31

A la mañana siguiente, cuando sonó el despertador, Barbara Havers saltó de la cama con un dolor de cabeza espantoso. Se encaminó dando tumbos al cuarto de baño, donde buscó una aspirina y luchó con los mandos de la ducha. Puta mierda, pensó. Por lo visto, había llevado una vida demasiado ejemplar durante los últimos años. Como resultado, no estaba en forma para celebraciones extraordinarias.

Tampoco había sido una celebración tan desaforada. Después de acabar de tomar declaración a Matthew King-Ryder, Nkata y ella habían salido a celebrarlo. Solo habían visitado cuatro pubs, y ninguno de los dos había tomado bebidas demasiado fuertes, pero bastó con lo que habían bebido. Barbara se sentía como si un camión hubiera pasado sobre su cabeza.

Se quedó bajo la ducha hasta que la aspirina empezó a surtir efecto. Se restregó el cuerpo y lavó el pelo, mientras juraba que no ingeriría nada remotamente alcohólico durante semanas. Pensó en telefonear a Nkata para ver si también estaba experimentando una resaca colosal, pero cuando pensó en la reacción de su madre si su hijo favorito recibía una llamada telefónica de una desconocida antes de las siete de la mañana, abandonó la idea. No era necesario preocupar a la señora Nkata sobre la pureza de cuerpo y alma de su querido Winnie. Barbara no tardaría en verle en el Yard.

Una vez terminadas sus abluciones matutinas, Barbara se encaminó a su ropero y reflexionó sobre la declaración indumentaria del día. Optó por la discreción y se puso un traje pantalón que no había utilizado en los últimos dos años.

Lo extendió sobre la cama arrugada y fue a la cocina. Enchufado el calentador de agua eléctrico y las tartaletas de sandía introducidas en el horno, se secó el pelo con una toalla y se vistió. Puso las noticias de la mañana de Radio 4 y se enteró de que las obras estaban dificultando el tráfico de acceso a la ciudad: había un atasco en la M1, justo al sur de la confluencia 4, y el reventón de una tubería maestra en la A23 había creado un lago al norte de Streatham. Otro día infernal para la gente que debía desplazarse hacia y desde Londres para ir a trabajar.

El calentador se apagó, y Barbara corrió a la cocina para verter un poco de café molido en una taza decorada con la caricatura del príncipe de Gales: cabeza sin barbilla, nariz bulbosa y orejas de dumbo, sobre un cuerpo diminuto ataviado con un tartán. Cogió sus Pop Tarts, las dejó sobre un mantel de cocina y transportó aquella obra maestra de la dieta equilibrada hasta la mesa del comedor.

El corazón de terciopelo seguía ocupando el centro, donde Barbara lo había dejado cuando Hadiyyah se lo había dado el domingo por la noche. Esperaba para que ella reflexionara sobre él, una especie de regalo de San Valentín pagado de sí mismo, ribeteado de encaje blanco y plagado de implicaciones. Barbara había evitado pensar en él durante más de treinta y seis horas, y como no había visto a Hadiyyah ni a su padre durante ese tiempo, había conseguido eludirlo en todas sus conversaciones. Pero no podía seguir así eternamente. La buena educación, cuando menos, exigía que hiciera algún comentario a Azhar la próxima vez que le viera.

¿Cuál sería? Al fin y al cabo, era un hombre casado. La verdad era que no vivía con su esposa. La verdad era que la mujer con la que había convivido desde que había dejado de vivir con su esposa no era su esposa. La verdad era que esa mujer, por lo visto, había huido para siempre, abandonando a una encantadora niña de ocho años y a un serio (aunque considerado y amable) hombre de treinta y cinco años que necesitaba compañía femenina. Sin embargo, nada de esto posibilitaba convertir la situación en algo que pudiera regirse con facilidad por las normas tradicionales de la etiqueta. Tampoco era que Barbara se preocupara en demasía por las normas tradicionales de la etiqueta, pero eso se debía a que nunca había estado en un lugar donde dichas normas se aplicaran. Las normas entre hombre y mujer, claro. Aun así, debía estar preparada para la próxima vez que viera a Azhar. Necesitaba decir algo rápido, útil, directo, significativo, informal y razonable. Y debía brotar de su lengua con espontaneidad, como si se le hubiera ocurrido en aquel preciso instante.

Así que… ¿Qué sería? «Muchísimas gracias, viejo amigo… Pero ¿cuáles son tus intenciones? Ha sido muy amable por tu parte pensar en mí.»

Puta mierda, pensó Barbara, y se zampó el resto de Pop Tarts. Las relaciones humanas eran un crimen.

Un golpe decidido sonó en su puerta. Barbara se sobresaltó y consultó su reloj. Era demasiado pronto para los fanáticos religiosos que invadían las calles, y el cobrador del gas había sido la gran atracción social de la semana anterior. ¿Quién…?

Se puso en pie, sin dejar de masticar, y abrió la puerta. Era Azhar.

Parpadeó y deseó haberse tomado más en serio su ensayo de comentarios de agradecimiento.

– Hola -dijo-. Eh… Buenos días.

– Anoche volviste muy tarde, Barbara -dijo él.

– Bueno… sí. Cerramos el caso. Bueno, cerrado hasta cierto punto. La cuestión es que practicamos una detención. Lo cual quiere decir que todavía hay que relacionar los materiales. Pero en cuanto a la investigación en curso… -Se obligó a parar-. Sí, practicamos una detención.

El hombre asintió con expresión seria.

– Una buena noticia.

– Una buena noticia. Sí.

Azhar miró hacia el fondo de la vivienda. Parecía que intentara determinar si había celebrado el final de la investigación con un coro de bailarines griegos que todavía estuvieran haraganeando por alguna parte. Entonces, recordó sus modales.

– Oh. Entra. ¿Café? Temo que solo tengo instantáneo. Esta mañana -añadió, como si todas las mañanas se dedicara a moler con furia café en grano.

Azhar dijo que no, que no tenía mucho tiempo. Solo un momento, de hecho, porque su hija se estaba vistiendo y le necesitaría para hacerse las trenzas.

– Vale -dijo Barbara-. ¿Te importa si yo…?

Indicó el calentador eléctrico con la taza del príncipe de Gales.

– No, por supuesto. He interrumpido tu desayuno.

– O lo que sea -admitió Barbara.

– Tendría que haber esperado a una hora más razonable, pero esta mañana he descubierto que ya no podía hacerlo.

– Ah.

Barbara se acercó al calentador y lo conectó, intrigada por la seriedad de Azhar y lo que representaba. Si bien era cierto que durante todo el verano se había mostrado serio, esta mañana había algo sumado a su seriedad, una forma de mirarla que la obligó a preguntarse si le quedaban rastros de Pop Tarts en la cara.

– Bien, siéntate si quieres. Hay cigarrillos en la mesa. ¿Seguro que no quieres café?

– Sí. Seguro.

Pero cogió un cigarrillo y la observó en silencio mientras preparaba su segunda taza de café. Solo volvió a hablar cuando ella se reunió con él en la mesa (con el corazón de terciopelo entre ambos, como una declaración muda).

– Barbara, esto es muy difícil para mí. No sé cómo empezar.

Ella sorbió el café y trató de componer una expresión alentadora.

Azhar cogió el corazón de terciopelo.

– Essex.

– Essex -repitió Barbara, en plan colaborador.

– Hadiyyah y yo fuimos a la playa el domingo. A Essex. Como ya sabes -le recordó.

– Sí. Claro -Era el momento de decir «Gracias por el corazón», pero no le salió-. Hadiyyah me dijo que lo habíais pasado muy bien. También dijo que os dejasteis caer por el hotel Burnt House.

– Ella se dejó caer -aclaró Azhar-. O sea, la llevé allí para que esperara con la amable señora Porter, supongo que te acordarás de ella…

Barbara asintió. Sentada detrás de su andador, la señora Porter había cuidado de Hadiyyah mientras su padre actuaba de mediador entre la policía y una pequeña pero inquieta comunidad paquistaní durante el curso de una investigación de asesinato.

– Sí -dijo Barbara-. Me acuerdo de la señora Porter. Fue muy amable por tu parte ir a verla.

– Como ya he dicho, fue Hadiyyah la que fue a verla. Yo fui a ver a la policía local.

Barbara sintió que sus defensas se alzaban. Quiso hacer algún comentario que frustrara la conversación que iban a sostener, pero no se le ocurrió nada rápido, porque Azhar continuó.

– Hablé con el agente Fogarty -dijo-. El agente Michael Fogarty, Barbara.

Barbara asintió.

– Sí. Mike. Vale.

– Es el agente responsable del armamento de la policía de Balford-le-Nez.

– Sí. Mike. Armamento. Exacto.

– Me contó lo que sucedió en aquella lancha, Barbara. Lo que dijo la inspectora Barlow sobre Hadiyyah, cuáles eran sus intenciones, y lo que tú hiciste.

– Azhar…

El hombre se levantó y se acercó a la cama. Barbara hizo una mueca al ver que aún no la había hecho, y que la detestable camiseta que se ponía por las noches aún estaba enredada entre las sábanas. Pensó por un momento que él intentaría adecentar la cama (era la persona más compulsivamente limpia que había conocido), pero se volvió hacia ella. Barbara percibió su agitación.

– ¿Cómo puedo darte las gracias? ¿Qué puedo decir para agradecerte el sacrificio que hiciste por mi hija?

– No hay que dar las gracias.

– Eso no es verdad. La inspectora Barlow…

– Em Barlow nació con ambiciones, Azhar. Eso nubló su juicio. Pero el mío no.

– Pero como resultado perdiste tu cargo. Has caído en desgracia. Tu asociación con el inspector Lynley, al cual sé que aprecias, se ha disuelto, ¿no es verdad?

– Bien, las cosas no marchan muy bien entre nosotros -admitió Barbara-, pero el inspector es muy respetuoso con las normas y las ordenanzas, de modo que tiene todo el derecho del mundo a estar cabreado conmigo.

– Pero esto… todo esto se debe a lo que hiciste…, a que protegiste a Hadiyyah cuando la inspectora Barlow quiso abandonarla, cuando la llamó «mocosa paqui», indiferente a que se ahogara en el mar.

Azhar estaba tan alterado que Barbara deseó que el agente Michael Fogarty hubiera estado enfermo el domingo, se hubiera ausentado de la comisaría de Essex, y la única persona presente capaz de ofrecer un relato aséptico de la persecución en el mar del Norte, que había acabado con Barbara disparando un arma, hubiera sido la inspectora Barlow. Tal como estaban las cosas, solo podía sentirse agradecida de que Fogarty, al informar a Azhar, hubiera omitido misericordiosamente el «maldita seas» que Emily Barlow había proferido antes de «mocosa paqui».

– No pensé en las consecuencias -dijo Barbara-. Lo importante aquel día era Hadiyyah. Y aún es lo más importante.

– He de encontrar una forma de demostrarte lo que siento -repuso Azhar, pese a sus palabras tranquilizadoras-. No quiero que pienses que tu sacrificio…

– No fue un sacrificio, créeme. Y en cuanto a las gracias… Bien, me has regalado un corazón, ¿no? Es suficiente.

– ¿Un corazón? -Azhar pareció confuso. Después siguió la dirección de la mano extendida de Barbara y vio el corazón que había ganado en la pesca de muñecos-. Ah, eso. El corazón. No es nada. Solo pensé en las palabras que lleva escritas y en cómo sonreirías cuando las vieras.

– ¿Palabras?

– Sí. ¿No has visto…? -Se acercó al corazón y le dio la vuelta. En el otro lado (que Barbara habría visto muy bien si hubiera tenido la valentía de examinar el maldito objeto cuando Hadiyyah se lo había dado) estaba bordado I ♥ Essex-. Era una broma, ¿sabes? No puede gustarte mucho, desde luego, después de lo que pasaste en Essex. ¿No viste las palabras?

– Ah, esas palabras -se apresuró a decir Barbara, con un forzado «ja ja» destinado a ilustrar su grado de complicidad en la broma-. Sí. El viejo rollo de I love Essex. El último lugar de la Tierra al que quiero volver. Es mucho mejor que un elefante de peluche, ¿verdad?

– Pero no es suficiente. Y no puedo darte otra cosa para expresar mi agradecimiento. Nada equivale a lo que tú me regalaste.

Barbara recordó lo que había aprendido sobre aquel pueblo: lenà-denà. Un regalo igual o mayor que el que uno recibía. Simbolizaba el deseo de iniciar una relación, una manera franca de declarar las intenciones sin la indelicadeza de verbalizarlas con descaro. Los asiáticos eran muy sensatos, pensó. Nada quedaba al azar en su cultura.

– Quieres encontrar algo de igual valor, ¿no? -preguntó. Barbara-. O sea, podemos conceder cierta importancia al deseo de encontrar algo, ¿verdad, Azhar?

– Supongo que sí -dijo él, dudoso.

– Entonces, considera igual el regalo recibido. Ve a hacer las trenzas a Hadiyyah. Te estará esperando.

Pareció que él iba a añadir algo más, pero solo se acercó a la mesa y apagó el cigarrillo.

– Gracias, Barbara Havers -dijo en voz baja.

– Recuerdos -contestó ella. Y sintió el fantasma de una caricia en su hombro cuando Azhar pasó por su lado camino de la puerta.

Una vez a solas, Barbara lanzó una risita, burlándose de su idiotez de quinceañera. Cogió el corazón y lo contempló. I love Essex, pensó. Bien, habría podido hacerle una broma peor.

Vertió el resto del café en el fregadero y acabó sus tareas matutinas. Una vez lavados los dientes y peinada, con una mancha de colorete en cada mejilla como tributo a la feminidad, cogió el bolso, cerró la puerta con llave y subió por el sendero particular hacia la calle.

Salió por la cancela, pero se detuvo cuando lo vio.

El Bentley plateado de Lynley estaba aparcado en el camino.


– Se ha desviado un poco de su camino, ¿verdad, inspector? -dijo, cuando él bajó del coche.

– Winston me telefoneó. Dijo que anoche había dejado su coche en el Yard y que volvió a casa en taxi.

– Nos atizamos unas cuantas copas y me pareció la mejor solución.

– Eso me dijo. En esos casos, lo más prudente es no conducir. Pensé que tal vez le gustaría que la acompañara a Westminster. Esta mañana hay problemas en la Northern Line.

– ¿Cuándo no hay problemas en la Northern Line?

Lynley sonrió.

– ¿Y bien?

– Gracias.

Barbara arrojó el bolso al asiento de atrás y subió. Lynley se puso al volante, pero no encendió el motor, sino que sacó algo del bolsillo de la chaqueta. Se lo dio.

Barbara lo miró con curiosidad. Era una tarjeta de registro del hotel Black Angel, no era una tarjeta en blanco, lo cual tal vez la habría inducido a pensar que le estaba ofreciendo unas vacaciones en Derbyshire. Contenía los datos personales de un tal M. R. Davidson, con domicilio en West Sussex, así como la marca y la matrícula del coche que lo había llevado hasta allí, un Audi.

– Vale -dijo Barbara-. No lo capto. ¿Qué es esto?

– Un recuerdo para usted.

– Ah. -Barbara supuso que ahora sí iba a arrancar. Pero Linley se limitó a esperar-. ¿Un recuerdo de qué?

– Hanken creía que el asesino se había hospedado en el hotel Black Angel la noche de los crímenes. Revisó las tarjetas de todos los huéspedes mediante la DVLA, para ver si alguno conducía un coche registrado a un nombre diferente del que había consignado en la tarjeta. Este era el único que no coincidía.

– Davidson -dijo Barbara mientras examinaba la tarjeta-. Ah, sí. Ya lo entiendo. Hijo de David. Así que Matthew King-Ryder se alojó en el Black Angel.

– No lejos del páramo, no lejos de Peak Forest, donde el cuchillo fue encontrado. No lejos de nada, en realidad.

– Y la DVLA demostró que el Audi estaba registrado a su nombre -concluyó Barbara-. Y no al de un tal M. R. Davidson.

– Los acontecimientos se precipitaron de tal modo ayer que no pudimos ver el informe de la DVLA hasta bien entrada la tarde. Los ordenadores de Buxton estaban colgados y la información tuvo que recabarse por teléfono, pero si no hubieran estado colgados… -Lynley miró por el parabrisas, suspiró y dijo con tono reflexivo-: Quiero creer que la culpa es de la tecnología, que si la información de la DVLA hubiera llegado a nuestras manos con la rapidez necesaria, Andy Maiden aún estaría vivo.

– ¿Qué? -susurró Barbara, estupefacta-. ¿Aún estaría vivo? ¿Qué le ha pasado?

Lynley se lo contó sin omitir ningún detalle. Él era así.

– Fue una decisión muy meditada por mi parte no hablar de la prostitución de Nicola cuando su madre estaba presente. Era lo que Andy quería, y yo se lo concedí. Pero si hubiera hecho lo que debía… -Hizo un gesto vago con la mano-. Dejé que mi aprecio por ese hombre se interpusiera en mi camino. Tomé la decisión equivocada, y como resultado Andy Maiden murió. Su sangre está tan indeleblemente adherida a mis manos como si yo hubiera utilizado la navaja.

– Se está castigando sin motivo -dijo Barbara-. No tuvo tiempo de pensar en la mejor forma de llevar las cosas cuando Nan Maiden interrumpió su entrevista.

– No. Yo intuía que ella sabía algo, o que al menos sospechaba que Andy había asesinado a su hija. Pero aun así no revelé la verdad sobre Nicola, porque no podía creer que él lo hubiese hecho.

– Y no lo había hecho -dijo Barbara-. Su decisión fue correcta.

– No creo que pueda separarse la decisión del resultado -repuso Lynley-. Antes lo pensaba, pero ahora no. El resultado existe debido a la decisión. Y si el resultado es una muerte innecesaria, la decisión fue equivocada. No podemos manipular los hechos, por más que lo deseemos.

A Barbara le sonó como una conclusión y se abrochó el cinturón de seguridad. Pero Lynley volvió a hablar.

– Usted tomó la decisión correcta, Barbara.

– Sí, pero tenía una ventaja sobre usted. Había hablado personalmente con Cilla Thompson. Usted no. Y también con King-Ryder. Y cuando vi que había comprado uno de aquellos repugnantes cuadros, me fue fácil llegar a la conclusión de que era nuestro hombre.

– No estoy hablando de este caso -dijo Lynley-. Estoy hablando de Essex.

– Oh. -Barbara se sintió muy pequeña de repente-. Eso. Essex.

– Sí, Essex. He intentado separar la decisión que tomó aquel día de su resultado. Sigo insistiendo en que la niña igualmente se hubiese salvado si usted no hubiera intervenido, pero no podía permitirse el lujo de efectuar cálculos sobre la distancia de la lancha a la niña y de la rapidez de alguien para arrojarle un salvavidas, ¿verdad, Barbara? Tenía un instante para decidir qué debía hacer. Y gracias a la decisión que tomó, la niña se salvó. Sin embargo yo, pese a las muchas horas que tuve para pensar en Andy Maiden y su mujer, tomé la decisión equivocada. Su muerte pesa sobre mi espalda. La vida de la niña sobre la suya. Puede examinar ambas situaciones como le dé la gana, pero sé de qué resultado me gustaría ser responsable.

Barbara apartó la vista en dirección a la casa. No sabía muy bien qué decir. Quería decirle que había esperado días y noches el momento en que él diría que comprendía y aprobaba su comportamiento en Essex, pero ahora que el momento había llegado por fin, descubrió que era incapaz de pronunciar las palabras.

– Gracias, inspector -murmuró-. Gracias. -Tragó saliva.

– ¡Barbara! ¡Barbara! -El grito llegó desde la zona embaldosada delante del piso de la planta baja. Hadiyyah estaba sobre el banco de madera que había delante de las puertaventanas del piso en que vivían con su padre-. ¡Mira, Barbara! -graznó, y bailó una jiga-. ¡Tengo zapatos nuevos! Papá ha dicho que no debía esperar hasta el día de Guy Fawkes. ¡Mira! ¡Mira! ¡Tengo zapatos nuevos!

Barbara bajó la ventanilla.

– Estupendo -gritó-. Estás preciosa, nena.

La niña giró y rió.

– ¿Quién es? -preguntó Lynley.

– La niña en cuestión -contestó Barbara-. Veámonos, inspector. O llegaremos tarde al trabajo.

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