25

Era casi mediodía cuando Simon St. James pudo dedicar un poco de su tiempo a los informes de las autopsias practicadas en Derbyshire que Lynley le había enviado por mediación de Havers. No estaba seguro de lo que debía buscar. El examen de la Maiden parecía correcto. La conclusión de hematoma epidural era coherente con el golpe recibido en la cabeza. Que había sido asestado por una persona diestra que la había atacado desde arriba era coherente con la hipótesis de que estaba corriendo y había tropezado (o la habían atrapado) en su huida por el páramo a oscuras. Aparte del golpe en la cabeza y los arañazos y contusiones que cabía esperar después de una caída sobre terreno abrupto, nada en su cuerpo sugería algo peculiar. A menos que uno quisiera considerar interesante el extraordinario número de agujeros que había practicado en su cuerpo, desde las cejas a los genitales. Pero no parecía una ruta muy interesante, cuando atravesar con agujas diferentes partes del cuerpo se había convertido en uno de los escasos actos de desafío de una generación de jóvenes cuyos padres los habían practicado todos.

A juzgar por su lectura del informe sobre la Maiden, St. James obtuvo la impresión de que todos los elementos básicos habían sido abordados, desde el momento, causa y mecanismo de la muerte hasta las pruebas (o su ausencia) de lucha. Se habían tomado radiografías y fotografías, y habían examinado el cuerpo de pies a cabeza. Los diversos órganos habían sido estudiados, extraídos y comentados. Muestras de fluidos corporales se habían enviado a toxicología. Al final del informe, se expresaba con concisión y claridad la opinión: la chica había muerto como resultado del golpe en la cabeza.

St. James repasó los hallazgos por segunda vez para asegurarse de que no había pasado por alto ningún detalle importante. Después cogió el segundo informe y se sumergió en la muerte de Terry Cole.

Lynley le había telefoneado para comunicarle que una de las heridas del chico no había sido infligida por la navaja multiusos que, al parecer, era la causante de las otras, incluyendo el desgarro fatal de la arteria femoral. Después de leer los datos básicos del informe, St. James dedicó un escrutinio más detenido a todo lo relacionado con aquella herida en particular. Tomó nota de su tamaño, posición en el cuerpo y la marca dejada en el hueso. Contempló las palabras y después se acercó con aire pensativo a la ventana de su laboratorio, desde la cual vio que Peach se revolcaba beatíficamente en un trozo de jardín iluminado por el sol, con su estómago peludo de dachshund expuesto al sol de mediodía.

Sabía que habían encontrado la navaja multiusos en un contenedor de gravilla. ¿Por qué no habían dejado la segunda arma en el contenedor? ¿Por qué esconder un arma, pero no la otra? Esas preguntas pertenecían a la parcela de los detectives y no de los científicos, por supuesto, pero creía que debía formularlas de todos modos.

Una vez formuladas, parecía que solo existían dos respuestas: o bien la segunda arma identificaba al asesino con demasiada precisión para abandonarla en el lugar de los hechos, o bien había sido abandonada en el lugar de los hechos y la policía la había confundido con otra cosa.

Si la primera suposición era cierta, no ayudaría en nada. En cambio, la segunda aconsejaba un estudio más detallado del lugar de los hechos. No tenía acceso a esas pruebas, y sabía que no sería bienvenido en Derbyshire si iba a examinarlas. Por lo tanto, cogió el informe de la autopsia y buscó algo que le proporcionara una pista.

La doctora Sue Miles no había olvidado nada: desde los insectos alojados dentro y encima de los cadáveres durante las horas previas a su descubrimiento, hasta las hojas, flores y ramas atrapadas en el pelo de la chica y en las heridas del chico.

Fue este detalle final (una astilla de madera de unos dos centímetros de largo encontrada en el cuerpo de Terence Cole) lo que despertó la curiosidad de St. James. La astilla había sido enviada al laboratorio para ser analizada, y alguien había añadido una nota a lápiz en el margen del informe, identificándola. Producto de una llamada telefónica, sin duda. Cuando los agentes tenían prisa, no siempre esperaban el informe oficial del laboratorio de la policía para proseguir sus investigaciones.

«Cedro», había escrito alguien en el margen. Y al lado, entre paréntesis, «Port Orford». St. James no era botánico, de modo que Port Orford no le dijo nada. Sabía que sería muy difícil localizar en un domingo al botánico forense que había identificado la astilla, de modo que cogió los papeles y bajó a su estudio.

Deborah estaba dentro, absorta en la revista dominical del Sunday Times.

– ¿Problemas, amor? -dijo.

– Ignorancia -contestó su marido-. Lo cual ya es un buen problema.

Encontró el libro que buscaba entre sus volúmenes más polvorientos. Empezó a pasar las páginas, mientras Deborah se reunía con él.

– ¿Qué es?

– No lo sé. Cedro y Port Orford. ¿Te dicen algo?

– Parece un lugar. Port Isaac, Port Orford. ¿Por qué?

– Una astilla de cedro fue encontrada en el cuerpo de Terence Cole. El chico de los páramos.

– ¿El caso de Tommy?

– Humm. -St. James pasó más páginas y siguió con el dedo lo que había debajo de «cedro»-. Del Atlas, azul, Incienso Chileno. ¿Sabías que había tantas clases de cedros?

– ¿Es importante?

– Empiezo a pensar que podría serlo.

Bajó la mirada por la página. Y entonces vio las dos palabras: «Port Orford.» Era como una variedad del árbol.

Fue a la página indicada, donde primero observó la foto, consistente en una muestra del follaje de la confiera, y luego leyó el artículo.

– Es curioso -dijo a su mujer.

– ¿El qué? -preguntó Deborah mientras enlazaba su brazo con el de él.

Le contó lo que decía la autopsia: una astilla de madera, identificada por el botánico forense como de un cedro Port Orford, había sido encontrada en una de las heridas de Terence Cole.

Deborah compuso una expresión pensativa, mientras se echaba hacia atrás su espeso cabello.

– ¿Por qué es curioso? Les mataron al aire libre, ¿no? En los páramos. -Sus ojos se ensancharon-. Ah, sí. Ya entiendo.

– Exacto -dijo St. James-. ¿En qué clase de páramos crecen cedros? Pero hay algo más curioso todavía, amor mío. Este cedro en particular crece en América, en Estados Unidos. En Oregón y el norte de California, dice aquí.

– Tal vez importaran el árbol, ¿no? -aventuró Deborah-. Para el jardín de alguien, o un parque. O incluso para el invernadero de un jardín botánico. Ya sabes qué quiero decir, como palmeras o cactus. -Sonrió y arrugó la nariz-. ¿O son cactus?

St. James caminó hacia su escritorio y dejó el libro. Se sentó en la silla.

– De acuerdo. Digamos que fue importado para el jardín de alguien o un parque.

– Por supuesto. -Deborah se puso a su lado-. Eso aún suscita la pregunta evidente, ¿no? ¿Cómo llegó al páramo un cedro enviado para el jardín de alguien o un parque?

– ¿Y cómo llegó a una parte del páramo que no está cerca del jardín de alguien o de un parque?

– ¿Lo plantaron con algún significado religioso?

– Lo más probable es que no lo plantaran.

– Pero has dicho… -Deborah frunció el entrecejo-. Oh, sí. Ya entiendo. Supongo que el botánico forense cometió un error.

– No lo creo.

– Pero, Simon, si solo había una astilla…

– Es todo cuanto necesitaría un buen botánico forense -continuó St. James.

Hasta un fragmento de madera, dijo, contenía el dibujo de los tubos y vasos que transportaban los líquidos desde la raíz hasta la copa de un árbol. Los árboles de madera blanda, y todas las confieras lo son, están menos desarrollados desde un punto de vista evolutivo, y por lo tanto son más fáciles de identificar. Analizada con un microscopio, una astilla revelaría cierto número de características fundamentales que distinguen su especie de otras. Un botánico forense catalogaría dichas características, las sometería a un sistema de identificación informático, por ejemplo, y extraería una identificación exacta del árbol. Era un proceso de una precisión exacta, o al menos tan preciso como cualquier otra identificación efectuada mediante análisis microscópicos, humanos o informáticos.

– De acuerdo -dijo Deborah poco a poco, pero con alguna duda aparente-. ¿Así que es cedro?

– Cedro Port Orford. Creo que podemos estar seguros.

– Y es un fragmento de cedro que no procede de un árbol que crezca en la zona, ¿verdad?

– Sí otra vez. La pregunta es de dónde salió ese fragmento de cedro, y cómo fue a parar al cuerpo del muchacho.

– Estaban de camping, ¿no?

– La chica sí.

– ¿En una tienda? Podría ser de una estaca de la tienda, una de esas cosas que hundes en el suelo para montar la tienda. ¿Y si la estaca estaba hecha de cedro?

– Ella había ido de excursión. Dudo que fuera esa clase de tienda.

Deborah cruzó los brazos y se apoyó contra el escritorio, mientras reflexionaba.

– ¿Qué me dices de un taburete de camping? Las patas, por ejemplo.

– Es posible. Si hubiera un taburete entre los objetos encontrados en el lugar.

– O herramientas. Debió de llevarse herramientas de camping. Un hacha para cortar leña, un desplantador, algo por el estilo. La astilla podría ser de alguno de los mangos.

– Si las llevaba en la mochila, los utensilios no deberían ser muy pesados.

– ¿Y utensilios de cocina? ¿Cucharas de madera?

St. James sonrió.

– ¿Gourmets en la desolación?

– No te burles de mí -rió Deborah-. Intento ayudar.

– Tengo una idea mejor. Ven.

Subieron al laboratorio, donde el ordenador de St. James zumbaba en un rincón, cerca de la ventana. Se sentó y, con Deborah al lado, entró en Internet.

– Vamos a consultar la Gran Inteligencia virtual.

– Los ordenadores consiguen que me suden las manos.

St. James cogió su mano, que no estaba sudada, y besó la palma.

– Tu secreto está a salvo conmigo.

La pantalla del ordenador cobró vida y St. James seleccionó el buscador que solía utilizar. Tecleó la palabra «cedro» en el campo de búsqueda y parpadeó consternado cuando el resultado fueron unas seiscientas mil entradas.

– Santo Dios -dijo Deborah-. No es de mucha ayuda, ¿verdad?

– Reduzcamos las opciones.

St. James tecleó «cedro Port Orford». El resultado fue de 183 entradas. Pero cuando empezó a explorar la lista, vio que había obtenido de todo, desde un artículo escrito sobre Port Orford (Oregón) hasta un tratado sobre el pudrimiento de los árboles. Se reclinó en la silla, pensó un momento, y tecleó la palabra «usos» después de «cedro», añadiendo las debidas comas invertidas y signos de sumar. No obtuvo absolutamente nada. Sustituyó «usos» por «mercado», y le dio al intro. La pantalla sufrió una alteración y le proporcionó la respuesta.

Leyó la primera entrada y dijo «Santo Dios».

Deborah, cuya atención se había desviado hacia su cuarto oscuro, volvió con él.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Qué?

– Es el arma -dijo su marido, y señaló la pantalla.

Deborah leyó y respiró hondo.

– ¿Localizo a Tommy?

St. James reflexionó, pero la petición de estudiar los informes de la autopsia le había llegado por mediación de Barbara, a instancias de Tommy. Y esa era una indicación suficiente de una cadena de mando, lo cual le proporcionaba la excusa que necesitaba para intentar hacer las paces.

– Localicemos a Barbara -dijo a su mujer-. Que sea ella la que dé la noticia a Tommy.


Barbara Havers dobló la esquina de Anhalt Road y confió en que su suerte se prolongara unas horas más. Había logrado encontrar a Cilla Thompson en su estudio de la arcada del ferrocarril, donde estaba aplicando su dudoso talento a un lienzo en que una boca cavernosa, con amígdalas como fuelles, se abría sobre una chica de tres piernas que saltaba a la comba sobre una lengua de aspecto esponjoso. Unas pocas preguntas bastaron para obtener más información sobre el «caballero de buen gusto» que había adquirido una de las obras maestras de Cilla la semana anterior.

Cilla no conseguía recordar su nombre. Ahora que lo pensaba, dijo, nunca se lo había dicho, pero le había extendido un cheque que había fotocopiado. Con el fin de demostrar, pensó Barbara, al mundo de los escépticos del arte que había conseguido vender un lienzo. Tenía la fotocopia pegada con celo dentro de su estuche de pinturas, y la exhibió con orgullo.

– Ah, sí, el nombre del tío está aquí. Vaya, mire esto. Me pregunto si serán parientes.

Matthew King-Ryder, comprobó Barbara, había pagado una cantidad estúpidamente exorbitante por una mierda de cuadro. Había extendido un cheque pagadero a un banco de St. Helier, en la isla de Jersey. «Banca Privada», se leía en relieve sobre su nombre. Había escrito la cantidad como si tuviera prisa. Y tal vez así había sido, pensó Barbara.

¿Cómo era que Matthew King-Ryder había aparecido en Portslade Road?, preguntó a la artista. Cilla admitió que aquella fila en concreto de arcadas de ferrocarril no era saludada en todo Londres como el semillero del arte moderno.

Cilla se encogió de hombros. Ignoraba cómo había llegado al estudio, pero ella no era la clase de chica que miraba los dientes al caballo regalado. Cuando el tío apareció, pidió permiso para echar un vistazo y demostró interés por su trabajo, se sintió feliz como un pato al sol. Lo único que podía decir era que el tío del talonario había pasado una buena hora mirando todas las obras de arte del estudio…

¿Las de Terry también?, preguntó Barbara. ¿Se había interesado por el arte de Terry? ¿Había mencionado a Terry?

No. Solo quería ver las pinturas de ella, explicó Cilla. Todas. Cuando no encontró nada que le gustara, le preguntó si tenía más en otro sitio. Ella le había enviado al piso, después de telefonear a la señora Baden para que le dejara pasar cuando llegara. Fue al piso directamente y eligió uno de sus cuadros. Le envió el cheque por correo al día siguiente.

– Me dio lo que le pedí -dijo Cilla con orgullo-. Nada de regateos.

Y ese punto en concreto, que Matthew King-Ryder había logrado acceder a la madriguera de Terry Cole, por el motivo que fuera, espoleó a Barbara a pisar el acelerador mientras atravesaba Battersea de vuelta al piso de Cilla.

Ni siquiera pensó en lo que debería estar haciendo mientras aparcaba marcha atrás al final de Anhalt Road. Había conseguido la orden de registro, tal como le habían ordenado, y había utilizado la lista del turno de día para reunir un equipo. Incluso se había encontrado con ellos frente a Snappy Snaps, en Notting Hill Gate, y les había puesto al corriente de lo que el inspector quería que buscaran en casa de Martin Reeve. Solo omitió la información de que debía acompañarles. Fue fácil justificar esta omisión. El equipo reunido (dos de cuyos miembros eran boxeadores aficionados en sus ratos libres) podía poner patas arriba una casa e intimidar a sus moradores mucho mejor si no había una presencia femenina, que suavizara la amenaza implicada por sus físicos imponentes y su tendencia a comunicarse con monosílabos. Además, ¿no estaba matando dos pájaros de un tiro, o tres o cuatro tal vez, si enviaba a los agentes a Notting Hill para acojonar a los Reeve sin ella? Mientras hacían eso, ella aprovecharía el tiempo para ver qué información obtenía en Battersea. Delegación de responsabilidad y autorización de un agente con capacidad de liderazgo, llamó a la situación. Y erradicó de su mente a la desagradable vocecita que intentaba llamarla de otra manera.

Llamó al timbre de la señora Baden. El tenue sonido de un piano titubeante cesó con brusquedad. Las cortinas del mirador se apartaron unos centímetros.

– ¿Señora Baden? -llamó Barbara-. Soy Barbara Havers otra vez. DIC de New Scotland Yard.

Sonó el zumbido que abría la puerta. Barbara entró a toda prisa.

– Vaya por Dios -dijo la señora Baden -. No tenía ni idea de que los detectives trabajaban los domingos. Espero que le dé tiempo de ir a la iglesia.

Ella había asistido a los servicios matutinos, añadió la mujer sin esperar la respuesta de Barbara. Y después había asistido a una reunión de coadjutores, con el fin de manifestar su opinión sobre el tema de dedicar unas noches al bingo para recaudar fondos destinados a la reparación del tejado del presbiterio. Estaba a favor de la idea, aunque en general no aprobaba el juego. Claro que era jugar para Dios, lo cual era muy diferente del tipo de juego que llenaba los bolsillos seculares de los propietarios de casinos, que amasaban su fortuna a base de ofrecer juegos de azar a los avariciosos.

– Así que no puedo ofrecerle tarta, me temo -concluyó con pesar la señora Baden -. Me llevé el resto a la reunión de coadjutores de esta mañana. Es más agradable discutir ante una tarta y café que con los estómagos vacíos, ¿no cree? Sobre todo -sonrió de su propio ingenio-, cuando ya han empezado a rugir.

Barbara la miró sin comprender, pero al punto recordó su visita anterior.

– Ah, la tarta de limón. Supongo que tuvo éxito entre los coadjutores.

La mujer bajó la vista con timidez.

– Creo que es importante hacer una contribución cuando formas parte de la congregación. Antes de que empezaran estos espantosos temblores -alzó las manos, cuyos temblores le daban aspecto de víctima de fiebres palúdicas-, tocaba el órgano en los servicios. Los que más me gustaban eran los funerales, la verdad, pero nunca lo admití ante los coadjutores, por supuesto, no fuese que consideraran mis gustos algo macabros. Cuando empezaron los temblores, tuve que dejarlo. Ahora toco el piano para el coro de la escuela, donde da igual si me equivoco de nota de vez en cuando. Los niños lo perdonan todo. Pero supongo que la gente que va a los funerales tiene menos motivos para ser comprensiva, ¿verdad?

– Supongo que sí -dijo Barbara-. Señora Baden, acabo de ver a Cilla.

Explicó lo que la artista le había contado.

Mientras hablaba, la señora Baden se acercó al piano vertical, donde un metrónomo hacía tictac rítmicamente y un temporizador zumbaba. Detuvo el movimiento del metrónomo y desconectó el temporizador. Bajó la tapa del piano, ordenó varias hojas de partitura, las colocó en el atril y se sentó con las manos enlazadas, en actitud atenta. Enfrente del piano, al otro lado, los pinzones saltaban en su enorme jaula de una percha a otra. La señora Baden los contempló con afecto mientras Barbara proseguía.

– Oh, sí, ese caballero estuvo aquí, el señor King- Ryder -dijo la anciana cuando Barbara terminó-. Reconocí su nombre cuando se presentó, por supuesto. Le ofrecí una porción de tarta de chocolate, pero no aceptó, ni siquiera puso el pie en mi casa. Estaba muy impaciente por ver los cuadros.

– ¿Le dejó entrar en el piso? En el de Terry y Cilla, quiero decir.

– Cilla me telefoneó y dijo que un caballero se pasaría a ver los cuadros, y que le abriera la puerta y le dejara verlos. No me dijo su nombre, la muy tonta ni siquiera se lo había preguntado, ¿sabe usted?, pero como no es frecuente que coleccionistas de arte llamen a mi timbre y soliciten ver su obra, cuando apareció deduje que era él. En cualquier caso, no le dejé entrar en el piso solo. Al menos hasta que Cilla me dio permiso.

– ¿De modo que estuvo solo arriba, una vez Cilla le dio permiso? -Barbara se frotó las manos mentalmente. Estaba consiguiendo algo-. ¿Pidió estar a solas?

– Cuando le acompañé hasta el piso y vio la cantidad de cuadros que había, dijo que necesitaba tiempo para estudiarlos antes de decidirse por uno. Como coleccionista, quería…

– ¿Dijo que era un coleccionista, señora Baden?

– El arte era su pasión obsesiva, me dijo. Pero como no era un hombre rico, coleccionaba firmas desconocidas. Me acuerdo de eso porque habló de la gente que había comprado obras de Picasso antes de que Picasso fuera… bueno, antes de que Picasso fuera Picasso. «Se dejaron guiar por su fe, y dejaron el resto a la historia del arte», dijo. Reconoció que él hacía lo mismo.

Por lo tanto, la señora Baden le había dejado solo en el piso de arriba. Y durante más de una hora había contemplado las obras de Cilla Thompson, hasta que se decidió por una.

– Me la enseñó después de que cerrara la puerta y me devolviera la llave -dijo a Havers-. No puedo decir que comprendiera su elección, pero en fin… Yo no soy una coleccionista, ¿verdad? Aparte de mis pájaros, no colecciono nada.

– ¿Está segura de que estuvo ahí arriba durante una hora?

– Más de una hora. Hago mis prácticas de piano por las tardes. Hora y media cada día. No es que sirva de gran cosa, ahora que mis manos se encuentran en este estado, pero creo que igual hay que intentarlo. Había ajustado el metrónomo y el temporizador, cuando Cilla llamó para anunciar que el caballero venía. Decidí no empezar mis prácticas hasta que se marchara. Deploro las interrupciones… pero no se lo tome como algo personal, querida. Esta conversación es una excepción de la regla.

– Gracias. ¿Y…?

– Y cuando dijo que quería echar un buen vistazo a los cuadros, decidí continuar con mis prácticas. Llevaba en ello una hora y diez minutos, sin demasiado éxito, me temo, cuando él llamó a mi puerta por segunda vez. Sujetaba un cuadro debajo del brazo, y me pidió que le dijera a Cilla que iba a enviarle un cheque por correo. Oh, Dios mío. -La anciana se enderezó de repente, tocándose la garganta, rodeada por una cuádruple hilera de cuentas-. ¿No envió el cheque a Cilla, querida?

– Lo envió.

La mano cayó.

– Gracias a Dios. Me alegra mucho saberlo. Aquel día estaba muy preocupada por mi música, porque quería interpretar al menos una pieza para el querido Terry el fin de semana. Al fin y al cabo, había sido un regalo encantador. No era mi cumpleaños ni el día de la Madre, pero él apareció… No es que ese día esperara algo de un chico que no era mi hijo, pero era cariñoso y generoso, y creí que debía demostrarle lo mucho que agradecía su generosidad tocando algo para él. Pero mis prácticas no habían ido muy bien, porque mis ojos ya no son lo que eran y leer partituras escritas a mano es un problema. Así que estaba muy preocupada. No obstante, el joven, me refiero al señor King-Ryder, parecía sincero y decente, de modo que acepté su palabra de que enviaría el cheque. Y me alegra saber que cumplió.

Barbara solo oyó a medias sus comentarios finales. Estaba paralizada por las anteriores palabras de la anciana.

– Señora Baden -dijo poco a poco, respirando con parsimonia, como si hacerlo con excesiva energía espantara los hechos que creía estar a punto de obtener de la mujer-, ¿me está diciendo que Terry Cole le regaló una partitura?

– Desde luego, querida. Pero creo que ya lo mencioné el otro día, cuando estuvo aquí. Terry era un chico encantador. Un buen chico. Siempre que le necesitaba, se prestaba a hacerme trabajitos. Le encantaba lavar las ventanas y quitar el polvo a las alfombras. Al menos, eso decía siempre. -La anciana sonrió.

Barbara desvió a la mujer de sus alfombras y volvió al tema que le interesaba.

– Señora Baden, ¿todavía conserva esa partitura? -preguntó.

– Pues claro que sí. La tengo aquí.


Lynley ordenó que trasladaran a Martin Reeve a una de las salas de interrogatorio del Yard. Se había negado a hablar con él por teléfono cuando el agente Steve Budde, del grupo encargado del registro, había llamado al Yard desde la casa del macarra para comunicar la oferta de Reeve de hacer un trato. Reeve, dijo Budde, deseaba ofrecer información que quizá fuera valiosa para la policía a cambio de la oportunidad de emigrar a Melbourne, una ciudad a la que, por lo visto, Reeve estaba ansioso por mudarse. ¿Qué quería el inspector Lynley que hiciera? Scotland Yard, dijo Lynley, no hacía tratos con asesinos. Dijo a Budde que transmitiera este mensaje y trajera al macarra.

Tal como Lynley esperaba, Reeve llegó sin su abogado. Estaba demacrado, sin afeitar, vestido con tejanos y una camisa hawaiana, abierta sobre su pálido pecho, donde se veía un rastro sanguinolento de uñas reciente.

– Llame a sus gorilas -dijo Reeve sin más preámbulos cuando Lynley entró-. Estos palurdos -indicó con la cabeza a Budde- están destrozando mi casa. Quiero que se vayan, de lo contrario no colaboraré.

Lynley indicó a Budde que se sentara en una silla apoyada contra la pared, desde la cual asumió una posición de vigilancia. El agente era del tamaño de Big Foot y la silla metálica crujió bajo su peso.

Lynley y Reeve se sentaron a la mesa.

– No está en posición de exigir nada, señor Reeve -dijo Lynley.

– Una mierda. Lo estoy, si quiere información. Saque a esos capullos de mi casa, Lynley.

En respuesta, Lynley puso una casete virgen en la grabadora, pulsó el rec y dijo la fecha, la hora y el nombre de todos los presentes. Enumeró sus derechos a Reeve.

– ¿Renuncia a su derecho a un abogado?

– Caramba, ¿qué es esto? ¿Quieren la verdad o un zapateado?

– Haga el favor de contestar.

– No necesito un abogado para lo que he venido aquí.

– El sospechoso renuncia a su derecho de representación legal -dijo Lynley a efectos de la grabación-. Señor Reeve, ¿conocía a Nicola Maiden?

– Vayamos al grano, ¿vale? Ya sabe que la conocía. Sabe que trabajó para mí. Ella y Vi Nevin se marcharon la primavera pasada, y no las he visto desde entonces. Fin de la historia. Pero no he venido para hablar…

– ¿Cuánto tiempo pasó entre su marcha y el momento en que Shelly Platt le informó de que Nicola Maiden y Vi Nevin se habían establecido por su cuenta en el mundo de la prostitución?

Reeve entornó los ojos.

– ¿Quién? ¿Shelly qué?

– Shelly Platt. No puede negar que la conoce. Según mi agente en el hospital, ella le reconoció esta mañana en cuanto le vio.

– Mucha gente me reconoce. Me muevo mucho. Tricia también. Nuestras caras deben de aparecer en los periódicos una vez a la semana.

– Shelly Platt afirma que le informó acerca del negocio que habían montado las dos chicas. No creo que le hiciera mucha gracia. No debió de aumentar su prestigio de hombre que controla el cotarro.

– Escuche, si una puta quiere montárselo sola, me importa una mierda, ¿vale? Pronto descubren la cantidad de trabajo y dinero que se necesitan para atraer clientes del calibre al que están acostumbradas. Así que vuelven al redil, y si tienen suerte y estoy de humor, las acojo de nuevo. Sucedió antes y volverá a suceder. Sabía que les pasaría eso a Nicola y Vi si tenía paciencia.

– ¿Y si no regresaban? ¿Y si tenían más éxito del que usted suponía? ¿Qué haría en ese caso? ¿Qué puede hacer usted para impedir que las demás chicas prueben suerte como independientes?

Reeve se reclinó en la silla.

– ¿Hemos venido a hablar de folleteo, o quiere respuestas directas a las preguntas de anoche? Usted elige, inspector, pero dese prisa. No tengo tiempo para estar aquí pelando la pava con usted.

– Señor Reeve, no está en posición de negociar. Una de sus chicas ha muerto. La otra, su socia, ha recibido una paliza y la dejaron por muerta. O se trata de una notable coincidencia, o ambos acontecimientos están relacionados por alguna especie de vínculo. Ese vínculo parece ser usted y la decisión de abandonarle que tomaron ellas.

– Con lo cual dejaron de ser mis chicas -dijo Reeve-. No estoy implicado.

– Quiere que creamos que una chica puede dejarle, instalarse por su cuenta y hacerle la competencia sin temor a represalias. Economía de libre mercado y que gane el mejor. ¿Es eso?

– Yo no lo habría dicho mejor.

– ¿Gana el mejor? ¿O la mejor, en este caso?

– Ésa es la primera regla de los negocios, inspector.

– Comprendo. Por tanto, no tendrá inconveniente en decirme dónde estuvo ayer, mientras atacaban a Vi Nevin.

– Se lo diré con mucho gusto, pues es mi parte del trato. En cuanto averigüe cuál es la suya.

Lynley estaba cansado de las maniobras del macarra.

– Póngale en el pliego de cargos -dijo a Budde-. Agresión y asesinato.

El agente se levantó.

– ¡Eh! ¡Espere un momento! He venido para hablar. Usted ofreció un trato a Tricia ayer. Yo lo reclamo hoy. Solo ha de ponerlo sobre la mesa para que los dos sepamos a qué atenernos.

– Las cosas no funcionan así.

Lynley se puso en pie.

Budde agarró al macarra del brazo.

– Vamos.

Reeve se soltó.

– A la mierda. ¿Quiere saber dónde estuve? De acuerdo, se lo diré.

Lynley volvió a sentarse. No había desconectado la grabadora y el macarra no se había dado cuenta debido a su agitación.

– Adelante.

Reeve esperó a que Budde regresara a su asiento.

– Póngale un collar a Rufus. No me gusta que me maltraten.

– Tomaremos nota.

Reeve se masajeó el brazo, como si estuviera pensando en la posibilidad de presentar una querella por brutalidad policial.

– De acuerdo -dijo-. Ayer no estuve en casa. Salí por la tarde y no volví hasta la noche. A las nueve o las diez.

– ¿Dónde estuvo?

Reeve tenía aspecto de estar calculando los perjuicios que se iba a infligir.

– Fui allí -dijo-. Lo admito. Pero no estuve cuando…

– ¿Fue a Fulham? -preguntó Lynley para la grabadora-. ¿A Rostrevor Road?

– Ella no estaba. Había intentado localizarlas todo el verano, a Vi y Nikki. Cuando aquellos dos polis, el negro y la foca de los dientes estropeados, vinieron a charlar conmigo el viernes, tuve la sensación de que podrían conducirme hasta Vi si jugaba mis cartas con habilidad. Hice que les siguieran. Volví al día siguiente. -Sonrió-. Algo así como dar la vuelta a la tortilla, ¿eh? Seguir a los polis en lugar de lo contrario.

– Señor Reeve: ayer fue a Rostrevor Road.

– Y ella no estaba. No había nadie.

– ¿Por qué fue a verla?

Reeve examinó sus uñas. Parecían recién cortadas. No obstante, sus nudillos se veían hinchados y amoratados.

– Digamos que quería dejar las cosas claras.

– En otras palabras, dio una paliza a Vi Nevin.

– Ni hablar. No tuve la oportunidad. Y sé que no puede detenerme solo por desear pegarle, si es que lo deseaba, para empezar, cosa que no pienso admitir. -Se acomodó mejor en la silla, más seguro de sí mismo-. Como ya he dicho, ella no estaba. Volví tres veces durante la tarde, pero mi suerte no cambió y empecé a ponerme como una moto. Cuando me pongo así… -Descargó el puño contra la palma de la otra mano-. Lo hago. Actúo. No vuelvo a casa como un pichafloja y espero a que alguien me joda.

– ¿Intentó localizarla? Debía de tener una lista de sus clientes, al menos de aquellos a los que prestaba servicios cuando trabajaba para usted. Si no estaba en casa, es lógico que empezara a buscarla. Sobre todo si se estaba… ¿cómo lo ha dicho?, poniendo como una moto.

– He dicho que lo hago, Lynley. Actúo cuando me cabreo, ¿vale? Quería decirle un par de cosas a la muy puta y no podía hacerlo, y eso me cabreó. De modo que decidí decírselas a otras personas.

– No creo que le sirviera de nada.

– Me fue muy bien en aquel momento, porque empecé a pensar que ya era hora de apretar un poco las clavijas al resto de mis putas. No quiero que empiecen a pensar en imitar a Nikki y Vi. Las putas piensan que los hombres son soplapollas. Si quieres mandar sobre ellas, has de hacer lo necesario para que te respeten.

– Incluyendo la violencia, supongo.

Lynley estaba asombrado de la arrogancia de Reeve. ¿Cómo no se daba cuenta de que estaba cavando su propia tumba a cada frase que pronunciaba? ¿Pensaba que mejoraba su situación con aquellas declaraciones?

Reeve continuó. Durante la tarde empezó a visitar a sus empleadas, visitas sorpresa destinadas a reforzar su autoridad sobre ellas. Se apropió de sus libretas de crédito, agendas y facturas con la intención de compararlas con sus propios registros. Escuchó los mensajes de sus contestadores automáticos para averiguar si alentaban a sus clientes a pasar de Acompañantes Globales cuando reservaban una sesión. Registró sus roperos para ver si la ropa revelaba ingresos superiores a lo que él les pasaba. Examinó su provisión de condones, cremas lubricantes y juguetes sexuales para comprobar que todo coincidiera con lo que él sabía sobre la clientela de cada chica.

– A algunas no les gustó y se quejaron -dijo Reeve-. Pero las puse firmes.

– Les pegó.

– ¿Pegarles? -Reeve rió-. No, joder. Me las follé. Eso fue lo que vio en mi cara anoche. Yo lo llamo estimulación previa.

– Es otra manera de llamarlo.

– No violé a ninguna, si se refiere a eso. Ninguna le dirá que lo hice. Pero si quiere traer a las tres que me follé y someterlas al tercer grado, adelante. De todos modos, he venido a darle sus nombres. Confirmarán mi historia.

– Estoy seguro -dijo Lynley-. Es evidente que la mujer que no lo haga se expondrá a la experiencia de… ¿cómo lo llamó? ¿Ponerlas firmes? -Se levantó y dio por concluida la entrevista grabada. Se volvió hacia Budde-. Queda detenido. Acompáñele hasta un teléfono, porque estará pidiendo a gritos un abogado antes de que empecemos a…

– ¡Eh! -saltó Reeve-. ¿Qué hace? Yo no le puse la mano encima a ninguna de esas dos putas. No tiene nada contra mí.

– Es usted un alcahuete, señor Reeve. Tengo su propia confesión en esta cinta. Para empezar, no está nada mal.

– Me ofreció un trato. Vine a aceptarlo. Hablo y después me largo a Melbourne. Ofreció eso a Tricia y…

– Y Tricia puede cogerlo si quiere. -Lynley habló a Budde-: Enviaremos un equipo antivicio a Lansdowne Road. Llame allí y dígale a Havers que espere hasta que lleguen.

– ¡Eh! ¡Escúcheme! -Reeve rodeó la mesa. Budde le retuvo por el brazo-. Quite sus cochinas manos de…

– Ya habrá tenido tiempo de reunir pruebas suficientes para detenerle bajo la acusación de proxenetismo -dijo Lynley a Budde-. Será suficiente por ahora.

– ¡No saben con quién se la están jugando, gilipollas!

El agente Budde incrementó su presa.

– ¿Havers? No está en Notting Hill, jefe. Jackson, Stille y Smiley se están encargando del registro. ¿Quiere que la localice?

– ¿No está allí? -dijo Lynley-. Entonces ¿dónde…?

Reeve se revolvió contra Budde.

– Pagarán esto con su culo.

– Tranquilo, Jack. No vas a ninguna parte. -Budde explicó a Lynley-: Se encontró allí con nosotros y nos entregó la orden judicial. ¿Quiere que intente…?

– ¡Que os den por culo!

La puerta de la sala de interrogatorios se abrió.

– ¿Inspector? -Era Winston Nkata-. ¿Necesitan ayuda?

– Todo está controlado -respondió Lynley, y luego dijo a Budde-. Llévale a un teléfono y deja que llame a su abogado. Después prepara los papeles para acusarle.

Budde sacó a Reeve al pasillo. Lynley continuó junto a la mesa, con los dedos apoyados sobre la grabadora para tocar algo sólido. Si actuaba sin concederse tiempo para pensar en las consecuencias de lo que tenía ganas de hacer, sabía que a la larga lo lamentaría.

Havers, pensó. ¿Qué debía hacer? Nunca había sido la compañera más fácil para trabajar, pero esto era indignante. Era incomprensible que hubiera desafiado una orden directa después de lo sucedido. O tenía impulsos suicidas o había perdido la razón. En cualquier caso, Lynley sabía que había acabado con su paciencia.

– … costó un poco averiguar qué grúas trabajan en la zona, pero la recompensa valió la pena -estaba diciendo Nkata.

Lynley levantó la vista.

– Lo siento -dijo-. Estaba en las nubes. ¿Qué has conseguido, Winnie?

– Fui al club de Beattie. Está limpio. Fui a Islington. Hablé con los vecinos del anterior piso de la Maiden. Nadie identificó a sus visitantes con Beattie y Reeve, ni siquiera cuando les enseñé las fotos. Encontré una de cada individuo en el Evening Standard, por cierto. Siempre es de ayuda tener amigos en las oficinas de los periódicos.

– No sacaste nada en limpio, pues.

– No, pero mientras estaba allí vi un Vauxhall aparcado en doble fila y con el cepo puesto. Lo cual me hizo pensar en otras posibilidades.

Nkata informó que había llamado a todas las agencias de cepos de Londres para averiguar cuál se encargaba de las calles de Islington. Era un disparo a ciegas, pero como ninguna persona con las que había hablado había identificado a Martin Reeve o a sir Adrian Beattie como visitantes de Nicola Maiden, antes de que se mudara a Fulham, decidió comprobar si alguien a quien hubieran aplicado el cepo en la zona el 9 de mayo coincidía con alguna persona relacionada con Nicola Maiden.

– Me tocó el gordo -dijo.

– Bien hecho, Winnie -repuso Lynley con sinceridad. El sentido de la iniciativa de Nkata siempre había sido una de sus mejores cualidades-. ¿Qué conseguiste?

– Algo espinoso.

– ¿Espinoso? ¿Por qué?

– Debido a la persona que quedó atrapada en el cepo.

De pronto, el agente pareció inquieto, lo cual debería haber bastado como advertencia, pero Lynley no se dio cuenta, y en cualquier caso estaba distraído por la sensación de que las cosas habían ido muy bien con Martin Reeve.

– ¿Quién? -preguntó.

– Andrew Maiden -dijo Nkata-. Al parecer estaba en la ciudad el 9 de mayo. Le pusieron el cepo en la esquina del piso de Nicola.


Lynley tenía el estómago revuelto cuando cerró la puerta de casa y empezó a subir la escalera. Fue a su habitación, sacó la misma maleta que había traído de Derbyshire el día anterior, y la abrió sobre la cama. Empezó a meter cosas para el viaje de vuelta, pijama, camisas, pantalones, calcetines y zapatos, sin pensar en lo que realmente iba a necesitar cuando llegara allí. Añadió sus útiles de afeitado y rescató un tubo nuevo de pasta dentífrica de entre las lociones corporales y cremas faciales de Helen. Metió un frasco de champú en un estuche de viaje y expropió la pastilla de jabón de Helen del baño.

Su mujer entró cuando estaba cerrando la maleta. La forma en que había dispuesto las cosas habría dado escalofríos a Denton.

– Me pareció oírte -dijo Helen- ¿Qué ha pasado? ¿Te vuelves a ir tan pronto? Tommy, cariño, ¿pasa algo?

Dejó la maleta en el suelo y buscó una explicación. Describió los hechos escuetamente, sin interpretarlos.

– La pista vuelve a conducir al norte -dijo-. Parece que Andy Maiden está implicado.

Los ojos de Helen se abrieron de par en par.

– Pero ¿por qué? ¿Cómo? Oh, eso es terrible. Y tú le admirabas tanto, ¿verdad?

Lynley le contó lo que Nkata había descubierto. Relató lo que el agente había averiguado antes sobre la discusión y la amenaza escuchadas en mayo. Añadió lo que él había deducido de sus entrevistas con el ex agente del SO10 y su mujer. Terminó con la información que Hanken le había pasado por teléfono. Pero no se embarcó en un monólogo sobre el motivo probable por el cual Andy Maiden hubiera solicitado la intervención del inspector Thomas Lynley, un notable incompetente en el SO10. Afrontaría ese problema más adelante, cuando su orgullo fuera capaz de soportarlo.

– Al principio, lo más lógico me pareció centrarnos en Julian Britton -dijo a modo de conclusión-. Después, en Martin Reeve. Me emperré con uno y después con el otro, sin hacer caso de todos los detalles que apuntaban en otra dirección.

– Pero, querido, puede que aún estés en lo cierto -dijo Helen-. En especial sobre Martin Reeve. Tiene más motivos que cualquiera, ¿verdad? Pudo seguir a Nicola Maiden hasta Derbyshire.

– ¿También hasta los páramos? ¿Cómo habría podido hacerlo?

– Quizá siguió al chico. O puso a otra persona tras sus pasos.

– Nada demuestra que Reeve conociera al chico, Helen.

– Quizá descubrió su existencia por las postales de los teléfonos públicos. Es una persona que vigila a la competencia, ¿no? Si descubrió quién colocaba las postales de Vi Nevin e hizo que le siguieran, como hizo que siguieran a Barbara y Nkata hasta Fulham… ¿Por qué no pudo localizar a Nicola de la misma forma? Alguien pudo seguir al chico durante semanas, Tommy, sabiendo que le llevaría hasta Nicola.

Helen desarrolló su hipótesis. Si Reeve había puesto a alguien tras los pasos del chico, ¿por qué no pudo seguirle hasta Derbyshire, y luego hasta el páramo, cuando fue a encontrarse con Nicola? Una vez localizada la chica, habría bastado una llamada telefónica a Martin Reeve desde el pub más cercano. Reeve podría haber ordenado los asesinatos desde Londres, volado hasta Manchester, o ido en coche hasta Derbyshire en menos de tres horas, para luego presentarse en el círculo de piedras y acabar con ellos.

– No tiene por qué ser Andy Maiden -concluyó.

Lynley le acarició la mejilla.

– Gracias por ser mi paladín, Helen.

– Tommy, no me menosprecies. Y no te menosprecies a ti mismo. Por lo que me has dicho, Martin Reeve tiene un móvil tallado en mármol. ¿Por qué iba Andy Maiden a matar a su hija?

– Por lo que era -contestó Lynley-. Porque no pudo convencerla de que lo dejara. Porque no pudo detenerla por medio del razonamiento, la persuasión o la amenaza. La detuvo de la única forma que conocía.

– ¿Por qué no pidió que la detuvieran? Ella y la otra chica…

– Vi Nevin.

– Sí, Vi Nevin. Eran dos. ¿No basta con dos para constituir un burdel? ¿No habría podido llamar a un antiguo compañero del Met para que se encargara?

– ¿Para que todos sus antiguos colegas se enteraran de lo que era su hija? Es un hombre orgulloso, Helen. Nunca haría eso. -Lynley la besó en la frente y en la boca. Cogió la maleta-. Volveré lo antes posible.

Ella le siguió escaleras abajo.

– Tommy, no conozco a nadie que sea más duro consigo mismo. ¿Cómo puedes estar seguro de que no estás siendo duro contigo mismo ahora, y con consecuencias mucho más desastrosas?

Se volvió para contestar a su mujer, pero sonó el timbre de la puerta. Los timbrazos eran insistentes y repetidos, como si alguien estuviera apoyado sobre el botón. Sugería una urgencia que borró por completo lo que intentaba decir.

El visitante resultó ser Barbara Havers, y cuando Lynley posó la maleta junto a la puerta y la dejó entrar, pasó a su lado como una exhalación con un grueso sobre de papel manila en la mano.

– Puta mierda, inspector, me alegro de pillarle. Estamos un paso más cerca del paraíso.

Saludó a Helen y entró en la sala de estar, donde se dejó caer en un sofá y desparramó el contenido del sobre sobre una mesita auxiliar.

– Esto es lo que él buscaba -fueron sus oscuras palabras-. Pasó más de una hora en el piso de Terry Cole, fingiendo examinar los cuadros de Cilla. Ella pensó que estaba enamorado de su obra. -Havers se desordenó el pelo con energía, el gesto típico de cuando estaba nerviosa-. Pero estuvo solo en ese piso, inspector, y tuvo mucho tiempo para registrarlo de cabo a rabo. Sin embargo no pudo encontrar lo que buscaba. Porque Terry Cole se lo había dado a la señora Baden cuando comprendió que no podría colarlo en una subasta de Bowers. Y la señora Baden me lo dio a mí. Tenga, eche un vistazo.

Lynley se quedó donde estaba, junto a la puerta del salón. Helen se acercó a Barbara y echó un vistazo a las numerosas hojas de papel que había sacado del sobre.

– Es una partitura -explicó Barbara-. Una partitura de Michael Chandler. Neil Sitwell me dijo en Bowers que envió a Terry Cole a King-Ryder Productions para conseguir el nombre de los abogados de Chandler. Pero Matthew King-Ryder lo negó. Dijo que Terry intentó conseguir una beca artística de él. ¿Por qué coño ninguna de las personas con las que hemos hablado nos ha dicho ni una palabra acerca de Terry y una beca?

– Dígamelo usted -repuso Lynley con placidez.

Havers no hizo caso, o no se dio cuenta del tono.

– Porque King-Ryder está mintiendo como un bellaco. Le siguió. Siguió a Terry Cole por todo Londres con la intención de apoderarse de la partitura.

– ¿Por qué?

– Porque la vaca ya no daba más leche -dijo Havers con aire triunfal-. Y la única esperanza de King- Ryder de mantener el barco a flote durante unos cuantos años más era producir otro éxito.

– Está mezclando las metáforas -advirtió Lynley.

– Tommy. -La expresión de Helen comunicaba un ruego no verbalizado. Al fin y al cabo, le conocía mejor que nadie y, al contrario que Havers, sí había reparado en su tono. Y también en que no se había movido de su sitio junto a la puerta; sabía lo que eso significaba.

Barbara continuó con una sonrisa.

– De acuerdo. Lo siento. Da igual. King-Ryder me dijo que el testamento de su padre lega todos los beneficios de sus actuales producciones a una fundación especial de apoyo a artistas relacionados con el teatro. Actores, autores, diseñadores, todo eso. Su última esposa recibe una donación, pero es la única beneficiaría. Ni un penique para Matthew y su hermana. Ocupará el cargo de presidente o lo que sea de la fundación, pero ¿qué es eso en comparación con el dinero que ganaría si montara otra producción de su padre? Una nueva producción, inspector. Una producción póstuma. Una producción no controlada por los términos del testamento. Ahí tiene el móvil. Tenía que apoderarse de esa partitura y eliminar a la única persona que sabía que Michael Chandler, y no David King-Ryder, la había escrito.

– ¿Y Vi Nevin? -preguntó Lynley-. ¿Cómo encaja en la película, Havers?

El rostro de Barbara se iluminó más todavía.

– King-Ryder pensaba que Vi tenía la partitura. No la había encontrado en el piso. No la había encontrado cuando siguió a Terry Cole, le mató y arrasó el lugar de acampada en su busca. Volvió a Londres y fue al piso de Vi Nevin cuando ella estaba fuera. Lo estaba poniendo patas arriba, en busca de la partitura, cuando ella le sorprendió.

– El piso fue destrozado, no registrado, Havers.

– Ni hablar, inspector. Las fotos demuestran un registro. Mírelas otra vez. Las cosas están diseminadas, abiertas y tiradas al suelo. Si alguien hubiera querido poner a Vi fuera del negocio, habría rociado de pintura las paredes, roto los muebles, cortado las alfombras y abierto boquetes en las paredes.

– Y le habría partido la cara -indicó Lynley-. Cosa que Martin Reeve hizo.

– King-Ryder lo hizo. Ella le había visto. O al menos pensó que le había visto. No podía correr el riesgo. Por lo que sabemos, ella también conocía la existencia de la partitura, porque también conocía a Terry. En cualquier caso, ¿qué más da? Le detendremos y le aplicaremos el tercer grado. -Por primera vez, se fijó en la maleta que había junto a la puerta-. ¿Adonde va?

– A practicar una detención. Porque mientras usted iba a su aire por Londres, el agente Nkata, en cumplimiento de sus órdenes, estaba haciendo el trabajo que yo le asigné en Islington. Y lo que descubrió no tiene nada que ver con Matthew King-Ryder ni nadie del mismo apellido.

Barbara palideció. A su lado, Helen dejó un pentagrama, que había estado inspeccionando. Levantó una mano, a modo de advertencia, y se tocó la garganta. Lynley reconoció el gesto, pero no hizo caso.

– Se le asignó una misión -dijo Lynley.

– Conseguí la orden judicial, inspector. Reuní un equipo para llevar a cabo el registro, y hablé con ellos. Les dije lo que…

– Se le ordenó formar parte de ese equipo, Havers.

– Pero la cuestión es que creí… Tenía esta intuición…

– No. No hay intuición que valga. En su situación no.

– Tommy… -dijo Helen.

– Olvídalo. Se acabó. Me ha desafiado en todo momento, Havers. Queda apartada del caso.

– Pero…

– ¿Quiere pelos y señales?

– Tommy.

Helen tendió una mano hacia él. Lynley vio que quería interceder entre ambos. Helen odiaba sus arranques de ira. Por su bien, hizo lo que pudo por controlarse.

– Otra persona en su situación, degradada, habiendo escapado por los pelos a una acusación de intento de asesinato, y con su historial de fracasos en el DIC…

– Eso es una bajeza. -Las palabras de Havers apenas se oyeron.

– … habría seguido al pie de la letra todas las órdenes desde el instante en que el subcomisionado Hillier pronunció la sentencia.

– Hillier es un cerdo, y usted lo sabe.

– Otra persona -prosiguió con testarudez Lynley- no se habría apartado ni un milímetro de las instrucciones recibidas. En su caso, solo se le pidió que investigara varios casos del SO10, investigación a la que tuvo que volver por la fuerza en más de una ocasión durante los últimos días.

– Pero lo hice. Usted recibió el informe. Lo hice.

– Y después fue a la suya.

– Porque vi esas fotos en su despacho, esta mañana. Vi que el piso de Fulham había sido registrado, e intenté decírselo, pero usted no quiso escucharme. ¿Qué podía hacer? -No esperó la respuesta, pues sabía muy bien cuál sería-. Y cuando la señora Baden me entregó la partitura y vi quién la había escrito, supe que habíamos encontrado a nuestro hombre, inspector. Está bien, tendría que haber ido con el equipo a Notting Hill. Usted me dijo que fuera, y no lo hice. Pero ¿no se da cuenta del tiempo que les he ahorrado? Estaba a punto de volver a Derbyshire, ¿verdad? Le he ahorrado el viaje.

Lynley parpadeó.

– Havers, ¿de veras cree que concedo credibilidad a estas tonterías?

«Tonterías.» Barbara pronunció la palabra en silencio.

Helen paseó la vista entre ellos y dejó caer la mano. Cogió un pentagrama con expresión resentida. Havers la miró, lo cual disparó la ira de Lynley. No quería que metieran en medio a su mujer.

– Preséntese a Webberly por la mañana -ordenó a Havers-. Sea cual sea su próxima tarea, él se la asignará.

– Ni siquiera mira lo que tiene delante -dijo Havers, pero ya no parecía combativa o desafiante, solo perpleja. Lo cual le encolerizó todavía más.

– ¿Necesita un plano para salir de aquí, Havers?

– ¡Tommy! -gritó Helen.

– Que le den por culo -dijo Barbara.

Se levantó del sofá con toda la dignidad posible y cogió su raído bolso. Cuando pasó junto a la mesita auxiliar para salir de la sala, varios pentagramas de Chandler cayeron al suelo.

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