20

Saqué mi coche del aparcamiento del Mariah y fui al Sojourner Truth. Después de aparcar en el espacio inferior, me llevé las manos a la altura de los ojos. No temblaban.

Luego, me dirigí hacia el edificio de mantenimiento. Era un conjunto de casitas muy modestas, apenas bungalows, pero que en realidad mantenían en funcionamiento el instituto. No eran ni las seis de la mañana. Nadie me molestaría durante más de una hora y media.

La casita del encargado se usaba como almacén de materiales de limpieza, cerraduras y llaves, artículos de escritorio y herramientas. Eran precisos un total de doce conserjes diurnos y cinco nocturnos para mantener las ciento treinta y dos aulas, dos salas de taquillas y duchas, el gimnasio, el jardín, el auditorio y las diecisiete oficinas que constituían el instituto. Teníamos catorce edificios, dos patios de recreo asfaltados, el superior y el inferior, y dieciocho puertas que se tenían que abrir y cerrar cada día para mantener dentro a los estudiantes y para dejarles salir.

Mi rincón de despacho lo formaban un baqueteado escritorio de fresno, una silla giratoria acolchada verde, dos archivadores y cinco llaveros grandes, con algo menos de trescientas llaves, que colgaban de una alcayata en la pared.

Hice café en la cafetera eléctrica de doce tazas y encendí un Chesterfield, que enseguida tiré, porque cuando corría perseguido por los pistoleros me di cuenta de que el humo podía matarme sin necesidad de provocarme las enfermedades cardíacas y el cáncer del que hablaban los periódicos. Un hombre al que le falta el aliento enseguida, como yo, muere con toda seguridad si no puede mantener la ventaja en una carrera mortal.

El café estaba bueno. No era demasiado fuerte, pero sí que poseía todo el sabor de la vida. Tenía el sabor de la supervivencia. Allí estaba yo, vivo y a salvo, escondido en el seno del Sojourner Truth.

Me preguntaba quién habría matado a Strong y por qué. ¿Eran acaso los cómplices que esperaba que me interrogasen? ¿Le habían tendido sus amigos una trampa a él también? ¿O serían nuestros atacantes de otro grupo, que estaba enemistado con Strong y sus Primeros Hombres?

Cuando oí la bala amartillada en la recámara del arma, todos mis sentidos volaron y obligaron a mi cuerpo a seguirlos. No vi al hombre que había disparado a Strong el tiempo suficiente para hacer siquiera la más somera de las descripciones. Su altura, su peso, incluso su color me eran totalmente desconocidos. Lo que vi, sobre todo, fue el relámpago de su arma.

De una cosa sí que estaba seguro, y era de que Strong estaba muerto. No me sentía culpable por no haber mirado atrás. No podía salvarle. Y aunque hubiese podido ayudarle, la verdad es que él me llevaba a punta de pistola. Mi única preocupación era que alguien me hubiese puesto en su lista negra; no sé cómo, había asustado a alguien lo suficiente para que quisiera matarme.

Los hombres que nos dispararon, ciertamente, querían matarnos a los dos. Era casi seguro que se trataba de aquellos que circularon después con el coche buscándome. Quizá pensaran que Strong me había contado algo.

Un hombre normal, trabajador, se habría quedado petrificado, de estar en mi lugar. Pero yo había pasado por cosas peores.

Mi niñez había sido muy dura. Muchas veces estuve seguro de que alguien iba a matarme. Pero la amenaza del mañana no era nunca tan urgente como el hecho de salir adelante hoy. De modo que fui capaz de apartar de mi mente temporalmente a los asesinos y empezar la ronda del instituto.

Todas las puertas que se debían cerrar se habían cerrado. Todas las papeleras se habían vaciado. No había papeles que ensuciasen los patios, ni luces encendidas en las aulas. Mi personal era un grupo muy trabajador. Estábamos a principios de los sesenta, una época en la cual los hombres y las mujeres todavía sabían que debían trabajar duro si querían pagar el alquiler y alimentar a su hambrienta progenie.

Lo único en desorden era el taller de metalistería, en el complejo de edificios de los talleres. Habían sacado todas las sillas e incluso las largas mesas de metal al vestíbulo, y las habían apilado como si fuese verano y estuviéramos preparándonos para pulir y encerar los suelos.

Yo estaba de pie en el amplio vestíbulo, preguntándome qué inundación o fallo eléctrico podía haber causado que mis conserjes emprendieran aquel inmenso trabajo.

– Señor Rawlins. -La voz venía de atrás.

Di un salto de casi un metro, dislocándome el hombro al volverme, y vi al conserje de mañana, Archie «Ace» Muldon. Bajo y calvo, aquel hombrecito blanco casi resplandecía en el oscuro vestíbulo. Se había quitado la gorra de béisbol de los White Sox en deferencia a su jefe, es decir, yo.

– Ace, me ha dado un susto de muerte.

– Lo siento, señor Rawlins. Sólo había venido a ver si Terrance había traído la pulidora.

– ¿La pulidora? ¿Quién os ha dicho que puláis estos suelos?

– Newgate. -Ace dijo aquel nombre como si fuese una frase entera, una frase usada para explicar el 90 por ciento de los problemas que teníamos en el Truth.

– Pero ¿qué demonios le pasa?

– Vino a verme y me preguntó dónde estaba usted -dijo Ace-. Cuando le dije que estaba enfermo, se puso rojo como un tomate. Se lo aseguro, nunca he visto a un hombre ponerse tan cerca del infarto por la cosa más insignificante.

– ¿Y qué tiene que ver que yo haya estado enfermo con el suelo del taller de metalistería?

– Me dijo que le llevase a todas las salas que yo tenía que limpiar. Le llevé a los talleres porque me imaginaba que se cansaría de mirar por detrás de las máquinas pesadas. No quería causar tantos problemas.

Ace era de una familia de granjeros pobres del Medio Oeste. En el pasado había creído que iba detrás de mi trabajo. Me costó un poco comprender que me respetaba como jefe.

– No importa, Ace. Pero ¿qué mosca le ha picado?

– Empezó a mirar por detrás de las máquinas pesadas y vio que se había acumulado un poco de cera por los bordes. Le dije que se requería un equipo especial para mover la maquinaria pesada, pero él siguió meneando la cabeza y diciendo que no era culpa mía, que era el supervisor el responsable de aquella porquería. -Ace dijo aquella última palabra como si fuera un verdadero insulto. Creo que le disgustaba Newgate incluso más que a mí-. Y entonces nos dijo que preparásemos el aula para pulir y encerar el suelo.

– No se preocupe, Ace. Cuando lleguen Burns y Peña dígales que yo he dicho que le ayuden a colocar otra vez los muebles en el aula antes de que empiecen las clases.

– Muy bien, jefe -dijo Ace. Y se fue, feliz porque iba a frustrar al arrogante director.

Eran justo después de las siete. Sabía que Newgate estaría acechando el edificio de oficinas, buscando a chicos que fumasen o estuviesen sentados en algún banco. A Hiram Newgate le gustaba sorprender a la gente haciendo algo prohibido. Podías ser un santo y él nunca se daba cuenta, pero si dejabas una mancha en un abrigo de piel de leopardo, ya estaba encima de ti al momento.

– Rawlins, tengo que hablar con usted -me llamó, tres segundos después de que yo entrase por la puerta este.

Estaba a una cierta distancia, en medio del largo vestíbulo.

– ¿Qué ocurre, Hiram? -le respondí.

Al director del centro, Hiram Newgate, no le gustaba que le llamasen por su apellido, sino «señor director». Ciertamente, tampoco le gustaba que le llamasen por su nombre de pila.

Aquel hombre alto y adusto cubrió la distancia que había entre ambos mirándome como si estuviera a punto de tirarme al suelo y pelear. Yo sonreí y levanté las cejas inocentemente.

Llevaba un traje azul oscuro de la sastrería Brooks Brothers con una camisa que tenía un ligerísimo tono rosado, aunque en realidad era casi blanca. En la corbata oscura llevaba un diamante, descentrado, y sus zapatos o eran nuevos o bien el paradigma de la limpieza absoluta.

El director Newgate era un presumido de primera categoría, pero yo no podía reprochárselo. A mí también me gustaba la ropa a medida. Muchos días yo acudía a trabajar mejor vestido que él mismo. Esos días él me pedía que les demostrara a los hombres a mi cargo cómo regar el polvoriento patio con la manguera o cómo remover la tierra del jardín.

«Lo haré el día que usted dé una clase de álgebra», replicaba yo.

Aquel hombre me odiaba mucho más de lo que Ace le odiaba a él.

– ¿Dónde se ha metido? -me preguntó el director.

– Estaba enfermo. -No tosí, pero me llevé la mano a la boca como si fuera a hacerlo.

– Eso es inaceptable.

– Le mandaré mis intestinos la próxima vez que me obliguen a quedarme en el baño -aseguré.

– En las clases de dirección de empresas -dijo el director Newgate-, lo primero que uno aprende es que un empleado que dice estar enfermo al principio o al final de la semana está abusando de sus privilegios. Es un impostor.

– ¿Ah, sí? -dije-. ¿Y cuántos lunes y viernes he faltado yo durante el año pasado?

– Sólo me preocupa ayer.

– ¿Así que como norma nadie puede ponerse enfermo el lunes o el viernes?

– Pues claro que no.

– Bueno, pues entonces, ¿y si establecemos la norma de que no se pueden tomar más lunes o viernes libres que el resto de los días?

– Sí, eso es lo que quería decir -dijo el director, despistado con mi amistosa broma.

– Se lo diré a mi personal, no se preocupe.

– A nadie le gustan los listillos, Rawlins.

– Especialmente cuando al listillo le sienta tan mal que su supervisor le insulte que presenta una queja formal contra él.

– Iba dando una vuelta por los talleres con el señor Muldoon -dijo Newgate, cambiando de tema-. He hecho que preparase el taller de metalistería para una limpieza a fondo.

– Ya lo sé -dije yo-. Yo le he dicho que volviese a colocar los muebles en el aula para que el señor Sutton pueda dar su clase.

– Yo le ordené que sacase los muebles. -Newgate me recordaba al capitán Dougherty, que había enviado cinco pelotones de soldados a una escaramuza junto a Anzio, uno por hora. Todos los miembros de los pelotones iban muriendo, y no hacíamos progreso alguno contra el enemigo. Sabíamos que el buen capitán había hecho una apuesta entre oficiales ingleses y americanos para ver quién entraba primero en la ciudad. Empezó a mandar a las tropas a las ocho de la mañana. Hacia las doce menos diez, recibió metralla de una granada yanqui que cayó por error.

– Tiene suerte de que sea yo el encargado de este asunto -dije yo-. Porque Sutton estuvo en Corea, y no le habría gustado nada ver su aula patas arriba de esa manera.

– Yo soy el responsable de todo el instituto -protestó Newgate.

– Mire en el manual, Hiram -añadí yo-. El supervisor de los conserjes toma las decisiones finales en los procedimientos de limpieza. Puede quejarse usted, pero esto corresponde a la oficina central de mantenimiento, no a administración.

Newgate tenía las venas del cuello muy hinchadas, gruesas como cordones. Sobresalían cuando se enfadaba de verdad. Aquella mañana incluso se le habían puesto rojas.

Al verle tan irritado sentí una momentánea paz. Me olvidé de Brawly y de Conrad, de los emboscados y del ejército secreto de Los Ángeles. Los negros de Estados Unidos siempre han trabajado para los blancos. Sólo en los últimos años yo podía replicar sin miedo a perder mi trabajo o quizá hasta un diente o dos.

Algunos hombres a los que yo conocía habían muerto por desafiar a sus superiores. De modo que la bronca de Newgate era como un bálsamo para mí. Alivió mis síntomas, pero la enfermedad seguía ahí.

Загрузка...