Jesus,Feather y yo llegamos a casa casi al mismo tiempo. Les recogí cuando bajaron del autobús azul en Pico y Genesee.
Feather tenía unos deberes que le exigían mucha concentración, de modo que ni siquiera merendó y se puso a trabajar en la mesa de la cocina.
– Es un libro de una chica que luchó en una guerra -me dijo-, en Francia. Tengo que leerlo y escribir una redacción.
– ¿Qué chica era esa?
– Juana de Arco -dijo.
– ¿Tenía una pistola? -le pregunté.
– No, no, una espada. Una espada grande.
– ¿Y le cortaba la cabeza a la gente?
– No. Sólo la levantaba por encima de su cabeza y corría hacia el enemigo, y todos se asustaban mucho y corrían.
Era un libro de verdad, de unas treinta páginas, con letra grande e ilustraciones en blanco y negro cada seis páginas o así. En la cubierta se veía a Juana con la espada en alto, unos hombres de rodillas ante ella y otros que gritaban sus alabanzas desde atrás. Feather estudiaba cada página con embelesada atención.
– ¿Quieres mantequilla de cacahuete y gelatina, hermanita? -le preguntó Juice.
– Hum… ajá…
Le preparó el bocadillo y le sirvió un poco de leche mientras yo ponía arroz a hervir y sacaba unos rabos de buey, que había preparado una semana antes, del congelador. También tenía un cuenco de judías verdes y codillo congelado. Cuando Feather hubo merendado y la cena empezó a hacerse, Jesus y yo nos fuimos al patio de atrás, donde seguían sus caballetes y sus largos tablones.
– ¿Aún piensas construir ese barco?
– Ajá.
– ¿Y qué pasa con el instituto?
– No lo sé.
– Si lo vas a dejar, yo tendré que firmar algún papel, ¿no?
– Sí.
– Entonces tienes que mirarme a la cara y hablarme, porque yo no veo ningún motivo por el que no puedas ir al instituto cuando todos los chicos de Los Ángeles son capaces de hacerlo.
– No todos -dijo él.
– No. Las chicas embarazadas y los delincuentes juveniles no van. Los chicos que salen en las películas y los niños pequeños que no tienen padres que les enseñen cuál es el camino adecuado. Pero todos los demás lo hacen.
Jesus se apartó de mí. Probablemente iba a alejarse, pero yo le cogí el brazo antes de que hiciera un movimiento.
– Habla conmigo.
Se sentó en la hierba y yo también lo hice. Cuando empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, yo le puse la mano en la rodilla.
– Yo te quiero, chico -dije-. Ya sabes que cuando era pequeño yo también perdí a mis padres. Sé lo que es vivir en la calle. Y por eso quiero que tengas una educación. Algo que yo nunca tuve.
Él dejó de menearse y me miró a los ojos.
– Pero en clase no puedo aprender -dijo.
– Por supuesto que puedes.
– No. -Su tono y actitud no admitían negativa-. No quiero oírles nunca más. Quieren que escuchemos y nos lo creamos todo. Dicen cosas equivocadas. Cierran las puertas. No quiero volver allí nunca más.
– Pero te falta sólo un poco más de un año para acabar.
– Quiero construir mi barco.
– ¿Te quedarás en el instituto y lo intentarás con toda tu alma si yo te lo pido? -le pregunté.
Después de un momento de duda, me dijo:
– Supongo que sí.
– Entonces, déjame que lo piense un par de días.
Nos lo pasamos muy bien durante la cena. Feather nos contó algunas cosas de Juana de Arco mientras comíamos. Después de cenar, nos leyó su redacción. Jesus se fue a la cama temprano, a leer su libro sobre cómo construir un barco de vela de un solo mástil. Feather y yo nos quedamos viendo «El show de Andy Griffith». A ella le encantaba el pequeño Opie.
– Es que es tan mono -decía.
– ¿Papi? ¿Papi?
Acababa de entrar en el almacén de una funeraria donde se hallaban apilados docenas de ataúdes ocupados, esperando para el entierro. Parecía que sólo había un hombre, armado con una pala, cuya responsabilidad era sepultar a todas aquellas almas muertas. Yo buscaba en un ataúd y otro, pero ninguno llevaba el nombre de Raymond en la pequeña placa de bronce colocada a los pies de cada caja.
Alguien me llamaba. Alguien levantaba una pala. Quería que volviese a cavar.
– ¿Cómo? -dije. Y luego me acordé de que yo era el hombre a cargo de los entierros, yo era el enterrador de todos los negros muertos, hombres y mujeres.
– Papi.
– ¿Qué?
– Estabas dormido, papi.
Abrí los ojos. Del televisor surgía un zumbido estático. Feather me apretaba el pecho con ambas manos.
– Nos hemos dormido los dos -dijo.
La llevé a su cuarto y me metí entre las sábanas completamente vestido.
El teléfono estaba sonando, pero al principio yo pensé que era el despertador. ¿Pero quién había puesto el despertador? Llamé en voz alta a Bonnie. Yo sabía que tenía que haber sido ella, que debía de tener algún vuelo temprano y había puesto el despertador, y ahora intentaba dormir aunque seguía sonando.
– Bonnie, apaga ese chisme -dije.
Y luego recordé que Bonnie estaba de viaje. Estaba en un avión, en algún sitio. Imaginé un avión que volaba muy alto en el cielo. Yo estaba sentado en el asiento del piloto, mirando por los grandes ventanales el paisaje azul oscuro. No había límite al espacio por encima de nuestras cabezas.
Y luego el teléfono sonó de nuevo.
– ¿Señor Rawlins? -me preguntó una voz profunda, cuando contesté.
– ¿Quién es?
– Soy Henry Strong -me anunció.
– Pero ¿qué hora es?
– Tengo que hablar con usted, señor Rawlins. Es urgente.
Miré la mesita de noche. Los números luminiscentes color turquesa del reloj marcaban las tres y cuarto. Parpadeé y empecé a deslizarme de nuevo hacia aquel cielo azul.
– Señor Rawlins, ¿está despierto?
– Hay un local de donuts en Central con Florence -dije-. Está abierto toda la noche, por la fábrica de neumáticos Goodyear que hay allí.
– Ya lo conozco.
– Vaya allí dentro de cuarenta minutos -dije, y colgué.
Me volví y suspiré profundamente. Del cielo a la tumba. La frase resonaba en mi mente. Era un buen título para unblues de la era del motor a reacción.