7

Hacia el final de su tercera hora delante del ordenador, Barbara Havers llegó a la conclusión de que tenía dos alternativas. Podía continuar examinando los archivos del SO10 y terminar ciega, o permitirse un descanso. Se decantó por la segunda opción. Preguntó dónde se encontraba el despacho más próximo en el que pudiera entregarse a su vicio. Le comunicaron que en aquella planta nadie fumaba.

– Puta mierda -murmuró.

No tuvo otro remedio que recuperar una costumbre de sus años escolares: se dirigió hacia la escalera más próxima y aposentó su rechoncho cuerpo sobre un peldaño, donde encendió un cigarrillo, inhaló y retuvo el maravilloso y mortífero humo en los pulmones hasta que sus ojos estuvieron a punto de saltar de las cuencas. Placer en estado puro, pensó. No había nada mejor en la vida que un cigarrillo después de tres horas de abstinencia.

La mañana no le había proporcionado nada sustancioso. Había descubierto que el inspector detective Andrew Maiden había servido treinta años en el cuerpo, los últimos veinte en el SO10, donde solo el inspector Javert podía jactarse de una hoja de servicios más brillante. Su lista de detenciones era asombrosa, y las condenas que siguieron a esas detenciones constituían una maravilla de la jurisprudencia británica. No obstante, esos dos datos se convertían en una pesadilla para cualquiera que investigara su historial.

Los casos de Maiden habían abarcado todas las capas del tejido social, y los culpables habían acabado entre rejas, en prácticamente todas las cárceles de Su Majestad dentro de las fronteras del Reino Unido. Y si bien los archivos ofrecían detalles de operaciones clandestinas (a casi todas las cuales había puesto nombre alguien aficionado a los acrónimos desquiciados) e información completa sobre investigaciones, interrogatorios, detenciones y acusaciones, dicha información se volvía vaga en lo tocante a condenas, y mucho más vaga a la hora de determinar los presos que habían conseguido la condicional. Si un hombre en libertad provisional había ido en busca del policía que había propiciado su desgracia, no sería fácil localizarle.

Barbara suspiró, bostezó y dio unos golpecitos al cigarrillo. Cayó ceniza sobre el peldaño siguiente. Había renunciado a sus legendarias zapatillas de deporte rojas en deferencia a su nuevo rango (toda pulcra y reluciente por si aparecía el subjefe Hillier, ansioso por ponerla a caldo de nuevo), y descubrió que habían empezado a dolerle los pies, pues no estaba acostumbrada al calzado normal. De hecho, mientras estaba sentada en la escalera, tomó conciencia de que zonas enteras de su cuerpo se quejaban de su incomodidad, y sin duda lo habían hecho durante casi toda la mañana. Su falda parecía una anaconda enroscada alrededor de las caderas, tenía la impresión de que la chaqueta estaba devorando sus axilas, y sus muslos se habían hundido en la ingle hasta tal punto que, si alguna vez daba a luz, sería innecesario practicar una episiotomía.

Nunca le había dado por vestir de punta en blanco en su trabajo, y siempre había preferido mallas, camisetas y jerséis a cualquier cosa relacionada remotamente con la alta costura. Y como la gente se había acostumbrado a verla con esa indumentaria informal, más de uno había enarcado una ceja o reprimido una sonrisa al cruzarse con Barbara aquella mañana.

Entre ellos se contaban sus vecinos, con los que Barbara se había topado a menos de veinticinco metros de su casa. Taymullah Azhar y su hija estaban entrando en el inmaculado Fiat de Azhar cuando Barbara apareció en la esquina de la casa por la mañana, mientras embutía su libreta en el bolso con un cigarrillo colgando de los labios. Al principio no los vio, hasta que Hadiyyah la llamó.

– ¡Barbara! ¡Hola, hola! ¡Buenos días! No deberías fumar tanto. Si no lo dejas, los pulmones se te pondrán negros y muy feos. Nos lo han enseñado en el colegio. Vimos fotos y todo. ¿No te lo había dicho? Estás muy guapa.

Azhar la saludó con un gesto. Su mirada la recorrió de pies a cabeza.

– Buenos días -dijo-. Tú también has madrugado.

– Ya lo ves -respondió Barbara.

– ¿Localizaste a tu amigo anoche?

– ¿A mi amigo? Ah, te refieres a Nkata. Winston Nkata, quiero decir. Se llama así. Es un colega del Yard. Sí, nos pusimos en contacto. Vuelvo al curro. O sea, trabajo en un caso.

– ¿No trabajas con el inspector Lynley? ¿Tienes un nuevo compañero, Barbara? -Los oscuros ojos de Azhar la sondeaban.

– Oh, no -mintió en parte-. Todos estamos trabajando en el mismo caso. Winston también. Como yo. El inspector se ocupa de una pista fuera de la ciudad. Los demás trabajamos aquí.

– Ajá -dijo Azhar en tono pensativo-. Entiendo.

Demasiado, pensó Barbara.

– Anoche solo comí la mitad de mi manzana acaramelada -terció Hadiyyah, una distracción muy bienvenida. Había empezado a columpiarse en la puerta abierta del Fiat, colgada de la ventanilla bajada con las piernas en el aire y pateando con energía para no perder impulso. Llevaba unos calcetines tan blancos como las alas de un ángel-. La podemos tomar para merendar. Si quieres, Barbara.

– Sería estupendo.

– Mañana tengo clase de costura. ¿Lo sabías? Estoy haciendo algo muy especial, pero ahora no puedo decir qué. A causa de… -Dirigió una mirada significativa a su padre-. Pero tú sí puedes verlo, Barbara. Mañana, si te va bien. ¿Quieres verlo? Te lo enseñaré si quieres.

– Eso suena a una invitación en toda regla.

– Pero solo si eres capaz de guardar un secreto. ¿Eres capaz?

– Soy una tumba.

Durante la conversación, Azhar no había dejado de observarla. Su especialidad profesional era la microbiología, y Barbara empezaba a sentirse como uno de sus especímenes, tan intenso era su escrutinio. Pese a su conversación de la noche anterior y la conclusión a la que había llegado Azhar después de ver su atuendo, lo cierto era que la había visto salir casi siempre con su indumentaria normal, y debía de imaginar que aquella alteración no tenía nada que ver con un cambio de imagen.

– Debes de estar muy contenta, ahora que vuelves a trabajar en un caso. Después de semanas sin hacer nada siempre es gratificante poner en funcionamiento la mente, ¿verdad?

– Es justo lo que necesitaba. -Barbara tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó. Lanzó la colilla de una patada hacia el macizo de flores-. Biodegradable -dijo a Hadiyyah, que estaba a punto de reñirla-. Airea la tierra. Alimenta a los gusanos. -Se ajustó mejor la correa del bolso sobre el hombro-. Bien, me marcho. Guárdame esa manzana, ¿de acuerdo? ¿eh?

– A lo mejor también podemos ver un vídeo.

– Pero nada de damas en apuros. Que sea Los vengadores. La señora Peel es mi ídolo. Me gusta una mujer capaz de enseñar las piernas y darle una patada en el trasero a un caballero al mismo tiempo.

Hadiyyah rió.

Barbara se despidió y se disponía a escapar cuando Azhar volvió a hablar.

– ¿Scotland Yard está llevando a cabo una reducción de personal, Barbara?

Ella se detuvo, perpleja, y contestó sin pensar en la intención de la pregunta.

– Vaya, no. ¿Por qué lo preguntas?

– El otoño, tal vez -dijo Azhar-. Y los cambios que comporta.

– Ah. -Barbara esquivó la implicación de la palabra «cambios». Evitó los ojos de Azhar. Tomó la frase al pie de la letra y contestó-: Los chicos malos quieren hacer de las suyas, sea la estación que sea. Ya conoces a los malos. Nunca descansan.

Esbozó una sonrisa radiante y continuó su camino. Mientras Azhar no le hiciera una pregunta directa sobre la palabra «agente», sabía que no tendría que explicarle cómo había terminado unida a su nombre. Deseaba soslayar esa explicación, indefinidamente si estaba en su mano, porque dar explicaciones a Azhar conllevaba el riesgo de herirle. Y por motivos sobre los cuales ni siquiera se atrevía a especular, herir a Azhar le resultaba impensable.

En la escalera de Scotland Yard, Barbara se esforzó por apartar a sus vecinos de su mente. Al fin y al cabo, eso es lo que eran al final del día: un hombre y una niña a los que había conocido por casualidad.

Consultó su reloj: las diez y media. Gruñó. La idea de estar mirando seis u ocho horas más la pantalla de un ordenador era muy poco estimulante. Tenía que haber un modo mucho más económico de desentrañar la historia profesional del inspector Maiden. Barajó varias posibilidades y decidió probar la más factible.

Mientras examinaba los archivos, se había topado con el mismo nombre una y otra vez: IJD Dennis Hextell, con quien Maiden había trabajado en la policía secreta. Si podía localizar a Hextell, pensó, tal vez le proporcionaría una pista más consistente de la que obtendría después de leer veinte años de archivos. Esa era la clave, decidió: Hextell. Fue en su busca.

Resultó más fácil de lo previsto. Una llamada telefónica al SO10 le informó de que Hextell trabajaba todavía en el departamento, aunque ahora, como superintendente jefe de detectives, dirigía las operaciones en lugar de ejecutarlas en la calle.

Barbara le encontró sentado a una mesita de la cafetería de la cuarta planta. Se presentó y preguntó si podía acompañarle. El SJD levantó la vista de unas fotografías. Barbara vio que su rostro no estaba tanto arrugado como estragado, y la gravedad había hecho mella en sus músculos. Los años no le habían tratado nada bien.

El superintendente jefe juntó sus fotografías y no contestó.

– Estoy trabajando en el caso Maiden de Derbyshire, señor. La hija de Andy Maiden. Usted formó equipo con él, ¿verdad?

Obtuvo una respuesta:

– Siéntese.

Podía aguantar a las personas de pocas palabras. Barbara obedeció. Había ido a buscar una Coca-Cola y un donut a la barra, y los dejó sobre la mesa delante de ella.

– Eso le hará cisco los dientes -indicó Hextell.

– Soy una víctima de mis adicciones.

El hombre gruñó.

– ¿Es su avión? -preguntó Barbara, señalando una foto. Plasmaba un biplano amarillo de los de la Primera Guerra Mundial, cuando los aviadores utilizaban cascos de cuero y bufandas blancas.

– Uno de ellos. Es el que utilizo para las acrobacias aéreas.

– ¿Es piloto de acrobacia?

– Vuelo.

– Ah, claro. Ha de ser maravilloso. -Barbara se preguntó si los años de policía secreta eran los causantes de su locuacidad. Se lanzó a explicarle el motivo por el que había ido a verle: ¿algún caso, alguna operación le parecía de una importancia relevante en la historia de su colaboración con Andy Maiden?-. Pensamos en la venganza como posible móvil del asesinato de la chica, alguien a quien usted y Maiden pusieron fuera de la circulación, alguien que deseara desquitarse. Maiden está intentando recordar algún nombre en Derbyshire, y yo he estado examinando los archivos toda la mañana en el ordenador, pero no he encontrado nada que me inspirara.

Hextell empezó a separar las fotos. Al parecer, se atenía a un sistema, pero Barbara no pudo averiguar cuál era, porque todas las fotos eran del mismo avión, aunque desde ángulos diferentes: el fuselaje aquí, las aletas allí, el extremo del ala, el motor y la cola. Cuando las hubo arreglado a su entera satisfacción, sacó una lupa de la chaqueta y empezó a estudiar las fotografías de una en una.

– Podría ser cualquiera. Nos codeamos con bazofia de primera. Camellos, yonquis, macarras, traficantes de armas, lo que usted quiera. Cualquiera de ellos habría atravesado el país a pie para liquidarnos.

– Pero ¿no le viene ningún nombre a la mente?

– He sobrevivido gracias a olvidar los nombres. Andy era el que no podía.

– ¿Sobrevivir?

– Olvidar.

Hextell separó una fotografía del resto. Plasmaba el avión de frente, con el fuselaje cortado por el ángulo. Aplicó la lupa a cada milímetro del aparato, como un joyero que examinara un diamante.

– ¿Por eso lo dejó? Me han dicho que le concedieron la jubilación anticipada.

Hextell levantó la vista.

– ¿A quién están investigando en realidad?

Barbara se apresuró a tranquilizarle.

– Solo intento ponerme en la piel de ese hombre. Si puede decirme algo que nos ayude… -«Sería fantástico», anunció su ademán, y dedicó su entusiasmo al resto del donut.

El hombre dejó la lupa sobre la mesa y enlazó las manos.

– A Andy le diagnosticaron la incapacidad permanente absoluta. Estaba perdiendo los nervios.

– ¿Problemas mentales?

Hextell resopló.

– No he hablado de problemas mentales, tía. Nervios. Nervios de verdad. Primero el sentido del olfato. Después, el sabor, y a continuación el tacto. Lo llevaba bien, pero luego le afectó a la vista. Y ahí acabó todo. Tuvo que largarse.

– Puta mierda. ¿Se quedó ciego?

– No cabe duda de que así habría sido, pero en cuanto se jubiló lo recuperó todo. El tacto, la visión, todo.

– ¿Qué le pasó?

Hextell la miró fijamente antes de contestar. Luego, levantó los dedos índice y medio y se dio unos golpecitos en la cabeza.

– No podía aguantar el rollo. Es el trabajo de policía secreta. Yo perdí cuatro matrimonios. Él perdió los nervios. Hay cosas que no pueden sustituirse.

– ¿No tenía problemas con su mujer?

– Ya se lo he dicho. Era el rollo. Algunos llevan bien lo de adoptar identidades supuestas. Pero no era así en el caso de Andy. Las mentiras que tenía que decir… Guardar silencio sobre un caso hasta que había terminado era demasiado para él.

– ¿De modo que no hubo un caso, un caso muy importante, que le costara más que los otros?

– Lo ignoro -concluyó Hextell-. Como ya he dicho, los he olvidado. Si lo hubo, no me acuerdo.

Con esa clase de memoria, Hextell habría sido un regalo envenenado para los fiscales de la corona en sus días de gloria, pero Barbara intuyó que a él le daba igual que los fiscales le consideraran útil o no. Engulló el resto del donut con un sorbo de Coca-Cola.

– Gracias por su tiempo -dijo, y añadió en un gesto de cordialidad-: Parece divertido. -Y señaló el biplano.

Hextell levantó la foto, sosteniéndola con el índice y el pulgar para no mancharla.

– Tan solo otra manera de morir -dijo.

Puta mierda, pensó Barbara. Lo que llega a hacer la gente para sacarse el trabajo de la cabeza.

Sin haber avanzado nada hacia el nombre que buscaba, pero más informada sobre los peligros que prometía una larga carrera en la policía, volvió al ordenador. Acababa de entrar de nuevo en el historial de Andy Maiden cuando una llamada telefónica la interrumpió.

– Se trata de Cole. -La voz de Winston Nkata llegó por una línea saturada de estática-. La madre echó un vistazo al cadáver y dijo «Sí, es mi Terry», salió de la habitación como si fuese a ir a la tienda de la esquina y cayó al suelo. Pensamos que había sufrido un infarto, pero acaban de examinarla. Tuvieron que sedarla en cuanto recobró el conocimiento. Está conmocionada.

– Joder -dijo Barbara.

– Estaba colgada de ese tío. Me recuerda a mi madre.

– Ya. -Barbara no pudo evitar pensar en su madre. «Colgada» no era la palabra precisa para describir un comportamiento materno-. Lo siento y todo eso. ¿La acompañarás a casa?

– Llegaremos hacia media tarde, supongo. Hemos parado a tomar café. Está en el lavabo. -Ah.

Barbara se preguntó por qué llamaba Winston. Tal vez para actuar de intermediario entre ella y Lynley, y transmitirle información con el fin de que el inspector mantuviera el mínimo contacto posible con ella, como parecía pertinente en aquel momento.

– Aún no he conseguido nada sobre las detenciones de Maiden -dijo Barbara-. Nada que parezca útil, al menos. -Contó lo que Hextell le había confiado sobre los problemas nerviosos de Maiden-. Por si al inspector le sirve de algo -añadió.

– Le pasaré la información -dijo Nkata-. Si puedes escaquearte un rato, hay que investigar Battersea. Nos ahorraría un poco de tiempo.

– ¿Battersea?

– El piso de Terry Cole. Y también su estudio. Uno de nosotros ha de ir allí y hablar con su compañera de piso. Esa Cilla Thompson, ¿recuerdas?

– Sí, pero pensaba… -¿Qué había pensado? Que Nkata retendría la mayor información posible y le dejaría el trabajo sucio a ella. Pero Nkata seguía asombrándola a causa de su generosidad-. Puedo escaquearme. Recuerdo la dirección.

Él rió.

– ¿Por qué será que no me sorprende?


Lynley y Hanken habían dedicado la primera parte de la mañana a esperar a Winston Nkata, que vendría acompañado de la madre de Terry Cole para identificar el segundo cadáver encontrado en el páramo. Ninguno de los dos albergaba muchas dudas acerca de que sería pura formalidad, angustiosa y dolorosa, pero aun así formalidad. Como nadie había reclamado la moto, ni tampoco se habían presentado denuncias de haber sido robada, parecía claro que el joven asesinado y el propietario de la moto eran la misma persona.

Nkata llegó a las diez, y tuvieron la respuesta un cuarto de hora más tarde: la señora Cole confirmó que el chico era su Terry, después de lo cual se desmayó. Llamaron a un médico, que le administró sedantes.

– Quiero sus efectos personales -sollozó Sal Cole, y comprendieron que se refería a las ropas de su hijo-. Quiero sus efectos personales para nuestro Darryl. Quiero conservarlos.

Desde luego, le dijeron, en cuanto los forenses hubieran terminado sus análisis, en cuanto los tejanos, la camiseta, las Doc Martens y los calcetines ya no fueran necesarios para condenar al culpable. Hasta ese momento le darían recibos de cada prenda y también de la moto. No le dijeron que igual pasarían años antes de que le entregaran las ropas ensangrentadas. Por su parte, la mujer no preguntó cuándo le serían entregadas. Se limitó a estrujar el sobre que contenía los recibos y a secarse los ojos con el dorso de la muñeca. Winston Nkata la acompañó desde la súbita pesadilla hasta la inminente y prolongada pesadilla.

Lynley y Hanken se retiraron al despacho de este en silencio. Antes de la llegada de Nkata, Hanken se había dedicado a revisar las notas del caso, y había echado otro vistazo al informe redactado por el primer agente que había hablado con los Maiden sobre la desaparición de su hija.

– Recibió varias llamadas telefónicas la mañana que salió de excursión -dijo a Lynley-. Dos de una mujer, una de un hombre, pero nadie dijo su nombre a Nan Maiden antes de que fuera a buscar a su hija para que se pusiera al teléfono.

– ¿El hombre pudo ser Terence Cole? -preguntó Lynley.

Otra suposición que se sumaba a las demás, pensó Hanken.

Fue a su escritorio. En el centro alguien había dejado un fajo de papeles mientras estaban con la señora Cole. Era documentación relativa al caso, explicó Hanken. Gracias a los servicios de una taquígrafa excelente, la doctora Sue Miles había cumplido su palabra: ya contaban con el informe de la autopsia.

Descubrieron que la doctora Miles eran tan minuciosa como excéntrica. Solo sus hallazgos sobre el examen externo de los cadáveres ocupaba casi diez páginas. Además de una descripción detallada de cada herida, contusión, erosión y magulladura descubierta en cada uno de los cuerpos, la doctora había documentado cada minuto relacionado con las muertes ocurridas en el páramo. Había tomado nota de todo, desde el brezo enredado en el pelo de Nicola Maiden hasta una espina clavada en el tobillo de Terry Cole. Los detectives fueron informados de la existencia de fragmentos microscópicos de piedra hundidos en la carne, evidencias de deyecciones de pájaros en la piel, fragmentos de madera en las heridas, y los daños infligidos por aves e insectos a los cadáveres. Sin embargo, lo que los detectives no obtuvieron al final de su lectura fue lo que no habían obtenido al principio de la misma: una idea clara del número de asesinos que estaban buscando. Pero sí descubrieron un detalle intrigante: aparte de las cejas y el pelo de la cabeza, Nicola Maiden iba afeitada por completo.

Un dato interesante que inspiró el siguiente paso de la investigación.

Tal vez había llegado el momento, dijo Lynley, de hablar con Julian Britton, el apenado prometido de la víctima. Pusieron manos a la obra.

El hogar de los Britton, Broughton Manor, se encontraba a mitad de un saliente de piedra caliza, a solo tres kilómetros al sudeste del pueblo de Bakewell. Encarado hacia el oeste, dominaba el río Wye, que en este punto del valle describía una plácida curva a través de un prado erizado de robles, donde pastaba un rebaño de ovejas. Desde lejos, el edificio no parecía una mansión -que sin duda otrora había sido el centro de una finca floreciente-, sino una fortificación impresionante. De piedra teñida de gris a causa de los líquenes, el caserón comprendía torres, almenas y murallas que se alzaban hasta una altura de casi cuatro metros, antes de dar paso a una serie de estrechas ventanas. El aspecto de la mansión sugería longevidad y fortaleza, combinadas con la voluntad y la capacidad de sobrevivir a todo, desde las vicisitudes del clima hasta los caprichos de la familia que la poseía.

De cerca, sin embargo, Broughton Manor contaba una historia muy diferente. Faltaban los cristales de algunas ventanas. Al parecer, parte de su techumbre de roble se había hundido. Un bosque de hojarasca se apretujaba contra las ventanas supervivientes del ala sudoeste, y los muros bajos que delimitaban una serie de jardines inclinados hacia el río estaban derrumbados o presentaban importantes brechas, lo cual permitía el acceso de ovejas descarriadas a lo que debía haber sido una hilera descendente de parterres coloridos.

– Era la atracción turística del condado -dijo Hanken a Lynley cuando cruzaron el puente de piedra que salvaba el río y desembocaba en el camino de acceso a la casa-. Dejando aparte Chatsworth, por supuesto. No estoy hablando de palacios. Pero en cuanto Jeremy Britton le puso las manos encima, consiguió arruinarlo en menos de diez años. El hijo mayor, me refiero a nuestro Julian, ha intentado devolver la vida a este lugar. Quiere transformarlo en una granja, en un hotel, en un centro de conferencias, o en un parque. Incluso lo alquila para fiestas y torneos, lo cual habrá provocado que los huesos de sus antepasados se revuelvan en sus tumbas. De todos modos, ha de ir siempre un paso por delante de su padre, que dilapidará en bebida los beneficios si le dejan.

– ¿Julian necesita fondos?

– Por decirlo de una manera suave.

– Pero ¿no hay más hijos? -preguntó Lynley-. ¿No es Julian el mayor?

Hanken pasó frente a una enorme puerta tachonada de clavos, cuyo roble oscuro había virado a un pardo grisáceo debido a la edad, el descuido y el mal tiempo, y rodeó el edificio hasta la parte posterior, donde una cancela lo bastante grande para permitir el paso de un carruaje albergaba una puerta de tamaño humano. Estaba abierta, y al otro lado se veía un patio entre cuyas piedras brotaban malas hierbas como pensamientos inesperados. Apagó el motor.

– Julian tiene un hermano que reside en la universidad. Y una hermana casada que vive en Nueva Zelanda. Es el hijo mayor, me refiero a Julian, y no entiendo por qué no sigue el mismo camino de los demás. Su padre es una auténtica pesadilla, pero ya lo comprobarás por ti mismo si llegas a conocerle.

Hanken abrió la puerta y le precedió hasta la casa. Oyeron unos nerviosos aullidos que debían de proceder de los establos, los cuales se alzaban al final de un sendero de grava invadido de malas hierbas que se desviaba hacia el norte desde una curva del camino cercano.

– Ahí estará Julian, él se encarga de criar a los perros, pero será mejor que miremos dentro antes. Por aquí.

«Por aquí» les condujo a un patio, uno de los dos, le informó Hanken. Según éste, el rectángulo irregular en que se encontraban era un añadido relativamente moderno a las antiguas cuatro alas del edificio, que abarcaba la fachada oeste de la casa. Relativamente moderno, en la historia de Broughton Manor, por supuesto, significaba que el patio no contaba con trescientos años de antigüedad, y por eso se llamaba el patio nuevo. La mayor parte del patio antiguo databa del siglo xv, con una parte central del siglo xiv que constituía el linde de ambos patios.

Una ojeada indiferente al patio bastaba para revelar la decadencia que Julian Britton intentaba contrarrestar. No obstante, se detectaban indicios de habitabilidad mezclados con los de decrepitud. Un tendedero improvisado del que colgaban incongruentes sábanas rosa se había instalado en una esquina, y se extendía en diagonal entre dos alas de la casa, sujeto a dos ventanas carentes de cristales por mediación de sus bastidores de hierro oxidados. Bolsas de basura de plástico esperaban a ser evacuadas junto a herramientas anticuadas que no parecían haber sido utilizadas desde hacía un siglo. Un reluciente bastón de aluminio yacía cerca de un antiguo reloj de repisa desechado. El presente y el pasado se citaban en cada rincón del patio, como si algo nuevo intentara alzarse entre las ruinas de lo antiguo.

– Hola. ¿Puedo ayudarles? -Era una voz de mujer, que les llamaba desde arriba. Miraron hacia las ventanas, y la mujer rió-. No. Aquí arriba.

Estaba en el tejado, con una curiosa herramienta en la mano. Parecía una mezcla de pala, rastrillo y escoba. La manejaba con sorprendente destreza, hundiéndola en la chimenea más cercana y revolviéndola como si estuviera haciendo mantequilla. Considerando su tarea, tenía la cara muy limpia, pero tanto los brazos como las piernas, desnudos, se veían manchados de hollín.

– Creo que nadie se ha ocupado de limpiarlas desde la guerra -dijo la mujer con voz risueña, en referencia a las chimeneas-. Tampoco tenemos calefacción central; ya pueden imaginar cómo es este lugar en invierno. Bajaré enseguida.

Nubes de polvo y hollín se alzaban de la chimenea mientras trabajaba con la cabeza vuelta para no quedar tiznada. Lynley apenas fue capaz de imaginar el resultado de sus esfuerzos en el hogar de abajo.

– Ya está -dijo la joven. Apoyó la herramienta contra la siguiente chimenea y se dirigió a una escalera apoyada contra el edificio, al otro lado de la hilera de sábanas rosa. Bajó con agilidad y atravesó el patio. Se presentó como Samantha McCallin.

– Me gustaría estrecharles la mano, pero estoy hecha un estropicio. Lo siento.

En un entorno tan proclive a las reflexiones históricas, Lynley vio a la joven tal como la habrían considerado en el pasado: sencilla pero robusta, de estirpe campesina, un espécimen perfecto para parir hijos y trabajar la tierra. En términos modernos, era alta y bien formada, con el físico de una nadadora. Llevaba ropas prácticas, adecuadas a su actividad. Tejanos viejos cortados a la altura del muslo, botas y una camiseta. Una cantimplora colgaba de su cinturón.

Llevaba el cabello castaño oscuro recogido sobre la cabeza en un moño, y mientras lo soltaba les observó con franqueza. Cayó en una sola trenza gruesa hasta su cintura.

– Soy la prima de Julian. Y ustedes, supongo, son policías. E imagino que esta visita es por lo de Nicola Maiden. ¿Correcto?

Su expresión les informó de que no solía equivocarse.

– Nos gustaría hablar con Julian -dijo Hanken.

– Espero que no le crean implicado en esa muerte. -Cogió la cantimplora y bebió un vaso-. Julian adoraba a Nicola. Era el caballero andante de su dama y todas esas monsergas. Ningún peligro era excesivo para él. Cuando ella llamaba, ya se había metido en su armadura antes de que pudieras decir «Ivanhoe». He empleado una metáfora, por supuesto.

Les dedicó una sonrisa. Fue su única equivocación. Insegura, reveló la angustia agazapada bajo su comportamiento desenvuelto.

– ¿Dónde está? -preguntó Lynley.

– Con los perros. Vengan. Les acompañaré.

Su esfuerzo no era necesario. Habrían podido llegar sin problemas guiándose por los ladridos, pero la determinación de la joven de supervisar su entrevista con Julian era lo bastante intrigante como para seguirle la corriente. Y el hecho de que estaba decidida a supervisar la entrevista lo demostraban sus largas y seguras zancadas a través del patio.

Siguieron a Samantha por el sendero plagado de malas hierbas. Sobre él colgaban las ramas sin podar de los limeros, lo cual insinuaba una idea de cómo había sido en otro tiempo el camino que conducía a los establos, con su techumbre de hojas.

Los establos habían sido reconvertidos en perreras, para criar a los lebreles de Julian Britton. Había numerosos perros en una serie de compartimientos de forma curiosa, y todos se pusieron a ladrar cuando Hanken y Lynley se acercaron con Samantha McCallin.

– A callar -gritó Samantha-. Tú, Cass, ¿por qué no estás con los cachorros?

En respuesta, el perro al que había hablado, que se paseaba nerviosamente, corrió hasta el edificio y desapareció por una puerta del tamaño de un perro practicada en la pared de piedra caliza.

– Así es mejor -comentó Samantha-. Parió hace unas noches -explicó-. Siempre protege a los cachorros. Supongo que Julie estará con ellos. Es ahí dentro.

Las perreras, explicó mientras abría la puerta, consistían en compartimientos exteriores e interiores, dos salas de parto y una docena de casetas para los cachorros.

En contraste con la mansión, las perreras se veían limpias y modernas. Fuera, habían barrido los compartimientos y los cuencos de agua brillaban. Dentro, los detectives comprobaron que habían encalado las paredes, las luces eran brillantes, el suelo de piedra relucía y sonaba música. Brahms. Las gruesas paredes del edificio aislaban del alboroto que los perros montaban en el exterior. Como también intensificaban la humedad y el frío, habían instalado calefacción central.

Lynley miró a Hanken mientras Samantha les guiaba hacia una puerta cerrada. Era evidente que Hanken estaba pensando lo mismo: los perros vivían mejor que los humanos.

Julian Britton estaba en una habitación identificada como sala de cachorros i. Samantha llamó dos veces, con suavidad, y anunció:

– La policía quiere hablar contigo. ¿Podemos entrar?

– Sin hacer ruido -dijo una voz masculina-. Cass está nerviosa.

– La vimos fuera. -Se volvió hacia Hanken y Lynley-. No sean bruscos, por favor. Con la perra.

Cass gruñó cuando entraron en la habitación. Estaba en un compartimiento en forma de L que daba al compartimiento exterior por mediación de una puerta practicada en la pared. Al fondo, una caja contenía su nueva carnada de cachorrillos. Cuatro lámparas caloríficas la iluminaban. La caja estaba aislada, forrada con piel de oveja y alfombrada con una gruesa capa de periódicos.

Julian Britton sostenía un cachorrillo en la mano izquierda, con el índice derecho en la diminuta boca del animal. El animal chupaba ávidamente, con los ojos cerrados. Al cabo de un momento, Julian devolvió el perro a su cuna y apuntó algo en una libreta de anillas.

– Tranquila, Cass -calmó a la perra. El animal siguió vigilante, y se limitó a sustituir los ladridos por tenues gruñidos.

– Todas las madres deberían preocuparse igual por sus crías.

Era imposible saber a quién se refería Samantha: a la perra o a Julian Britton.

Mientras Cass se acomodaba en la cuna de periódicos, Julian la observó. No dijo nada hasta que el cachorro al que estaba examinando se arrimó a una de las tetas. Después murmuró algo a los perros, mientras el resto de la carnada se disponía a mamar.

– ¿Cómo van? -preguntó Samantha a su primo.

Cada cachorro llevaba un collar de identificación, y Julian indicó el animal del collar amarillo.

– Yo diría que es nuestro líder. Ha capeado bien la tensión, y ha engordado casi una libra. Buena presión cuando mama, de modo que posee la capacidad de aprendizaje que nos interesa. Los demás cumplen los requisitos de peso, alimentación y sueño. Es una camada decente. Cass se ha portado bien. -La perra reconoció su nombre y ladeó la cabeza. Julian sonrió-. Buena perra, Cassie.

Se reunió con los demás fuera del compartimiento.

Lynley y Hanken se presentaron y mostraron sus placas. Julian las examinó, lo cual les concedió tiempo para examinarle a su vez. Era un hombre grande, corpulento sin ser gordo. Su frente exhibía el tipo de pecas irregulares propias de la vida al aire libre, así como precursoras del cáncer de piel, y una mancha adicional de pecas sobre la mejilla le daba el aspecto de un bandido de pelo color jengibre. Sin embargo, combinadas con la palidez anormal de su piel, las pecas intensificaban una apariencia enfermiza.

Después de haber inspeccionado las identificaciones de los detectives, sacó un pañuelo azul del bolsillo del pantalón y se secó la cara, aunque no parecía sudar.

– Haré lo que pueda por ayudarles -dijo-. Estaba con Andy y Nan cuando recibieron la noticia. Tenía una cita con Nicola aquella noche. Cuando no apareció en el hostal, telefoneamos a la policía.

– Julian salió a buscarla solo -añadió Samantha-. La policía se negó a intervenir.

Aquella crítica oblicua no pareció agradar a Hanken. Dirigió una mirada severa a la joven y preguntó si podían conversar en un sitio donde la perra no les gruñera. Se estaba refiriendo al animal, por supuesto, pero Samantha no pasó por alto el doble sentido. Miró a Hanken con los ojos entornados y apretó los labios.

Julian les guió hasta los compartimientos de los cachorrillos, en otra sección del edificio, donde los cachorros mayores se dedicaban a jugar. Los compartimientos habían sido diseñados con inteligencia para mantenerles estimulados y entretenidos, con cajas de cartón para destrozar, complicados laberintos de diversos niveles para vagabundear, juguetes y golosinas escondidas. El perro, les informó Julian Britton, era un animal inteligente. Esperar que un animal inteligente desarrollara sus aptitudes en un compartimiento de cemento desprovisto de distracciones no solo era estúpido, sino también cruel. Hablaría con los detectives mientras trabajaba, anunció. Confiaba en que no les importaría.

Caramba con el apenado novio, pensó Lynley.

– Ningún problema -dijo Hanken.

Julian pareció adivinar los pensamientos de Lynley.

– En este momento el trabajo es un consuelo -dijo-. Espero que lo comprenda.

– ¿Necesitas ayuda, Julie? -preguntó Samantha.

– Gracias. Puedes darles galletas, Samantha. Voy a montar de nuevo el laberinto.

Entró en el compartimiento, con movimientos seguros y decididos. Samantha fue a buscar la comida.

Aquella intrusión humana en sus dominios deleitó a los cachorros. Dejaron de jugar y rodearon a Julian, ansiosos de una nueva distracción. Les habló en murmullos, palmeó sus cabezas y tiró cuatro pelotas y varios huesos de goma al fondo del compartimiento. Cuando los perros se lanzaron tras ellos, se puso a trabajar en el laberinto, que desmontó gracias a una serie de ranuras en la madera.

– Nos han dado a entender que usted y Nicola Maiden se habían prometido en matrimonio -dijo Hanken-. También nos han dicho que sucedió hace poco.

– Nuestro más sentido pésame -añadió Lynley-. Ya imagino que no tendrá ganas de hablar de ello, pero tal vez pueda decirnos algo que ayude a nuestra investigación.

Julian dedicó su atención a los lados del laberinto, que encajó con cuidado mientras hablaba.

– Engañé a Andy y Nan. En aquel momento fue más fácil que dar explicaciones. No paraban de preguntar si nos habíamos peleado. Todo el mundo lo preguntó cuando ella no apareció.

– ¿Les engañó? Entonces ¿no se habían prometido?

Julian desvió la mirada hacia la dirección que Samantha había tomado para ir en busca de las galletas para perros.

– No -dijo en voz baja-. Yo se lo pedí. Ella me rechazó.

– ¿Los sentimientos no eran mutuos? -preguntó Hanken.

– Supongo que no, si se negó a casarse conmigo.

Samantha regresó, arrastrando un saco de arpillera, con los bolsillos abultados de galletas para los cachorros.

– Espera, Julie -dijo cuando entró en el compartimiento-. Déjame ayudarte.

– No hace falta.

– No seas tonto. Soy más fuerte que tú.

Julian parecía incómodo.

– ¿Cuándo tuvo lugar esa proposición de matrimonio exactamente? -preguntó Lynley.

Samantha se volvió un instante hacia su primo. Giró de nuevo con igual celeridad y empezó a esconder galletas en el compartimiento.

– El lunes por la noche -contestó Julian-. La noche antes de… de que Nicola fuera de acampada al páramo. -Reanudó con brusquedad su trabajo. No miró a los detectives-. Sé lo que parece. No soy tan idiota para no saberlo. Yo me declaro, ella me rechaza y luego muere. Sí, sé exactamente lo que parece. Pero yo no la maté. -Con la cabeza gacha, abrió los ojos de par en par, como si de esa manera pudiera contener las lágrimas-. Yo la quería -dijo-. La quise durante años.

Samantha se quedó petrificada al fondo del compartimiento, mientras los cachorros brincaban a su alrededor. Dio la impresión de que deseaba socorrer a su primo, pero no se movió.

– ¿Sabía usted dónde estaba esa noche? -preguntó Hanken-. ¿La noche en que murió?

– Aquella mañana, la mañana que se fue, la llamé por teléfono y nos citamos el miércoles por la noche. Pero no me dijo nada más.

– ¿No le dijo que se iba de excursión?

– Ni siquiera me dijo que se iba.

– Recibió otras llamadas antes de marcharse -dijo Lynley-. Una mujer telefoneó. Tal vez dos mujeres. También telefoneó un hombre. Nadie dijo su nombre a la madre de Nicola. ¿Tiene idea de quién querría hablar con ella?

– Ninguna en absoluto. -Julian no manifestó la menor reacción al saber que había llamado un hombre-. Podría haber sido cualquiera.

– Era muy popular -dijo Samantha desde el fondo del compartimiento-. Siempre estaba rodeada de gente aquí, de modo que debía de tener docenas de amigos de la universidad. Supongo que no paraba de recibir llamadas cuando no estaba en la facultad.

– ¿La facultad? -preguntó Hanken.

Nicola acababa de terminar un cursillo de convalidación en la facultad de derecho, explicó Julian.

– En Londres -añadió, cuando preguntaron dónde estudiaba-. Durante el verano vino a trabajar para un tipo llamado Will Upman. Tiene un bufete de abogados en Buxton. Su padre se lo consiguió porque Upman es cliente habitual del hostal. Y porque, supongo, confiaba en que ella trabajara para Upman en Derbyshire cuando terminara el cursillo.

– ¿Eso era importante para sus padres? -preguntó Hanken.

– Era importante para todo el mundo -contestó Julian.

Lynley se preguntó si «todo el mundo» incluía a la prima de Julian. La miró. Estaba muy ocupada escondiendo galletas para que los cachorros las buscaran. Formuló la siguiente pregunta obvia. ¿Cómo se había separado Julian de Nicola la noche en que le propuso matrimonio? ¿Irritado? ¿Amargado? ¿Desconcertado? ¿Esperanzado? Era muy duro, dijo Lynley, pedir a una mujer que se casara contigo y ser rechazado. Sería comprensible que dicho rechazo condujera a un estallido pasional inesperado.

Samantha se levantó.

– ¿Es su inteligente manera de preguntar si la mató?

– Samantha -le advirtió Julian-. Estaba decepcionado, por supuesto. Estaba triste. ¿Quién no?

– ¿Nicola estaba liada con otro? ¿Por eso le rechazó?

Julian no contestó. Lynley y Hanken intercambiaron una mirada.

– Ah, ya entiendo por dónde va -dijo Samantha-. Piensa que Julie llegó a casa el lunes por la noche, la telefoneó al día siguiente para concertar una cita, descubrió dónde iba a estar aquella noche, cosa que por supuesto no admitirá, y la asesinó. Bien, déjeme que le diga algo: es absurdo.

– Tal vez, pero una respuesta a la pregunta sería de gran ayuda -observó Lynley.

– No -respondió Julian.

– ¿No estaba liada con alguien? ¿O a usted no se lo habría dicho?

– Nicola era sincera. Si hubiera mantenido relaciones sentimentales con otro me lo habría dicho.

– ¿No habría intentado ocultarlo, para no herir sus sentimientos?

Julian rió con tristeza.

– Dorar la píldora a los demás no era su estilo, créame.

Pese a sus sospechas sobre otras personas, la respuesta de Julian impulsó a Hanken a preguntar:

– ¿Dónde estuvo el martes por la noche, señor Britton?

– Con Cass.

– ¿Con la perra?

– Estaba pariendo, inspector. No se puede dejar sola a una perra cuando está pariendo.

– ¿Usted también estuvo aquí, señorita McCallin? -preguntó Lynley-. ¿Colaboró en el parto?

La joven se mordió el labio inferior.

– Sucedió por la noche. Julian no me despertó. Vi a los cachorros por la mañana.

– Entiendo.

– ¡No, no entiende nada! -exclamó Samantha-. Piensa que Julie está implicado. Ha venido para obligarle con engaños a decir algo que le implicará. Así trabajan ustedes.

– Trabajamos para descubrir la verdad.

– Ah, claro. Dígaselo a los Cuatro de Bridgewater. Aunque ahora solo quedan tres, ¿verdad? Porque uno de esos pobres desgraciados murió en la cárcel. Llama a un abogado, Julian. No digas ni una palabra más.

Julian Britton acompañado de su abogado era justo lo que no necesitaban en ese momento.

– Usted guarda registros de los perros, señor Britton. ¿Tomó nota de la hora del parto?

– No nacen todos a la vez, inspector -dijo Samantha.

– Cass empezó a parir alrededor de las nueve. Dio a luz a eso de la medianoche. Eran seis cachorros, aunque uno nació muerto, y por eso tardó varias horas. Si quiere las horas exactas, están consignadas en los registros. Samantha puede ir a buscar el libro.

La joven lo hizo. Cuando volvió, Julian le dijo:

– Gracias. Casi he terminado aquí. Me has ayudado mucho. Yo me encargaré del resto.

Era evidente que la estaba despidiendo. Dio la impresión de que ella le comunicaba algo con la mirada. Fuera lo que fuese, Julian no pudo o no quiso recibir el mensaje. Samantha dirigió una leve mirada ominosa a Lynley y Hanken antes de salir. Los ladridos de los perros que había fuera se incrementaron hasta que ella abrió y cerró la puerta a su espalda.

– Tiene buenas intenciones -dijo Julian-. No sé qué haría sin ella. Intentar poner en pie de nuevo la mansión es un trabajo muy duro. A veces me pregunto por qué lo emprendí.

– ¿Por qué lo hizo? -preguntó Lynley.

– Aquí han vivido los Britton desde hace cuatrocientos años. Sueño con prolongarlos durante unos siglos más.

– ¿Nicola Maiden era parte de ese sueño?

– En mi mente sí. En la suya, no. Tenía sus propios sueños, planes, o lo que fueran. Pero eso es normal, ¿verdad?

– ¿Le habló de ellos?

– Solo me dijo que no compartía los míos. Sabía que yo no podía ofrecerle lo que deseaba. No en este momento, y tal vez nunca. Pensó que lo más prudente era continuar nuestra relación como siempre.

– ¿Qué clase de relación era?

– Éramos amantes, si eso es lo que está preguntando.

– ¿En el sentido habitual? -preguntó Hanken.

– ¿Qué quiere decir?

– La chica estaba afeitada. Eso sugiere… cierta peculiaridad sexual de su relación.

Un feo rubor invadió la cara de Julian.

– Ella era rara. Se depilaba a la cera. También se hizo piercings en el cuerpo. En la lengua, el ombligo, los pezones y la nariz. Ella era así.

No parecía la mujer apropiada para casarse con un terrateniente empobrecido, pensó Lynley. Se preguntó por qué Julian Britton lo había creído posible.

No obstante, Britton pareció leerle el pensamiento.

– Todo eso no significa nada -dijo-. Ella era como era. Las mujeres de ahora son así. Las mujeres de su edad, al menos. Como usted es de Londres, supongo que ya lo sabe.

Era verdad que se veía de todo en las calles de Londres. Solo un investigador miope juzgaría a las mujeres de menos de treinta años, o incluso de más, sobre la base de que se depilaban a la cera o se perforaban el cuerpo. De todos modos, los comentarios de Julian intrigaron a Lynley. Contenían tal vehemencia que valía la pena sondear.

– Es lo único que puedo decirles-dijo.

Julian abrió el libro de registros que su prima le había traído. Buscó una sección señalizada por un marcador azul y pasó varias páginas hasta encontrar lo que buscaba. Dio la vuelta al libro para que Lynley y Hanken pudieran verlo. La página llevaba el nombre de Cass en grandes mayúsculas, y documentaba las horas del alumbramiento de cada cachorro, así como las horas en que el parto había empezado y terminado.

Le dieron las gracias por la información y se marcharon. Lynley fue el primero en hablar cuando estuvieron fuera.

– Esas horas estaban escritas a lápiz, Peter, todas.

– He tomado nota. -Hanken indicó con un gesto la mansión-. Menudo equipo forman, ¿verdad? «Julie» y su prima.

Lynley le dio la razón. Y se preguntó a qué jugaba ese equipo.

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