22

– ¿Tienes idea de lo que has hecho? ¿Tienes idea?

¿Cuánto rato había pasado desde que ella se había chutado?, se preguntó Martin Reeve. ¿Podía esperar, contra toda esperanza razonable, que aquella patética cabeza de chorlito hubiera imaginado el encuentro, que no hubiera sido real? Era posible. Tricia nunca contestaba a la puerta cuando él no estaba. Su paranoia era ya demasiado extrema. Entonces ¿por qué coño había contestado esta vez, cuando su estilo de vida se hallaba al borde del abismo, a la espera de que alguien cometiera un error y lo arrojara rodando al fondo?

Pero sabía muy bien la respuesta: había contestado a la puerta porque era una descerebrada, porque nadie podía confiar en que pensara con lógica durante más de cinco minutos, porque si alguien la animaba a pensar que su suministro de mierda se iba a interrumpir por lo que fuera, haría cualquier cosa por impedirlo, y contestar a la puerta era lo mínimo. Vendería su cuerpo, vendería su alma, vendería ambas cosas y de perdidos al río. Y al parecer, eso había hecho la muy puta aprovechando su ausencia.

La había encontrado en su habitación, amodorrada en su mecedora de mimbre blanca junto a la ventana, con el hombro y el pecho izquierdos apenas iluminados por la farola de la calle. Estaba completamente desnuda, y un espejo oval de cuerpo entero reflejaba la perfección espectral de su cuerpo.

– ¿Qué coño estás haciendo, Tricia? -preguntó, no del todo molesto, porque después de veinte años de matrimonio estaba acostumbrado a encontrar a su mujer de todas las maneras: desde vestida de punta en blanco con un sucinto modelo de diseño que valía una fortuna hasta metida en la cama a las tres de la tarde, chupando con una pajita un botellín de piña colada.

Al principio, pensó que se había preparado para complacerle. Y aunque no estaba de humor para eso, aún era capaz de reconocer que el dinero invertido en cirujanos de Beverly Hills había proporcionado resultados deliciosos. Pero esa idea se apagó como la llama de una vela expuesta al viento cuando comprobó que su mujer se había pasado de la raya. Si bien su somnolencia inducida por la droga le impulsaba con frecuencia a poseerla de la forma dominante con que prefería copular a una mujer dispuesta, no iba a hacerlo con una cuya capacidad de respuesta era similar a la de una botella de plasma. No le proporcionaría la distracción que deseaba.

Así pues, desechó tanto a su mujer como la posibilidad de recibir una respuesta coherente a su pregunta. Tampoco hizo caso cuando Tricia murmuró:

– Hemos de irnos a Melbourne, Marty. Ahora mismo.

Sus típicas chorradas, pensó. Entró en el cuarto de baño, abrió el agua caliente de la ducha y se frotó las manos debajo del grifo, para luego aplicarse a los nudillos y la cara el gel que a Tricia le gustaba.

Su mujer habló de nuevo, esta vez más alto para hacerse oír por encima del ruido de la ducha.

– He hecho algunas llamadas. Para saber lo que nos costará el viaje. Lo antes posible, Marty. ¿Nene? ¿Me oyes? Hemos de irnos a Melbourne.

Reeve se acercó a la puerta mientras se secaba las manos y la cara con una toalla. Ella le vio, sonrió y se pasó los dedos manicurados por el muslo, sobre el estómago y alrededor del pezón. El pezón se endureció. Su sonrisa se ensanchó. Martin permaneció serio.

– No sé si hace mucho calor en Australia. Sé que no te gusta el calor. Pero hemos de irnos a Melbourne, porque se lo prometí.

Martin empezó a tomarla más en serio. El «se lo» le había llamado la atención.

– ¿De qué estás hablando, Tricia?

Ella hizo un mohín.

– No me escuchas, Marty. Me fastidia que no me escuches.

Martin sabía la importancia de conservar un tono agradable, al menos de momento.

– Te estoy escuchando, cariño. Melbourne, claro. El calor. Australia. Una promesa. Lo he oído todo. Pero no entiendo cómo encaja y con qué está relacionado. Tal vez si te explicas mejor…

– Con qué está relacionado… -Hizo un ademán que abarcaba todo y nada. Después cambió de tema con aquel estilo Jekyll-Hyde tan propio de los drogatas y dijo con malhumor-: Hablas como un marica, Marty. «Tal vez si te explicas mejor…»

La paciencia de Martin estaba a punto de agotarse. Otros dos minutos de jugar a las adivinanzas, y la estrangularía.

– Tricia, si has de decirme algo importante, dímelo ya. De lo contrario iré a ducharme. ¿De acuerdo?

– Ohhhh -se mofó ella-. Se va a duchar. Supongo que sabemos por qué, si le olemos. Sabemos lo que oleremos. ¿Quién ha sido esta vez? ¿A qué señorita te has tirado hoy? Y no me mientas, Marty, porque sé lo que haces con las chicas. Me lo cuentan. Incluso se quejan. Nunca sospechaste que lo harían, ¿verdad?

Por un momento, Martin estuvo tentado de creerla. Bien sabía Dios que, en ocasiones, el simple acto de pedir y coger lo que no estaba en oferta era insuficiente para satisfacerle. De vez en cuando, los acontecimientos se encadenaban de tal forma que solo cierto grado de ferocidad podía compensarle por su falta de control sobre las incontables molestias diarias que giraban a su alrededor como mosquitos. Pero Tricia no lo sabía, y no había ni una chica de su cuadra tan estúpida como para contárselo. Martin se volvió sin molestarse en contestar a su mujer. Se quitó la camisa.

– Así que di adiós -dijo Tricia desde el dormitorio-. Adiós a todo esto. ¿Estás preparado, Marty?

Bajó la cremallera de los pantalones y los dejó caer al suelo. Se quitó los calcetines. No contestó.

– Él dijo que si nos íbamos a Australia, tú y yo -continuó su mujer-, mantendría la boca cerrada sobre nuestro negocio. Creo que deberíamos hacerlo.

– ¿Él? -Martin volvió a entrar en el cuarto, solo con los calzoncillos-. ¿Él? -repitió-. ¿Quién es ese él, Tricia?

Su estómago se revolvió, intuyendo que algo inconcebible había ocurrido en la casa durante su ausencia.

– Exacto -dijo ella-. Era como una pastilla de chocolate. E igual de dulce, supongo, si lo hubiera querido probar. Esta vez no vino con aquella vaca, así que habría podido comérmelo. Pero no vino solo.

Joder, pensó Martin. Estaba hablando de la poli. Habían vuelto, los muy bastardos. Y habían entrado en casa. Y habían hablado con la descerebrada de su mujer.

Se plantó junto a la mecedora en tres zancadas. Apartó la mano de Tricia de su pecho.

– Dime -dijo con brusquedad-. La policía estuvo aquí. Cuéntame.

– ¡Eh! -protestó ella, y buscó el pezón de nuevo.

Martin le estrujó los dedos hasta que los huesos crujieron como ramitas.

– Te la cortaré. Te gusta tu hermosa tetita, ¿verdad? No te gustaría quedarte sin ella, ¿verdad? Habla ahora mismo, o no respondo de las consecuencias.

Para asegurarse de que comprendía, trasladó la presa a su mano y después a la muñeca. Había descubierto, mucho tiempo atrás, que una buena torcedura valía más que cien latigazos. Y aún más importante, no dejaba marcas que después pudiera enseñar a papá y mamá.

Tricia gritó. Martin aumentó la presión.

– ¡Marty! -chilló la mujer.

– Habla -contestó él. Tricia intentó deslizarse hacia el suelo, pero él se lo impidió. Le cogió el pelo y tiró hacia atrás-. ¿Quieres más? -preguntó-. ¿O ya es suficiente?

Tricia optó por lo segundo y contó la historia. Él escuchó con creciente incredulidad, con tantas ganas de abofetear a su mujer que no estaba seguro de poder contenerse. Para empezar, que hubiera dejado entrar a la poli en casa era algo que bordeaba la fantasía. Que hubiera hablado con ellos del servicio de señoritas de compañía rayaba en lo inverosímil. Pero que hubiera dado el nombre y la dirección de sir Adrian Beattie, sin siquiera reparar en lo que significaba traicionar la confianza de un hombre cuyas peculiares necesidades había satisfecho Acompañantes Globales en el pasado, y que sin duda acudiría de nuevo a Acompañantes Globales ahora que por fin alguien había quitado de en medio al pendón de la Maiden, constituía un acto de demencia inimaginable.

– ¿Tienes idea de lo que has hecho? -preguntó con todo el cuerpo en tensión-. ¿Tienes idea?

La cogió del pelo y tiró con rabia.

– ¡Basta! ¡Me haces daño, Marty! ¡Para!

– ¿Sabes lo que has hecho, puta estúpida? ¿No te das cuenta de que has acabado con nosotros?

– ¡No! ¡Me haces daño!

– Me alegro tanto, querida. -Tiró de su cabeza con tal fuerza que pudo contar los músculos de su cuello-. No vales para nada, amor mío -susurró en su oído-. Eres basura, esposa mía. Si tu padre tuviera media docena menos de contactos, te arrojaría por el balcón y acabaría contigo.

La mujer rompió a llorar. Tenía miedo de él, siempre lo había tenido, y esa certeza era como un afrodisíaco para Martin. Pero esta noche no. Esta noche, al contrario, quería matarla.

– Iban a detenerte -sollozó Tricia-. ¿Qué debía hacer? ¿Cruzarme de brazos?

Martin le cogió el cuello, con el pulgar en un lado y el índice en el otro. La presión podía causar una o dos marcas, pensó, pero era una imbécil tan monumental que las consecuencias de hacerle daño casi valían la pena.

– Ah, ¿sí? -susurró de nuevo en su oído-. ¿Y bajo qué cargos?

– Lo saben, Marty. Lo saben todo. Lo de Global, lo de Nicola y Vi, y que se habían establecido por su cuenta. Yo no les dije nada, pero lo sabían. Preguntaron dónde estuviste el martes por la noche. Les dije que en el restaurante, pero no fue suficiente. Iban a registrar la casa, confiscar nuestros libros y enviarlos a Hacienda y acusarte de regentar un prostíbulo y…

– ¡Deja de farfullar!

Hundió aún más el índice y el pulgar en la piel para subrayar su orden. Necesitaba pensar en lo que debía hacer, y no lo iba a conseguir si ella seguía vomitando chorradas como un gato.

De acuerdo, pensó, con una mano en el pelo de Tricia y la otra en su garganta. Lo peor había sucedido. Su amada esposa, que poseía el cerebro de un mosquito, había tenido que lidiar con la bofia en su segunda visita a Lansdowne Road. Era una desgracia, pero ya no podía evitarse. Y sir Adrian Beattie, es decir, las miles de libras que gastaba de buen grado en solo un mes para satisfacer sus excéntricos instintos, ya estaba perdido para la causa. Quizá arrastraría a otros con él, si deseaba advertir a sus colegas de inclinaciones el origen de la filtración a la policía. Pero aún contaba con una ventaja: la poli no tenía nada contra Martin Reeve, ¿verdad? Solo las habladurías de una mongólica cuya credibilidad era tan intachable como la de un timador que ofreciera collares de oro de dieciocho kilates en la estación de Knightsbridge.

Quizá vendrían a detenerle, pensó Martin. Bueno, que lo hicieran. Tenía un abogado que le sacaría de la trena con tanta celeridad como si hubieran frotado con lubricante los barrotes de la celda. Y si alguna vez debía personarse ante un magistrado, o si le acusaban de otra cosa que de presentar jóvenes inteligentes y atractivas, conscientes de lo que se esperaba de ellas, a caballeros de gustos algo retorcidos, conservaba una lista de clientes tan influyentes que fiscales, jueces y policías parecerían marionetas en sus manos.

No. A la larga no tendría de qué preocuparse. Tenía tantas posibilidades de tener que irse a Australia como de ir a la luna. La situación sería desagradable durante una temporada. Quizá debería untar a ciertos directores de periódicos para que su nombre no saliera a la luz de una manera impropia. Pero eso sería todo, aparte de los honorarios de su abogado. Y ese gasto, probable e importante, le cabreaba como una mona. Tanto, de hecho, que cuando pensó en ello, cuando lo sumó al conjunto, cuando se paró a pensar una fracción de segundo en la jodida causa de todos aquellos agravios, quiso romperle la cara, partirle la nariz, ponerle los ojos morados, empalarla aunque estuviera seca e inapetente. Quizá ella lloraría y le suplicaría que parara, de modo que por un momento él sería un ser tan supremo que nadie nadie nadie volvería a mirarle y pensaría que era menos que o más pequeño que o más débil que oh Dios Dios Dios, qué ganas tenía de hacerle daño y mutilar a todos cuantos dijeran «Martin Reeve» sin anteponer un «señor», que le sonrieran con ojos desdeñosos, que se cruzaran en su camino sin apartarse, que osaran pensar…

Tricia había dejado de moverse. No se debatía. Sus piernas estaban inmóviles; sus brazos, fláccidos.

Martin la miró y luego miró su mano, cuyo índice y pulgar formaban un semicírculo alrededor de la garganta de su mujer.

Pegó un brinco y se alejó de ella. Estaba blanca a la luz de la luna, inmóvil como si fuera de mármol.

– Tricia -dijo con voz ronca-. Mierda. ¡Puta!


La tarjeta de crédito de Lynley fue suficiente para abrir la puerta. El interior estaba a oscuras. No se oía ningún ruido, salvo el que subía desde la fiesta de la planta baja.

– ¿Señorita Nevin? -llamó Lynley.

No hubo respuesta.

La luz del pasillo arrojaba un paralelogramo luminoso sobre el suelo. Bañaba una amplia almohada, medio salida de su funda de brocado. A su lado, un charco de líquido derramado en forma de cocodrilo empapaba la alfombra, y un poco más allá el carrito de las bebidas estaba volcado y rodeado de botellas, descorchadas y vacías, vasos y jarras.

Lynley buscó un interruptor en la pared y lo accionó. Luces empotradas cobraron vida en el techo y revelaron la extensión del caos.

Por lo que pudo ver desde la puerta, la casa estaba en ruinas: sofá y confidente volcados, con las almohadas arrancadas de sus fundas, pinturas descolgadas y con aspecto de haber sido partidas sobre una rodilla, la cadena estéreo y el televisor destrozados, con las tapas posteriores arrancadas, un álbum roto por la mitad con las fotografías esparcidas por el suelo. Hasta la moqueta había sido arrancada de la pared con una fuerza que sugería rabia contenida durante mucho tiempo y experimentada al máximo.

La devastación de la cocina era similar: platos destrozados, estantes asolados, objetos rotos por el suelo y sobre las encimeras. También se habían ensañado con la nevera, aunque solo en parte. El contenido del congelador, que rezumaba humedad, yacía entre los demás restos, así como las verduras de los cajones, aplastadas como víctimas de camiones en fuga, y cuyos jugos manchaban las baldosas, las paredes y las puertas de la alacena.

A partir de los restos de una botella de ketchup y un bote de mostaza, huellas de pisadas conducían desde la cocina al pasillo. Una de ellas estaba perfectamente formada, como pintada de naranja oscuro.

A lo largo de la escalera, las fotos arrancadas de las paredes habían sufrido un destino similar a las de la sala de estar, y mientras subía Lynley sintió que una lenta y acuciante ira empezaba a formarse en su pecho. No obstante, estaba mezclada con un escalofrío de miedo. Rezó para que el estado de la casa significara que Vi Nevin estaba ausente del edificio cuando el intruso, cuyas intenciones eran evidentes, había dirigido su frustración contra los objetos.

La llamó de nuevo. No hubo respuesta. Encendió la luz de la primera habitación, que iluminó una ruina total. Ni un mueble o varilla se había salvado.

– Joder -murmuró.

Fue cuando las vibraciones de la música cesaron con brusquedad abajo, tal vez porque estaban buscando una nueva diversión.

Y entonces, en el repentino silencio, lo oyó: un roce, como ratas que corrieran sobre madera. Procedía de detrás del colchón de la cama, ladeado como un borracho contra la pared. Se plantó a su lado en tres zancadas y lo apartó de un empujón.

– Dios santo -dijo, y se agachó sobre la forma apaleada cuyo cabello (largo y rubio como el de Alicia en el país de las maravillas donde no estaba empapado de sangre) le informó que Vi Nevin sí estaba en casa cuando la venganza había llamado a la puerta de Rostrevor Road.

El roce era producto de sus dedos, que arañaban frenéticamente el zócalo blanco salpicado de sangre. Y la sangre manaba de su cabeza, sobre todo de su cara, que había sido golpeada repetidas veces, hasta destruir la belleza infantil que había sido su marca de fábrica y su principal atractivo.

Lynley cogió su pequeña mano. No quería correr el riesgo de moverla. De haberlo deseado, lo habría hecho después de pedir ayuda por teléfono y acunar su cuerpo magullado hasta que llegara la ambulancia. Pero ignoraba si sufría heridas internas, de modo que se limitó a coger su mano.

El arma ensangrentada estaba caída cerca, un pesado espejo de mano. Parecía hecho de algún metal, pero ahora estaba teñido de púrpura, repulsivo con las hebras de cabello rubio y trocitos de carne pegoteados. Lynley cerró los ojos un momento cuando lo vio. Como había visto cosas peores, ignoraba por qué un objeto tan simple como un espejo de mano le afectaba tanto, salvo porque el espejo era un objeto inocente, un ejemplo de la vanidad femenina que, de repente, convertía a Vi Nevin en una presencia más viva que antes. ¿Por qué?, se preguntó. Mientras se hacía la pregunta, visualizó a Helen con un espejo similar en la mano, examinando su cabello, mientras decía «Parezco un puercoespín erizado. Dios mío, Tommy. ¿Cómo puedes querer a una mujer tan fea?».

Lynley deseó que su mujer estuviera allí en ese momento. Quiso abrazarla, como si el simple acto de abrazar a su mujer pudiera proteger a todas las mujeres del mundo.

Vi Nevin gimió. Lynley apretó su mano con más fuerza.

– Está a salvo, señorita Nevin -dijo, aunque dudaba que la joven pudiera oírle o entenderle-. Ya viene una ambulancia. Espere tranquila mientras llega. No la abandonaré. Está a salvo.

Observó por primera vez que iba vestida para trabajar: uniforme de colegiala con la falda por encima de los muslos. Debajo, sus bragas consistían en diminutas tiras de encaje negro, y medias de encaje estaban sujetas a un portaligas a juego. Llevaba calcetines altos hasta la rodilla sobre las medias, y zapatos de colegiala reglamentarios. No cabía duda de que era un conjunto destinado a excitar, y que Vi Nevin se presentaría a su cliente como la vergonzosa colegiala que este deseaba.

Dios, se dijo Lynley, ¿por qué las mujeres se hacían vulnerables a los hombres que podían hacerles daño? ¿Por qué se empeñaban en seguir un camino que conducía a la destrucción, de una forma u otra?

La primera sirena rasgó la noche cuando la ambulancia giró por Rostrevor Road. Momentos después, la puerta de la casa se abrió con estrépito.

– ¡Aquí arriba! -gritó Lynley.

Y Vi Nevin se removió.

– Olvidé… -murmuró-. Le gusta la miel. Olvidé.

Y entonces el dormitorio se llenó de paramédicos, mientras sonaban más sirenas en la calle coincidiendo con la llegada de la policía.

En la planta baja, la nueva selección era la banda sonora de Rent. El coro cantaba su himno al amor.

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