26

El tiempo de Derbyshire coincidía con el humor del inspector Peter Hanken: sombrío. Mientras un cielo plateado se disolvía en lluvia, recorría la carretera entre Buxton y Bakewell y se preguntaba qué significaba el que una chaqueta de cuero negra hubiera desaparecido de las pruebas recogidas en Nine Sisters Henge. El impermeable había sido fácil de explicar. La chaqueta no. Porque un solo asesino no necesitaba dos prendas de ropa para cubrir la sangre de la víctima apuñalada.

No había realizado la búsqueda de la chaqueta desaparecida de Terry Cole sin ayuda. El agente Mott le había acompañado, con una galleta de avena en la mano. La presencia de Mott era esencial, pero no ayudó mucho en la búsqueda. Se limitó a masticar ruidosamente, con chasquidos de lengua placenteros, y anunció que «nunca había visto una chaqueta de cuero negra, jefe» durante toda la inspección de Hanken.

Los registros de Mott le habían hecho justicia. No había chaqueta. Una vez telegrafiado el mensaje a Londres, Hanken se puso en camino hacia Bakewell y Broughton Manor. Chaqueta o no, aún tenía que eliminar a Julian Britton de su lista de sospechosos.

Cuando Hanken cruzó el puente sobre el río Wye, se encontró de repente en otro siglo. Pese a la lluvia que continuaba cayendo sin cesar, como un heraldo de futuros desastres, una feroz batalla tenía lugar alrededor de la mansión. En la ladera de la colina que descendía hasta el río, cinco o seis docenas de soldados realistas, que portaban los diversos colores del monarca y la nobleza, estaban enzarzados en combate a espada contra un número equivalente de parlamentaristas provistos de armaduras y yelmos. En el prado que se extendía más abajo, más soldados con armadura estaban disponiendo cañones listos para disparar, mientras en una ladera alejada una división de infantería armada con pistolas y yelmos se dirigía hacia la cancela sur de la mansión, acompañados de un traqueteante ariete.

Los Caballeros y los Cabezas Redondas [17] estaban recreando una batalla de la guerra civil, concluyó Hanken. Julian Britton estaba enfrascado en otro medio de recaudar fondos para la restauración de la casa.

Una lechera del siglo XVII protegida por un paraguas Burberry dirigió con un ademán a Hanken hacia un aparcamiento improvisado a escasa distancia de la mansión. Allí, otros participantes en el drama merodeaban disfrazados de realistas, campesinos, granjeros, nobles, médicos y mosqueteros. El desdichado rey Carlos, con un vendaje ensangrentado alrededor de la cabeza, comía una sopa de lata en la puerta de una autocaravana, mientras charlaba con una moza cargada con una cesta de pan que la lluvia empapaba. No muy lejos, un Oliver Cromwell ataviado de negro se estaba quitando la armadura con grandes esfuerzos, sin desanudar los lazos. Perros y niños correteaban entre la multitud, mientras un puesto de refrigerios no paraba de servir cosas calientes y humeantes.

Hanken aparcó y preguntó dónde se escondían los Britton. Le encaminaron hacia un mirador situado en el tercero de los ruinosos jardines de la mansión, en el lado sudoeste de la casa, donde una muchedumbre de espectadores esforzados se apretujaba en gradas improvisadas y sillas de jardín para contemplar la recreación histórica bajo un bosque de paraguas.

Un hombre sentado en un taburete de tres patas, como el utilizado a principios de siglo por artistas o cazadores de safari, observaba a cierta distancia de los espectadores. Llevaba un anticuado traje de tweed y un viejo salacot, y se protegía de la lluvia con un paraguas a rayas. Contemplaba los acontecimientos con un telescopio plegable. Tenía a los pies un bastón. Jeremy Britton, pensó Hanken, vestido como siempre con ropas de sus antepasados.

Hanken se acercó.

– ¿Señor Britton? No se acordará de mí. Inspector Peter Hanken, del DIC de Buxton.

Britton se volvió a medias. Ha envejecido mucho, pensó Hanken, desde nuestro primer y último encuentro en la comisaría de Buxton hace cinco años. Britton estaba borracho en aquella ocasión. Habían forzado su coche en High Street, mientras estaba «tomando las aguas» (un indudable eufemismo para su ingestión de algo más fuerte que el agua mineral del pueblo), y exigía acción, satisfacción y venganza inmediata contra los gamberros mal vestidos y peor educados que le habían atracado de una forma tan espantosa.

Al ver a Jeremy Britton, Hanken comprobó los resultados de una vida dedicada al alcohol. Los perjuicios ocasionados a su hígado se manifestaban en el color y la textura de la piel, así como en el aspecto de yema de huevo cocida de sus ojos. Hanken reparó en el termo que había al otro lado del taburete donde Britton estaba sentado. Dudaba que contuviera café o té.

– Estoy buscando a Julian -dijo Hanken-. ¿Está participando en la batalla, señor Britton?

– ¿Julie? -Britton forzó la vista para mirar entre la lluvia-. No sé adonde ha ido. No participa, de todos modos. -Indicó con un ademán el drama que se desarrollaba más abajo. El ariete se había atascado en un charco de barro, y los Caballeros se estaban aprovechando de aquel fallo de los Cabezas Redondas. Un gran número de ellos estaban bajando por la ladera con las espadas desenvainadas para rechazar a las fuerzas parlamentaristas-. A Julie nunca le han gustado estas contiendas. No entiendo por qué permite que utilicen el terreno para esto. Pero es muy divertido, ¿verdad?

– Todo el mundo parece muy metido en su papel -admitió Hanken-. ¿Es usted aficionado a la historia, señor?

– Ni hablar -dijo Britton, y gritó a los soldados-: ¡Malditos sean los traidores! ¡Arderéis en el infierno por tocar un solo pelo de la cabeza del enviado de Dios!

Realista, pensó Hanken. En aquel tiempo, habría sido extraño que un miembro de la nobleza se alineara con dicho bando, pero no tanto si el caballero en cuestión carecía de lazos con el Parlamento.

– ¿Dónde puedo encontrarle?

– Lo han sacado del campo con una herida en la cabeza. Nadie podrá acusar al pobre mamón de no haber dado muestras de valentía, ¿verdad?

– Me refiero a Julian, no al rey Carlos.

– Ah, Julie. -Con mano vacilante, Britton enfocó el telescopio hacia el oeste. Una nueva partida de Caballeros había llegado en coche de caballos. Estaban saliendo del vehículo al otro lado del puente, donde corrían para armarse. Entre ellos destacaba un noble vestido con elegancia, que se puso a gritar órdenes-. No deberían permitir eso, si quiere saber mi opinión -comentó Britton-. Si no llegan a tiempo deberían castigarles, ¿no cree? -Se volvió hacia Hanken-. El chico estaba aquí, si ha venido por eso.

– ¿Va a Londres mucho? Como su difunta novia vivía allí, supongo…

– ¿Novia? -Britton resopló con desdén-. Basura. «Novia» indica que existe un toma y daca. No había nada de eso. Oh, sí, Julian lo deseaba. La deseaba. Pero ella no recibía otra cosa de él que un polvo de vez en cuando, si estaba de humor. Si Julie hubiera utilizado los ojos que Dios le dio, lo habría visto desde el primer momento.

– A usted no le gustaba la Maiden.

– No tenía nada que añadir a la cocción. -Britton devolvió su atención a la batalla-. ¡Ojo a la retaguardia, desgraciados! -gritó a los soldados parlamentaristas cuando los Caballeros vadearon el río Wye y empezaron a cargar colina arriba hacia la mansión.

Un hombre de fidelidades cambiantes, pensó Hanken.

– ¿Encontraré a Julian en la casa, señor Britton? -preguntó.

Britton contempló la refriega inicial, cuando los Caballeros se lanzaron sobre los Cabezas Redondas, que estaban intentando liberar el ariete del barro. De pronto, el signo de la batalla cambió. Daba la impresión de que los Cabezas Redondas se veían superados por una proporción numérica de tres a uno.

– ¡Corred si queréis salvar la vida, mentecatos! -gritó Britton. Rió de buena gana cuando los rebeldes empezaron a perder sus inciertas posiciones. Varios hombres cayeron y perdieron sus armas. Britton aplaudió.

– Le buscaré dentro -dijo Hanken.

Britton detuvo al detective cuando se disponía a marchar.

– Yo estaba con él. El martes por la noche, ya sabe.

Hanken se volvió.

– ¿Con Julian? ¿Dónde? ¿A qué hora?

– En las perreras. No sé la hora. A eso de las once, supongo. Una perra estaba pariendo. Julie estaba con ella.

– Cuando hablé con él no mencionó que usted le acompañara, señor Britton.

– Claro que no. No me vio. Cuando comprobé que tenía la situación bajo control, le dejé hacer. Miré un poco desde la puerta (hay algo especial en el acto de dar a luz, lo haga quien lo haga, ¿no le parece?) y luego me fui.

– ¿Esa es su rutina normal? ¿Visitar las perreras a las once de la noche?

– No tengo una rutina normal. Hago lo que quiero cuando quiero.

– ¿Qué le llevó a las perreras?

Britton introdujo una mano temblorosa en el bolsillo de la chaqueta y sacó unos folletos arrugados.

– Quería hablar con Julie acerca de esto.

Eran folletos de clínicas que ofrecían programas de desintoxicación para alcohólicos. Manchados y arrugados, parecían refugiados de la sección de libros de Oxfam. O Britton los había estado manoseando durante semanas, o bien los había ocultado en algún sitio en previsión de un momento como este.

– Quiero seguir el programa -dijo-. Ya es hora, me parece. No quiero que los hijos de Julie tengan a un borracho como abuelo.

– ¿Julie está pensando en casarse?

– Oh, las cosas apuntan en esa dirección.

Britton tendió las manos para recuperar los folletos. Hanken se agachó bajo el paraguas para devolvérselos.

– Es un buen chico, nuestro Julie -dijo Britton mientras devolvía los folletos al bolsillo de la chaqueta-. No lo olvide. Será un buen padre. Y yo seré un abuelo del que sentirse orgulloso.

Era una afirmación dudosa. El apestoso aliento a ginebra de Britton habría podido encenderse con una cerilla.


Julian Britton estaba conferenciando con los organizadores de la recreación histórica en las almenas del tejado cuando Hanken apareció. Había visto al detective conversando con su padre, y observado que su padre le mostraba los folletos. Sabía que Hanken no había venido a Broughton Manor para sostener con su padre un coloquio sobre alcoholismo, así que estaba preparado.

Su conversación fue breve. Hanken quería saber la fecha exacta en que había estado por última vez en Londres. Julian le condujo a su despacho, donde localizó su agenda entre los libros diseminados sobre su escritorio, y se la tendió. La agenda era muy meticulosa y demostraba que su último viaje a Londres había sido por Pascua, a principios de abril. Se había hospedado en el hotel Lancaster Gate. Hanken podía telefonear para verificarlo, porque el número constaba en la agenda, junto al nombre del hotel.

– Siempre me alojo en ese hotel cuando voy a la ciudad -explicó Julian-. ¿Por qué quiere saberlo?

Hanken contestó con otra pregunta.

– ¿No se hospedó con Nicola Maiden?

– Vivía en un estudio. -Julian se sonrojó-. Además, ella prefería que me quedara en un hotel.

– Pero usted fue a la ciudad para verla, ¿no?

En efecto.

Había sido una estupidez, se dijo Julian mientras veía a Hanken abrirse paso entre los Caballeros que hormigueaban en el patio, refugiados bajo aleros y paraguas mientras se preparaban para la siguiente fase de la batalla. Había ido a Londres porque había notado un cambio en ella. No solo porque no había ido a Derbyshire a pasar la Pascua (cosa que hacía siempre mientras estuvo en la universidad), sino porque en sus encuentros desde el otoño en adelante había percibido un alejamiento cada vez mayor entre ellos. Sospechaba que había otro hombre, y quiso saberlo por sí mismo.

Lanzó una amarga carcajada mientras pensaba en aquel viaje a Londres. Nunca le había preguntado de una forma directa si había otro hombre, porque en el fondo no quería saberlo. Se dio por satisfecho con el hecho de no pillarla in fraganti con otro durante su visita sorpresa, y también porque una mirada subrepticia a los armaritos del baño, el botiquín y la cómoda no había revelado nada que un hombre guardara para asearse por las mañanas. Encima, había hecho el amor con ella. Y como en aquel tiempo era un tonto, había pensado que el hecho de hacer el amor significaba algo.

Pero solo era algo inherente a su profesión, comprendió ahora. Solo una parte de lo que Nicola hacía por dinero.

– Ningún problema con la policía, Julie, hijo mío.

Giró en redondo y vio que su padre había entrado en el despacho de la mansión, como si ya se hubiera cansado de la lluvia, la recreación o la compañía de los demás espectadores. Del brazo de Jeremy colgaba un paraguas goteante. Sostenía en una mano el taburete y en la otra el termo. El telescopio de su tío abuelo sobresalía del bolsillo del pecho de la chaqueta del abuelo.

Jeremy sonrió, como complacido consigo mismo.

– Te he proporcionado una coartada, hijo. Sólida como una autopista.

Julian le miró perplejo.

– ¿Qué has dicho?

– Le dije al policía que estaba contigo y los cachorrillos recién nacidos el martes. Dije que te había visto recogerlos y abrigarlos.

– Pero, papá, yo no dije que estuvieras conmigo. Nunca les dije… -Julian suspiró y empezó a ordenar los libros de contabilidad por orden de año-. Van a preguntarse por qué no hablé de ti. Lo comprendes, ¿verdad? ¿Verdad, papá?

Jeremy se dio unos golpecitos en la sien con un dedo tembloroso.

– Ya pensé en eso, hijo mío. Dije que no te había molestado. Que no había querido romper tu concentración cuando estabas haciendo de comadrona. Dije que fui a hablar contigo sobre lo de dejar la bebida. Dije que fui a enseñarte esto. -Una vez más, sacó los folletos-. Inspirado, ¿verdad? Tú ya los habías visto, ¿no? De modo que cuando él te preguntó acerca de ellos se lo dijiste, ¿no es así?

– No me preguntó nada sobre el martes por la noche. Quería saber cuándo fue la última vez que fui a Londres. Se estará preguntando por qué te tomaste la molestia de proporcionarme una maldita coartada, cuando ni siquiera me preguntó si la tenía. -Pese a su exasperación, Julian comprendió de repente la implicación de lo que su padre había hecho-. ¿Por qué me proporcionaste una coartada, papá? Sabes que no la necesito, ¿verdad? Estaba con los perros. Cassie estaba pariendo. Y en primer lugar, ¿cómo lo supiste?

– Tu prima me lo dijo.

– ¿Samantha? ¿Por qué?

– Dice que la policía te mira de una forma rara, y no le gusta. «Pero si Julie es incapaz de matar a una mosca, tío Jeremy», dice. Toda santa cólera, nuestra Samantha. Menuda mujer. Una lealtad como esa… hay que conservarla.

– No necesito la lealtad de Samantha. Ni tu ayuda, por cierto. Yo no maté a Nicola.

Jeremy desvió la mirada hacia el escritorio.

– Nadie ha dicho que lo hicieras.

– Pero si crees que has de mentir a la policía, eso significa… Papá, ¿crees que la maté? ¿De veras crees…? Jesús.

– No te enojes. Se te ha puesto la cara roja, y sé lo que eso significa. No he dicho que creyera nada. No creo nada. Solo quiero facilitar las cosas. No hemos de tomar la vida tal como viene, Julie. Podemos hacer algo para moldear nuestros destinos.

– ¿Es eso lo que estabas haciendo? ¿Moldear mi destino?

El viejo meneó la cabeza.

– Bastardo egoísta. Estoy moldeando la mía. -Alzó los folletos hasta el corazón-. Quiero dejar de beber. Ya es hora. Lo deseo. Pero Dios sabe, y yo también, que no puedo hacerlo solo.

Julian conocía bastante a su padre para saber cuándo procedía a una manipulación. Las banderas amarillas de la cautela se elevaron.

– Papá, sé que quieres dejar de beber. Te admiro por ello, pero esos programas… los gastos que suponen…

– Puedes hacerlo por mí. Sabes que yo lo haría por ti.

– No es que no quiera hacerlo, pero no tenemos dinero. He repasado los libros una y otra vez, y no nos llega. ¿Has pensado en telefonear a tía Sophie? Si supiera lo que pretendes hacer con el dinero seguro que te prestaría…

– ¿Prestar? ¡Bah! -Jeremy desechó la idea con un movimiento de los folletos-. Tu tía nunca se lo tragaría. «Lo dejará cuando le dé la gana», eso es lo que piensa. No levantará un dedo para ayudarme.

– ¿Y si yo le telefoneo?

– ¿Qué eres para ella, Julie? Un pariente al que nunca ha visto, que va a mendigar algo de lo que su marido ganó trabajando como un negro. No, no puedes pedírselo tú.

– Podrías hablar con Samantha.

Jeremy desechó la idea como si fuera un mosquito.

– No puedo pedirle eso. Ya nos está dando demasiado. Su tiempo, su esfuerzo, su preocupación, su amor. No puedo pedirle nada más, y no lo haré. -Exhaló un suspiro y guardó los folletos en el bolsillo-. Da igual. Haré lo que pueda.

– Podría pedirle a Samantha que hable con tía Sophie. Podría explicarle…

– No. Olvídalo. Haré de tripas corazón. No será la primera vez…

Ya son demasiadas, pensó Julian. La vida de su padre abarcaba más de cinco décadas de promesas incumplidas y buenas intenciones desperdiciadas. Había visto a Jeremy dejar la bebida más veces de las que podía recordar. Y otras tantas había visto a Jeremy volver a la bebida. Había más de un simple grano de verdad en lo que había dicho. Si iba a intentarlo de nuevo, no podría ir solo a la batalla.

– Escucha, papá. Hablaré con Samantha. Quiero hacerlo.

– ¿Quieres? ¿De veras lo quieres? ¿No crees que es una obligación, porque estás en deuda con tu padre?

– No. Quiero hacerlo. Se lo pediré.

Jeremy parecía emocionado. De hecho, sus ojos se humedecieron.

– Ella te quiere, Julie. Es una mujer estupenda, y te quiere, hijo.

– Hablaré con ella, papá.


La lluvia seguía cayendo cuando Lynley enfiló el camino de entrada a Maiden Hall.

Barbara le había proporcionado unos minutos de distracción del estado de agitación que le embargó al enterarse de que Andy Maiden había estado en Londres. De hecho, había logrado quitarse la agitación a causa de la ira provocada por el desafío de Barbara, que el intento de Helen por encontrar una explicación racional al comportamiento de la agente no había paliado en absoluto.

– Tal vez entendió mal tus órdenes, Tommy -había dicho en cuanto Havers salió de Eaton Terrace-. En el calor del momento, tal vez creyó que no querías que participara en el registro de Notting Hill.

– Hostia -replicó él-. No la defiendas, Helen. Ya has oído lo que ha dicho. Sabía que debía hacerlo, pero decidió que no. Fue a la suya.

– Pero tú admiras la iniciativa, siempre lo has hecho. Siempre me has dicho que la iniciativa de Winston es una de sus mejores…

– Maldita sea, Helen. Cuando Nkata toma las riendas de un asunto, lo hace después de terminar una tarea, no antes. No discute, ni protesta ni hace caso omiso de lo que se le dice porque crea tener una idea mejor. Y cuando se le corrige, cosa que casi nunca ocurre, cambia y no repite el error. Cabía suponer que Barbara había aprendido algo este verano sobre las consecuencias de desafiar una orden. Pero no es así. Es tozuda como una mula.

Helen había recogido la partitura que Barbara había dejado. No la guardó en el sobre, sino que la apiló sobre la mesita auxiliar.

– Tommy -dijo-, si Winston Nkata hubiera estado en ese barco con la inspectora Barlow, en lugar de Barbara Havers… Si Winston Nkata hubiera empuñado el arma, en lugar de Barbara Havers… -Le miró con ansiedad-. ¿Te habrías enfadado tanto?

Su respuesta fue rápida y acalorada:

– No es una cuestión machista. Me conoces muy bien.

Sí que te conozco, fue la silenciosa respuesta de Helen.

De todos modos, Lynley había reflexionado sobre la cuestión más de una vez, durante los primeros ciento cincuenta kilómetros del trayecto hasta Derbyshire. Pero cada vez que examinaba sus posibles respuestas tanto a la pregunta como al increíble acto de insubordinación de Havers en el mar del Norte, la respuesta era la misma: lo de Barbara había sido agresión, no iniciativa. Y nada justificaba eso. Si Winston Nkata hubiera empuñado el arma, cosa tan risible como inimaginable, él habría reaccionado de una forma idéntica. Lo sabía.

Cuando dejó el coche en el aparcamiento de Maiden Hall, hacía rato que su cólera se había calmado, sustituida por la misma desazón que le había asaltado cuando se enteró de la visita de Andy Maiden a su hija. Paró el coche y contempló el hotel a través de la lluvia.

No quería creer lo que los hechos le pedían que creyera sobre Andy, pero hizo acopio de fuerzas y cogió el paraguas del asiento posterior. Atravesó el aparcamiento bajo la lluvia. Ya dentro del hotel, pidió al primer empleado que vio que fuera a buscar a Andy Maiden. Cuando el ex agente del SO10 apareció unos minutos después, lo hizo solo.

– Tommy -le saludó-. ¿Traes noticias? Acompáñame.

Le condujo hasta el despacho cercano a la recepción. Cerró la puerta a su espalda.

– Háblame de Islington en mayo, Andy -dijo Lynley sin más, pues sabía que vacilar era ofrecerle una posibilidad de despertar su compasión que no podía permitirse-. Háblame sobre eso de que te veré muerta antes que permitirte hacerlo.

Maiden se sentó. Indicó una silla para Lynley. No habló hasta que este estuvo sentado, e incluso entonces pareció absorto en sus pensamientos, como si estuviera reuniendo fuerzas para contestar.

– El cepo -dijo.

– Nadie pudo acusarte nunca de ser un policía incompetente -fue la réplica de Lynley.

– Lo mismo podría decirse de ti. Has hecho un buen trabajo, Tommy. Siempre creí que destacarías en el DIC.

El cumplido fue como una bofetada en la cara, pues apuntaba a los motivos, ahora evidentes, de que Andy Maiden le hubiera elegido (cegado por la admiración como estaba) para ir a Derbyshire.

– Tengo un buen equipo -contestó con sequedad Lynley-. Háblame de Islington.

Habían llegado al meollo de la cuestión, y los ojos de Maiden denotaban tanta angustia que Lynley se vio obligado a reprimir, incluso ahora, una oleada de compasión por su viejo amigo.

– Ella pidió que fuera a verla -dijo Maiden-. Así que fui.

– En mayo pasado. A Londres -precisó Lynley-. Fuiste a Islington para ver a tu hija.

– Exacto.

Pensaba que Nicola quería hacer los preparativos para enviar sus cosas a Derbyshire de cara al verano y a su empleo con Will Upman, tal como habían acordado el diciembre anterior. Había cogido el Land Rover en lugar de ir en tren o avión, con el fin de cargar cosas si ella deseaba trasladarlas ya, antes de terminar las clases en la facultad.

– Pero no quería volver a casa -dijo Maiden-. No me había llamado para eso. Quería contarme sus planes para el futuro.

– Prostitución -dijo Lynley-. Su picadero de Fulham.

Maiden carraspeó.

– Oh, Dios -musitó.

Pese a sus esfuerzos por endurecerse, Lynley descubrió que no podía obligar al hombre a revelar los hechos que había descubierto aquel día en Londres. Así que lo hizo por él. Lynley repasó todo cuanto había averiguado: el primer empleo de Nicola como auxiliar, después como señorita de compañía en MKR Financial Management, su asociación con Vi Nevin y la elección de la dominación como especialidad.

– Sir Adrian cree que solo otro motivo pudo alejarla de Londres: dinero.

– Era un compromiso. Lo hizo por mí.

Habían discutido amargamente, pero su padre había conseguido al final que accediera a trabajar para Upman durante el verano, al menos para probar la carrera de derecho. Logró su colaboración a base de pagarle más de lo que hubiera ganado en Londres. Había tenido que pedir un préstamo bancario para reunir la cantidad que ella quería, pero consideró que era un dinero bien invertido.

– ¿Confiabas en que el derecho la conquistaría? -preguntó Lynley. La perspectiva se le antojaba muy improbable.

– Confiaba en que Upman la conquistaría -contestó Maiden-. Le había visto con mujeres. Tenía estilo. Pensé que Nicola y él… Deseaba con todas mis fuerzas intentar algo, Tommy. No paraba de repetirme que el hombre adecuado le devolvería la cordura.

– ¿No habría sido Julian Britton una elección mejor? Ya estaba enamorado de ella, ¿no?

– Julian la deseaba demasiado. Ella necesitaba un hombre que la sedujera, pero que al mismo tiempo la mantuviera en la cuerda floja. Upman parecía perfecto para el trabajo. -Por lo visto, Maiden se dio cuenta de lo que acababa de decir, porque se encogió y empezó a llorar-. Oh, Dios, Tommy. Ella me arrastró a eso.

Se llevó un puño a la boca, como si así pudiera eliminar su dolor.

Y Lynley se encontró cara a cara por fin con lo que no había deseado ver. Había negado la culpabilidad de este hombre por lo que había sido en New Scotland Yard, mientras que, en todo momento, lo que había sido en New Scotland Yard arrojaba luz sobre su culpabilidad más que cualquier otra cosa. Andy Maiden, maestro del engaño y el disimulo, había pasado décadas moviéndose en los bajos fondos de la clandestinidad, donde las líneas entre realidad y fantasía, entre ilegalidad y honor, primero se difuminaban para luego desaparecer por completo.

– Dime cómo pasó -habló Lynley-. Dime qué utilizaste, además de la navaja.

Maiden dejó caer la mano.

– Santo cielo… -Su voz era ronca-. Tommy, no estarás pensando… -Entonces pareció reflexionar sobre lo que había dicho, para localizar el punto exacto del malentendido que se había producido entre ellos-. Me arrastró al soborno. A pagarle por trabajar para Upman, para que él pudiera conquistarla… y así su madre nunca descubriría lo que era… porque eso la habría destruido. Pero no. No. No puedes pensar que yo la maté. Estaba aquí la noche que murió. En el hotel. Además… Dios mío, era mi única hija.

– Pero te había traicionado -dijo Lynley-. Después de todo lo que habías hecho por ella, después de la vida que le habías proporcionado…

– ¡No! Yo la quería. ¿Tienes hijos? ¿Una hija? ¿Un hijo? ¿Sabes lo que significa ver el futuro en tus hijos y saber que continuarás viviendo, no importa lo que suceda, solo porque ella existe?

– ¿Haciendo de puta? ¿Ganando dinero a base de visitar en su casa a hombres a los que azota para someterlos? «Te veré muerta antes que permitirte hacerlo.» Esas fueron tus palabras. Y la semana siguiente iba a regresar a Londres, Andy. Solo compraste un retraso de lo inevitable cuando le pagaste para que trabajara en Buxton.

– ¡Yo no lo hice! ¡Escúchame, Tommy! Yo estaba aquí el martes por la noche.

Maiden había alzado la voz, y se oyó un golpe en la puerta. Se abrió antes de que ninguno pudiera hablar. Nan Maiden apareció. Paseó la vista entre Lynley y su marido. No habló. Pero no necesitaba decir ni una palabra para explicar lo que Lynley leyó en su cara. Sabe lo que él hizo, pensó. Dios mío, lo ha sabido desde el primer momento.

– ¡Déjanos! -gritó Andy Maiden a su mujer.

– Creo que no será necesario -repuso Lynley.


Barbara Havers nunca había estado en Westerham, y pronto descubrió que no era fácil llegar hasta allí desde la casa de St. James en Chelsea. Nada más salir de Eaton Terrace había ido a ver a los St. James (por qué no, pensó, ya que estaba en una zona tan cercana a King's Road, bajando por la cual llegaría a Cheyne Row), y estaba ansiosa por desahogarse con la pareja que, como sabía muy bien, también había experimentado en su carne propia la tozudez irracional de Lynley. Pero no había tenido oportunidad de contar su historia. Porque Deborah St. James había abierto la puerta y gritado de alegría en dirección al estudio, y luego la había arrastrado hacia el interior de la casa como dando la bienvenida a alguien recién llegado de la guerra.

– ¡Mira, Simon! -anunció-. ¿No es significativo?

Y la reunión entre los tres había sido la catapulta que lanzó a Barbara hacia Kent. Sin embargo, para llegar tuvo que luchar con el laberinto de calles sin identificar que convertían las palabras «al sur del río» en un sinónimo de viaje al infierno. Se había perdido al otro lado del Albert Bridge, donde un momento de distracción dio como resultado veinte exasperantes minutos dando vueltas alrededor de Clapham Common, en una inútil búsqueda de la A205. En cuanto la localizó y llegó a Lewisham, empezó a plantearse la eficacia de utilizar Internet para localizar a un testigo experto.

El testigo en cuestión vivía en Westerham, donde también regentaba un pequeño negocio a escasa distancia de Quebec House.

– No hay extravío posible -le había dicho por teléfono-. Quebec House está en lo alto de Edenbridge Road. Hay un letrero delante. Hoy está abierto, de modo que habrá algún coche en el aparcamiento. Estoy a menos de quinientos metros al sur.

Se encontraba en una construcción de tablas de chilla, con un letrero sobre la puerta que rezaba quiver me timbers.

Se llamaba Jason Harley, y el negocio compartía espacio con la vivienda, la casa original había sido dividida en dos mediante una pared que corría por la mitad, como una solución salomónica. Cuando Barbara llamó al timbre de la tienda se había abierto una puerta en esta pared, y a través de ella se impulsó Jason Harley en una silla de ruedas de alto rendimiento propia de un atleta de maratón.

– ¿Es usted la agente Havers? -preguntó Harley.

– Barbara -dijo ella.

El hombre se apartó una masa de pelo rubio, muy espeso y recto como una regla.

– Barbara, pues. Ha tenido suerte de pillarme en casa. Los domingos suelo ir a tirar. -Se impulsó hacia atrás y le indicó que entrara-. Asegúrese de poner el cartel por la parte de «cerrado», por favor. Tengo un club de fans local que se dejan caer en cuanto ven que está abierto. -Hizo este último comentario con ironía.

– ¿Problemas? -preguntó Barbara, pensando en gamberros, patanes y en los tormentos que podían infligir a un parapléjico.

– Niños de nueve años. Di una conferencia en su colegio. Ahora soy su héroe para ellos. -Harley sonrió con afabilidad-. Bien, ¿en qué puedo ayudarla, Barbara? ¿Dijo que quería ver lo que tengo?

– Exacto.

Le habían encontrado en Internet, donde su negocio tenía una página web, y su proximidad a Londres había sido el factor que impulsó a Barbara a seleccionarle como testigo experto. Por teléfono, Jason Harley le dijo que no abría los domingos, pero cuando ella explicó las razones de su llamada, el hombre accedió a recibirla.

Una vez dentro de los estrechos confines de Quiver Me Timbers, echó un vistazo a la mercancía: fibra de vidrio, tejo y carbono. Había estanterías apoyadas contra las paredes. El único y amplio pasillo de la tienda estaba flanqueado por vitrinas. Una zona de montaje se extendía al final. Y en el centro del conjunto se erguía un pedestal de arce con una medalla provista de cintas dentro de un estuche de cristal. Cuando Barbara la examinó, vio que era una medalla de oro olímpica. No solo en Westerham era Jason Harley alguien.

Él la estaba observando.

– Estoy impresionada -dijo-. ¿La consiguió desde la silla?

– Podría haberlo hecho. Hoy también lo haría, si tuviera más tiempo para practicar. Pero entonces no estaba confinado en la silla. Eso ocurrió más tarde. Después de un accidente de ala delta.

– Lo siento.

– Lo llevo bien. Mejor que la mayoría, diría yo. Bien, ¿en qué puedo ayudarla, Barbara?

– Hábleme de las flechas de cedro -dijo ella.


La medalla de oro olímpica de Jason Harley representaba la culminación de años de competición y práctica que le proporcionaron una notable experiencia en la modalidad del tiro con arco. Su accidente le había obligado a plantearse cómo podía utilizar sus proezas atléticas y sus conocimientos para mantener a la familia que él y su novia deseaban fundar. El resultado fue Quiver Me Timbers, donde vendía las magníficas flechas de carbono disparadas por los arcos modernos, hechos de fibra de vidrio o láminas de madera, y donde fabricaba a mano y vendía las flechas de madera utilizadas con los longbows tradicionales que habían hecho famosos a lo largo de la historia a los arqueros británicos, desde la batalla de Agincourt en adelante.

La tienda también suministraba los complementos del tiro con arco, desde las complicadas dactileras y brazaleras que utilizaban los arqueros hasta las puntas de flecha (llamadas puntas de caza, dijo a Barbara), que diferían según el uso al que se destinaran.

¿Disparar por la espalda a un chico de diecinueve años, por ejemplo?, quiso preguntar Barbara. ¿Qué clase de punta de flecha se necesitaría para eso? Pero prefirió avanzar poco a poco, consciente de que necesitaría mucha información para lanzarla contra Lynley y arañar, al menos, su armadura.

Pidió a Harley que le hablara sobre las flechas de madera que manufacturaba, sobre todo las de cedro Port Orford.

Solo hacía flechas de cedro, la corrigió. Los tubos procedían de Oregón. Las pesaban, clasificaban y sometían a una prueba de resistencia a la flexión antes de ser embarcadas.

– Son de absoluta confianza -dijo el hombre-, lo cual es muy importante, porque cuando la tensión de la pala es elevada, se necesita una flecha capaz de soportarla. Se pueden comprar flechas de pino o de fresno -continuó, después de darle una flecha de cedro para que la inspeccionara-. Algunas son de madera local y otras vienen de Suecia. Pero el cedro de Oregón se consigue con mayor facilidad, debido a la cantidad, supongo, y creo que las encontrará en todas las arquerías de Inglaterra.

La guió hasta la parte posterior de la tienda, donde estaba su zona de trabajo. A la altura de su cintura, una minilínea de montaje le permitía desplazarse con facilidad desde la sierra redonda que cortaba la muesca en el tubo de la flecha, hasta la emplumadora donde se pegaban el culote y las plumas del tubo. La punta de caza se sujetaba con araldit. Y, como ya había dicho, la punta de caza dependía del uso al que se destinara la flecha.

– Algunos arqueros prefieren fabricar sus propios arcos -concluyó-. Pero es un trabajo muy difícil, como ya habrá comprendido, y la mayoría los compran a un fabricante de flechas. Pueden hacerse tan distintas como se quiera, siempre que se indique qué medio de customización se desea.

– ¿Customización? -preguntó Barbara.

– Para identificarlas, debido a las competiciones. Actualmente, los longbows se utilizan para eso.

Explicó que había dos tipos de competiciones en que participaban los arqueros de longbow: olímpicas y de recorrido de tiro. En la primera, disparaban a blancos tradicionales: doce docenas de flechas lanzadas a dianas desde diversas distancias. Para la última, disparaban en zonas boscosas o laderas: flechas lanzadas a animales dibujados en papel. En cualquier caso, la única forma de decidir quién era el ganador dependía de las marcas de identificación individuales grabadas en las flechas. Todo arquero de competición británico procuraba que sus flechas pudieran distinguirse de las de los demás contrincantes.

– Si no, ¿cómo sabrían qué flecha había dado en el blanco? -preguntó Harley.

– Exacto -dijo Barbara-. ¿Cómo?

Había leído la autopsia de Terry Cole. Sabía, por su conversación con St. James, que habían hablado a Lynley de una tercera arma, además de la navaja y la piedra utilizadas contra las víctimas, y que ya habían identificado. Ahora, con la tercera arma prácticamente identificada, empezó a vislumbrar cómo había ocurrido el crimen.

– Dígame, señor Harley -dijo-, ¿con qué velocidad puede un buen arquero, con una década o más de experiencia, digamos, disparar sucesivas flechas contra un blanco? Utilizando un longbow, quiero decir.

El hombre reflexionó mientras se tironeaba del labio inferior.

– Yo diría que una cada diez segundos. Como máximo.

– ¿Tanto?

– Permítame que se lo demuestre.

Barbara pensó que iba a hacerle una demostración, pero en cambio fue a buscar un carcaj al expositor, deslizó seis flechas en él y le indicó que se acercara a la silla.

– ¿Diestra o zurda? -preguntó.

– Diestra.

– De acuerdo. Vuélvase.

Barbara, que se sentía un poco idiota, permitió que él le colgara el carcaj y ajustara la correa sobre el torso.

– Supongamos que sujeta el arco con su mano izquierda -explicó, luego-. Ahora, coja la flecha. Solo una. -Cuando la tuvo en la mano, con cierta torpeza, el hombre indicó que debería apoyarla contra la cuerda de dacron del arco. Después, debería tensar la cuerda y apuntar-. No es como una pistola -le recordó-. Ha de recargar y volver a apuntar después de cada disparo. Un buen arquero puede hacerlo en menos de diez segundos. Pero alguien como usted, y no se ofenda…

Barbara rió.

– Concédame veinte minutos.

Se miró en el espejo que colgaba sobre la puerta a través de la cual Harley se había impulsado para entrar en la tienda. Probó a coger la flecha. Se imaginó con un arco y trató de imaginar el blanco, que no era una diana o un animal de papel, sino un ser humano vivo. Dos, de hecho, sentados junto a un fuego. Esa sería la única luz.

No disparó a la chica porque, al fin y al cabo, su objetivo no era la chica. Pero no llevaba ninguna otra arma, y estaba desesperado por matar al chico, de modo que debía usar lo que había traído y confiar en que la flecha le mataría, porque, habiendo una segunda persona presente, no tendría posibilidad de disparar otra a Cole.

¿Qué había sucedido? El disparo había fallado. Tal vez el muchacho se había movido en el último momento. Tal vez apuntó al cuello y acertó en la espalda. La chica, al darse cuenta de que había alguien al acecho con malas intenciones, se puso en pie de un salto e intentó huir en la oscuridad. Como corría, y como estaba oscuro, el arco y las flechas no servían de nada. Así que tuvo que perseguirla. La mató y volvió por el chico.

– Jason -dijo Barbara-, si le alcanzaran en la espalda con una de estas flechas, ¿qué sentiría? ¿Sabría que le habían clavado una flecha?

Harley observó el expositor de arcos, como si las respuestas estuvieran escondidas entre ellos.

– Supongo que primero notaría un golpe tremendo -dijo-. Como si me hubieran asestado un martillazo.

– ¿Podría moverse o ponerse de pie?

– Supongo que sí. Hasta que me diera cuenta de lo que había sucedido, por supuesto. Entonces, lo más probable es que sufriera un shock. Sobre todo si tanteaba en la espalda y descubría la flecha sobresaliendo de mi cuerpo. Sería horroroso, lo suficiente para que…

– Se desmayara -terminó Barbara-. Perdiera el conocimiento.

– Exacto.

– Y entonces, la flecha se rompería, ¿verdad?

– Dependiendo de cómo cayera.

Lo cual, concluyó Barbara en silencio, dejaría posiblemente una astilla cuando el asesino, impaciente por extraer del cuerpo lo único que permitiría a la policía identificarle, arrancara el resto de la flecha. Pero Terry Cole no estaría muerto, solo en estado de shock. El asesino habría tenido que rematarle en cuanto regresó de destrozarle la cabeza a la chica. No llevaba otra arma que el longbow. Su única posibilidad era encontrar un arma en el sitio de acampada.

Y una vez hecho esto, con el chico apuñalado, pudo buscar con plena libertad lo que creía que Terry Cole llevaba: la partitura de Chandler, la fuente de una fortuna que le negaban las cláusulas del testamento de su padre.

Solo había una última cosa que aclarar con Jason Harley.

– Jason -dijo-, ¿puede una punta de flecha…?

– Punta de caza -le corrigió él.

– Una punta de caza. ¿Puede perforar la carne humana? Siempre había pensado que las flechas llevaban extremos de goma o algo por el estilo, si las utilizabas en público.

El hombre sonrió.

– ¿Quiere decir ventosas? ¿Como en los arcos y flechas de los niños?

Impulsó su silla hasta una vitrina, de donde sacó una cajita que vació sobre el mostrador de cristal. Eran las puntas de caza utilizadas en flechas de cedro. Eligió la que se utilizaba con más frecuencia en el recorrido de tiro. Si quería, Barbara podía probar su agudeza.

Lo hizo. La pieza de metal era cilíndrica, en consonancia con la forma de la flecha, pero se estrechaba hasta formar una fea punta de cuatro lados que sería mortal cuando la lanzaran con fuerza. Mientras probaba la punta contra el dedo, Harley seguía charlando sobre las demás puntas de caza que vendía. Sacó diversos modelos y explicó el uso de cada uno. Por fin, dejó a un lado las reproducciones medievales.

– Y estas son para exhibiciones y batallas -concluyó.

– ¿Batallas? -preguntó Barbara con incredulidad-. ¿La gente aún se dispara flechas?

El hombre rió.

– No se trata de batallas reales, por supuesto, y cuando empieza el combate, las flechas van provistas de topes de goma en la punta. Las batallas son recreaciones históricas. Una partida de guerreros de fin de semana se congrega en los terrenos de un castillo o una gran mansión, y escenifican la guerra de las Dos Rosas. Hay por todas partes.

– La gente viaja para verlas, ¿verdad? ¿Con arcos y flechas en el maletero de los coches?

– Exactamente.

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