Aquella tarde acudí a Grand Avenue, justo al norte de Sunset. La dirección que me había dado Jackson era un enorme edificio de ladrillo que parecía más una fábrica que un edificio de apartamentos. La entrada era pequeña, pero había más de tres docenas de inquilinos en la lista de timbres junto a la puerta. Fui leyendo la lista hasta que encontré el nombre de «B. TERRELL». Pensé un momento y luego recordé a la amiga del instituto de Brawly.
El apartamento de B. Terrell estaba en el sexto piso. Yo iba ya jadeando cuando llegué al tercer tramo de escaleras. Cuando alcancé la puerta, tuve que pararme un rato a recuperar el aliento.
Llamé cuatro veces. El vestíbulo estaba vacío, y la cerradura era fácil de abrir con las tres cartas de baraja que yo llevaba en la cartera.
El piso de B. Terrell tenía un diseño regular, casi penitenciario. Estaba formado por cuatro habitaciones de idéntico tamaño. Salón, cocina, baño y dormitorio. Cada habitación era como un cubo, y juntas formaban un cubo mayor. Cada habitación tenía dos puertas que conducían a las otras dos habitaciones. El salón era demasiado pequeño, y el baño demasiado grande. En la cocina resultaba difícil moverse. Sólo el dormitorio servía para la función a la que estaba destinado.
La puerta principal daba al salón. En una mesita baja se encontraba la foto enmarcada de un Brawly mucho más joven del brazo de una chica rubia. La chica tenía un saludable aspecto escandinavo, no guapa, pero sí atractiva. Ambos sonreían y era obvio que estaban enamorados, al menos en aquel momento. Encima de la mesa de la cocina había correo dirigido a Bobbi Anne Terrell, y en el botiquín del baño cuatro cajas de condones Trojan y un bote de brillantina.
Debajo de la cama había una pesada caja de metal pintada de un color verde apagado. En ella había tres carabinas, seis pistolas del calibre cuarenta y cinco y dos rifles M-1. En el estante más alto del armario encontré pilas de munición para todas esas armas y algunas más.
Cogí una de las pistolas, la cargué y me la guardé en el bolsillo de la cazadora. Estaba ya a mitad de camino del salón y dirigiéndome hacia la puerta cuando se movió la cerradura y se abrió la puerta principal.
Ella se sorprendió de ver a un hombre alto y negro en medio de la habitación, pero no tanto como para gritar o correr. Yo también me sorprendí.
– Hola -dijo, con más curiosidad que miedo.
Tenía el mismo aspecto que en la fotografía. Incluso el vestido era el mismo, de una pieza y color coral, abotonado por delante. La chica tenía buen tipo, si a uno le gustaban las mujeres fornidas. Tenía la cara ancha y llena de pecas en la parte central.
– Hola -dije yo.
– ¿Quién es usted?
– Easy -dije-. Easy Rawlins.
– ¿Qué está haciendo en mi casa?
– Estoy buscando a Brawly Brown. La puerta no estaba cerrada, y no sabía a qué otro sitio podía ir, así que he entrado y le he llamado. Iba a irme justo cuando has llegado.
– ¿Por qué está buscando a Brawly?
– Mucha gente le está buscando -dije-. Pero yo lo hago en nombre de Alva, su madre.
Bobbi Anne examinó el picaporte, pero no había forma de comprobar si se había quedado abierto y yo había entrado así o no.
– Le he buscado por todas partes -dije, procurando calmarla mediante la conversación-. En los Primeros Hombres, en casa de su prima Isolda…
– ¿Ha venido por ella? -dijo Bobbi Anne con un relámpago de ira.
– No. Simplemente, fui a verla buscándole. Ella me dio tu nombre.
– Esa perra -dijo Bobbi Anne.
– ¿Por qué dices eso? -le pregunté.
– No es que sea una perra, es que está enferma -rectificó la chica nórdica. Atravesó la habitación, tranquila ya, supuse, al ver que yo me quedaba quieto.
– ¿Cómo enferma?
– Utilizó a Brawly.
– ¿Ah sí?
– ¿Y qué va a hacer cuando encuentre a Brawly? -me preguntó, cambiando el curso de la conversación.
Yo me dirigí a una silla de madera de respaldo recto, indicando así que pretendía prolongar nuestra conversación.
– El chico tiene problemas -dije-. La policía piensa que va a hacer algún disparate por temas políticos, Isolda cree que puede haber matado a su padre, y Alva simplemente piensa que frecuenta malas compañías. Y por lo que yo sé, todos podrían tener razón.
Algo de lo que había dicho preocupaba a la chica. Una cierta tensión invadió sus rasgos optimistas, y se sentó en el pequeño sofá delante de mí.
– ¿Está aquí para entregarle a la policía?
– Ya te he dicho que estoy aquí por su madre -dije-. Las madres no entregan a sus hijos a la poli.
– ¿Y cómo me ha encontrado?
– Es la segunda vez que cambias de tema -dije-. No es educado, pero de todos modos te diré que no te buscaba a ti… Buscaba información sobre Brawly, y oí decir que una novia suya vivía en este edificio. Cuando he visto tu nombre, he comprendido que tenías que ser tú, porque Isolda me dijo que eras amiga de Brawly en el instituto. Y ahora, ¿puedes ayudarme a encontrar al joven señor Brown?
Bobbi Anne tenía unos pechos grandes y erguidos, los hombros anchos, unos ojos de un azul cristalino y un estómago que sobresalía un poquitín. Todo aquello conseguía hacerla más atractiva a cada momento que pasaba. Era el tipo de chica que de repente empiezas a ver guapa.
Tenía una expresión preocupada, pero aun así, no parecía frágil ni vulnerable. Eso me gustaba.
– No sé dónde está Brawly -dijo-. Pero no está metido en ningún problema, que yo sepa. Nada, excepto que su madre no le entiende.
– ¿Has hablado con él en las últimas veinticuatro horas más o menos?
– Me ha llamado. Me ha dicho que iba a venir, pero que primero tenía que ir a ver a… un amigo.
– ¿Anton Breland? -dije, recordando el alias que usaba a veces Conrad.
– ¿Cómo le conoce? -Por primera vez, la cara de la señorita Terrell mostraba auténtica preocupación.
– Le he visto. Me apuntó con una pistola y me dejó tirado a cinco kilómetros de distancia de mi coche.
– Ah. A mí no me gustaba cuando le conocí -dijo ella-. Pero él y Brawly se han hecho íntimos. Los seis últimos meses se ha ido metiendo mucho en las cosas negras. Decía que se había dado cuenta de que los negros tienen que dejar a un lado a los blancos.
– ¿Y entonces fue cuando te dejó a ti?
– ¿Qué quiere decir?
– Bueno -dije yo-. No he visto su nombre abajo.
– Nunca hemos vivido juntos.
– ¿Así que Brawly no está metido en ningún problema? -pregunté.
– No -afirmó ella, pero con tono inseguro.
– No podré ayudarle si no me lo dices.
– Ni siquiera lo conozco.
– El tema es, ¿conoces tú a Brawly?
– ¿Qué significa eso?
– Significa que si viene aquí la policía y encuentra esas armas que tienes debajo de la cama, te van a llevar a rastras a la cárcel. Especialmente cuando encuentren esos rifles M-1 del ejército.
– ¿Ha registrado mi casa?
– Escúchame, niña -dije-. No me importas nada tú ni esas armas. Yo no soy poli, y no me meto en política. Lo único que quiero es averiguar qué pasa con Brawly y sacarlo de sus problemas, si puedo. Si tú quieres dormir con una sentencia de treinta años de cárcel debajo de la cama, a mí me parece estupendo. Pero si sabes lo que te conviene, me dirás cómo puedo encontrar a Brawly y hacerle entrar en razón.
– Yo no sé nada, señor Rawlins -dijo ella.
– ¿Tienes esas armas debajo de la cama?
Ella no respondió a la pregunta.
– ¿Para qué son? -lo intenté de nuevo.
– Sólo… para defenderme, si llega el caso.
– ¿Las has tocado? -le pregunté.
– ¿Tocar el qué?
– Las armas.
– No.
– Pues no lo hagas -dije, y me puse en pie.
El cuerpo de Bobbi Anne se estremeció ante mi súbito movimiento. Era la primera prueba real de que ella me tenía miedo.
– Brawly tiene problemas -dije-. Y si no tienes mucho cuidado, te arrastrará con él.
– Yo no he hecho nada malo -respondió ella.
– Si consigues que algún juez se crea eso, a lo mejor sólo te caen quince años.