14

Clarissa corrió hacia la puerta, pero no intentó detener a Brawly. Seguramente ya había pasado por aquello otras veces, esa ira infantil que anula el sentido común e incluso la más mínima consideración.

Pensé en ir detrás del chico, pero dudaba de que mis palabras o incluso mis puños le causaran mucha impresión. Podía dispararle también, pero no creo que John o Alva se lo hubiesen tomado demasiado bien.

– Lo siento -dije, deseando arreglar las cosas de alguna manera.

– No, no importa. Brawly no ha querido hacerlo. Es que a veces se pone como loco. No es culpa suya.

– Le dije a Alva que me aseguraría de que estaba bien. Y supongo que sí lo está. Quiero decir que, según dices, esto es normal en él, ¿no?

Yo no sabía qué pensar de Clarissa. Ella no tenía nada que ver con mi trabajo, pero allí estaba yo, metiéndome en su vida privada en mitad de la noche. Di un paso hacia la puerta.

– ¿Es verdad eso del padre de Brawly? -me preguntó.

– Sí. Alguien le mató en casa de Isolda. Ella cree que pudo ser Brawly.

– ¿Es eso lo que le ha dicho a la policía?

– No creo que haya visto todavía a la policía. Estaba fuera de la ciudad cuando le mataron, o al menos eso es lo que decía. No ha vuelto a su casa.

– Maldita sea -dijo Clarissa-. Brawly tiene muy mala suerte con sus parientes. Estén vivos o muertos, con él o sin él, siempre le causan problemas.

– ¿Crees que su madre también es así? -le pregunté.

– Ella le quiere y todo eso, pero no le comprende. Siempre le está diciendo lo que debe hacer, y no quiere ni escuchar las ideas que tiene él.

– ¿Como qué?

– Las cosas en las que cree -dijo-. Lo que cree que debería hacer la gente.

– ¿Como el Partido Revolucionario Urbano?

– Puede.

Clarissa era una joven menuda, con rasgos tensos. Su pelo era dorado oscuro. Tenía los ojos de un marrón tan claro que podrían considerarse dorados también. Estaba en una edad en que la ropa acentuaba más que cubría su figura, y su piel parecía resplandecer. Noté un incómodo rubor al mirarla.

– John y Alva creen que los Primeros Hombres no son más que una banda -dije yo-. Y por eso me han enviado a buscar a Brawly.

– Los negros más viejos están asustados de lo que defienden los grupos como los Primeros Hombres. Temen rebelarse y exigir lo que los blancos les deben. No comprenden que la única forma de conseguir algo es luchar por ello.

– ¿Están planeando una guerra? -pregunté.

– Sólo si no queda otro remedio. Lo que quieren son mejores escuelas, mejores trabajos, libros de historia que cuenten la verdad, y gente como nosotros en el gobierno.

– Mucho trabajo, ¿no?

– Es sólo justicia. Y Xavier sabe que lo vamos a conseguir poco a poco. Quería que nos mudásemos de ese local a otro donde la comunidad pudiese venir a hablar de nuestros problemas. Pero entró la poli, y ahora la gente estará demasiado asustada para confiar en nosotros.

– ¿Y ahora qué, pues? -Realmente, quería saberlo.

– Encontraremos otra forma. Eso es todo.

Había algo que no me decía, algo que se escondía detrás de sus resueltas palabras.

– ¿De modo que lo que quieren es la revolución, no se dedican a la protección? -pregunté.

– ¿Protección de qué? -replicó ella.

Entonces me eché a reír. Quizá me estuviera haciendo viejo.

– ¿Tienes un lápiz, Clarissa?

– Sí, ¿por qué?

– Porque te voy a apuntar mi número de teléfono… puedes llamarme a cualquier hora. No quiero problemas con Brawly. Si él es feliz con lo que está haciendo, a mí me parece estupendo. Pero si se mete en problemas, o si ves que el partido no es lo que dice… entonces llámame. ¿De acuerdo?

Ella no respondió a mi pregunta, pero me dio lápiz y papel. Apunté mi número de teléfono del trabajo y el de casa.

Antes de irme, le pregunté:

– ¿Por qué te has enfadado tanto con lo de Isolda? ¿Acaso la conoces?

– Sé lo que le hizo a Brawly -exclamó Clarissa con desprecio.

– ¿El qué?

– No soy yo quien tiene que decirlo.

Era más tarde de la una de la madrugada. Si hubiera estado viviendo la vida que me había prometido a mí mismo, me habría ido entonces a casa a meter a los niños en la cama. Pero todavía estaba enfebrecido y debía hablar con alguien más, con alguien que yo sabía que nunca se acostaba antes del amanecer.

Vivía en una casa de alquiler en una calle llamada Ozone Court, sólo a media manzana de la playa. Era sólo una estructura diminuta con el tejado alquitranado, pero él era el único hombre negro que yo conocía que había conseguido una casa en aquel barrio. Mientras llamaba al timbre, pensé en preguntarle cómo le sentaba eso de vivir en un barrio exclusivamente blanco. Pero la forma que tuvo de contestar a la llamada apartó por completo aquella pregunta de mi mente.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó, con una voz bronca que intentaba que sonase profunda-. ¿Qué cojones quieren a estas horas de la noche?

En lugar de responder llamé de nuevo al timbre.

– ¿Qué? -preguntó entonces, abandonando la voz grave. Por el tono de su voz parecía que había levantado las manos muy por encima de la cabeza.

– ¿Jackson Blue? -dije, con una voz autoritaria, que no era exactamente la mía.

– ¿Quién es?

Entonces me eché a reír. El cobarde de Jackson Blue se merecía un par de bromas a su costa. Y además, como había robado el dinero de Jesus, me dije que tenía todo el derecho de incordiarle.

Abrió la puerta y me fulminó con la mirada.

Yo me reí con más fuerza todavía. Jackson era un hombre bajito y delgado, casi tan oscuro como el propio cielo que teníamos sobre nuestras cabezas, con los ojos claros y brillantes. Aquellas órbitas relucientes, perpetuamente inyectadas en sangre, me miraban atónitas.

– ¿Por qué crees que esto tiene puta gracia, negro?

– Déjame pasar, Jackson -dije-. Hace frío aquí fuera.

Él miró a su alrededor para ver si había alguien conmigo y luego se apartó, dejándome entrar.

La casa de Jackson estaba apretujada entre dos casas más grandes, pero igualmente vulgares. Por fuera parecía pequeña, pero era mucho más espaciosa por dentro. Eso se debía a que la única habitación de la que constaba estaba algo hundida, bajando unos escalones desde la puerta principal, de modo que el techo tenía al menos seis metros de altura.

Jackson tenía allí una cama grande, una mesa que servía también como cocina, un pupitre como el que usan los chicos de los institutos y tres paredes llenas de estantes que cubrían toda la altura. Y todo el espacio de los estantes, hasta el milímetro, estaba repleto de libros. La habitación olía a papel mohoso. Había una escalera de madera de pintor para que el pequeño Jackson pudiese alcanzar los estantes más altos.

La puerta de atrás era una corredera de cristal que daba a un huerto.

– ¿De dónde has sacado todos estos libros, Jackson?

– La mayoría los he comprado. Muchos de ellos llevaban un montón de años en los desvanes de diferentes personas. Cuando conseguí esta casa, me los traje aquí.

Me senté a la mesa. Jackson se introdujo en su pupitre de escolar.

– ¿Has conseguido lo que quería? -le pregunté.

– Eso depende.

– ¿De qué?

– Ya sabes que vivir en el mundo de los blancos no es barato.

– Escucha, Jackson. Yo no estoy jugando contigo. No intentes quedarte conmigo, tío, o acabarás pagando el pato.

Jackson no parecía preocupado. Me conocía desde hacía más de veinte años. Nunca le había puesto la mano encima en aquel tiempo, y no era probable que empezase entonces.

– Tengo que saber algunas cosas antes de decirte lo que hay -me dijo.

– Vale, muy bien. ¿Qué quieres saber?

– Primero, cómo has conseguido saber dónde vivo. He pensado en lo que me has dicho por teléfono y no creo que John tuviese mi dirección.

– Me la dio Charlene Lorraine.

– ¿Y cuánto le has tenido que pagar para que te la diese?

– Veinte dólares.

– ¿Sólo?

– Sí. Le di veinte dólares y le pregunté si te había visto, y ella dijo que últimamente no, pero que lo último que sabía de ti es que estabas viviendo en Ozone.

– A lo mejor está celosa porque yo le dejo hacer lo que quiera -dijo Jackson, intentando reforzar su orgullo.

– Bueno, ¿qué más?

– ¿Cuánto vas a sacar por saber lo que te voy a contar?

– Una comida familiar, con Bonnie y los niños.

– No puedes vacilarle a un vacilón, tío -se quejó Jackson-. No, hermano. No me engañes.

– Jackson, ¿por qué te iba a mentir?

– Para quedarte tú todo el botín, por eso.

– ¿Qué botín?

– Me has preguntado por los Primeros Hombres, ¿no?

– Sí.

Jackson era un hombre de más de cuarenta años, pero tenía el cuerpo de un muchacho. Se movió a un lado en el estrecho pupitre, sacó la rodilla derecha hasta tocarse la barbilla y sonrió. Era como un gato de Cheshire.

– Están planeando una revolución -dijo.

– Ya. ¿Y qué tiene eso de nuevo? Debe de haber media docena de grupos por ahí hablando de esa misma mierda. Pero aunque sea verdad, las pistolas y las balas no son un botín que a ti te vaya mucho.

– Pero el dinero con que se compran, sí -exclamó entonces Jackson, sonriendo.

Toda la información que había ido reuniendo desde mi conversación con John me daba vueltas en la cabeza: el hombre asesinado, su novia, Brawly, Alva, Clarissa, incluso la policía que irrumpía en el local…

– ¿De qué estás hablando, Jackson?

– Pistolas, querido. Pistolas y pasta.

Jackson tenía un gran intelecto, pero un alma insignificante. Pistolas, sangre, valor… todo aquello para él no era más que dinero.

– Pero ¿de qué estás hablando? -le volví a preguntar.

– No lo sé -afirmó Jackson-. Pero he oído decir que los chicos están planeando algo grande, realmente grande. Para hacer algo a gran escala, deben de tener algo de dinero que les llegue de alguna parte. Eso es lo que me dicen mis informaciones.

– ¿Con quién has hablado de esto?

– ¿Por qué quieres saber algo de esa gente?

Le conté a Jackson que John y Alva me habían pedido que encontrase a Brawly.

– Ah, ¿es eso? -preguntó, cuando acabé.

– Sí, eso es, tío -exclamé.

– ¿Así que no tiene nada que ver con el dinero?

– En primer lugar, ese dinero te lo estás imaginando tú -dije-. Y aunque tuvieses razón, ya me conoces, Blue. No soy un ladrón ni un atracador.

– Pero el Ratón y tú erais amigos… -dijo, como argumento.

– ¿Y qué narices tiene que ver el Ratón con todo esto? -Me puso furioso sólo oír su nombre.

– El Ratón sí que robaba un poco, en sus tiempos -dijo Jackson-. Una vez dicen que salió un domingo, fue conduciendo sin parar a Kansas City, en Missouri, robó un banco y volvió de nuevo a Watts el viernes por la noche.

– ¿No te da miedo hablar así de los negocios del Ratón? -le pregunté.

– ¿Por qué me iba a dar miedo? Está muerto.

– ¿Conoces a alguien que fuese a su funeral? -le pregunté.

La suave frente de Jackson se frunció.

– Pues no.

– Y entonces, ¿por qué dices que está muerto?

– Tú dijiste que le habías visto caer -empezó a murmurar Jackson-. Y… y… Martha Rimes dijo que estaba muerto en la cama del hospital antes de… de…

– Ella dijo que no tenía pulso. Y se lo estaba buscando con los dedos. A veces el pulso es tan débil que los dedos no lo notan.

Fue un placer ver cómo los ojos de Jackson se dilataban llenos de terror. Sabía que era un error enorme airear los negocios de un hombre de la forma en que él lo había hecho con el Ratón.

– Lo siento -dijo-. No se lo digas a nadie, ¿vale, Ease?

– Eres tú quien debe aprender a tener la boca cerrada -dije.

Nos quedamos en silencio un momento. Jackson estaba mirando nuestro reflejo en la puerta de cristales, buscando fantasmas vengativos al otro lado.

– ¿Has oído algo útil sobre Brawly o no? -le pregunté entonces.

– Tiene una novia que vive en Grand.

– Querrás decir en Byron.

– No -afirmó Jackson-. Ya sé lo que quiero decir, y quiero decir Grand Avenue, junto a Sunset.

– ¿Y qué número?

– ¿Seguro que no vas detrás de una gran fortuna, Easy?

– ¿Quién te ha metido esa idea absurda en la cabeza?

– Aldridge A. Brown -dijo Jackson-. Ése.

– ¿Qué pasa con él?

– Dicen que hace trece años, Aldridge y un compañero robaron un banco del centro. Mataron al compañero, pero Aldridge se escapó.

Me quedé helado de repente, pero seguí hablando para evitar que Jackson se pusiera demasiado inquisitivo.

– Aldridge está muerto, tío. Y si era un atracador de bancos, no tendría nada que ver con ese grupo político. La gente roba bancos para su propio provecho, no por la democracia.

– La gente cambia.

– Tú no -dije-. Y ahora, ¿tienes la dirección de esa chica o no?

Me la dio. Pero no tenía ni su nombre ni el número de su puerta.

– Bastante hice al conseguir eso -dijo, al quejarme yo.

En lugar de ir directamente a mi coche, bajé andando el trozo que quedaba hasta la playa. Santa Mónica todavía parecía una ciudad pequeña en el sesenta y cuatro, con edificios de madera pintados de colores primarios, pequeños locales especializados en baratijas hechas con conchas…

La luna se había ocultado a la vista detrás de una nube grande, pero su luz todavía incidía sobre las aguas a muchas millas de la costa. Aquella luz lejana era como las esperanzas abandonadas de un marinero: distantes y casi imposibles.

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