– Elige.

Rebuscó en el bolsillo de la puerta y sacó tres armónicas. McCaleb eligió la que había tocado durante su recorrido por la carretera de la costa la otra noche.

– Es buena. Empieza en clave de do.

– Gracias, Buddy.


– Te has tomado tu tiempo -dijo Winston mientras McCaleb se acercaba a su escritorio-. Me estaba preguntando dónde demonios te habías metido.

– Me han tenido una hora en el depósito -respondió McCaleb-. No puedo creerlo. Os lleváis mi coche en un registro de mierda y yo tengo que pagar la grúa y una multa. Ciento ochenta pavos. No hay justicia en este mundo, Jaye.

– Mira, da gracias de que no lo hayan perdido y te lo hayan devuelto de una pieza. Siéntate. Aún no estoy lista.

– Entonces de qué te quejas porque yo llegue tarde.

Ella no respondió. McCaleb ocupó la silla que había al lado de su escritorio y observó mientras ella corregía un informe mecanografiado y firmaba al pie de cada página con sus iniciales.

– Bueno -dijo Winston-. Pensaba usar una de las salas. La cinta ya está preparada. ¿Vamos?

– Espera un segundo. ¿Qué ha pasado desde anoche?

– Ah, claro. Tú no has estado por aquí.

– ¿Conseguiste huellas de los fluorescentes?

Mostró una amplia sonrisa y asintió.

– ¿Por qué no me lo habías dicho? -protestó McCaleb-. ¿Qué has conseguido?

– Todo. Dos palmas, los dos pulgares, cuatro dedos. Lo pusimos en el ordenador y obtuvimos resultados. Nuestro chico es de por aquí. Se llama Daniel Crimmins, treinta y dos años. Y ¿te acuerdas del perfil que hiciste para el operativo del Asesino del Código? Tenías razón en todo, McCaleb. Diana.

McCaleb se sentía desbordante de energía, aunque exteriormente trataba de mantener la calma. Las últimas piezas del rompecabezas estaban colocándose en su sitio. Trató sin éxito de recordar el nombre del sospechoso de los expedientes del caso.

– Explícamelo todo.

– Lo rechazaron en la Academia del Departamento de Policía de Los Ángeles. Eso fue hace cinco años. Por lo que sabemos, desde entonces ha tenido varios trabajos en el campo de la seguridad privada. No me refiero a empleos de guardia, sino como informático. Se anunciaba en Internet, tenía una página web y enviaba mailings a las empresas. Básicamente vendía seguridad informática. Hemos oído que algunas veces obtenía trabajos hackeando el ordenador de alguna empresa y luego mandando un mensaje de correo electrónico al director general y diciéndole lo fácil que era entrar en su sistema y por qué deberían contratarle para blindarlo a prueba de hackers.

– ¿La AOSSO?

– Exacto. Tenemos un equipo allí ahora. Han llamado hace un rato. Hay un ejecutivo que recuerda haber recibido un mensaje de correo de Crimmins el año pasado. Le pareció una broma y lo borró. Nunca recibió otro mensaje, pero prueba que Crimmins había accedido a la AOSSO.

McCaleb asintió.

– ¿Alguien ha ido a buscar su expediente en el departamento de policía?

– Sí, Arrango. Se ha puesto borde con esto, lo trata como si fuera confidencial. Pero el resumen es que el tipo duró cinco meses. El motivo fue (cito) «imposibilidad de desarrollarse en la atmósfera de la academia». Traducción: el chico era un introvertido que no iba a durar nada en un coche patrulla. Ningún compañero lo iba a querer. Así que lo suspendieron. El problema para él era que era de segunda generación. Su padre se retiró a Blue Heaven hace diez años. Uhlig tiene alguien buscando al papá en la oficina de campo de Idaho. Dijo que, por lo que sabía, su hijo trabajaba en el departamento de policía. No sabía que habían suspendido a Danny, porque Danny nunca se lo explicó. Dice que no ha visto a su hijo en los últimos cinco o seis años, pero que cuando hablan por teléfono el chico siempre tiene batallitas que contar.

– Sí, acabadas de inventar.

McCaleb vio que todo encajaba. El complejo de autoridad. Crimmins lo había transferido de su padre al Departamento de Policía de Los Ángeles después de ser reprobado. La expulsión de la academia podría haber proporcionado la ruptura psicológica que convertía una fantasía inofensiva en un pasatiempo mortal. Todos los crímenes se cometieron en la jurisdicción del Departamento de Policía de Los Ángeles. Estaba mostrando a la institución que lo había juzgado injustamente lo listo, inteligente y valioso que era.

McCaleb pensó que cuando había elaborado el perfil del Asesino del Código, cinco años atrás, había sugerido que los agentes despedidos y los reprobados en la academia debían ser interrogados de manera prioritaria. Por lo que sabía, se había hecho.

– Espera. Este tipo tenía que haber sido interrogado entonces. El fracaso en la carrera policial estaba en el perfil.

– Fue interrogado. Por eso Arrango se hace el remolón con el expediente. De alguna manera, Crimmins pasó la prueba. Fue entrevistado por un equipo del operativo, pero a nadie le pareció sospechoso o que mereciera una segunda mirada. De todos modos, debió asustarse. Lo interrogaron cuatro semanas después del último asesinato. Quizá fuera la razón de que parara.

– Probablemente. Aun así, no vamos a quedar muy bien cuando se sepa que fue interrogado y puesto en libertad.

– Jodidamente mal, pero bueno, qué pase lo que tenga que pasar. Tenemos la rueda de prensa a las tres en punto.

McCaleb consideró lo que Winston había dicho acerca de que los asesinatos se habían interrumpido después de que Crimmins fuera interrogado. Sintió un escalofrío de satisfacción al pensar que quizás había sido su propuesta de entrevistar a los reprobados de la academia lo que había interrumpido los crímenes. Mientras saboreaba ese pensamiento, Winston abrió el archivo y sacó una foto en color de la pila. Se la entregó a McCaleb. Mostraba a Crimmins con el uniforme de la academia. Con el pelo bien recortado, bien afeitado, una cara delgada y ojos esperanzados que parecían traicionar su confianza. Era como si supiera cuando le hicieron la foto que no lo conseguiría, que nunca habría una foto de graduación.

– Parece que cuando era Noone no iba disfrazado -dijo-. Las gafas y algo en las mejillas para hacerle parecer más relleno.

– Exacto. Probablemente porque sabía que tendría contacto directo con los policías y un disfraz completo lo habría delatado.

– ¿Puedo quedármela?

– Claro, vamos a repartirla hoy.

– ¿Qué más? ¿Conseguiste direcciones?

– Nada bueno. El garaje que tú ya encontraste era la única real. Pero tiene que haber otro sitio. Su página web sigue operativa incluso después de que desconectáramos el ordenador del garaje. Eso significa que tiene un servidor en alguna parte. Funcionando ahora mismo.

– ¿No pueden rastrearlo por el teléfono?

– Tiene un proveedor anónimo.

– ¿Y eso qué es?

– Todo lo que entra o sale de la página web pasa a través de un proveedor de acceso a Internet anónimo. No podemos seguirle la pista y no podemos abrirle las tripas al proveedor por esa mierda de la Primera Enmienda. Además, el experto del FBI, Bob Clearmountain, me dijo que esos tipos usan microondas en lugar de líneas telefónicas. Eso complica su localización.

La tecnología era algo que superaba a McCaleb. Cambió de tema.

– ¿Vas a dar su identidad en la conferencia de prensa?

– Creo que sí. Mostraremos la foto y el vídeo de la hipnosis, a ver qué sale. Por cierto, Keisha Russell del Times. ¿Le filtraste la noticia?

– Le debía la llamada. Ella me ayudó al principio. Le dejé un mensaje en el buzón de voz esta mañana. Pensé que tenía que darle una ventaja. Lo siento.

– No, está bien. Me gusta. Tenía que hablar con ella de todos modos. Nevins me contó lo que dijiste anoche, de que probablemente fue nuestro hombre el que mandó la carta que generó el artículo del Times sobre ti.

– Sí. ¿Guarda la carta?

– No. Sólo recuerda que estaba firmada por un tal Bob. Probablemente era él. Lo tenía todo tan controlado.

McCaleb de repente pensó en algo. Graciela le había dicho que no había visto el artículo del Times hasta que un hombre que aseguraba haber trabajado con Glory llamó para hablarle del artículo. Ella fue a leerlo a la biblioteca. McCaleb se dio cuenta de que quien llamó podría haber sido Crimmins poniéndolo todo en marcha.

– ¿Qué pasa? -preguntó Winston.

– Nada, sólo estaba pensando.

Decidió no contarle de momento a Winston su corazonada. La comprobaría por sí mismo. Eso le daría una razón para romper su promesa de no llamar a Graciela. Podía convertirlo en una llamada oficial.

– Entonces -dijo Winston-, ¿dónde crees que está?

– ¿Crimmins? -Vaciló-. ¿Quién sabe?

Winston se fijó en su cara un momento.

– Pensé que podrías tener alguna idea.

Él apartó la mirada y clavó la vista en el escritorio.

– Bueno -dijo ella, dejándolo estar-, tendrá que aparecer en alguna parte.

– Eso espero.

Mantuvieron silencio. Habían terminado, salvo por la formalidad que suponía la declaración que tenían que grabar.

– No es asunto mío -dijo Winston-, pero ¿cómo vas a sobrellevar esto?

– Estoy trabajando en ello.

– Bueno, si necesitas hablar con alguien…

Él hizo un gesto de asentimiento para darle las gracias.

– De acuerdo, entonces ¿vamos a acabar con esto?


Al cabo de una hora, McCaleb estaba solo en la sala de interrogatorios. Le había contado la historia a Winston y ella había salido con la cinta para encargar que la transcribieran. Le había dado permiso para usar el teléfono de la mesa y le había dicho que dispusiera de la sala durante todo el tiempo que le hiciera falta.

Él compuso sus pensamientos durante unos momentos y luego marcó el número de la sala de enfermeras de urgencias del Holy Cross.

Preguntó por Graciela, pero la mujer que contestó le dijo que no estaba.

– ¿Tiene un rato libre?

– No, no está aquí hoy.

– Vale, gracias.

McCaleb colgó. Supuso que había llamado para decir que estaba enferma. No podía culparla. No con las noticias que le había dado la noche anterior. Marcó el teléfono de su casa, pero al cabo de cinco timbrazos se puso el contestador. Después del bip, tartamudeó para dejar el mensaje.

– Eh, Graciela, soy yo, Terry, ¿estás ahí? -Esperó un momento y continuó-: Eh, yo sólo quería… Me dijeron que no estabas en el trabajo y, eh, yo quería saludarte y hay un par de preguntas que quería hacerte… cabos sueltos…, pero podría ayudarme a…, bueno, me tengo que ir y, probablemente, te llame más tarde. Eh, seguramente estaré en la carretera, así que no te molestes en devolver la llamada.

Lamentó no poder borrar el mensaje y empezar de nuevo. Se maldijo a sí mismo y colgó, luego se preguntó si su palabrota se habría grabado. Sacudió la cabeza, se levantó y salió de la sala.

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