18

– Lo siento, queridos, solo socios -fue el recibimiento dispensado a Lynley y Nkata en el atril que se alzaba al final de la escalera de Wandsworth. Conducía a una oscura cavidad que parecía la entrada a The Stocks, [9] y estaba custodiada, a primera hora de la tarde, por una matrona que hacía punto. Aparte de su curioso atavío, que consistía en un vestido tubo de cuero negro con la cremallera plateada bajada hasta la cintura, la cual dejaba al descubierto unos pechos colgantes de una desagradable textura que recordaba a piel de pollo, podría haber sido la abuela de cualquiera, y probablemente lo era. Tenía el pelo gris, que parecía recién ondulado para el servicio religioso del domingo, y llevaba unas gafas de media luna apoyadas en el extremo de la nariz. Miró a los detectives de arriba abajo, y añadió-: A menos que queráis inscribiros. ¿Es eso? Tened, echad un vistazo.

Tendió a cada uno un folleto.

The Stocks, leyó Lynley, era un club privado para adultos exigentes propensos a los placeres de la dominación. Por una modesta cuota anual se les ofrecía acceso a un mundo en que sus fantasías más secretas podían convertirse en sus realidades más excitantes. En una atmósfera de comida ligera, bebida y música, rodeados de otros entusiastas, podían experimentar, presenciar o participar en el cumplimiento de los sueños más oscuros de la humanidad. Sus identidades y profesiones serían escrupulosamente protegidas por una administración de absoluta discreción, al tiempo que todos sus deseos serían satisfechos por un personal complaciente y servicial. The Stocks estaba abierto desde mediodía hasta las cuatro de la mañana, de lunes a sábados, festivos incluidos. Los domingos estaban dedicados al culto.

¿Al culto de qué?, se preguntó Lynley. Pero no dijo nada. Guardó el folleto en el bolsillo de la chaqueta y sonrió con afabilidad.

– Gracias -dijo-. Procuraré no olvidarlo. -Sacó sus credenciales-. Policía. Nos gustaría hablar con su barman.

La matrona no era exactamente Cerbero, pero conocía su cometido.

– Éste es un club privado solo para socios, señor -dijo-. No es un burdel, ni mucho menos. Nadie entra sin haberme enseñado su tarjeta de socio, y cuando alguien quiere inscribirse, ha de traer el documento de identidad con la fecha de nacimiento. Solo concedemos la calidad de socios a adultos conscientes de sus actos, y antes de contratar a nuestros empleados comprobamos que carezcan de antecedentes policiales.

Cuando tomó aliento, Lynley habló.

– Señora, si quisiéramos cerrar…

– No pueden. Como ya he dicho, esto es un club privado. Tenemos un abogado de Liberty, de modo que conocemos nuestros derechos.

Lynley hizo acopio de paciencia y contestó.

– Me alegro mucho. Considero que el ciudadano medio está muy desinformado. Pero como usted no se encuentra en esa posición, sabrá que si quisiéramos cerrar el local o intentarlo, no nos presentaríamos en la entrada con nuestras identificaciones. Mi colega y yo somos del Departamento de Investigación Criminal, no de la policía secreta.

Nkata, al lado de Lynley, movió los pies. Tenía aspecto de no saber adonde mirar. El escote de la mujer se desplegaba justo delante de sus ojos, y no cabía duda de que jamás había gozado de la oportunidad de examinar una piel tan poco atractiva.

– Estamos intentando localizar a una tal Shelly Platt -explicó Lynley-. Nos dijeron que su barman sabe la dirección. Si va a buscarle, hablaremos con él aquí. Claro que siempre podemos bajar. Usted elige.

– Está trabajando -contestó la matrona.

– Nosotros también. -Lynley sonrió-. Y cuanto antes hablemos con él, antes nos iremos con la música a otra parte.

– De acuerdo -dijo la mujer a regañadientes, y marcó un número en el teléfono. Habló por el receptor, pero con los ojos clavados en Nkata y Lynley, como si fueran a precipitarse hacia la escalera si ella se descuidaba-. Hay dos tíos aquí que quieren localizar a Shelly Platt… Dicen que tú la conoces… No, del DIC. ¿Quieres subir o les digo…? ¿Estás seguro? De acuerdo. -Colgó el auricular e inclinó la cabeza hacia la escalera-. Bajen -dijo-. No puede dejar la barra, porque en este momento vamos cortos de personal. Ha dicho que les concede cinco minutos.

– ¿Su nombre? -preguntó Lynley.

– Puede llamarle Lash. [10]

– ¿Mejor señor Lash? -propuso Lynley con sobriedad.

La mujer esbozó una sonrisa torcida.

– Tienes una cara muy guapa, cielo, pero no tientes tu suerte.

Bajaron la escalera y desembocaron en un pasillo con luces rojas que colgaban sobre paredes desnudas pintadas de negro. Al final del corredor, una cortina de terciopelo negro caía sobre la puerta de acceso a The Stocks.

Se filtraba música a través del terciopelo como rayos de luz, pero no el estridente heavy metal de guitarras chirriando como robots sometidos al tormento del potro, sino algo que sonaba como canto gregoriano interpretado por monjes. El volumen era superior al que los monjes hubieran empleado, como si para la continuación de la ceremonia tuviera más importancia que el significado. «Agnus dei qui tollis peccata mundi», cantaban las voces. Como en respuesta, un látigo restalló como un balazo.

– Ah. Bienvenidos al mundo del sadomaso -dijo Lynley a Nkata al apartar la cortina a un lado.

Era un sábado a primera hora de la tarde, y Lynley suponía que el club estaría desierto, pero no era así. Si bien imaginaba que la noche atraería a muchos socios, que saldrían de debajo de las piedras donde se ocultaban durante el día, había suficientes devotos de las mazmorras para hacerse una idea del ambiente que reinaría en The Stocks cuando estuviera abarrotado.

En el centro del club se alzaba el epónimo aparato medieval del castigo público. Había sitio para cinco herejes, pero aquel sábado solo un pecador estaba pagando por sus delitos: un hombre corpulento, con una calva reluciente, era azotado por una mujer con forma de barril que gritaba «¡Malo! ¡Malo! ¡Malo!» a cada latigazo. El hombre estaba desnudo. La mujer llevaba un corsé de cuero negro y medias de encaje. Calzaba zapatos de tacones tan altos que habría podido bailar de puntillas con muy poco esfuerzo.

Del techo colgaba un globo luminoso, provisto de focos, uno de los cuales arrojaba luz alrededor de los cepos, y otros similares a brazos que giraban con el globo e iluminaban con lentitud lo que sucedía en el resto del club.

– Dios mío -murmuró Nkata.

Lynley no pudo criticar la reacción del detective.

Al ritmo del canto gregoriano, varios hombres con alzacuello, sujetos con correas, iban siendo conducidos alrededor del club por mujeres de aspecto feroz vestidas con bodys negros, o con tangas de cuero y botas altas hasta los muslos. Un anciano caballero ataviado con uniforme nazi estaba aplicando algo a los testículos de un joven desnudo, sujeto con esposas a un muro de ladrillo negro, en tanto una mujer atada a un potro cercano se retorcía y gritaba «¡Más!», mientras una jarra de hojalata vertía sobre su pecho desnudo y entre sus piernas una sustancia humeante. Una rubia desmelenada con un chaleco de PVC provisto de un apretado cinturón se erguía con los brazos en jarras sobre una mesa del club, mientras un hombre con una máscara de cuero y taparrabos metálico lamía los tacones de aguja de sus zapatos de piel. Y mientras todas estas actividades se desarrollaban en rincones y escondrijos a la vista de todo el mundo, una tienda de ropa parecía estar realizando un excelente negocio con los socios del club, que alquilaban de todo, desde casullas rojas de cardenal hasta gatos de nueve colas.

Nkata sacó un pañuelo níveo del bolsillo y se enjugó la frente.

Lynley le miró.

– Para ser un hombre que en otro tiempo organizaba peleas a cuchillo en Brixton, has llevado una existencia bastante protegida, Winston. Vamos a ver qué nos dice Lash.

El hombre en cuestión parecía ajeno a las actividades que tenían lugar en el club. No admitió la presencia de los dos detectives hasta que hubo vertido seis dosis de ginebra en una coctelera, añadido vermut y salpicado en la mezcla unas gotas de zumo de un bote de aceitunas. Enroscó la tapa de la coctelera y empezó a agitarla. Fue entonces cuando les miró.

Cuando una de las luces giratorias le iluminó, Lynley comprendió el origen del apodo del hombre: una cicatriz mellada corría desde su frente y a través de un párpado, el camino de una cuchillada que le había arrancado la punta de la nariz y la mitad del labio superior. Slash [11] habría sido más adecuado, porque no cabía duda de que la cicatriz era la marca de un cuchillo. «Latigazo» insinuaba un consentimiento voluntario a su mutilación.

Lash no miró a Lynley, sino a Nkata. De pronto, apartó la coctelera a un lado.

– ¡Joder! -rugió-. Tendría que haberte matado cuando pude, Demonio. No sé por qué no lo hice.

Lynley miró a Nkata con curiosidad.

– ¿Os conocéis?

– Nosotros… -Estaba claro que Nkata buscaba una forma delicada de comunicar la información a su superior-. Nos vimos una o dos veces en descampados cercanos a Windmill Gardens. Hace años, quiero decir.

– Arrancando dientes de león de la cosecha de lechugas, supongo -comentó Lynley con sequedad.

Lash resopló.

– Ya lo creo que nos dedicábamos a la hierba -dijo, y se volvió hacia Nkata-. Siempre me pregunté adonde habrías ido a parar. Tenía que haber imaginado que acabarías así. -Avanzó un paso hacia ellos y escrutó a Nkata con detenimiento. De pronto, sus labios deformes dibujaron una especie de sonrisa-. ¡Cabronazo! -gritó, y estalló en carcajadas-. Sabía que aquella noche te había marcado. Juré y perjuré que toda aquella sangre no era mía.

– Me marcaste -admitió Nkata, mientras se acariciaba la cicatriz que partía su mejilla. Le tendió la mano-. ¿Cómo estás, Dewey?

¿Dewey?, se preguntó Lynley.

– Lash -dijo Dewey.

– De acuerdo, Lash. ¿Estás bien, o qué?

– O qué -dijo Lash, y volvió a sonreír. Estrechó la mano de Nkata-. Sabía que te había marcado, Deme. Eras bueno con el cuchillo. Mierda. Eche un vistazo a esta jeta si no me cree -dijo a Lynley-. Pero yo siempre fui rápido con la navaja.

– Tienes toda la razón -dijo Nkata.

– ¿Qué quieres de Shelly Platt? -sonrió Lash-. No creo que andes buscando sus habilidades.

– Nos gustaría hablar con ella acerca de un asesinato -dijo Lynley-. Nicola Maiden. ¿Le suena?

Lash pensó mientras servía martinis en cuatro vasos dispuestos sobre una bandeja. Añadió a cada vaso dos aceitunas rellenas pinchadas en sendos palillos.

– ¡Sheila! -ladró-. Ya está. -Cuando una camarera apareció con botas de plataforma y un top que revelaba más de lo que jamás podría ocultar, le pasó la bandeja y se volvió hacia los detectives-. Un apellido cojonudo para esta clase de lugar. Maiden. [12] Me acordaría. No, no la conozco.

– Shelly sí, por lo visto. Y ahora ha muerto.

– Shelly no es una asesina. Una puta y una cabrona con el temperamento de una cobra. Pero nunca ha hecho daño a nadie, que yo sepa.

– De todos modos, nos gustaría hablar con ella. Tengo entendido que es una habitual del club. Si ahora no está, tal vez pueda decirnos dónde podemos encontrarla. Supongo que no le gustará que nos quedemos hasta que ella llegue.

Lash miró a Nkata.

– ¿Siempre habla así?

– Es de nacimiento.

– Mierda. Se da de hostias con tu estilo.

– Lo soporto -dijo Nkata-. ¿Puedes echarnos una mano, Dew?

– Lash.

– Lash. Perdona.

– Puedo -dijo Lash-. Por los viejos tiempos y todo eso. Pero yo no te lo he dicho. ¿Captas?

– Capto -dijo Nkata, y sacó su pulcra libreta de piel.

Lash sonrió.

– Hostia santa. Qué fino, ¿no?

– No lo andes pregonando, ¿vale?

– Mierda. Demonio de la Muerte, un poli.

Lanzó una risita. Shelly Platt trabajaba en los alrededores de la estación de Earl's Court, dijo, pero a esas horas del día no la encontrarían allí. Hacía el turno de noche, y por lo tanto, la localizarían en su alojamiento. Les dio la dirección.

Le dieron las gracias y salieron del club. Una vez en el pasillo de paredes negras, vieron que habían abierto una sección del corredor. Lo que semejaba un fragmento de yeso pintado de un negro funerario estaba ahora plegado a un lado, y en su lugar había una tiendecita con un mostrador que abarcaba todo su ancho. Tras él se alzaba una mujer de aspecto tétrico y cabello púrpura, peinada en un estilo que recordaba a la novia de Frankenstein. Sus labios y párpados estaban resaltados en negro. Tornillos y aros surgían de su cara y orejas como una visita fatal de la escrófula.

– No estáis en vuestro ambiente, tíos -dijo con una sonrisa burlona cuando Lynley y Nkata pasaron a su lado-. Pero si os decidís, tal vez pueda conseguir que no os vayáis con las manos vacías.

Lynley observó los productos que ofrecía la tienda. Había de todo, desde juguetes hasta vídeos pornográficos. El mostrador consistía en una vitrina adornada con una artística disposición de tarros que contenían Shaft: el lubricante personal, así como objetos de cuero y metal de diversas formas y tamaños, sobre los cuales Lynley no se atrevió a especular. Pero cuando estaba a punto de seguir, su mirada cayó sobre uno de los objetos y paró en seco. Se acuclilló delante de la vitrina.

– Inspector -dijo Nkata, en el tono sufriente de un adolescente cuyo padre acaba de cometer una indiscreción imperdonable.

– Espera un momento, Winnie -dijo Lynley-. ¿Me puede decir qué es esto, por favor? -preguntó a la mujer de pelo púrpura.

Señaló el objeto y ella sacó un cilindro de cromo. Era idéntico al encontrado entre los objetos sacados del coche de Nicola Maiden.

– Esto -dijo la mujer con orgullo- está importado de París. Bonito, ¿verdad?

– Encantador -contestó Lynley-. ¿Qué es?

– Un tensapelotas.

– ¿Un qué?

La mujer sonrió. Cogió del suelo un muñeco hinchable de tamaño natural, con todas las características anatómicas reproducidas, y lo irguió.

– Mantenlo levantado, ¿quieres? -dijo a Nkata-. Suele estar de espaldas, pero en caso necesario y para una demostración… Eh. Agárralo por el culo. No va a morderte, cielo.

– No se lo diré a tu mamá -susurró Lynley a Nkata-. Todos tus secretos están a salvo conmigo.

– Muy gracioso -contestó Nkata-. Nunca le he tocado el culo a un tío. Ni de plástico ni de nada.

– Ah. La primera vez siempre es la más emocionante, ¿verdad? -sonrió Lynley-. Haz el favor de ayudar a la señora.

Nkata se encogió pero obedeció, con las manos sobre las nalgas del muñeco, al que dieron la vuelta y colocaron a horcajadas sobre el mostrador.

– Muy bien -dijo la dependienta-. Fijaos.

Cogió el tensapelotas y desenroscó los dos tornillos que tenía en cada extremo. Eso permitió abrirlo por el gozne para sujetarlo alrededor del escroto del muñeco hinchable, con los testículos colgando debajo. Luego cogió los tornillos y volvió a enroscarlos, mientras explicaba que el ama los enroscaba hasta el punto que el esclavo deseaba, y aumentaba la presión sobre el escroto hasta que el esclavo pedía clemencia o pronunciaba una palabra acordada para que cesara la tortura.

– También puedes colgarle pesos -dijo en tono afable, mientras indicaba las anillas que pendían de los tornillos-. Depende de tus gustos y de lo que te cueste alcanzar el orgasmo. La mayoría de los tíos desean que también les peguen. Pero los tíos sois así, ¿verdad? ¿Te envuelvo uno?

Lynley reprimió una sonrisa al pensar en la idea de ofrecer a Helen semejante recuerdo de sus actividades del día.

– Tal vez en otra ocasión.

– Bien, ya sabes dónde encontrarnos -dijo la mujer.

Cuando salieron a la calle, Nkata exhaló un suspiro de alivio.

– Jamás pensé que vería algo así. Ese sitio me ha puesto los pelos de punta, tío.

– ¿Demonio de la Muerte? ¿Quién iba a pensar que alguien capaz de enzarzarse en una pelea a cuchillo con el señor Lash se desmayaría al ver una tortura sin importancia?

Nkata apretó los labios. Luego, sonrió.

– Si me llama Demonio en público, tío, le retiro la palabra.

– Comprendo. Vámonos.


Era ridículo volver al Yard, decidió Barbara Havers después de comprar su almuerzo en un puesto que vendía pan pita relleno al final de Walker's Court. Al fin y al cabo, Cork Street estaba muy cerca. De hecho, embutida al noroeste de la Real Academia, Cork Street se encontraba a un tiro de piedra del aparcamiento donde había depositado su Mini antes de partir en busca del 31-32 de Soho Square. Como iba a pagar una hora entera de aparcamiento, tanto si la aprovechaba al completo como si no, se le antojó más económico dejarse caer por Cork Street aprovechando que estaba en la zona, en lugar de volver al final del día, después de desperdiciar unas horas más ante el ordenador.

Sacó la tarjeta que había encontrado en el piso de Terry Cole y confirmó el nombre de la galería. «Bowers», rezaba, con una dirección de Cork Street. Y «Neil Sitwell» debajo. Había llegado el momento de averiguar qué había deseado o esperado Terry Cole cuando cogió la tarjeta.

Recorrió a buen paso Old Compton Street, se internó por Brewer Street y sorteó a las multitudes que aprovechaban el sábado para ir de compras, el tráfico que subía desde Piccadilly Circus y los turistas que buscaban el Café Royal de Regent Street. Localizó Bowers sin la menor dificultad, debido a que un enorme camión aparcado delante bloqueaba el tráfico y suscitaba la ira de un taxista que gritaba imprecaciones a dos hombres que estaban descargando una caja sobre la acera.

Barbara entró en lo que no parecía una galería (como había supuesto a partir de la tarjeta, la dirección impresa en la tarjeta y las aspiraciones artísticas de Terry Cole), sino una casa de subastas muy parecida a Christie's. Por lo visto, se estaba preparando una subasta, y los objetos que se iban a ofrecer estaban siendo descargados del camión mal aparcado. Eran cuadros de marco dorado muy trabajado, y estaban por todas partes: apilados en cajas, apoyados contra mostradores, colgados de las paredes y diseminados por el suelo. Empleados con monos azules deambulaban entre ellos, y provistos de tablillas con sujetapapeles iban tomando notas que parecían relegar cada pieza a zonas señaladas con las palabras «marco dañado», «restauración» y «apto».

Detrás del mostrador, carteles que pregonaban pasadas y futuras subastas estaban clavados a un tablón de anuncios acristalado. Además de cuadros, la casa había vendido al mejor postor desde granjas en Irlanda hasta plata, joyas y objets d'art.

Bowers era mucho más amplio de lo que parecía desde la calle, donde dos escaparates y una puerta sugerían la entrada a un establecimiento más humilde. Dentro, daba la impresión de que cada puerta permitía el acceso a otra, hasta desembocar en Old Bond Street. Barbara vagó en busca de alguien que pudiera encaminarla hasta Neil Sitwell.

Descubrió que Sitwell era el mayordomo de las actividades del día. Era una figura rotunda, con un peluquín pasado de moda. Cuando Barbara se topó con él, estaba en cuclillas, inspeccionando una pintura sin marco de tres perros de caza que brincaban bajo un roble. Había dejado su tablilla en el suelo y metido la mano en un desgarrón del lienzo que nacía en la esquina derecha y bajaba en forma de rayo. O como un comentario sobre la obra, pensó Barbara. Se le antojó un esfuerzo inútil.

Sitwell retiró la mano y llamó a un joven ayudante, que iba de un lado a otro con varias pinturas apiladas en los brazos.

– Llévalo a restauración. Diles que lo quiero antes de seis semanas.

– De acuerdo, señor Sitwell -contestó el muchacho-. Lo haremos en un abrir y cerrar de ojos. Estos van a aptos. Vuelvo enseguida.

Sitwell se puso en pie. Saludó a Barbara con la cabeza, y señaló la pintura que había estado examinando.

– Saldrá por diez mil.

– Está de broma -contestó Barbara-. ¿Es por el pintor?

– Es por los perros. Ya sabe cómo son los ingleses. No puedo aguantarlos. Me refiero a los perros. ¿En qué puedo ayudarla?

– Me gustaría hablar con usted, si encontramos un lugar discreto.

– ¿Hablar de qué? En este momento estamos a tope. Van a llegar dos entregas más esta tarde.

– Hablar de un crimen.

Barbara exhibió su identificación. Efecto instantáneo: el hombre le dedicó toda su atención.

Subieron por una escalera estrecha. El despacho de Sitwell consistía en un cubículo que dominaba las salas de exposición. Estaba amueblado con sencillez, y se reducía a un escritorio, dos sillas y un archivador. Sus únicos adornos, si es que podían llamarse así, consistían en las paredes, recubiertas de corcho del suelo al techo, sobre las cuales estaba sujeta con chinchetas la verdadera historia de la empresa para la cual trabajaba Sitwell. Al parecer, la casa de subastas tenía un pasado glorioso. No obstante, al igual que un niño al que se concedía escasa atención en un hogar distinguido por hermanos muy inteligentes, necesitaba gritar para hacerse oír sobre la fama concedida a Sotheby's y Christie's.

Barbara le informó sobre la muerte de Terry Cole, un joven hallado muerto en Derbyshire que guardaba entre sus pertenencias una tarjeta con el nombre de Neil Sitwell. ¿El señor Sitwell tenía idea del motivo?

– Era una especie de artista -colaboró Barbara-. Un escultor. Trabajaba con útiles de jardinería y herramientas de labranza. En sus esculturas, quiero decir. Quizá le conoció en una exposición. ¿Le suena el nombre?

– En absoluto -dijo Sitwell-. Asisto a inauguraciones, por supuesto. Me gusta estar al corriente de lo que sucede en el mundo del arte. Es como afinar los instintos para saber lo que va a venderse y lo que no. Pero seguir el rastro de las últimas tendencias no es mi verdadera profesión, sino un simple pasatiempo. Como somos una casa de subastas y no una galería, no tenía motivos para dar mi tarjeta a un artista en ciernes.

– ¿Quiere decir que no subastan arte moderno?

– No subastamos obras de artistas no consagrados. Por motivos evidentes.

Barbara meditó sobre estas palabras, y se preguntó si Terry Cole habría intentado presentarse como un escultor consagrado. No parecía probable. Y si bien Cilla Thompson había vendido una de sus repugnantes obras, si se podía dar crédito a su afirmación, no parecía probable que la casa de subastas hubiera intentado conquistarla por mediación de su compañero de piso.

– ¿Cabe la posibilidad de que viniera aquí, o de que se conocieran en otro sitio por algún motivo?

Sitwell juntó los dedos debajo de la barbilla.

– Hace tres meses que andamos buscando un restaurador de cuadros cualificado. Como ese chico era artista…

– Utilizo la palabra en su sentido más amplio -advirtió Barbara.

– De acuerdo. Entiendo. Bien, como él sí se consideraba un artista, tal vez sabía algo acerca de restauración de cuadros, y vino aquí para entrevistarse conmigo. Espere un momento. -Extrajo una agenda negra del cajón central del escritorio. Empezó a pasar las páginas, mientras examinaba las citas concertadas para cada día-. Ningún Cole, ni Terry ni Terence, me temo. Ninguno.

Investigó a continuación una caja metálica mellada que contenía fichas archivadas en divisores alfabéticos. Explicó que tenía la costumbre de guardar los nombres y las direcciones de individuos cuyo talento le parecía útil para Bowers, y tal vez Terence Cole se encontraba entre esos individuos… Pero no. Su nombre tampoco aparecía en las fichas. Lo sentía muchísimo, dijo Neil Sitwell, pero al parecer no iba a poder colaborar en la investigación.

Barbara probó con una última pregunta. ¿Era posible que Terry Cole se hubiera hecho con la tarjeta del señor Sitwell de alguna otra manera?, preguntó. Por lo que había averiguado de su conversación con la madre y la hermana del muchacho, abrigaba el sueño de abrir su propia galería. Tal vez se había topado con el señor Sitwell en algún sitio, entablado conversación con él y recibido una tarjeta, con una invitación para pasarse por la galería y escuchar algunos consejos…

Barbara habló con tono decidido, pero sin excesivas esperanzas de dar en el blanco. Pero cuando pronunció las palabras «abrir su propia galería», Sitwell levantó el índice, como si hubiera recordado algo de repente.

– Sí, sí. La galería de arte. Por supuesto. Ahora me acuerdo. Es que usted ha dicho al principio que era escultor. Ese joven no dijo que fuera escultor cuando vino a verme. Ni siquiera artista, por cierto. Solo dijo que esperaba…

– ¿Le recuerda? -interrumpió Barbara, ansiosa.

– Parecía un proyecto bastante dudoso para alguien que hablaba tan… -Sitwell miró a Barbara y se enmendó sobre la marcha-: Bien, que vestía tan…

Sitwell vaciló, sin saber por dónde salirse. Se había dado cuenta de que podía ofender a la mujer. El acento de Barbara traicionaba sus orígenes, que eran casi idénticos a los de Terry Cole. En cuanto a su manera de vestir, no necesitaba un espejo de cuerpo entero para saber que no era una candidata para Vogue.

– Exacto. Iba siempre vestido de negro y tenía acento de clase obrera -dijo Barbara-. Perilla, pelo corto, coleta negra.

Sí, así era el chico, confirmó Sitwell. Se había presentado en Bowers la semana anterior, con una muestra de algo que, en su opinión, tal vez la casa deseara subastar. Los beneficios de dicha subasta, le contó, le ayudarían a financiar la galería que deseaba abrir.

¿Una muestra de algo para subastar? Lo primero que pensó Barbara fue en la caja de postales encontrada debajo de la cama de Terry Cole. Sin duda, cosas más extrañas se habían vendido al público. Pero no estaba segura de poder nombrar alguna.

– ¿Qué era? ¿Alguna de sus esculturas?

– Una partitura -contestó Sitwell-. Dijo que había leído sobre alguien que había vendido una canción manuscrita de Lennon y McCartney, o una libreta con letras, algo por el estilo, y esperaba vender una partitura de música que obraba en su posesión. El pentagrama que me enseñó formaba parte de dicha partitura.

– ¿Música de Lennon y McCartney, ha dicho?

– No. Era una pieza de Michael Chandler. El chico me dijo que tenía una docena más, y esperaba subastarlas. Supongo que imaginaba que varios miles de aficionados a las comedias musicales harían cola durante horas, con la esperanza de pagar veinte mil libras por una hoja de papel sobre la que un muerto había dibujado algunos garabatos.

Sitwell sonrió y le dedicó el tipo de expresión que debía de haber dedicado a Terry, de burla entre paternal y tolerante. Barbara tuvo ganas de abofetearle, pero se contuvo.

– ¿La música no valía nada? -preguntó.

– En absoluto.

Sitwell explicó que tal vez la partitura valiera una fortuna, pero daba igual, porque pertenecía a los herederos de Chandler, independientemente de cómo hubiera llegado a manos de Terry Cole. Bowers no podía subastaría, a menos que los herederos de Chandler autorizaran la venta. En cuyo caso, el dinero iría a parar a los Chandler supervivientes.

– ¿Cómo llegó la partitura a sus manos?

– ¿Oxfam? ¿Venta de artículos donados? Lo ignoro. A veces la gente tira artículos de valor sin darse cuenta de lo que hace, ¿verdad? O los guardan en una maleta o una caja de cartón, y la caja de cartón cae en manos de otra persona. En cualquier caso, el chico no lo dijo y yo no pregunté. Me ofrecí a localizar a los abogados de los herederos de Chandler y entregarles la partitura, para que la hicieran llegar a la viuda y los hijos, pero Cole prefirió hacerlo él mismo, con la esperanza, dijo, de recibir una recompensa, al menos, por entregar una propiedad encontrada.

– ¿Una propiedad encontrada?

– Ésa fue su expresión.

Lo único que preguntó el chico al final de la entrevista fue cómo localizar a los abogados de Chandler. Sitwell le había dirigido a King-Ryder Productions, puesto que, como sabía cualquiera que hubiera estado moderadamente informado durante las dos últimas décadas, Michael Chandler y David King-Ryder habían sido socios hasta la prematura muerte de Chandler.

– Ahora que lo pienso, tendría que haberle encaminado también hacia los herederos de King-Ryder -dijo Sitwell con aire pensativo-. Pobre desgraciado -comentó, en aparente referencia al suicidio de David King-Ryder, acaecido a principios de verano-. Pero como la compañía todavía sigue trabajando, pensé que lo más lógico era empezar por ellos.

Un método intrigante, pensó Barbara. Se preguntó si estaría relacionado con el asesinato, o con algo muy distinto.

Debido a su silencio, Sitwell compuso una expresión de disculpa. Lamentaba no poderle ser más útil. No había notado nada raro en la visita del muchacho. Sitwell había olvidado al instante la entrevista, y aún no entendía cómo había llegado a las manos de Terry Cole una de sus tarjetas, porque no recordaba haberle dado ninguna.

– Cogió una -dijo Barbara, e indicó con la cabeza un sujetatarjetas que descansaba sobre el escritorio de Sitwell.

– Ya. No recuerdo que lo hiciera, pero supongo que debió de ser así. Me pregunto por qué, de todos modos.

– Para su chicle -dijo Barbara, pensativa. Y gracias a Dios por eso.

Volvió a la calle. Sacó del bolso la lista de empleados que Dick Long le había proporcionado en Soho Square 31-32. Era una lista alfabética, ordenada por apellidos. Incluía el número de teléfono del despacho de la persona en cuestión, su dirección particular y el número de teléfono y la organización para la cual trabajaba.

Barbara repasó la lista hasta encontrar lo que buscaba.

«King-Ryder Productions», leyó al lado del décimo nombre.

Bingo, pensó.


La seguridad era inexistente en la dirección de Shelly Platt. Vivía cerca de la estación de Earl's Court, en un edificio restaurado, con el tipo de puerta que se abre pulsando desde el interior el portero automático. Ahora, no obstante, la puerta estaba abierta. Cuando, en respuesta instintiva al hecho de verla entreabierta, Lynley se detuvo para examinar su mecanismo de cierre, observó que, si bien la puerta contaba con las piezas necesarias, la jamba que la rodeaba había sido destruida. La puerta aún era capaz de cerrarse por su propio impulso, pero no encajaba en nada. «A disposición de los rateros», habría podido ser el lema del edificio.

No había ascensor, de modo que se encaminaron hacia la escalera, situada al final del pasillo de la planta baja. Shelly vivía en el cuarto piso, lo cual proporcionó a los dos hombres la oportunidad de poner a prueba su buena forma física. Nkata era el mejor, descubrió Lynley. Tal vez en otro tiempo hubiera sido miembro de una banda de navajeros del sur de Londres, pero sus labios jamás habían probado el tabaco. Esa abstinencia, por no hablar de la insultante juventud del hombre, saltaba a la vista. Pero Nkata tuvo la delicadeza de no mencionarlo. Aunque el muy maldito fingió detenerse en el rellano del segundo piso para admirar lo que pasaba por ser una vista, pero en realidad para conceder un respiro a Lynley que este jamás se habría permitido delante de su subordinado.

Había dos pisos en la cuarta planta, uno que daba a la calle y otro que dominaba la parte posterior del edificio. Shelly Platt vivía en este último, un estudio de un solo ambiente.

Tuvieron que llamar con los nudillos a la puerta varias veces antes de obtener respuesta. Cuando por fin se abrió, en toda la amplitud que permitía una cadena de seguridad insustancial, un rostro inquisitivo de pelo naranja, alterado por el sueño, se asomó.

– ¿Qué? Ah, los dos, ¿verdad? No te ofendas, cielo, pero paso de negros. No es por prejuicios, sino por un acuerdo con una tía que los tiene en exclusiva desde hace años. Si quieres puedo darte su número. -La joven tenía el típico acento de una mujer que había pasado sus años de formación al norte del Mersey.

– ¿Señorita Platt? -preguntó Lynley.

– Cuando estoy consciente. -Sonrió. Tenía los dientes grises-. No te vayas por las ramas. ¿Qué tienes en mente?

– Conversación. -Lynley exhibió su identificación y puso el pie cuando la mujer intentó cerrar la puerta-. DIC -dijo-. Nos gustaría hablar con usted, señorita Platt.

– Me habéis despertado. -De pronto parecía ofendida-. Volved más tarde, cuando haya descansado.

– Dudo que sea ese su deseo -dijo Lynley-. Sobre todo si más tarde tiene una cita. Eso podría perjudicar su negocio. Déjenos entrar, por favor.

– Joder -dijo la mujer, y sacó la cadena. Dejó la puerta abierta para que entraran.

Lynley vio una única habitación con una ventana de guillotina, cubierta por el tipo de cortina de cuentas que suele proteger puertas. Debajo de la ventana, un colchón en el suelo servía de cama, y Shelly Platt se encaminó hacia ella descalza, pasó por encima y cogió un guiñapo de dril que resultó ser unos pantalones. Se los puso sobre lo poco que llevaba: una camiseta desteñida impresa con el inconfundible rostro del anuncio de Les Misérables. Se calzó unos mocasines. En otro tiempo habían estado adornados con cuentas, pero lo poco que quedaba consistía en diminutos adornos color turquesa que arrastraba al caminar.

La cama estaba deshecha, el cubrecama era una colcha hindú amarilla y naranja, y la única manta tenía rayas púrpura y rosa, con un borde de raso deshilachado. Shelly se acercó a un lavabo, donde llenó una cacerola. La colocó sobre un quemador de un hornillo que descansaba sobre una cómoda rayada.

Había un único asiento en la habitación: un futón negro sembrado de manchas, todas de un gris similar. Al igual que nubes, adoptaban diversas formas. Si uno utilizaba la imaginación, podía ver de todo, desde unicornios hasta focas. Shelly indicó el futón con la cabeza, mientras volvía a la cama.

– Podéis aparcar ahí -dijo con indiferencia-. Uno tendrá que quedarse de pie.

Ninguno de ellos se acercó al mugriento mueble.

– Como queráis -dijo la mujer, y se dejó caer sobre el colchón, cogió una de las dos almohadas y la estrechó contra su estómago. Apartó de una patada otra pila de ropa: una minifalda roja de PVC, medias de malla negra aún sujetas a un portaligas y un top verde con manchas similares a las del futón. Observó a Lynley y Nkata sin expresión, con unos ojos destacables por su falta de vida, así como por la piel de debajo, que le prestaba el muy poco atractivo aspecto de adicta a la heroína que las modelos exhibían en las revistas de modas-. ¿Y bien? ¿Qué queréis? Habéis dicho DIC, no vicio. De modo que esto no tiene nada que ver con el negocio, ¿verdad?

Lynley extrajo de su bolsillo la carta anónima que Vi Nevin le había enseñado horas antes. Se la pasó. Shelly fingió examinarla con detenimiento, mientras se mordisqueaba el labio inferior.

Entretanto, Nkata abrió la libreta y sacó la mina del lápiz, mientras Lynley obtenía información dejando vagar su mirada por la habitación. Poseía dos notables características, aparte del olor inconfundible a coito, apenas disimulado por el perfume a incienso de jazmín recién quemado. Una era un viejo baúl de viaje que estaba abierto y revelaba su contenido de prendas de cuero negro, esposas, máscaras, látigos y similares. La otra era una colección de fotografías sujetas con chinchetas a las paredes. Solo había dos protagonistas: un patán joven fotografiado con una guitarra eléctrica colgada, y Vi Nevin, en una variedad de poses, desde seductora a juguetona: cuerpo infantil y expresión tímida.

Shelly se dio cuenta de que Lynley las miraba cuando terminó de examinar la carta anónima.

– ¿Y qué? -dijo, en aparente referencia a lo que estaba mirando-. ¿Qué pasa?

– ¿La envió usted? -preguntó Lynley.

– No puedo creer que llamara a la poli por eso. Menuda diva se ha vuelto.

– ¿De modo que usted la envió, además de otras similares?

– Yo no he dicho eso, ¿vale?

Shelly tiró la carta al suelo. Se tumbó sobre el estómago y sacó una caja impresa con alegres colores de debajo de varios amarillentos Daily Express. Contenía trufas de chocolate, que fue examinando hasta encontrar una de su gusto. Le pasó la lengua antes de deslizaría poco a poco en la boca. Sus mejillas se movieron como fuelles, mientras fingía que la chupaba. Lanzó un gemido de falso placer.

Al otro lado de la habitación, la expresión de Nkata era la de un hombre que empezaba a preguntarse si aquel día podía sucederle algo todavía peor.

– ¿Dónde estaba el martes por la noche?

La pregunta era una mera formalidad. Lynley era incapaz de imaginar que aquella chica poseyera el cerebro, por no hablar de la fuerza, suficiente para acabar con dos adultos jóvenes en toda su plenitud, por más que Vi Nevin pensara lo contrario. No obstante, la hizo. Nunca se sabía la información que podía obtenerse mediante una simple demostración de suspicacia policial.

– Donde siempre -contestó la joven, mientras se apoyaba sobre un codo y sostenía su cabeza anaranjada con una mano-. En los alrededores de la estación de Earl's Court… para poder orientar a los que salen despistados del metro, por supuesto. -Sonrió-. Anoche estaba allí. Esta noche estaré allí. También estaba el martes por la noche. ¿Por qué? ¿Vi ha dicho otra cosa?

– Dice que usted le envió cartas. Dice que la acosó durante meses.

– Menuda zorra -dijo Shelly con tono despectivo-. La última vez que pregunté, este era un país libre. Puedo ir a donde me dé la gana, y si da la casualidad de que ella está allí, mala suerte. Para ella, quiero decir. Me importa un huevo.

– ¿Incluso si está con Nicola Maiden?

Shelly no respondió y se limitó a coger otro bombón de chocolate. Estaba esqueléticamente delgada y el deprimente estado de sus dientes era un mudo testimonio de cómo lo lograba, pese a la dieta de trufas.

– Vaya par de putas. Unas aprovechadas, esas dos. Tendría que haberme dado cuenta antes, pero pensaba que ser colegas significa algo para ciertas personas. Pero no fue así, por supuesto. Espero que paguen por la forma en que me trataron.

– Nicola Maiden ya lo ha hecho -dijo Lynley-. Fue asesinada el martes por la noche. ¿Alguien puede corroborar dónde se encontraba usted entre las diez y las doce, señorita Platt?

– ¿Asesinada? -Shelly se incorporó-. ¿Nikki Maiden asesinada? ¿Cómo? ¿Cuándo? Nunca… ¿Dices que la asesinaron? Joder. He de llamar a Vi. -Se puso en pie y fue hacia el teléfono, que descansaba sobre la cómoda, al igual que el hornillo. El agua de la cacerola había empezado a hervir, lo cual distrajo un momento a Shelly de su llamada telefónica. Llevó la cacerola a la jofaina, y vertió un poco de agua en una taza de color lavanda-. Asesinada. ¿Cómo se encuentra? Me refiero a Vi, claro. Nadie ha hecho daño a Vi, supongo.

– Está bien.

Lynley sentía curiosidad por el súbito cambio producido en la joven.

– Te pidió que vinieras a decírmelo, ¿eh? Joder. Pobre cría.

Shelly abrió un armarito situado sobre la jofaina y sacó un bote de Gold Blend, un bote de crema para el café y una caja de azúcar. Removió la crema en busca de una cuchara de aspecto mugriento. La utilizó para servirse con generosidad cada ingrediente. Después de cada paso, no se molestaba en secar el utensilio, que al final quedó cubierto de una desagradable pátina color barro.

– Bien, que no cunda el pánico -dijo, tras haber utilizado el tiempo dedicado a preparar el café para reflexionar sobre la información que Lynley le había revelado-. No pienso ir corriendo a verla, aunque ella quiera. Me perjudicó, lo sabe muy bien, y tendrá que rogarme de rodillas si quiere que vuelva. Y tal vez me niegue, mira lo que te digo. Una tiene su orgullo.

Lynley se preguntó si había oído su anterior pregunta. Se preguntó si comprendía las implicaciones de la pregunta, no solo sobre su papel en la investigación del asesinato de Nicola Maiden, sino sobre el estado de su relación con Vi Nevin.

– El hecho de que haya enviado cartas amenazadoras la pone bajo sospecha, señorita Platt -dijo-. Lo entiende, ¿verdad? Por tanto, necesitará que alguien verifique su paradero entre las diez y las doce del martes por la noche.

– Pero Vi sabe que yo nunca… -Shelly arrugó el entrecejo. Por lo visto, algo se había infiltrado en su conciencia, como un topo que se abriera camino hasta las raíces de un rosal. Su rostro ilustró lo que su mente estaba barruntando: si la policía estaba en su cuarto, dándole la lata sobre la muerte de Nicola Maiden, solo podía existir un motivo de la visita y una única persona que la hubiera acusado-. Vi os ha enviado a mí, ¿verdad? Vi-os-ha-enviado-a-mí. Vi piensa que le di el pasaporte a Nikki. Joder, esa puta. Esa putita de mierda. Hará cualquier cosa con tal de vengarse de mí, ¿no es cierto?

– ¿Vengarse de qué? -preguntó Nkata. El patán de la guitarra se reía de él desde una fotografía ampliada, con la lengua fuera, erizada de tornillos. Una cadena plateada colgaba de un tornillo, enlazada sobre la mejilla con un pendiente de la oreja-. ¿Vengarse de usted por qué? -repitió Nkata con paciencia, el lápiz preparado y todo el interés del mundo reflejado en su cara.

– Por chivarme a Reeve el Pichaloca, por eso -anunció Shelly.

– ¿MKR Financial Management? -preguntó Nkata-. ¿Martin Reeve?

– El mismo hijoputa. -Shelly caminó sobre el colchón, con el tazón de café en la mano, indiferente a las gotas de líquido que caían. Se acuclilló, buscó una trufa y la echó en el tazón. Se metió otro chocolate en la boca. Chupó enérgicamente, con absoluta concentración. Esta actividad parecía dirigida, por fin, a poder reflexionar sobre el moderado peligro de su situación-. Sí, pues se lo conté todo -proclamó-. ¿Y qué más da, joder? Tenía derecho a saber que le estaban mintiendo. Bueno, no es que mereciera saberlo, el muy cabronazo, pero como le estaban haciendo lo que me hicieron a mí, y como iban a seguir haciéndolo a cualquiera que se cruzara en su camino mientras pudieran salirse con la suya, tenía derecho a saberlo. Porque si la gente utiliza a otra gente así, debería pagar por ello. De una forma u otra, debería pagar. Como los clientes, es lo que yo digo.

Nkata exhibía la expresión de un hombre que está escuchando griego y trata de escribir una traducción en latín. Tampoco era que Lynley entendiera gran cosa.

– ¿De qué está hablando, señorita Platt? -preguntó.

– Estoy hablando de Reeve el Pichaloca. Vi y Nikki le exprimieron como a una vaca, y cuando tuvieron los bolsillos llenos le dieron por el culo. Aunque se aseguraron de llevarse a sus clientes con ellas. Se aprovecharon del Pichaloca para montar su propio negocio, y yo pensé que no era justo. Así que se lo dije.

– ¿De modo que Vi Nevin trabajó para Martin Reeve? -preguntó Lynley a Shelly.

– Pues claro que sí. Las dos. Así se conocieron.

– ¿Usted también trabajó para él?

La joven resopló.

– Ni hablar. Bueno, lo intenté. Cuando contrataron a Vi, lo intenté, pero yo no era el tipo que andaba buscando, dijo el Pichaloca. Quería refinamiento, dijo. Quería que sus chicas dieran palique y supieran qué tenedor utilizar con el cuchillo de pescado y ver una ópera sin dormirse e ir a una fiesta del brazo de un tío feo y gordo que quiere fingir por una noche que ella es su novia y…

– Creo que nos hemos hecho la idea -interrumpió Lynley-. Pero deje que me asegure para no confundirme: ¿MKR es un servicio de señoritas de compañía?

– ¿Disfrazado de empresa de asesoría financiera? -añadió Nkata.

– ¿Es eso lo que está diciendo? -insistió Lynley-. ¿Está diciendo que tanto Nicola como Vi trabajaron para MKR como chicas de compañía, hasta que se despidieron para instalar su propio negocio? ¿Es eso correcto, señorita Platt?

– Tal como suena. Martin contrata chicas como auxiliares de un negocio que ni siquiera existe. Les entrega un montón de libros que deben estudiar para aprender el «negocio», y al cabo de una semana les pide que le hagan un favor y actúen como ligues de uno de los grandes clientes de MKR, que ha venido a la ciudad para asistir a una conferencia y quiere salir a cenar. Les pagará dinero extra, dice, si lo hacen solo por esta ocasión. Pero esta ocasión se convierte en otra, y cuando se dan cuenta de los verdaderos manejos de MKR, ya han comprendido que pueden ganar mucho más actuando como ligues de vendedores de ordenadores coreanos, jeques árabes, políticos norteamericanos o… quienquiera que sea. Y aún pueden ganar más si dan a su acompañante algo más que compañía. Y entonces es cuando el Pichaloca les revela de qué va el negocio en realidad. Que no tiene nada que ver con invertir el dinero de algún capullo, creedme.

– ¿Cómo averiguó todo esto? -preguntó Lynley.

– Vi trajo a Nikki a casa una vez. Estaban hablando y yo escuché. El Pichaloca había contratado a Vi para algo diferente, y se estaban contando mutuamente su historia para comparar experiencias.

– ¿Cuál era la de Vi?

– Diferente, como ya he dicho. Fue la única chica de compañía que contrató de la calle. Las demás eran estudiantes universitarias que querían trabajar a tiempo parcial. Pero Vi trabajaba a base de colocar sus postales en todos los teléfonos públicos…

– ¿Con usted como criada?

– Exacto. El Pichaloca cogió una postal, le gustó su aspecto, supongo que no tenía otra chica que pudiera aparentar diez años como Vi cuando se esfuerza, y la llamó. Yo le apunté en la agenda, como hacía siempre, pero cuando apareció solo quería hablar de negocios. -Bebió café mientras observaba a Lynley por encima de la taza-. Así que Vi fue a trabajar para él.

– Y dejó de necesitarla -añadió Lynley.

– Pero me quedé con ella. Cocinaba, hacía la colada, tenía el piso limpio y ordenado. Pero después quiso que Nikki fuera su compañera y socia, y yo me largué. Así de sencillo. -Chasqueó los dedos-. Un día le estaba lavando las bragas, y al siguiente me bajaba las mías para echar polvos por diez libras con tíos que esperaban el transbordo con la District Line en dirección a Ealing Broadway.

– Y fue entonces cuando decidió informar a Martin Reeve de lo que estaban tramando -dijo Lynley-. Fue un buen desafío para usted buscar venganza.

– ¡No hice daño a nadie! -gritó Shelly-. Si buscas a alguien capaz de liquidar a alguien, ve a ver al Pichaloca, no a mí.

– Pero Vi no acusa a Reeve -dijo Lynley-. Cosa que usted piensa que haría si sospechara de él. ¿Cómo explica eso? Hasta niega conocerle.

– Bueno, ella lo haría, ¿no? -afirmó Shelly-. Si ese tío se enterara de que ella se ha chivado a la poli sobre… bueno, sobre su negocio de chicas de compañía, encima de que ella ya le utilizó para confeccionarse una lista de clientes y luego establecerse por su cuenta… -Shelly respiró hondo y se pasó un pulgar por la garganta-. Vi no duraría ni diez minutos después de que él se enterase. Al Pichaloca no le gusta que le engañen, y se lo haría pagar caro.

Al parecer, Shelly se dio cuenta de lo que estaba diciendo y de sus implicaciones. Miró hacia la puerta, nerviosa, como si esperara que Martin Reeve entrara como una exhalación, dispuesto a vengarse de ella por sus revelaciones.

– Si tal es el caso -dijo Lynley-, si Reeve es responsable de la muerte de Nicola Maiden, tal como parece usted insinuar, cuando habla de que la gente paga caro engañarle…

– ¡Yo no he dicho eso!

– Ya. No lo ha dicho de una forma directa. Yo estoy extrayendo la deducción. -Lynley esperó a que la joven diera señales de comprender-. Bien, si deducimos que Reeve es responsable de la muerte de Nicola Maiden, ¿por qué esperó tanto para matarla? Dejó su empleo en abril. Estamos en septiembre. ¿Cómo explica los cinco meses que ha esperado para vengarse?

– No le dije dónde estaban -dijo Shelly con orgullo-. Fingí que no lo sabía. Pensé que debía saber lo que hacían a sus espaldas, pero localizarlas era cosa suya. Y eso fue lo que hizo.

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