13

El cielo nocturno estaba sembrado de estrellas cuando Lynley salió por el porche de entrada a Maiden Hall. Como de niño había sido un amante del cielo nocturno de Cornualles, donde, como en el cielo de Derbyshire, podía ver, estudiar y nombrar las constelaciones con una facilidad imposible en Londres, se detuvo junto a la columna de piedra que señalaba el borde del aparcamiento y contempló la bóveda celeste. Buscaba una respuesta a lo que significaba todo.

– Ha de haber una equivocación en sus registros -le había dicho Nan Maiden con serena insistencia. Tenía los ojos hundidos, como si las últimas treinta y seis horas le hubieran arrebatado una fuerza vital que nunca recuperaría-. Nicola no habría dejado la facultad de derecho. Y no lo habría hecho sin decírnoslo, desde luego. Ella era así. Le gustaba el derecho. Además, se pasó todo el verano trabajando para Will Upman. ¿Por qué demonios lo habría hecho si hubiera dejado la facultad en…? ¿Ha dicho mayo?

Lynley les había acompañado en coche desde Buxton, y les había seguido al interior del hostal para una conversación final. Como el salón estaba ocupado todavía por los huéspedes y los clientes que habían ido a cenar, dedicados a sus cafés, licores y dulces, se refugiaron en un despacho contiguo al mostrador de recepción. Había poco espacio para tres personas, pues la habitación estaba pensada para una sola, que trabajaba en un ordenador detrás del escritorio. Un fax estaba escupiendo un largo mensaje cuando entraron. Andy Maiden le echó un vistazo, y lo depositó en la bandeja de reservas.

Los Maiden no sabían que su hija había dejado la facultad de derecho. Tampoco sabían que se había trasladado a Fulham para vivir con una joven llamada Vi Nevin, de la que Nicola nunca les había hablado. Y tampoco sabían que había trabajado en MKR Financial Management. Lo cual negaba la anterior aseveración de Nan Maiden de que su hija había sido la encarnación de la sinceridad.

Andy Maiden había guardado silencio ante esas revelaciones. Pero parecía destrozado, como si cada nueva información sobre su hija fuera un mazazo psíquico. Mientras su esposa intentaba explicar las inconsistencias de los actos de su hija, él parecía concentrado en asimilarlas, al tiempo que minimizaba el dolor infligido a su corazón.

– Quizá quería trasladarse a una facultad más cercana al norte. -Nan se veía patéticamente ansiosa por creer en sus palabras-. ¿No hay una en Leicester, o en Lincoln? Y como estaba comprometida con Julian, debía de querer estar más cerca de él.

Desengañarla de la idea de un compromiso matrimonial con Julian Britton había sido una tarea más difícil de lo que Lynley creía. Los esfuerzos de Nan Maiden cesaron por completo cuando Lynley reveló la tergiversación que Britton había elaborado sobre su relación con Nicola. La mujer se quedó perpleja.

– ¿No eran…? Pero entonces ¿por qué…? -Se volvió hacia su marido, como si él fuera capaz de explicar lo inexplicable.

De ese modo, Lynley llegó a la conclusión de que no era imposible que los Maiden ignoraran que su hija poseía un busca. Y cuando Nan Maiden demostró estar tan en la inopia como su marido respecto al aparato, Lynley se sintió inclinado a creerla.

De pie en el espacio en penumbras que separaba el aparcamiento, casi en tinieblas, de las ventanas iluminadas del hotel, Lynley se permitió unos minutos para reflexionar sobre una circunstancia que le rondaba la cabeza: Hanken había dicho que sostener en los brazos a un bebé, hijo y creación propios, cambiaba a un hombre de forma irrevocable. Y que el dolor de perder a ese hijo sería algo inimaginable. Así pues, ¿qué sentía un hombre como Andy Maiden en este momento? Y para colmo, además de la pérdida, averiguar que su única hija tenía secretos. ¿Cómo debía de sentirse? La muerte de un hijo, pensó, mata el futuro y diezma el pasado, de forma que el primero se convierte en una cárcel sin fin y el segundo en un tácito reproche por cada momento no pasado con el hijo por las exigencias del trabajo. Uno no se recobraba de una muerte semejante. Solo adquiría destreza en continuar adelante a trompicones.

Miró las ventanas del hostal y vio que la silueta de Andy Maiden abandonaba el pequeño despacho y se encaminaba hacia la escalera. La luz del despacho continuó encendida y en la ventana apareció la silueta de Nan Maiden. Lynley comprendió el abismo que separaba a los Maiden, y sintió deseos de decirles que no cargaran con su dolor por separado. Habían creado juntos a su hija Nicola, y la enterrarían juntos. ¿Por qué tenían que llorarla solos?

«Todos estamos solos, inspector», le había dicho en cierta ocasión Barbara Havers, en un caso similar de dos padres que se habían visto obligados a llorar la muerte de un hijo. «Y créame, pensar de una manera distinta no es más que una jodida ilusión.»

Pero no quería pensar en Barbara Havers, en su sabiduría o en su falta de ella. Quería hacer algo para proporcionar a los Maiden un poco de paz. Se dijo que les debía eso, si no a unos padres cuyo sufrimiento confiaba en no experimentar jamás, sí a un ex colega cuyos servicios habían dejado en deuda a agentes como él. No obstante, también deseaba proporcionarles paz como protección contra cualquier dolor venidero, con la esperanza de que atenuar su pena actual les evitaría tener que experimentar una congoja similar.

No podía cambiar la muerte de Nicola y los secretos que había ocultado a sus padres, pero sí refutar la información que empezaba a parecer inventada, disfrazada de revelación inocente pero pergeñada aviesamente.

Al fin y al cabo, Will Upman era la persona que había hablado de un busca y un amante londinense. ¿Y quién mejor que Upman, tan interesado en la joven, para inventar tanto posesiones como revelaciones, con el fin de desviar la atención de la policía? Tal vez él había sido el amante en cuestión, que colmaba de regalos a una mujer que era tanto su obsesión como su empleada. Una vez enterado de que abandonaba la carrera de derecho, de que se marchaba de Derbyshire para establecerse en Londres, ¿cómo habría reaccionado a la circunstancia de perderla para siempre? De hecho, sabían por las postales que Nicola enviaba a su compañera de piso que tenía un amante, además de Julian Britton. Y no habría sentido la necesidad de utilizar mensajes codificados (por no hablar de las maniobras insinuadas en las postales) si hubiera podido exhibirse abiertamente con el hombre en cuestión.

Y también estaba el tema del lugar que ocupaba Julian Britton en la vida de Nicola. Si de veras la había querido y deseado convertirla en su mujer, ¿cómo habría reaccionado tras averiguar su relación con otro hombre? Era muy posible que Nicola hubiera revelado dicha relación a Britton como parte de su negativa a casarse con él. Si lo había hecho, ¿qué ideas había rumiado Britton, y adonde le habían conducido el martes por la noche?

Una puerta exterior se cerró en alguna parte. Sonaron pasos sobre la grava, y por una esquina del edificio apareció un hombre llevando una bicicleta. La guió hasta un charco de luz procedente de una ventana y sacó una pequeña herramienta que aplicó a una rueda.

Lynley le reconoció de la tarde anterior, cuando por la ventana del salón le había visto alejarse pedaleando del hostal, mientras él y Hanken esperaban a los Maiden. En tanto Lynley le observaba, acuclillado junto a la bicicleta con un espeso mechón de pelo sobre los ojos, vio que su mano quedaba atrapada entre los radios.

– Merde! Saloperie de bécane! Je sais pas ce qui me retient de t'envoyer à la casse -gritó el hombre, y se incorporó, con los nudillos apretados contra la boca.

Al oírle, Lynley también reconoció el inconfundible sonido de un diente de la rueda de la investigación al encajar en su sitio. Corrigió sus anteriores ideas y conjeturas al punto, y comprendió que Nicola Maiden había hecho algo más que bromear con su compañera de piso de Londres. También le había proporcionado una pista.

Se acercó al hombre.

– ¿Se ha hecho daño?

Él giró en redondo, sobresaltado, y se apartó el pelo de los ojos.

– Bon Dieu! Vous m'avez fait peur!

– Perdone. No era mi intención -dijo Lynley. Extrajo su identificación y se presentó.

La única reacción del otro hombre al escuchar las palabras «New Scotland Yard» fue un leve fruncimiento de entrecejo. Contestó en su inglés de fuerte acento francés que era Christian-Louis Ferrer, chef de cocina y principal motivo de que Maiden Hall hubiera obtenido una étoile Michelin.

– Veo que tiene problemas con su bicicleta. ¿Necesita que le lleve a algún sitio?

No. Mais merci quand même. Largas horas en la cocina le robaban tiempo para el ejercicio. Necesitaba dos paseos al día en bicicleta para mantenerse en forma. Este vélo de merde (con un gesto despreciativo hacia la bicicleta) era mejor que nada, pero habría agradecido un deux roues más adecuado para carreteras y pistas.

– ¿Le importa que hablemos antes de que se marche? -preguntó con cortesía Lynley.

Ferrer se encogió de hombros, con el típico estilo francés, dando a entender que si un policía quería hablar con él, sería una estupidez por su parte negarse. Estaba de espaldas a la ventana, pero cambió de postura y expuso su rostro a la luz.

Al verle iluminado, Lynley comprobó que era mucho mayor de lo que parecía desde lejos. Aparentaba más de cincuenta años. La edad y la buena vida habían dejado huellas en su rostro, y su cabello castaño estaba espolvoreado de gris.

Lynley no tardó en descubrir que el inglés de Ferrer era excelente cuando le daba la gana. Pues claro que conocía a Nicola Maiden, dijo, y la denominó la malhereuse jeune femme. Se había esforzado durante los últimos cinco años en elevar Maiden Hall a su actual posición de temple de la gastronomie (¿sabía el inspector los poquísimos restaurantes rurales ingleses que habían sido recompensados con una étoile Michelin?), así que conocía muy bien a la hija de sus patrones. Había trabajado en el comedor durante todas sus vacaciones de verano desde que él practicaba sus artes para monsieur Andí, de modo que era lógico que la conociera.

Ah. Estupendo. ¿La conocía bien?, preguntó Lynley con tono inocente.

En ese momento, Ferrer no consiguió entender el inglés, si bien su sonrisa ansiosa y educada, aunque falsa, indicó su buena voluntad.

Lynley cambió a su francés de supervivencia. Dedicó un momento a telegrafiar un silencioso mensaje de agradecimiento a su temible tía Augusta, que había decretado con frecuencia, en plena visita familiar, que ce soir, on parlera tous français à table et après le dîner. C'est la meilleure façon de se préparer à passer des vacances d'été en Dordogne, en un intento de pulir sus rudimentarias habilidades con un idioma en el que, de otra forma, solo habría sido capaz de pedir una taza de café, una cerveza o una habitación con baño.

– Su experiencia en la cocina es indudable, monsieur Ferrer -chapurreó en francés-. Y no cabe duda de que la señorita Maiden estaba a la altura de sus expectativas como camarera competente. Lo que me gustaría saber es si conocía bien a la chica. Su padre me ha dicho que toda la familia es aficionada a la bicicleta. Usted también. ¿Fue a pasear alguna vez con ella?

Si Ferrer se sorprendió de que un bárbaro inglés hablara su idioma, aunque con imperfecciones, no lo demostró. De todos modos, demoró su respuesta hasta tal extremo que Lynley repitió la pregunta, lo cual proporcionó al francés la satisfacción que, por lo visto, necesitaba.

– Sí, por supuesto, una o dos veces -dijo Ferrer en su lengua natal.

Iba en bicicleta desde Grindleford hasta Maiden Hall por la carretera, y cuando la joven se enteró, le dijo que existía una ruta a través del bosque, difícil pero más directa. No quería que se extraviara, así que le acompañó dos veces para asegurarse de que tomaba las sendas correctas.

– ¿Se aloja usted en Grindleford?

Sí. No había suficientes habitaciones en Maiden Hall para hospedar a los empleados del hotel y el restaurante. Como sin duda habría observado el inspector, se trataba de un establecimiento pequeño. Por lo tanto, Christian-Louis Ferrer había alquilado una habitación en casa de una viuda llamada madame Clooney y de su hija soltera, la cual, si había que creer a Ferrer, albergaba deseos hacia él, ay, imposibles de satisfacer.

– Estoy casado, por supuesto -dijo a Lynley-. Aunque mi amada esposa continúa viviendo en Nerville le Forêt hasta que volvamos a reunimos.

Lynley sabía que no era una situación inusual. Con frecuencia, los matrimonios europeos vivían separados. Un miembro de la pareja se quedaba con los hijos en el país natal, mientras el otro emigraba en busca de un empleo más lucrativo. Sin embargo, un innato cinismo, que enseguida atribuyó a una excesiva convivencia con Barbara Havers durante los últimos años, provocaba que sospechara de inmediato de un hombre que utilizaba el adjetivo «amada» antes del nominativo «esposa».

– ¿Lleva aquí cinco años? -preguntó-. ¿Va a casa con frecuencia, por vacaciones y fiestas?

Ay, contestó Ferrer, un hombre de su profesión extraía más provecho, al igual que su amada esposa y sus queridísimos hijos, pasando las vacaciones en busca de la excelencia culinaria. Y si bien tal búsqueda podía llevarse a cabo en Francia, y con resultados mucho más felices, Christian-Louis Ferrer conocía la sabiduría del ahorro. Si tuviera que viajar entre Inglaterra y Francia durante las vacaciones, gastaría un dinero necesario para asegurar el futuro de sus hijos y su propia jubilación.

– Debe de ser difícil estar tanto tiempo separado de la esposa -dijo Lynley-. Por no hablar de la soledad, supongo.

Ferrer gruñó.

– Un hombre hace lo que debe.

– Aun así, habrá momentos en que la soledad impulse a anhelar la relación con alguien. Incluso una relación espiritual con un alma gemela. No solo vivimos para trabajar, ¿verdad? Y un hombre como usted… Sería muy comprensible.

Ferrer cruzó los brazos con un movimiento que destacó la prominencia de sus bíceps y tríceps. En muchos aspectos, era la viva imagen no solo de la virilidad, sino de la necesidad de imponer la presencia de esa virilidad. Lynley era consciente de que se estaba dejando arrastrar por los peores estereotipos, pero debía comprobar adonde les conducía aquella conversación.

– Cinco años alejado de la mujer… -dijo con un significativo encogimiento de hombros-. Yo no lo aguantaría.

La boca de Ferrer, de labios gruesos, la boca de un hombre sensual, se curvó y sus ojos se ensombrecieron.

– Estelle y yo nos comprendemos mutuamente -dijo en inglés-. Hace veinte años que estamos casados.

– Así que se produce alguna relación ocasional en Inglaterra.

– Nada importante. Yo amo a Estelle. La otra… bueno, era lo que era.

Un devaneo útil, pensó Lynley.

– ¿Ha terminado, pues?

La expresión de Ferrer, tan cautelosa de repente, reveló el resto a Lynley.

– ¿Era el amante de Nicola Maiden?

Silencio.

Lynley insistió.

– Si usted y ella eran amantes, monsieur Ferrer, despertará menos sospechas una respuesta franca que verse confrontado con un testigo que les haya visto juntos.

– No es nada -dijo Ferrer, de nuevo en inglés.

– No diría yo eso sobre la posibilidad de ser sospechoso de un asesinato.

Ferrer alzó la cabeza y volvió al francés.

– No me refiero a las sospechas, sino a la chica.

– ¿Está diciendo que no pasó nada con la chica?

– Digo que lo sucedido no fue nada. No significó nada. Para ninguno de los dos.

– Tal vez quiera explicármelo mejor.

Ferrer desvió la vista hacia la puerta principal de Maiden Hall. Estaba abierta al agradable aire de la noche, y dentro los huéspedes se encaminaban hacia la escalera, hablando con cordialidad. Ferrer habló sin apartar la vista de los huéspedes.

– La belleza de una mujer existe para que un hombre la admire. Es lógico que una mujer desee resaltar su belleza para aumentar la admiración.

– Eso es discutible.

– Así son las cosas desde el principio de los tiempos. Toda la naturaleza apoya este sencillo y verdadero orden del mundo. Dios creó un sexo para atraer al otro.

Lynley no señaló que ese supuesto orden natural requeriría del macho de la especie, no de la hembra, que fuera más atractivo a fin de ser una pareja aceptable.

– Por tanto, como consideraba atractiva a Nicola, hizo algo para respaldar el orden natural de Dios -dijo.

– Como ya he dicho, no fue nada serio. Yo lo sabía. Ella lo sabía. -Sonrió, no sin afecto-. A ella le gustaba el juego. Me di cuenta en cuanto la conocí.

– ¿Cuando tenía veinte años?

– Es una falsa mujer la que no conoce su atractivo. Nicola no era una falsa mujer. Ella lo sabía. Yo lo sabía. Ella sabía que yo lo sabía. El resto… -Se encogió de hombros-. Hay límites a toda relación entre hombre y mujer. Si uno respeta los límites, la felicidad de la relación queda protegida.

Lynley le interrumpió.

– Nicola sabía que usted no se separaría de su mujer.

– No me pidió que dejara a mi mujer. No le interesaba eso, créame.

– Entonces…

– ¿Qué le interesaba? -El hombre sonrió, como si recordara-. Los lugares donde nos encontrábamos. El esfuerzo físico que me exigía llegar a esos lugares. Lo que quedaba de mi energía cuando llegaba. Y cómo era capaz de utilizarla.

– Ya. -Lynley pensó en los lugares: las cuevas, los túmulos, los poblados prehistóricos, las fortalezas romanas. Oooh-la-la, pensó. O como Barbara Havers habría dicho: «Bingo, inspector.» Ya tenían al señor Postal-. Usted y Nicola hacían el amor…

– Follábamos, no hacíamos el amor. Nuestro juego consistía en elegir un lugar diferente para cada encuentro. Nicola me pasaba un mensaje. Un plano, a veces. En otras, un acertijo. Si yo lo interpretaba correctamente y lo seguía correctamente… -Se encogió de hombros una vez más-. Ella me esperaba para recompensarme.

– ¿Desde cuándo eran amantes?

Ferrer vaciló antes de contestar. Tal vez hacía cálculos, o bien analizaba los perjuicios de revelar la verdad.

Por fin, dijo:

– Cinco años.

– Desde que usted llegó al hostal.

– En efecto -admitió-. Preferiría, por supuesto, que monsieur y madame… Solo serviría para disgustarles de una forma innecesaria. Siempre fuimos discretos. Nunca salíamos juntos del hostal. Primero regresaba uno, y el otro más tarde. Nunca se enteraron.

Y nunca tuvieron motivos para despedirte, pensó Lynley.

Por lo visto, el francés experimentó la necesidad de abundar en sus explicaciones.

– Fue la mirada que me dirigió la primera vez que nos vimos. Ya sabe a qué me refiero. Lo adiviné por la mirada. Su interés era parejo al mío. A veces se desencadena una necesidad animal entre hombre y mujer. No es amor. No es devoción. Es lo que se siente, un dolor, una presión, una necesidad, aquí. -Indicó la entrepierna-. Usted, como hombre, también la siente. No todas las mujeres experimentan un ansia igual a la del hombre. Pero Nicola sí. Lo percibí al instante.

– E hizo algo al respecto.

– Como ella deseaba. El juego vino después.

– ¿El juego fue idea de ella?

– Su método… Por eso nunca busqué a otra mujer en Inglaterra. No era necesario. Ella tenía un método de convertir una sencilla relación… -Buscó la palabra adecuada para describirlo-. Magia. Excitante. No me creía capaz de ser fiel a una sola amante durante cinco años. Antes de Nicola, una mujer no me había retenido más de tres meses.

– ¿Era el juego lo que la complacía? ¿Eso la ataba a usted?

– El juego me ataba a mí. Para ella era el placer físico, por supuesto.

Y también el ego, pensó con ironía Lynley.

– Cinco años es mucho tiempo para mantener a una mujer interesada, sobre todo sin esperanzas de futuro.

– También había recuerdos, por supuesto -admitió Ferrer-. Eran humildes, pero verdaderos símbolos de mi afecto. Tengo muy poco dinero, porque la mayor parte… Mi Estelle se hubiera hecho preguntas si lo que le enviaba disminuía. Eran recuerdos sencillos, pero suficientes.

– ¿Regalos para Nicola?

– Regalos, si lo prefiere así. Perfume, uno o dos dijes de oro. Ese tipo de cosas. A ella le gustaban. Y el juego continuaba. -Extrajo del bolsillo la pequeña herramienta que había utilizado en la bicicleta. Se agachó y procedió a apretar una tuerca con infinita paciencia-. Echaré de menos a mi pequeña Nicola. No nos queríamos. Pero cómo nos reíamos.

– Cuando usted quería jugar -preguntó Lynley-, ¿cómo se lo decía?

El francés alzó la cabeza con expresión de perplejidad.

– ¿Perdón?

– ¿Le dejaba una nota? ¿La llamaba al busca?

– Ah. No. Bastaba con una simple mirada. No hacía falta nada más.

– ¿Nunca la llamó al busca?

– ¿El busca? No. ¿Para qué, cuando una mirada era suficiente? ¿Por qué lo pregunta?

– Porque cuando trabajó en Buxton este verano, alguien la llamó al busca y por teléfono en diversas ocasiones. Pensé que podía ser usted.

– Ah. No era necesario. Pero el otro… no la dejaba en paz. El busca no paraba de sonar. Como un reloj.

Corroboración, por fin, pensó Lynley.

– ¿Recibía mensajes en el busca cuando estaban juntos?

– Era el único defecto de nuestro juego, el maldito busca. Ella siempre le contestaba. -Probó las tuercas con los dedos-. Bah. ¿Qué hacía con él? Poca cosa. A veces, cuando pienso en lo que debía de experimentar con él, demasiado joven para saber cómo proporcionar placer a una mujer… Qué crimen contra el amor, él con mi Nicola. Con él toleraba. Conmigo gozaba.

Lynley llenó los huecos.

– ¿Está diciendo que era Julian Britton quien la llamaba al busca?

– Siempre quería saber cuándo podían encontrarse, cuándo podrían hablar, cuándo podrían hacer planes. Ella decía: «Cariño, es increíble que me hayas llamado ahora. Estaba pensando en ti. Te lo juro. ¿Te digo lo que estaba pensando? ¿Te digo lo que haría si estuviéramos juntos?» Y entonces se lo decía. Y él se quedaba satisfecho con eso. Solo con eso.

Ferrer meneó la cabeza, asqueado.

– ¿Está seguro de que era Britton quien la llamaba?

– ¿Quién si no? Ella hablaba con él como hablaba conmigo, como se habla a un amante. Y él era su amante. No como yo, por supuesto, pero era su amante.

Lynley soslayó aquel punto.

– ¿Siempre llevaba encima el busca? ¿O solo cuando se iba del hostal?

Por lo que él sabía, siempre lo llevaba encima, contestó Ferrer. Lo llevaba sujeto a la cintura de los pantalones, la falda o a los pantalones cortos de excursión, ¿Por qué? ¿Era importante el busca para la investigación del inspector?

Esa es la cuestión, pensó Lynley.


Nan Maiden les observaba. Había subido al pasillo del primer piso, con su hilera de ventanas. Ante el alféizar de una de ellas, aparentaba contemplar la luz de la luna en los árboles, por si algún inquilino la veía.

Jugueteó con el alzapaño de las pesadas cortinas y contempló a los dos hombres conversando. Reprimió el impulso de bajar corriendo para ofrecer explicaciones y comentar las virtudes del carácter de su hija que se hubieran malinterpretado.

– Escucha, mamá -le había dicho Nicola a los veinte años, con el olor del francés pegoteado a su piel como el sabor de un vino quinado-, sé lo que hago. Ya tengo edad para saber lo que quiero hacer, y si quiero follarme a un tío lo bastante mayor para ser mi padre, me lo voy a follar. Es mi problema, y no hago daño a nadie. ¿Por qué estás tan preocupada?

Miró a su madre con aquellos ojos azul claro, tan francos, sinceros y razonables. Se desabotonó la camisa y se quitó los pantalones, y sobre ellos dejó caer las bragas y el sujetador. Cuando pasó junto a su madre camino de la bañera, el olor de Ferrer aumentó y Nan sintió náuseas. Nicola se hundió en el agua hasta que cubrió sus generosos pechos, pero no antes de que Nan viera en ellos los morados y las marcas de mordiscos. Y no antes de que Nicola observara su mirada.

– Le gusta así, mamá -dijo-. Es apasionado, pero no me hace daño. De todos modos, yo le hago lo mismo. No hay problema. No tienes que preocuparte.

– ¿Preocuparme? -dijo Nan-. No te crié…

– Mamá. -Cogió la esponja y la hundió en el agua.

El vapor invadía la habitación, y Nan se sentó sobre la tapa del váter. Se sentía mareada, atrapada en un mundo enloquecido.

– Me has educado bien -dijo Nicola-. Tampoco es un problema de cómo me has educado. Es un tío sexy, divertido y me gusta follarle. No es necesario hacer un drama de algo que solo nos concierne a los dos.

– Está casado, ya lo sabes. No puede pedirte en matrimonio. Te quiere para… ¿No ves que para él solo es una cuestión de sexo? ¿Sexo gratis sin la menor obligación? ¿No ves que eres su juguete? ¿Su pequeño juguete inglés?

– Para mí también solo es sexo -dijo con sinceridad Nicola. Sonrió, como si hubiera comprendido de repente el motivo de las preocupaciones de su madre-. ¡Mamá! ¿De veras pensabas que le quería? ¿Que quiero casarme con él o algo por el estilo? Oh, no, mamá, nada de eso. Me gusta la forma en que me hace sentir, nada más.

– ¿Y cuando la felicidad de estar con él te haga desear más y no puedas conseguirlo?

Nicola cogió el gel de baño y lo aplicó a la esponja en abundancia. Pareció confusa un momento, pero luego su rostro se iluminó.

– No me refiero a esa clase de sentimiento, el del corazón. Me refiero físicamente. La forma en que me hace sentir mi cuerpo. Eso es todo. Me gusta lo que me hace y cómo me hace sentir. Es lo que quiero de él, y es lo que me da.

– Sexo.

– Exacto. Es muy bueno, ¿sabes? -Ladeó la cabeza con una sonrisa lasciva y guiñó el ojo a su madre-. ¿O ya lo sabes? ¿Tú también te lo has tirado?

– ¡Nicola!

La joven apoyó la cabeza en el lado de la bañera.

– No pasa nada, mamá. No se lo diría a papá. Caramba, ¿lo has hecho con él? Cuando estoy en la universidad necesitará a alguien… Va, dímelo.

Nan deseó abofetearla, marcar su adorable rostro de elfo como Christian-Louis había marcado su joven y esbelto cuerpo. Tuvo ganas de sacudirla por los hombros. Su hija no debía comportarse así. Enfrentada al reproche de su madre, se suponía que debía encogerse, suplicar perdón y pedir comprensión. Pero lo último que debía hacer era confirmar las peores sospechas de su madre con la misma desenvoltura que habría empleado para contestar a la pregunta de qué había tomado para desayunar.

– Lo siento -dijo Nicola al ver que su madre no contestaba a sus frívolas preguntas-. Para ti es diferente. Ya lo veo. Lo siento, mamá.

Había cogido una navaja de la bandeja del baño y la estaba aplicando a su pierna derecha, larga, bronceada, de pantorrillas bien formadas y músculos desarrollados debido al ejercicio. Nan vio que la deslizaba sobre su piel. Temió un corte, una herida, sangre. No fue así.

– ¿Qué eres, exactamente? -preguntó-. ¿Cómo te debo llamar? ¿Calientabraguetas? ¿Pendón? ¿Puta?

Las palabras no la hirieron en absoluto. Nicola dejó la navaja y la miró.

– Soy Nicola -dijo-. La hija que te quiere mucho, mamá.

– No digas eso. Si me quisieras, no te dedicarías…

– Mamá, yo tomé la decisión de hacer esto. A plena conciencia y con conocimiento de causa. No la tomé para hacerte daño, sino porque le deseaba. Y cuando esto termine, como todo termina, lo que sienta será responsabilidad mía. Si salgo dolida, me aguanto. Lamento que lo descubrieras, porque es evidente que te ha disgustado. Pero me gustaría que supieras que intentamos ser discretos.

La voz de la razón, su querida hija. Nicola era Nicola. Decía al pan pan y al vino vino. Y mientras Nan la visualizaba con tanta nitidez (una figura espectral cuya imagen daba la impresión de formarse sobre los cristales de la ventana ante la que su madre se había detenido), intentó no pensar, y mucho menos creer, en que la sinceridad de la muchacha era lo que la había matado.

Nan nunca había comprendido a su hija, y ahora lo vio con más claridad que durante todos los años que había esperado a que Nicola emergiera de la crisálida de su adolescencia turbulenta, formada como una adulta a imagen y semejanza de sus progenitores. Al pensar en su hija, sintió sobre sus hombros el peso de un fracaso tan profundo que se preguntó si sería capaz de continuar viviendo. Que semejante hija hubiese sido fruto de su cuerpo… que tanto cocinar y limpiar y lavar y planchar y preocuparse y planificar y dar hubiera arrojado como resultado que se sintiera ahora como una estrella de mar arrancada del océano y dejada a secar, y a pudrirse, lejos del agua… que los jerséis tejidos y las temperaturas tomadas y las rodillas arañadas vendadas y los zapatitos abrillantados y las ropas siempre limpias y perfumadas no hubieran contado para nada a los ojos de la única persona por la que vivía y respiraba… Era demasiado para ella.

Se había entregado por entero al esfuerzo de la maternidad y había fracasado por completo, no había enseñado a su hija nada esencial. Nicola era Nicola.

En el fondo, Nan se alegraba de que su propia madre hubiera muerto durante la infancia de Nicola y no hubiese sido testigo del fracaso de Nan como madre. Nan era la encarnación de los valores de su madre. Nacida en una época de duras penurias, había sido educada en la disciplina de la pobreza, el sufrimiento, la generosidad y el deber. En la guerra, nadie debía buscar la gratificación de su ego. El ego era secundario a la causa común. El hogar se transformaba en un asilo para soldados convalecientes. La comida y la ropa (y, santo Dios, los regalos que una recibía en la fiesta del octavo cumpleaños, cuando los pequeños invitados habían sido advertidos por anticipado de que la homenajeada no tenía deseos, en comparación con lo que los queridos soldados necesitaban) eran arrebatadas con dulzura pero firmeza de sus manos y pasaban a otras más necesitadas. Eran tiempos difíciles, pero forjaron el temple de Nan. Como resultado, era una mujer de carácter. Y eso debería haber inculcado a su hija.

Nan se había moldeado a imagen de su madre, y su recompensa había sido una tácita pero atesorada aprobación, comunicada mediante un simple asentimiento de la cabeza. Había vivido para ese asentimiento. Significaba: «Los hijos aprenden de los padres, y tú has aprendido a la perfección, Nancy.»

Los padres aportaban al mundo de sus hijos orden y significado. Los hijos aprendían quiénes eran, y cómo comportarse, sentados en las rodillas de sus padres. Por tanto, ¿qué había visto Nicola en sus padres para convertirse en lo que había sido?

Nan no quería contestar a una pregunta que la enfrentaba cara a cara con demonios a los que no deseaba hacer frente. Era como su padre, susurraba la voz interior de Nan. Pero no, pero no. Se apartó de la ventana.

Subió hasta el piso privado de Maiden Hall. Encontró a su marido en el dormitorio, sentado en la butaca a oscuras, con la cabeza apoyada en las manos.

No levantó la vista cuando ella cerró la puerta. Nan se acercó a él, se arrodilló junto a la butaca y apoyó la mano en su rodilla. No le dijo lo que deseaba decir, que Christian-Louis había quemado piñas, que luego se convirtieron en diminutos restos de carbón, unas semanas antes, que la planta baja tardó horas en perder el olor acre resultante, y que él, Andy, no había hablado del olor porque, para empezar, ni se había fijado. No quiso decir nada de esto porque no quería pensar en las implicaciones.

– No nos perdamos a nosotros también, Andy -fue lo que dijo.

Su marido levantó la vista y Nan se quedó impresionada por lo mucho que había envejecido durante los últimos días. Su vitalidad natural había desaparecido. No podía imaginar al hombre que tenía ante ella corriendo desde Padley Gorge hasta Hathersage, esquiando con temeridad en Whistler Mountain, o pedaleando por la Tissington Trail en su mountain bike sin siquiera sudar. No parecía capaz ni de bajar la escalera, y mucho menos de volver a dedicarse a sus actividades de antaño.

– Deja que haga algo por ti -murmuró, y con una mano le apartó el pelo de la sien.

– Dime qué has hecho con él -contestó Andy.

Dejó caer la mano.

– ¿Con qué?

– ¿Te lo llevaste al páramo esta tarde? Tienes que haberlo hecho. Es la única explicación.

– Andy, no sé de qué…

– Basta. Solo dímelo. Y dime por qué dijiste que no tenía uno. Eso es lo que más me gustaría saber.

Nan sintió, más que oyó, un extraño zumbido en su cabeza. Era como si el busca de Nicola estuviera en la habitación. Imposible, por supuesto. Estaba donde lo había depositado: en el fondo de una hondonada creada por dos fragmentos de roca caliza, en Hathersage Moor.

– Querido -dijo-, la verdad es que no sé de qué me estás hablando.

Andy la miró. Ella sostuvo su mirada y esperó a que fuera más directo, a que preguntara con un lenguaje explícito imposible de burlar. Nunca había sido una buena mentirosa. Podía fingir confusión e ignorancia, pero poca cosa más.

Andy no preguntó, sino que reclinó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.

– Dios -susurró-. ¿Qué has hecho?

Ella no contestó. Su marido estaba invocando a Dios, no a ella. Y los designios de Dios eran inescrutables, incluso para los creyentes. No obstante, el sufrimiento de Andy le resultaba tan doloroso que quiso proporcionarle algún consuelo. Lo encontró en una revelación parcial. Que dedujera lo que quisiera.

– Es necesario que las cosas sigan libres de complicaciones -murmuró-. Hemos de procurar que las cosas sean lo más sencillas posibles.

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