17

James Noone contó su historia como si McCaleb y Winston estuvieran con él en el coche, por no decir en su cerebro.

– He puesto el intermitente y estoy girando. ¡Aquí viene! ¡Freno! Va a… casi choca conmigo, el cabrón. Podría haberme…

Noone levantó la mano izquierda, cerró el puño y levantó el dedo corazón: un gesto de impotencia ante el conductor del coche que le había deslumbrado. Al hacer esto McCaleb le miró a la cara de cerca y notó el rápido movimiento del ojo tras los párpados cerrados. Era uno de los indicadores que siempre comprobaba, una señal de que el hipnotizado se hallaba en un trance profundo.

– Se ha ido y estoy aparcando. Lo veo, veo al hombre. Hay un hombre en el suelo bajo la luz. Junto al cajero. Está boca abajo; yo estoy saliendo y miro si… Hay sangre. Le han disparado, alguien le ha disparado. Ah, ah, tengo que avisar a alguien, vuelvo al coche a buscar el teléfono. Puedo llamar y pedir ayuda. Le han disparado. Hay sangre en… ¡está por todas partes!

– Muy bien, James, muy bien -dijo McCaleb interrumpiéndole por primera vez-. Esto está muy bien. Ahora lo que quiero que haga es que con su mando a distancia especial retroceda la imagen de la tele hasta el momento en que usted ve por primera vez el coche que sale del aparcamiento del banco. ¿Puede hacerlo?

– Sí.

– Muy bien, ¿ya está allí?

– Sí.

– Muy bien, ahora empecemos de nuevo, pero esta vez páselo a cámara lenta. Muy despacio, para que pueda verlo todo. ¿Está?

– Sí.

– Muy bien, quiero que congele la imagen cuando tenga la mejor vista del coche que se le viene encima. -McCaleb esperó.

– Vale, ya la tengo.

– Muy bien. ¿Puede decirnos qué clase de coche es?

– Sí, un Cherokee negro. Está lleno de polvo.

– ¿Puede decir de qué año es?

– No, es el modelo más nuevo. Un Grand Cherokee.

– ¿Puede ver el lateral del Cherokee?

– Sí.

– ¿Cuántas puertas hay?

McCaleb estaba haciendo una pequeña prueba para asegurarse de que Noone decía lo que estaba viendo, no lo que le habían dicho. McCaleb tenía que confirmar la identificación del vehículo y sabía que sólo se fabricaban Grand Cherokee de cuatro puertas.

– Um, dos en el lado -dijo Noone-. Es de cuatro puertas.

– Bien. Ahora vamos al frente. ¿Ve algún daño en el coche? ¿Alguna abolladura o rallada perceptible?

– No.

– ¿Hay alguna línea en el coche?

– Humm, no.

– ¿Qué hay del parachoques? ¿Ve el parachoques delantero?

– Sí.

– Muy bien, quiero que coja el mando y haga un zoom en el parachoques. ¿Ve la matrícula?

– No.

– ¿Por qué no, James?

– Está tapada.

– ¿Con qué está tapada?

– Uh, hay una camiseta encima. Está enrollada en el parachoques y cubre la matrícula. Parece una camiseta.

McCaleb miró a Winston y vio la decepción en el rostro de la detective. Siguió con el interrogatorio.

– Muy bien, James, coja el mando y haga un zoom en el coche, ¿puede hacerlo?

– Sí.

– Cuántas personas van en el Cherokee.

– Una, el conductor.

– Muy bien haga zoom en él. Dígame lo que ve.

– No puedo.

– ¿Por qué no, qué pasa?

– Las luces. Ha puesto las altas. Brilla demasiado, yo no…

– Muy bien, James, lo que quiero que haga es que coja el mando y mueva la imagen. Vaya hacia delante y hacia atrás hasta que obtenga la mejor imagen del conductor. Avíseme cuando la tenga.

McCaleb se volvió hacia Winston y ella le devolvió la mirada con las cejas arqueadas. Ambos sabían que pronto averiguarían si todo había merecido la pena o no.

– Ya está -dijo James.

– Muy bien, ¿está viendo al conductor?

– Sí.

– Díganos qué aspecto tiene. ¿Cuál es el color de la piel?

– Es blanco, pero lleva una gorra y la visera está baja. Está mirando hacia abajo y la visera le cubre la cara.

– ¿Toda la cara?

– No, le veo la boca.

– ¿Lleva barba o bigote?

– No.

– ¿Le ve la dentadura?

– No, la boca está cerrada.

– ¿Puede verle los ojos?

– No, la gorra se los tapa.

McCaleb se reclinó en la silla y dejó escapar el aire, frustrado. No podía creerlo. Noone era perfecto. Estaba en un trance profundo y aun así no podían obtener de él lo que precisaban, una descripción fiable del asesino.

– Muy bien, ¿está seguro de que es la mejor vista de él?

– Estoy seguro.

– ¿Ve algo del pelo?

– Sí.

– ¿De qué color es?

– Oscuro. Castaño oscuro, quizá negro.

– ¿Qué longitud, puede decirlo?

– Parece corto.

– ¿Qué hay de la gorra? Descríbala.

– Es una gorra de béisbol y es gris. Gris gastado.

– Muy bien. ¿Hay algo escrito en la gorra o el escudo de algún equipo?

– Hay un dibujo, como un símbolo.

– ¿Puede describirlo?

– Hay varias letras que se superponen.

– ¿Qué letras?

– Parece una ce con una línea que la corta, un uno o una i mayúscula o una ele minúscula. Y luego hay un círculo (no, un óvalo) que lo engloba todo.

McCaleb permaneció un momento en silencio pensando en la descripción.

– James -dijo entonces-, si le doy algo para dibujar, cree que podría abrir los ojos y dibujarlo.

– Sí.

– Muy bien, quiero que abra los ojos.

McCaleb se levantó. Winston ya había pasado la hoja de su bloc para dejar una hoja blanca. McCaleb cogió el bloc y el bolígrafo y se los pasó a Noone.

Los ojos de Noone estaban abiertos y miraban fijamente el papel. Luego devolvió el bloc. El dibujo coincidía con la descripción: una línea vertical que cortaba una gran ce, todo englobado en un óvalo.

McCaleb le devolvió el bloc a Winston y ella lo levantó un momento orientado hacia la ventana de espejo para que los demás lo vieran en la pantalla.

– Eso ha estado muy bien, James. Ahora cierre los ojos y mire otra vez la imagen del conductor. ¿Ya está?

– Sí.

– ¿Puede verle las dos orejas?

– Una, la derecha.

– ¿Hay algo inusual?

– No.

– ¿Ningún pendiente?

– No.

– ¿Qué me dice de debajo de la oreja? ¿Puede verle el cuello?

– Sí.

– ¿Algo extraño en él? ¿Qué ve?

– Oh, nada, el cuello, sólo el cuello.

– ¿Es su lado derecho?

– Sí, el derecho.

– ¿No hay ningún tatuaje en el cuello?

– No, ningún tatuaje.

McCaleb suspiró de nuevo. Acababa de eliminar a Bolotov como sospechoso, después de pasarse el día construyéndolo como tal.

– Muy bien -dijo con voz resignada-, ¿qué hay de las manos? ¿Le ve las manos?

– En el volante. Están sosteniendo el volante.

– ¿Ve algo extraño? ¿Hay algo en los dedos?

– No.

– ¿No hay anillos?

– No.

– ¿Lleva reloj?

– Un reloj, sí.

– ¿De qué tipo?

– No lo veo, veo la correa.

– ¿Qué tipo de correa? ¿De qué color?

– Es negra.

– ¿En qué muñeca lo lleva, en la derecha o en la izquierda?

– En la… derecha, en la derecha. -Muy bien, ¿puede ver y describir su ropa?

– Sólo una camisa. Es oscura. Una camisa azul marino.

McCaleb trató de pensar en qué más preguntar. Su decepción al no haber encontrado ninguna pista consistente en el tiempo que llevaban le desorientaba. Por fin, pensó en algo que había pasado por alto.

– El parabrisas, James. ¿Hay algún adhesivo o algo parecido en el cristal?

– Humm, no. No veo ninguno.

– Bueno, fíjese en el retrovisor. ¿Hay algo allí? ¿Algo colgado o enganchado al espejo?

– No, no veo nada.

McCaleb saltó de la silla. Era un desastre. Habían perdido al hombre como potencial testigo en un juicio, descartado a un potencial sospechoso y lo único que habían conseguido era una detallada descripción de una gorra de béisbol y un Cherokee intacto. Sabía que el último paso era llevar a Noone a su última visión del Cherokee dándose a la fuga, pero lo más probable era que si la matrícula delantera estaba cubierta también lo estuviera la trasera.

– Muy bien, James, vamos a ir hacia delante hasta el punto en que el Cherokee ha pasado y le está haciendo ese gesto con el dedo al tipo.

– De acuerdo.

– Haga zoom sobre la matrícula, ¿la ve?

– Está tapada.

– ¿Con qué?

– Con una toalla o una camiseta. No puedo asegurarlo. Como la de delante.

– Haga otro zoom. Ve algo inusual en la parte trasera del coche.

– Humm, no.

– ¿Adhesivos? ¿O el nombre del concesionario en la parte de atrás?

– No, nada de eso.

– ¿Hay algo en la ventana, algún adhesivo? -McCaleb registró la desesperación en su propia voz.

– No, nada.

McCaleb miró a Winston y negó con la cabeza.

– ¿Algo más?

Winston negó con la cabeza.

– ¿Quieres que llamemos a la dibujante?

Ella volvió a negar con la cabeza.

– ¿Estás segura?

Ella negó una vez más con la cabeza. McCaleb volvió a centrar su atención en Noone, aunque no pudo evitar pensar que todo había sido una apuesta sin premio alguno.

– James, durante los próximos días quiero que piense en lo que vio la noche del 22 de enero, y si surge algo, si recuerda algún otro detalle, quiero que llame a la detective Winston, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Bueno, ahora voy a contar hacia atrás desde cinco y mientras lo hago, va a sentir que su cuerpo se rejuvenece y estará cada vez más alerta hasta que diga «uno»; entonces se despertará por completo. Se sentirá lleno de energía y como si acabara de dormir ocho horas. Estará despierto durante todo el viaje a Las Vegas, pero cuando se acueste esta noche no tendrá ningún problema para dormir. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

McCaleb lo sacó del trance y Noone miró a Winston con ojos expectantes.

– Bienvenido de regreso -dijo McCaleb-. ¿Cómo se siente?

– Bien, supongo. ¿Qué tal lo he hecho?

– Lo ha hecho bien. ¿Recuerda de qué hemos hablado?

– Sí, eso creo.

– Bien. Así debe ser. Recuerde que si surge algo debe llamar a la detective Winston.

– Sí.

– Bueno, no queremos entretenerle más. Tiene un largo viaje por delante.

– No hay problema, no pensaba salir hasta después de las siete.

McCaleb miró el reloj y luego a Noone.

– Son casi las siete y media, ahora.

– ¿Qué?

Miró su reloj con la sorpresa reflejada en el rostro.

– La gente en estado hipnótico suele perder la noción del tiempo -dijo McCaleb.

– Pensé que habían pasado sólo diez minutos.

– Es normal. Se llama distorsión temporal.

McCaleb se levantó y le dio la mano; Winston lo acompañó afuera. McCaleb se sentó y entrelazó las manos encima de la cabeza, Estaba agotado y deseaba sentirse él también como si acabara de dormir ocho horas.

La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y entró el capitán Hitchens. Tenía una expresión adusta que resultaba fácil de interpretar.

– Bueno, ¿qué opina? -preguntó mientras se sentaba en la mesa, junto a las tijeras.

– Lo mismo que usted. Ha sido un descalabro. Tenemos una mejor descripción del coche, pero sólo nos acota el campo a diez mil o algo así. Y tenemos la gorra, de las cuales posiblemente haya más todavía.

– ¿Cleveland Indians?

– ¿Qué? Ah, la CI. Puede ser, pero creo que llevan un pequeño indio en las gorras.

– Sí, es verdad. Bueno… ¿qué hay de Molotov?

– Bolotov.

– Como se llame. Creo que ahora queda descartado.

– Eso parece.

Hitchens juntó las manos y después de unos instantes de incómodo silencio, Winston volvió y se quedó allí con las manos en los bolsillos del blazer.

– ¿Dónde están Arrango y Walters? -preguntó McCaleb.

– Se han ido -dijo ella-. No has conseguido impresionarles.

McCaleb se puso en pie y le dijo a Hitchens que si se levantaba podría colocar la mesa en su sitio y volver a poner los fluorescentes del techo. Hitchens le dijo que no se preocupara, que ya había hecho bastante, lo cual McCaleb se tomó de varias maneras.

– Entonces, supongo que me voy a ir. -Y luego, señalando al espejo, agregó-: ¿Cree que podría tener una copia de la cinta o de la transcripción? Me gustaría verla en algún momento. Quizá me dé algunas ideas para seguir.

– Bueno, Jaye puede hacerle una copia. Pero por lo que respecta a seguir, yo no veo mucha necesidad de continuar con esto. Está claro que el hombre no vio la cara del asesino y las matrículas estaban tapadas. ¿Qué más queda por decir?

McCaleb no contestó. A continuación, todos salieron, Hitchens empujando su silla de vuelta a su despacho y Winston guiando a McCaleb a la sala del vídeo. Sacó una cinta virgen de una estantería y la puso en la máquina junto con aquella en la que habían registrado la sesión de hipnosis.

– Mira, todavía pienso, que merecía la pena probarlo -dijo McCaleb mientras ella pulsaba el botón que empezaba la grabación rápida.

– No te preocupes, yo también lo creo. Estoy decepcionada por la falta de resultados y porque hemos perdido al ruso, no por el hecho de haberlo intentado. No sé lo que piensa el capitán y no me importa la opinión de Arrango y compañía, así es como lo veo yo.

McCaleb asintió. Era agradable que ella se expresara de ese modo y le aflojara la soga del cuello. Después de todo, él había presionado para que se hiciera la hipnosis y no se habían logrado resultados; podía haberle cargado a él con toda la culpa.

– Bueno, si Hitchens te pone problemas, échame a mí la culpa.

Winston no contestó. Sacó la cinta duplicada del aparato, la puso en la funda de cartulina y se la dio a McCaleb.

– Te acompañaré -dijo.

– No, está bien. Conozco el camino.

– Vale, Terry, seguimos en contacto.

– Claro. -Ya estaban en el pasillo cuando McCaleb se acordó de algo-. Ah, ¿has hablado con el capitán acerca del programa Drugfire?

– Ah, sí, vamos a hacerlo. Mañana sale el paquete por FedEx. He llamado a tu amigo de Washington y le he avisado del envío.

– Genial. ¿Se lo has dicho a Arrango?

Winston frunció el ceño y negó con la cabeza.

– Me da la sensación de que a Arrango no le interesa ninguna idea que provenga de ti. No se lo he dicho.

McCaleb asintió, la saludó y se dirigió a la salida. Recorrió el aparcamiento en busca del Taurus de Buddy Lockridge, pero antes de localizarlo salió otro coche. McCaleb vio a Arrango, que lo miraba desde el asiento de la derecha.

McCaleb se preparó para las burlas del detective acerca del fracaso de la sesión.

– ¿Qué? -dijo.

Siguió andando y el coche permaneció a su lado.

– Nada -dijo Arrango-. Sólo quería decirle que el espectáculo de ahí dentro ha sido sensacional. Cuatro estrellas. Pondremos un teletipo con la descripción de la correa del reloj mañana a primera hora.

– Muy gracioso, Arrango.

– Sólo quería observar que su sesioncita nos ha costado un testigo, un sospechoso que probablemente nunca debería haber sido sospechoso, y no nos ha impresionado nada.

– Tenemos más de lo que teníamos antes. Nunca dije que el tipo fuera a darnos la dirección del asesino.

– Sí, bueno, ya hemos averiguado lo que significan las letras CI. Completamente idiotas; eso es probablemente lo que el asesino piensa de nosotros.

– Si es así, ya lo pensaba desde antes de esta tarde.

Arrango no tenía respuesta para esto.

– Sabe -dijo McCaleb-, debería pensar en su testigo, Ellen Taaffe.

– ¿Para hipnotizarla así?

– Eso es.

Arrango ordenó a Walters que detuviera el coche con una especie de ladrido. Abrió la puerta y salió. Se acercó a McCaleb, lo suficiente para que éste percibiera su aliento. Intuyó que el detective guardaba una petaca de bourbon en la guantera.

– Escúcheme, señor federal, manténgase lejos de mis testigos. Manténgase bien lejos de mi caso.

No se retiró cuando hubo concluido. Se quedó allí, echando el aliento a whisky en la nariz de McCaleb. McCaleb sonrió y asintió muy despacio, como si acabaran de hacerle partícipe de un gran secreto.

– Está muy preocupado, ¿verdad? -dijo-. Le inquieta que resuelva este caso. En realidad, el caso no le importa, ni las personas que mataron tampoco. Lo único que le preocupa es que haga lo que usted no pudo hacer.

McCaleb aguardó una respuesta, pero Arrango no dijo nada.

– Entonces, preocúpese, Arrango.

– Sí, ¿porque va a resolver el caso? -Se rió de un modo artificial, que tenía más veneno que humor.

– Voy a contarle un pequeño secreto -dijo McCaleb-. ¿Sabe quién era Gloria Torres? ¿La víctima que le importa una mierda? Yo llevo su corazón. -McCaleb se dio unos golpecitos en el pecho y volvió a mirarle-. Yo llevo su corazón. Estoy vivo porque ella está muerta. Y eso me mete en esto de un modo que no puede entender. Así que me importan un carajo sus sentimientos. Me da igual si se ofende. Es un capullo, y está bien, sea un capullo. Puedo soportarlo. Pero no voy a dejar esto hasta que detengamos a ese tipo. Me da igual si lo hace usted, yo o quien sea. Pero yo voy a seguir hasta el final.

Se limitaron a mirarse el uno al otro durante un buen rato. Luego McCaleb levantó la mano derecha y con calma apartó a Arrango de su camino.

– Tengo que irme Arrango, ya nos veremos.

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