28

Hanken trató la chaqueta de cuero negro con algo cercano a la reverencia. Se calzó guantes de látex antes de coger la bolsa en la que Lynley había depositado la prenda, y cuando la extendió sobre una de las mesas del desierto comedor del hotel Black Angel, lo hizo con el tipo de devoción que se suele reservar para los servicios religiosos.

Lynley había telefoneado a su colega poco después de su inútil entrevista con los empleados del Black Angel. Hanken, que estaba cenando, juró que estaría en Tideswell antes de media hora. Cumplió su palabra.

Se inclinó sobre la chaqueta de cuero y examinó el agujero de la espalda. Parecía reciente, comentó a Lynley, que se erguía al otro lado de la mesa y contemplaba a su colega escudriñar cada milímetro de la circunferencia de la perforación. No lo sabrían con seguridad hasta examinar la chaqueta con un microscopio, continuó Hanken, pero el agujero parecía reciente, debido al estado del cuero que lo rodeaba, y sería fantástico que el forense descubriera una mínima cantidad de cedro en el borde, ¿verdad?

– En cuanto comparemos esta sangre con la de Terry Cole, un poco más de cedro será una pura formalidad, ¿no? -indicó Lynley-. Al fin y al cabo, tenemos la astilla de la herida.

– En efecto -dijo Hanken-, pero me gusta tenerlo todo atado y bien atado. -Devolvió la chaqueta a la bolsa después de examinar el forro empapado de sangre-. Esto bastará para conseguir una orden de registro, Thomas. Por cojones.

– Facilitará las cosas -admitió Lynley-. El hecho de que ceda la mansión para torneos y similares debería ser suficiente para…

– Espera un momento. No estoy hablando de una orden judicial que nos permita invadir el territorio de los Britton. Esto -Hanken levantó la bolsa- nos da otro clavo que cerrará el ataúd de Maiden.

– No veo cómo. -Entonces, cuando comprendió que Hanken iba a abundar en sus motivos para pedir una orden de registro de Maiden Hall, se apresuró a decir-: Escúchame un momento. ¿Estás de acuerdo en que un longbow ha de ser la tercera arma?

– Cuando comparo esa sugerencia con el agujero de la chaqueta, sí -dijo Hanken-. ¿Adónde quieres ir a parar?

– Al hecho de que ya sabemos el lugar donde se han utilizado longbows. En Broughton Manor se han celebrado torneos, ¿no es cierto? Para recreaciones históricas y fiestas, por lo que tú me has dicho. En tal caso, y como Julian es el hombre que aspiraba a casarse con una mujer que, como sabemos, ya en Derbyshire le traicionaba con dos hombres, ¿para qué vamos a registrar Maiden Hall?

– Porque el padre de la chica muerta es el hombre que la amenazó en Londres -replicó Hanken-. Porque gritó que la vería muerta antes de permitirle hacer lo que fuera. Porque pidió un jodido préstamo para sobornarla y conseguir que viviera tal como él deseaba, y ella se embolsó su dinero, se atuvo a sus reglas durante tres meses y después dijo: «Vale. Bien, gracias por la pasta. Ha sido muy divertido, papi, pero me vuelvo a Londres a vivir de apretar pelotas de tíos con un cilindro. Espero que lo comprendas.» Pero él no lo comprendió. ¿Qué padre lo haría?

– Peter -dijo Lynley-, sé que la situación no pinta bien para Andy…

– Lo mires por donde lo mires, la situación pinta mal para Andy.

– Pero cuando pregunté a los empleados del hotel si alguno conocía a los Britton, la respuesta fue sí. La verdad, más que sí. Fue: «Conocemos a los Britton de vista.» ¿Y por qué? -Lynley no esperó a que Hanken contestara-. Porque vienen aquí. Porque beben en el bar y comen en el restaurante. Y les resulta muy fácil hacerlo, porque Tideswell se encuentra en línea recta entre Broughton Manor y Calder Moor. Y no puedes ir a registrar Maiden Hall sin pararte a pensar qué significa eso.

Hanken mantuvo la vista clavada en Lynley mientras este hablaba. Cuando terminó, Hanken dijo:

– Ven conmigo, muchacho.

Condujo a su colega hasta la recepción del hotel, donde pidió un plano de los picos Blanco y Oscuro. Entró con Lynley en el bar y desplegó el plano sobre la mesa de un rincón.

Reconoció que Lynley no andaba equivocado. Tideswell se hallaba en el borde este de Calder Moor. Un buen excursionista dispuesto a matar podría salir del hotel Black Angel, subir a lo alto de la ciudad y atravesar el páramo hasta llegar a Nine Sisters Henge. Tardaría varias horas, teniendo en cuenta la extensión del páramo, y no sería tan práctico como seguir la ruta que la chica había tomado desde el lugar situado al otro lado de la aldea de Sparrowpit. Pero era factible. Por otra parte, el mismo asesino también habría podido conseguirlo en coche: aparcando en el mismo sitio donde Nicola había dejado el Saab, detrás del muro de piedra, para volver a casa después del doble asesinato, pasando no solo por el hotel Black Angel sino también por la aldea de Peak Forest, cerca de la cual se había deshecho del cuchillo.

– Exacto -dijo Lynley-. A eso voy. Verás que…

Pero, arguyó Hanken, si su colega examinaba con más detenimiento el plano, vería que el mismo breve desvío, inferior a tres kilómetros, que el asesino habría tomado para dejar la chaqueta de cuero en el Black Angel, para luego torcer al sur hacia Bakewell y Broughton Manor, era idéntico al desvío, inferior a tres kilómetros, que el asesino habría tomado para dejar la chaqueta en el Black Angel y luego torcer al norte, hacia Padley Gorge y Maiden Hall.

Lynley siguió las dos rutas que Hanken le había indicado. Tuvo que admitir que su colega no hacía nada para manipular los hechos y adaptarlos a una conjetura carente de base. Comprobó que el asesino (después de abandonar el lugar del crimen, atravesar Peak Forest para ocultar la navaja en el contenedor de gravilla, y desviarse un poco hacia Tideswell para dejar la chaqueta donde nadie se diera cuenta), podría haber continuado hasta el cruce de Wardlow Mires. Desde allí, una carretera conducía a Padley Gorge, y otra a Bakewell. Y cuando dos sospechosos reunían móvil y oportunidad en una misma investigación, la policía se decantaba, espoleada por todo, desde la lógica a la ética, por investigar en primer lugar al sospechoso más evidente. Es decir, había que ir a Maiden Hall.

Eso reportaría un gran padecimiento a Andy Maiden y su mujer, pero Lynley sabía que era inevitable. De todos modos, un resto de la antigua lealtad que sentía hacia Andy le impulsó a pedir a Hanken una única condición. No dirían a los Maiden lo que buscaban en Maiden Hall. La lógica imponía que no era necesario hablar más de la vida de Nicola en Londres durante la inspección.

– Solo estás prolongando lo inevitable, Thomas. A menos que Nan Maiden muera antes de que practiquemos una detención y vayamos a juicio, a la larga se enterará de todo. Incluso, aunque no lo creo, pero te lo concedo de momento, si su padre no la mató. Si Britton lo hizo por él… -Hanken hizo un ademán vago.

Lo peor aún está por salir a la luz, terminó Lynley en silencio. Lo sabía, pero si no podía evitar a su ex colega la humillación de un registro oficial de su casa y su negocio, al menos podía ahorrarle de momento el dolor añadido de ser testigo del sufrimiento de la única persona que le quedaba en el mundo.

– La fijaremos para mañana -dijo Hanken, mientras doblaba el plano y cogía la bolsa con su contenido-. Me llevaré esto al laboratorio. Vete a dormir.

Era una directriz que no le costaría cumplir, pensó Lynley.


En Londres, la esposa de Lynley también durmió mal y despertó por la mañana de mal humor. Dormir mal era algo inaudito en Helen. Por lo general, se sumía en la inconsciencia poco después de que su cabeza tocara la almohada, y permanecía en ese estado hasta la mañana. Por ello, el haber dormido mal le pareció una clara indicación de que algo la estaba fastidiando, y no tuvo que ahondar demasiado en su psique para descubrir lo que era.

Las reacciones de Tommy ante las andanzas de Barbara Havers habían constituido durante los últimos días una especie de espina bajo la piel de Helen: algo que no necesitaba afrontar en su rutina normal, pero molesto y doloroso cuando ascendía a su conciencia. Y a su conciencia había ascendido, en luces de neón, durante la última discusión de su marido con Barbara.

Helen comprendía la postura de Tommy: había dado a Barbara una serie de órdenes y Barbara las había incumplido. Tommy había considerado la circunstancia una prueba de que su ex compañera le había fallado. Barbara lo había considerado un castigo injusto. Ninguno de los dos deseaba reconocer el punto de vista del otro, y Barbara era la que pisaba un terreno menos firme. En consecuencia, a Helen no le costaba admitir que la definitiva reacción de Tommy ante el desafío de Barbara estaba justificada, y sabía que sus superiores estarían de acuerdo en la medida que había tomado.

Pero esa misma medida, cuando se contemplaba en combinación con su anterior decisión de trabajar con Winston Nkata, y no con Barbara Havers, era lo que molestaba a Helen. ¿Qué había en el fondo de la animosidad de su marido hacia Barbara?, se preguntó mientras saltaba de la cama y se ponía la bata. ¿El hecho de que le había desafiado, o el hecho de que era una mujer quien le había desafiado? Por supuesto, Helen le había planteado una variación de esta misma pregunta antes de que se marchara el día anterior, y él había negado con apasionamiento que el machismo estuviera relacionado con su reacción ante Barbara. Pero ¿no era cierto que toda la historia de Tommy refutaba su negativa?, se preguntó Helen.

Se lavó la cara, se cepilló el pelo y pensó en la cuestión. Tommy tenía un pasado sembrado de mujeres: mujeres a las que había deseado, mujeres a las que había poseído, mujeres con las que había trabajado. Su primer amor había sido la madre de un compañero de colegio, con la que había mantenido una tempestuosa relación durante más de un año, y antes de su relación con Helen su relación más apasionada había sido con la actual mujer de su mejor amigo. Aparte de esta última conexión, la relación de Tommy con las mujeres tenía una característica común, en opinión de Helen: era Tommy quien dirigía el curso de la acción. Las mujeres se dejaban llevar.

Era sencillo para él conseguir y mantener este ejercicio del mando. A lo largo de los años, montones de mujeres se habían sentido tan atraídas por su aspecto, su título o su riqueza, que entregarle no solo sus cuerpos sino también sus mentes les había parecido pecata minuta, en comparación con lo que esperaban obtener a cambio. Y Tommy se había acostumbrado a este poder. ¿Qué ser humano no habría hecho lo mismo?

La auténtica pregunta era por qué se había aferrado a ese poder la primera vez con la primera mujer. Era joven, cierto, pero aunque habría podido decantarse por mantener relaciones en igualdad de condiciones con esa primera amante, y con las posteriores, pese a la reticencia o incapacidad de las mujeres de insistir sobre dicha igualdad, no lo había hecho. Y Helen estaba segura de que las causas por las que Tommy ejercía dominio sobre las mujeres eran lo que provocaba sus dificultades con Barbara Havers.

Pero Barbara estaba equivocada, casi oyó Helen insistir a su marido, y no hay forma de que puedas tergiversar los hechos para demostrar que ella tenía razón.

Helen no podía contradecir a Tommy al respecto, pero quería decirle que Barbara Havers solo era un síntoma. La enfermedad, estaba segura, era otra cosa.

Salió de la habitación y bajó al comedor, donde Denton había preparado su desayuno favorito. Se sirvió huevos y champiñones, un vaso de zumo y una taza de café, y lo dejó todo sobre la mesa del comedor, donde la esperaba junto a los cubiertos el ejemplar matutino del Daily Mail, así como el Times de Tommy al otro lado. Ojeó el periódico mientras añadía leche y azúcar a su café. Dejó las facturas a un lado (era absurdo estropear su desayuno, pensó), y también el Daily Mail, en cuya portada se comentaba que la última y fea amante real había aparecido «radiante en el té anual de los Niños Necesitados». Era absurdo estropear también todo su día, pensó Helen.

Estaba abriendo una carta de su hermana mayor (el matasellos de Positano indicaba que Daphne había impuesto a su marido el lugar donde pasar el vigésimo aniversario de su boda), cuando Denton entró en el comedor.

– Buenos días, Charlie -le saludó Helen afablemente-. Hoy te has superado con los champiñones.

Denton no le devolvió el saludo con igual entusiasmo.

– Lady Helen… -dijo, y se debatió, o eso le pareció a Helen, entre la confusión y la desazón.

– Espero que no vayas a reñirme por el empapelado, Charlie. Telefoneé a Peter Jones y le pedí otro día. No te miento.

– No. No se trata del papel -dijo Denton, y alzó el sobre de papel manila que llevaba a la altura del pecho.

Helen dejó su tostada.

– ¿Qué pasa, pues? Pareces muy… -¿Qué parecía?, se preguntó. Muy nervioso, concluyó-. ¿Ha sucedido algo? No habrás recibido malas noticias, ¿verdad? ¿La familia está bien? Oh, Señor, Charlie, ¿te has metido en líos con una mujer?

El hombre negó con la cabeza. Helen vio que colgaba de su brazo un trapo para sacar el polvo, y las piezas encajaron en su sitio: se había puesto a limpiar y sin duda deseaba reprenderla por sus hábitos descuidados. Pobre hombre. No sabía cómo empezar.

Había venido de la dirección del salón, y Helen recordó que no había recogido la partitura que Barbara había dejado tras su brusca partida de la tarde anterior. A Denton no le habría hecho gracia, pensó Helen. Era igual que Tommy en lo tocante a la limpieza.

– Me has pillado -admitió, y señaló el sobre con un cabeceo-. Barbara lo trajo ayer para que Tommy le echara un vistazo. Temo que me olvidé, Charlie. ¿Me creerás, si prometo portarme mejor la próxima vez? Humm, supongo que no. Siempre lo estoy prometiendo, ¿verdad?

– ¿De dónde ha sacado esto, lady Helen? Esta… Me refiero a esta… -Denton señaló el sobre, como si no tuviera palabras para describir su contenido.

– Ya te lo he dicho. Lo trajo Barbara Havers. ¿Por qué? ¿Es importante?

Como respuesta, Charlie Denton hizo algo por completo inesperado. Por primera vez desde que Helen le conocía, retiró una silla de la mesa del comedor y se sentó sin pedir permiso.


– La sangre coincide -fue el conciso anuncio de Hanken a Lynley. Telefoneaba desde Buxton, donde el laboratorio forense le había informado-. La chaqueta es del chico.

Hanken continuó diciendo que faltaban escasos momentos para que consiguiera la orden de registro de Maiden Hall.

– Tengo a seis tíos capaces de encontrar diamantes en cagadas de perro. Si el arco está escondido allí, lo encontraremos.

Hanken se despachó a gusto sobre el hecho de que Andy Maiden había tenido tiempo suficiente para deshacerse del arco, en tres docenas de lugares diferentes de los alrededores del Pico Blanco, desde la noche del asesinato, lo cual provocaba que encontrar el arco fuera doblemente difícil. Pero al menos ignoraba que habían descubierto que el arma desaparecida era una flecha, lo cual les proporcionaba la ventaja de la sorpresa si no se había desembarazado del resto del equipo.

– No tenemos noticia de que Andy Maiden tire con arco -indicó Lynley.

– ¿Cuántos papeles interpretó cuando estuvo en la secreta? -fue la respuesta de Hanken-. Si quieres, puedes venir. Nos encontraremos en el hostal dentro de una hora y media.

Colgó.

Lynley colgó también, apesadumbrado.

Hanken tenía razón en acosar a Andy. Cuando casi todas las pruebas reunidas apuntaban al mismo sospechoso, lo trabajabas a fondo. No hacías caso omiso de lo que tenías delante de las narices solo porque no quisieras verlo. No evitabas pensar lo impensable solo porque no podías apartar tu mente del pasado, un recuerdo de cuando tenías veinticinco años y de una operación en la que habías anhelado participar. Como profesional, cumplías tu deber.

Y con todo, pese a que Lynley sabía que Hanken estaba siguiendo los procedimientos debidos, aún se debatía con las pruebas, hechos y conjeturas, en busca de algo que vindicara a Andy. Era lo menos que podía hacer, continuaba creyendo con obstinación.

Solo parecía existir un dato utilizable: el impermeable desaparecido de Nicola, que no se había encontrado en Nine Sisters Henge entre sus pertenencias. Solo en su habitación, mientras los sonidos matutinos del hotel empezaban a cobrar vida a su alrededor, Lynley se concentró en el impermeable y en lo que significaba su desaparición.

Al principio, habían pensado que el asesino se lo había puesto para ocultar sus ropas manchadas de sangre. Sin embargo, si el martes se hubiera detenido en el hotel Black Angel, después del asesinato, no lo habría hecho con un impermeable puesto, pues hacía una agradable noche de verano. No habría querido correr el riesgo de llamar la atención.

Para asegurarse, no obstante, Lynley telefoneó al propietario del Black Angel. Una sola pregunta, transmitida a gritos en la planta baja de un empleado a otro, fue suficiente para que Lynley supiera que nada por el estilo había sucedido en el hotel la noche de autos. ¿Qué había sido pues del impermeable?

Lynley empezó a pasearse por la habitación. Reflexionó sobre el páramo, los asesinatos y las armas, y se entretuvo en la imagen mental que se había forjado de la forma de ejecutar los crímenes.

Si el asesino había cogido el impermeable pero no se lo había puesto, parecía que solo existían dos posibilidades. O el asesino había transformado el impermeable en una especie de atado para transportar algo, o bien lo había utilizado para algo durante la ejecución del asesinato.

Lynley desechó la primera posibilidad por improbable. Pero en cuanto analizó la segunda con lo que sabían acerca de los asesinatos, lo supuesto sobre los asesinatos y lo descubierto en el hotel Black Angel, supo la respuesta.

El asesino había inmovilizado al chico con una flecha. Después, corrió tras la chica que huía y acabó con ella sin problemas. Volvió al círculo y descubrió que la herida del muchacho era grave, pero no mortal. Buscó una forma rápida de rematarle. Habría podido enderezarlo para convertirlo en un moderno san Sebastián, pero el chico no habría colaborado de buen grado. Por lo tanto, el asesino había examinado el lugar de acampada y descubierto la navaja en el impermeable. Se puso el impermeable para proteger sus ropas mientras apuñalaba al chico. Así podría entrar más tarde en el Black Angel con total impunidad.

Sin embargo, no podía dejar colgado un impermeable manchado de sangre con la chaqueta negra. La sangre de la chaqueta había empapado el forro, y quedó camuflada por el color de la prenda. La chaqueta habría podido pasar meses desapercibida, pero no así un impermeable manchado de sangre.

Pero el asesino debía deshacerse de él. Y cuanto antes mejor. ¿Dónde…?

Lynley siguió paseándose mientras imaginaba la noche, los asesinatos y lo ocurrido con posterioridad.

El asesino había abandonado la navaja en un punto de su ruta de escape. Era fácil enterrarla bajo unos centímetros de gravilla en un contenedor de la carretera, proceso que no le habría llevado más de medio minuto. Pero no podía enterrar el impermeable, porque no había bastante gravilla, y además, habría sido una estupidez detenerse en una carretera pública durante el rato que le habría costado enterrar algo tan voluminoso en el contenedor.

No obstante, algo muy similar a un contenedor habría bastado para depositar el impermeable, algo que se utilizaba cada día, algo que uno veía sin pensar, y algo que estuviera camino del hotel, donde, como bien sabía el asesino, podía dejar abandonada una chaqueta a plena vista sin que nadie se fijara en ella durante años…

¿Un buzón de cartas?, se preguntó Lynley. Desechó la posibilidad casi al instante. Aparte del hecho de que el asesino no habría querido hacer el esfuerzo de introducir la prenda centímetro a centímetro por la ranura, el correo se entregaba a diario.

¿Un cubo de basura? Se encontró de nuevo con el mismo problema. A menos que el asesino hubiera logrado enterrar el impermeable en el fondo del cubo, la primera vez que el propietario del cubo hubiera ido a vaciar una bolsa de basura, habría descubierto el impermeable. Tal vez el asesino había encontrado un cubo diseñado de tal manera que la basura ya depositada no se veía cuando alguien tiraba más. Un cubo de un parque público habría sido ideal, pues se introducían los desperdicios por una abertura en la tapa o el lado. Pero ¿dónde había un parque semejante, con un contenedor de dichas características, en la ruta de Calder Moor a Tideswell? Había que averiguarlo.

Lynley bajó la escalera y pidió en recepción el mismo plano de los Picos que Hanken había consultado la noche anterior. Tras examinar la zona, lo más parecido a un parque público que descubrió fue una reserva natural cercana a Hargatewall. Frunció el entrecejo cuando vio lo lejos que se encontraba de la ruta directa. El asesino habría tenido que recorrer bastantes kilómetros, pero valía la pena intentarlo.

Hacía una mañana muy similar a la del día anterior: gris, ventosa y lluviosa, pero al contrario que el día anterior, cuando Lynley había llegado, el aparcamiento estaba prácticamente desierto, porque era demasiado temprano para que incluso los clientes más aficionados al alcohol estuvieran en el bar. Abrió el paraguas, se subió el cuello de la chaqueta y corrió pegado a la pared del edificio hasta el único hueco que había encontrado para el Bentley la tarde anterior.

Fue cuando por fin vio lo que había visto sin darse cuenta después de su llegada.

El hueco encontrado para el Bentley estaba vacío el día anterior porque siempre sería el último hueco que escogería el conductor de un coche. Nadie que apreciase en algo su coche lo aparcaría al lado de un contenedor de escombros lleno hasta rebosar, azotado por el viento y la lluvia.

Por supuesto, pensó Lynley mientras oía un camión acercarse.

Llegó al contenedor un paso antes que los basureros municipales que recogían la basura de una semana del Black Angel.


Samantha oyó el ruido antes de ver a su tío. El sonido de botellas tintineando resonó en la vieja escalera de piedra cuando Jeremy Britton bajó a la cocina, donde Samantha estaba lavando los platos del desayuno. Consultó su reloj, que había dejado sobre un estante, cerca del fregadero de la cocina. Hasta para los parámetros del tío Jeremy, parecía demasiado temprano para empezar a beber.

Fregó la sartén en la que había freído el beicon de la mañana y fingió no reparar en la presencia de su tío. Oyó un arrastrar de pies detrás de ella. Las botellas continuaban tintineando. Cuando ya no pudo seguir fingiendo, Samantha miró para ver qué estaba haciendo su tío.

Una amplia cesta colgaba del brazo de Jeremy. En ella había depositado tal vez una docena de botellas, sobre todo de ginebra. Empezó a registrar las alacenas, en busca de más botellas que añadir a la colección. Eran botellines, como los que dan en los aviones, y las sacó del harinero, de los tupers de arroz, espaguetis y judías secas, de entre latas de fruta, del fondo del espacio reservado para ollas y sartenes. Mientras la colección crecía en la cesta, Jeremy deambulaba por la cocina como el Fantasma de las Navidades Pasadas.

– Esta vez voy a hacerlo -murmuró-. Voy a hacerlo.

Samantha puso la última olla en el escurridor y sacó el tapón del fregadero para que el agua se fuera por el desagüe. Se secó las manos en el delantal y observó. Su tío parecía más viejo que cuando había llegado a Derbyshire, y los temblores que sacudían su cuerpo colaboraban a reforzar la impresión de que estaba muy enfermo.

– ¿Qué pasa, tío Jeremy? -preguntó.

– Voy a dejarlo -contestó el viejo-. La bebida es el maldito demonio. Primero te tienta con dulzura y luego te envía al infierno.

Había empezado a sudar, y a la tenue luz de la cocina su piel parecía un limón cubierto de aceite. Con manos que se negaban a obedecerle, dejó la cesta sobre el escurridor de la encimera. Cogió una botella de Bombay Sapphire, su único amor verdadero, y la vació en el fregadero. El olor a ginebra ascendió como una fuga de gas.

Cuando la botella estuvo vacía, Jeremy la rompió contra el borde del fregadero.

– Se acabó -dijo-. He acabado con este veneno. Lo juro. Se acabó. -Entonces se echó a llorar con unos sollozos secos y roncos que estremecieron su cuerpo peor que la ausencia de alcohol en sus venas-. No puedo hacerlo solo -dijo.

Samantha se enterneció.

– Oh, tío Jeremy. Ven, déjame ayudarte. Yo sostendré la cesta. ¿O prefieres que abra las botellas?

Cogió una Beefeater y la ofreció a su tío.

– Me matará -gritó el anciano-. Ya lo está haciendo. Mírame. -Alzó sus manos, para que viera lo que ella ya había observado: sus terribles temblores. Cogió la botella de Beefeater y la rompió sin molestarse en vaciarla antes. Cayó ginebra entre ambos. Agarró otra-. Pervertido -sollozó-. Miserable. Borracho. Ahuyenté a tres, pero no fue suficiente. No, no. No estará contento hasta que el último haya desaparecido.

Samantha interpretó sus palabras. Su mujer y los hijos de Britton, decidió, la hermana, el hermano y la madre de Julian habían huido de la mansión años antes, pero no podía creer que Julian abandonara a su padre.

– Julian te quiere, tío Jeremy -dijo-. No te abandonará. Desea lo mejor para ti. Por eso está trabajando con tanto empeño en resucitar la mansión.

Jeremy vertió otro medio litro de ginebra en el fregadero.

– Es un chico maravilloso. Siempre lo ha sido. No reincidiré, no, no. Nunca más. -El contenido de otra botella se sumó a los demás-. Trabaja con denuedo para convertir este lugar en algo bueno, mientras el borracho de su padre se lo bebe todo. Pero se acabó. Para siempre.

El fregadero de la cocina se estaba llenando de cristales, pero eso no importaba a Samantha. Veía a su tío al borde de una conversión tan importante, que uno o dos kilos de cristales rotos no eran nada en comparación.

– ¿Vas a dejar la bebida, tío Jeremy? -preguntó-. ¿De veras vas a hacerlo?

Albergaba sus dudas acerca de su sinceridad, pero botella tras botella siguieron el camino de la primera. Cuando Jeremy hubo terminado con todas, se inclinó sobre el fregadero y empezó a rezar con tal fervor que Samantha lo sintió en lo más hondo.

Juró por sus hijos y sus futuros nietos que no volvería a probar ni una gota más de alcohol. No volvería a ser carne de cañón para los demonios de la ebriedad. Se alejaría de la botella para siempre y nunca miraría atrás. Se lo debía, si no a él, al menos a su hijo, cuyo cariño le había atado al hogar familiar, cuando habría podido ir a otra parte y vivido una existencia decente, normal y satisfactoria.

– De no haber sido por mí, ya estaría casado. Una esposa. Hijos. Una vida. Y yo se lo he arrebatado. Yo lo hice. Yo.

– Tío Jeremy, no has de pensar esas cosas. Julie te quiere. Sabe lo importante que es para ti Broughton Manor, y quiere convertirlo en un hogar de nuevo. En cualquier caso, aún no ha cumplido los treinta. Le quedan muchos años por delante para fundar una familia.

– La vida le está pasando de largo -dijo Jeremy-. Y le seguirá pasando de largo mientras se esfuerce por levantar esta casa. Me odiará cuando despierte y se dé cuenta.

– Pero esta es su vida. -Samantha apoyó una mano en su hombro para consolarle-. Lo que está haciendo aquí, en la mansión, día tras día, es su vida, tío Jeremy.

El hombre se enderezó, buscó en su bolsillo, extrajo un pañuelo doblado con primor y se sonó antes de volverse hacia ella. Pobrecillo, pensó la mujer. ¿Cuándo fue la última vez que lloró? ¿Por qué se avergonzaban tanto los hombres cuando la fuerza de un sentimiento razonable les doblegaba por fin?

– Quiero participar en eso otra vez -dijo Jeremy.

– ¿En qué?

– En la vida. Quiero vivir, Sammy. Esto -indicó el fregadero con un ademán-, esto arruina la vida. Ya basta.

Increíble, pensó Samantha. De pronto hablaba con energía, como si nada se interpusiera entre él y su esperanza en la abstinencia. Y ella deseó eso para él con idéntica prontitud: la vida que había imaginado para sí, feliz en su hogar, ocupado y rodeado de sus queridos nietos. Hasta pudo verlos, aquellos niños adorables que aún no habían sido concebidos.

– Estoy muy contenta, tío Jeremy -dijo-. Muy, muy contenta. Y Julian… Julie no cabrá en sí de gozo. Querrá ayudarte. Sé que lo hará.

Jeremy asintió, con la vista clavada en ella.

– ¿Tú crees? -dijo, vacilante-. ¿Después de tantos años… conmigo… así?

– Sé que te ayudará. Lo sé.

Jeremy alisó sus ropas. Se sonó ruidosamente de nuevo y guardó el pañuelo en el bolsillo.

– Le quieres, ¿verdad, muchacha?

Samantha removió los pies.

– Tú no eres como la otra. Harías cualquier cosa por él.

– Sí -reconoció ella-. Haría cualquier cosa.


Cuando Lynley llegó a Padley Gorge, el registro de Maiden Hall estaba en pleno apogeo. Hanken había ido acompañado de seis agentes, a los que desplegó de forma económica y metódica. Tres estaban registrando el piso de la familia, el piso de los huéspedes y la planta baja del hotel. Uno estaba registrando los edificios anexos de la propiedad y dos los terrenos. Hanken coordinaba el esfuerzo. Cuando Lynley frenó en el aparcamiento, lo vio fumando con semblante malhumorado bajo un paraguas, cerca de un coche policial, mientras hablaba con el agente destinado al piso de la familia.

– Reúnete con los que están peinando los terrenos -ordenó Hanken-. Si descubrís que han cavado algo, lanzaos sobre ello como sabuesos detrás de un zorro.

El agente se dirigió a la ladera que descendía hasta la carretera, donde había dos policías que caminaban a buen paso entre los árboles y bajo la lluvia.

– Hasta el momento nada -dijo Hanken a Lynley-. Pero ha de estar aquí, en algún sitio. O algo relacionado con ello. Y lo vamos a encontrar.

– Tengo el impermeable -dijo Lynley.

Hanken enarcó una ceja y tiró el cigarrillo al suelo.

– ¿De veras? Buen trabajo, Thomas. ¿Dónde lo encontraste?

Lynley le habló del proceso mental que le había guiado hasta el contenedor. Había descubierto el impermeable bajo una semana de basura del hotel, gracias a una horca y la paciencia de los basureros.

– No parece que te hayas revolcado en un contenedor -comentó Hanken.

– Me he duchado y cambiado -admitió Lynley.

La basura del contenedor, amontonada sobre el impermeable desde hacía casi una semana, lo había protegido de la lluvia, que tal vez habría eliminado las pruebas dejadas en él. La prenda de plástico solo había sido mancillada por posos de café, mondaduras de hortalizas, restos de platos, periódicos viejos y pañuelos de papel arrugados. Y como le habían dado la vuelta, esos desperdicios solo la habían manchado por el revés, hasta que había adquirido el aspecto de una lona impermeable desechada. La superficie exterior no había sido tocada, de modo que las manchas de sangre continuaban tal como habían estado el martes por la noche, mudos testigos de lo ocurrido en Nine Sisters Henge. Lynley había introducido la prenda en una bolsa de supermercado. Estaba en el maletero del Bentley.

– Vamos a recuperarlo, pues.

– ¿Están los Maiden ahí? -preguntó Lynley, al tiempo que indicaba el hostal con la cabeza.

– No necesitamos una identificación del impermeable si está manchado con la sangre del chico, Thomas.

– No era una pregunta profesional. ¿Cómo se están tomando el registro?

– Maiden afirma que ha localizado a un tío en Londres que puede someterle al detector de mentiras. Dirige un negocio llamado Polygraph Professionals, o algo por el estilo.

– Si quiere…

– Chorradas -le interrumpió Hanken, irritado-. Ya sabes que los detectores de mentiras no sirven de nada. Maiden también lo sabe. Pero eso le permite ganar tiempo, ¿no? «No me detengan, por favor. Tengo cita con el detector de mentiras.» Qué gracia. Veamos el impermeable.

Lynley se lo entregó. Estaba vuelto del revés, tal como lo había descubierto, pero uno de los bordes quedaba a la vista. La sangre había dejado una mancha púrpura en forma de hoja.

– Bien -dijo Hanken cuando lo vio-. Sí. Se lo llevaremos a los forenses, pero yo creo que lo dice todo.

Lynley no estaba tan seguro, pero se preguntó por qué. ¿Porque no podía creer que Andy Maiden había matado a su hija? ¿O porque los datos conducían en otra dirección?

– Parece desierto -dijo, en referencia al hostal.

– Debido a la lluvia -explicó Hanken-. Todos están dentro. Los que quedan. Casi todos los huéspedes se han largado, porque es lunes. Pero los Maiden sí están. Y los empleados. A excepción del chef. No suele aparecer hasta después de las dos, me han dicho.

– ¿Has hablado con los Maiden?

Hanken pareció captar el significado subyacente.

– No se lo he dicho a la mujer, Thomas -dijo, y puso el impermeable en el asiento delantero del coche policial-. ¡Fryer! -gritó en dirección a la ladera. El agente alzó la vista y se acercó trotando-. Al laboratorio -dijo, con un cabeceo en dirección al coche-. Llévales esta bolsa para que analicen la sangre. Procura que se encargue una chica llamada Kubowsky. No deja nada al azar, y tenemos prisa.

El agente pareció muy contento de huir de la lluvia. Se quitó el impermeable color lima y subió al coche. En menos de diez segundos había desaparecido.

– Un ejercicio inútil -dijo Hanken-. La sangre es del chico.

– Sin duda -admitió Lynley. De todos modos, miró hacia el hostal-. ¿Te importa si hablo con Andy?

Hanken le miró.

– No puedes aceptarlo, ¿eh?

– No puedo olvidarme de que es un policía.

– Es un ser humano. Gobernado por las mismas pasiones que nos afligen a los demás -replicó Hanken. Por suerte, pensó Lynley, no añadió el resto: Andy Maiden era mejor que la mayoría en hacer algo respecto a esas pasiones-. No lo olvides -agregó mientras se alejaba hacia los edificios anexos.

Lynley encontró a Andy Maiden y su mujer en el salón, en el mismo saloncito donde Hanken y él habían hablado con ellos la primera vez. Sin embargo, esta vez no estaban juntos, sino sentados en sofás opuestos, en silencio. Habían adoptado una postura idéntica: inclinados con los brazos apoyados sobre las rodillas. Andy se estaba frotando las manos. Su mujer le miraba.

Lynley borró de su mente la imagen shakespeariana invocada por la atención que prestaba Andy a sus manos. Llamó a su ex colega por el nombre. Andy levantó la vista.

– ¿Qué están buscando? -preguntó.

Lynley no pasó por alto el plural ni su implicación de una distinción entre él y la policía local.

– ¿Cómo estáis?

– ¿Cómo espera que estemos? No basta con que nos hayan arrebatado a Nicola. Encima tienen que poner patas arriba nuestra casa y nuestro negocio, sin tener la decencia de decirnos por qué. Agitan un sucio trozo de papel firmado por un juez y se meten dentro como una pandilla de gamberros con…

La ira de Nan Maiden amenazó con dejar paso a las lágrimas. Cerró los puños sobre el regazo, y con un movimiento más propio de su marido, las golpeó entre sí, como si eso le permitiera recuperar la calma.

– Tommy -dijo Maiden.

Lynley le ofreció lo que pudo.

– Hemos encontrado su impermeable.

– ¿Dónde?

– Está manchado de sangre. Lo más probable es que sea del chico. Suponemos que el asesino se lo puso para proteger su ropa. Tal vez contenga otras pruebas. Se lo tuvo que pasar por la cabeza.

– ¿Vas a pedirme una muestra de cabello?

– Tal vez quieras llamar a un abogado.

– ¡No puede pensar que él lo hizo! -gritó Nan-. Estaba aquí. En el nombre de Dios, ¿por qué no me cree cuando digo que estaba aquí?

– ¿Crees que necesito un abogado? -preguntó Maiden a Lynley. Ambos sabían qué estaba preguntando en realidad: «¿Hasta qué punto me conoces, Thomas? ¿Crees que soy lo que aparento ser?».

Lynley no contestó como Maiden quería.

– ¿Por qué solicitaste mi intervención? Cuando telefoneaste al Yard, ¿por qué pediste que fuera yo?

– Por tus cualidades -contestó Maiden-. Por tu sentido del honor. Sabía que podía confiar en ti. Harías lo debido. Y en caso necesario, cumplirías tu palabra.

Intercambiaron una larga mirada. Lynley sabía su significado, pero no podía correr el riesgo de que le tomaran por idiota.

– Nos estamos acercando al final, Andy. Que cumpla mi palabra o no dará igual. Necesitas un abogado.

– No.

– Pues claro que no -corroboró su mujer en voz baja, después de haber extraído fuerzas, al parecer, de la serenidad de su marido-. No has hecho nada. No necesitas un abogado, porque no tienes nada que ocultar.

Andy se miró las manos. Volvió a masajearlas. Lynley salió del salón.

El registro de Maiden Hall y sus alrededores continuó durante la siguiente hora, pero al final, los agentes no encontraron nada que se pareciera a un longbow, los restos de un longbow o un objeto relacionado con el tiro con arco. Hanken permanecía de pie bajo la lluvia, mientras el viento hacía ondear su impermeable alrededor de sus piernas. Fumaba y meditaba, estudiaba Maiden Hall como si su fachada de piedra arenisca escondiera el arco a la vista de todo el mundo. El equipo encargado del registro esperó a recibir más instrucciones, con los hombros hundidos, el cabello aplastado y las pestañas goteantes. Lynley se sentía reivindicado por la falta de éxito de Hanken. Si este iba a sugerir que Andy Maiden había eliminado de su casa todas las pruebas relacionadas con el arco aun desconociendo lo que la policía sabía sobre la flecha, estaba preparado para oponerse. Ningún asesino pensaba en todo. Incluso si el asesino era un policía, cometería un error, y ese error le costaría caro a la larga.

– Vamos a Broughton Manor, Peter -dijo Lynley-. No tardaremos mucho en conseguir una segunda orden judicial.

Hanken interrumpió sus meditaciones.

– Volved a la comisaría -ordenó a sus hombres. Y cuando estos hubieron partido dijo a Lynley-. Quiero ese informe del SO10. El que tu hombre redactó en Londres.

– No puedes seguir creyendo que fue un asesinato por venganza. Al menos, relacionado con el pasado de Andy.

– No lo creo, pero nuestro chico con un pasado tal vez haya utilizado ese pasado de una forma que aún no hemos considerado.

– ¿Cómo?

– Para encontrar a alguien que hiciera el trabajo sucio por él. Vamos, inspector. Tengo la intención de examinar los registros de tu hotel.

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