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Barbara Havers subió en ascensor hasta el piso 12 de Tower Block, que albergaba la enorme biblioteca de la Policía Metropolitana, convencida de que se encontraría a salvo entre las estanterías de libros de referencia e informes policiales. En ese momento necesitaba sentirse a salvo. Y también privacidad y tiempo para recuperarse.

Aparte de sus incontables volúmenes, la biblioteca ofrecía la mejor vista de Londres de todo el edificio. Hacia el este abarcaba desde las agujas neogóticas del Parlamento hasta la orilla sur del Támesis. Hacia el norte, la cúpula de San Pablo dominaba la línea del horizonte de la ciudad. Y en un día como ése, cuando la cálida luz estival estaba virando hacia el sutil resplandor otoñal, la panorámica quedaba subordinada a la belleza de todo cuanto acariciaba aquella luz.

Barbara pensó que, si se concentraba en identificar la mayor cantidad de edificios posible, tal vez conseguiría calmarse y olvidar la humillación que acababa de sufrir.

Después de tres meses de suspensión de empleo, había recibido por fin una críptica llamada telefónica a las siete y media de aquella mañana. Era una orden apenas disimulada. ¿Querría la sargento detective Barbara Havers reunirse con el subcomisionado sir David Hillier en su despacho a las diez? La voz sonaba escrupulosamente cortés, y aún más escrupulosamente cuidadosa de no traicionar lo que ocultaba la invitación.

Sin embargo, Barbara albergaba escasas dudas sobre el propósito de la reunión. Durante los últimos tres meses había sido objeto de una investigación por parte de Asuntos Internos. Habían tomado declaración a los testigos de su comportamiento. Se habían examinado y evaluado las pruebas: una lancha motora de alta potencia, una carabina MP5 y una pistola semiautomática Glock. Y hacía tiempo que el destino de Barbara esperaba a ser divulgado.

Por eso, cuando por fin se produjo la llamada, interrumpiendo su sueño cada vez más intermitente, tendría que haber estado preparada. Al fin y al cabo, durante todo el verano había sabido que estaban investigando dos aspectos de su comportamiento como agente de la ley. Enfrentada a acusaciones criminales de agresión e intento de asesinato, enfrentada a acusaciones disciplinarias que abarcaban desde abuso de autoridad hasta negativa a obedecer una orden, tendría que haber empezado a recomponer su vida profesional, antes de su expulsión inevitable. Pero Barbara llevaba inmersa en el trabajo policial quince años, y era incapaz de imaginar su mundo sin él. Por lo tanto, había pasado toda su suspensión diciéndose que cada día transcurrido sin ser expulsada aumentaba las probabilidades de salir indemne de la investigación. Lo cual no había sido el caso, por supuesto; una agente más realista habría sabido lo que debía esperar cuando entró en el despacho del subcomisionado.

Se había vestido con esmero, cambiando sus habituales pantalones de cintura elástica por una falda y una chaqueta. Su manera de vestir era deplorable, de modo que el color no la favorecía, y el collar de perlas falsas constituía un toque ridículo que solo contribuía a resaltar el grosor de su cuello. Al menos se había lustrado los zapatos, pero cuando bajó del Mini en el aparcamiento subterráneo del Yard, se hizo una carrera en las medias al rozar con el reborde de la puerta.

La realidad era que ni unas medias perfectas, una joya bonita y un traje de un tono más misericordioso con su tez habrían alterado lo inevitable. Porque en cuanto entró en el despacho de Hillier, cuyas cuatro ventanas denotaban las cumbres del Olimpo que había alcanzado, comprendió lo que se avecinaba.

De todos modos, no había esperado que el castigo fuera tan severo. El subcomisionado Hillier era un cerdo (siempre lo había sido, y lo sería hasta el fin de sus días), pero Barbara nunca había estado sujeta a su disciplina particular. Al parecer, pensaba que una dura reprimenda no era suficiente para expresar su disgusto por el comportamiento de Barbara. Ni tampoco una nota lacerante con expresiones tales como «una desgracia para la reputación de la Policía Metropolitana», «un descrédito para el buen hacer de miles de agentes» y «una desgraciada muestra de insubordinación sin parangón en la historia de la fuerza», que sería conservada en su expediente personal por los siglos de los siglos, para que todos los agentes de rango superior a Barbara pudieran verla. El subcomisionado Hillier tampoco se abstuvo de añadir su comentario personal a las actividades que habían provocado su suspensión. Y a sabiendas de que, sin testigos, gozaba de plena libertad para recriminar a Barbara con el lenguaje que le viniera en gana, Hillier había incluido en su comentario el tipo de invectivas e insinuaciones pasadas de rosca que otro subordinado, con menos que perder, habría considerado de tipo personal más que profesional. Pero el subcomisionado no era idiota. Sabía muy bien que, debido a que su castigo no conllevaba la expulsión del cuerpo, Barbara adoptaría la postura más prudente y encajaría todas las reprimendas, por groseras que fueran.

Pero ella no tenía por qué aguantar calificativos como «estúpida escoria» y «maldita bollera». Tampoco tenía por qué fingir que no le afectaba el hecho de que el desagradable monólogo de Hillier sacara a colación su aspecto físico, sus preferencias sexuales y su potencial como mujer.

Por lo tanto, estaba afectada. Y mientras contemplaba desde la ventana de la biblioteca los edificios que se alzaban entre New Scotland Yard y la abadía de Westminster, intentaba controlar el temblor de sus manos. También intentaba contener las náuseas que le provocaba su respiración entrecortada, como si se estuviera ahogando.

Un cigarrillo habría sido de gran ayuda, pero al entrar en la biblioteca, donde no la buscarían, también había accedido a uno de los muchos lugares de New Scotland Yard en que estaba prohibido fumar. Y si bien en cualquier otro momento habría encendido uno, indiferente a las consecuencias, ahora no pensaba hacerlo.

«Otra violación de la disciplina, y está acabada», había gritado Hillier a modo de conclusión, y su rostro rubicundo había adquirido un tono tan amarronado como la corbata que llevaba.

Que no estuviera ya acabada, considerando las cúspides que había alcanzado la animosidad de Hillier, constituía un misterio para Barbara. Durante toda la perorata se había preparado para la expulsión inevitable, pero no se había materializado. Había sido avergonzada, vilipendiada y reconvenida. Pero la feroz reprimenda no había incluido la expulsión. Hillier deseaba expulsarla tanto como insultarla, pero el que no lo hubiera hecho reveló a Barbara que alguien con influencia había intervenido.

Barbara quería estar agradecida. De hecho, sabía que debía estar agradecida, pero de momento solo se sentía traicionada, debido al hecho de que ni sus superiores, ni el tribunal disciplinario, ni Asuntos Internos hubieran contemplado la situación desde su punto de vista. Una vez examinados los hechos, había pensado, todo el mundo se daría cuenta de que para salvar una vida no había tenido otra alternativa que coger el arma más cercana y disparar. Pero los que ostentaban el poder no lo habían visto así. Salvo una persona. Y se había hecho una buena idea de quién era.

El inspector detective Thomas Lynley estaba de luna de miel cuando empezaron los problemas de Barbara. Su compañero de fatigas había regresado con su esposa después de pasar diez días en Corfú, y había encontrado a Barbara suspendida de empleo e investigada por su conducta. Confuso, aquella misma noche había atravesado la ciudad para oír una explicación de la propia Barbara. Si bien su conversación inicial no fue tan halagüeña como ella hubiera deseado, Barbara supo que, al final, Lynley no permitiría que se produjera una injusticia si podía evitarlo.

Ahora estaría esperando en su despacho para saber cómo había ido su entrevista con Hillier. En cuanto se recuperara de dicha entrevista, iría a verle.

Alguien entró en la silenciosa biblioteca.

– Te digo que nació en Glasgow, Bob -dijo una mujer-. Recuerdo el caso porque yo estaba en el instituto y hacíamos trabajos sobre acontecimientos del momento.

– Te equivocas -contestó Bob-. Nació en Edimburgo.

– Glasgow -dijo la mujer-. Te lo demostraré.

«Demostrarlo» significaba explorar la biblioteca. «Demostrarlo» significaba que la soledad de Barbara había llegado a su fin.

Salió de la biblioteca y bajó por la escalera, con el fin de tener más tiempo para recuperarse y encontrar las palabras con que dar las gracias al inspector Lynley por su intervención. Era incapaz de imaginar cómo lo había hecho. Casi siempre, Hillier y él estaban enfrentados, de modo que debía de haber pedido el favor a alguien por encima de Hillier. Sabía que eso le habría costado mucho, en términos de orgullo profesional. Un hombre como Lynley no estaba acostumbrado a pedir favores a nadie. Ir a pedir un favor a los que le echaban en cara su cuna aristocrática habría sido muy difícil.

Le encontró en su despacho de Victoria Block. Estaba hablando por teléfono de espaldas a la puerta, con la silla encarada hacia la ventana.

– Cariño -estaba diciendo-, si tía Augusta ha anunciado que se impone una visita, no veo la forma de evitarlo. Sería como intentar detener un tifón… Humm, sí. No obstante, deberíamos impedir que cambiara de sitio los muebles, si mi madre está de acuerdo en venir con ella, ¿no crees? -Escuchó, y luego rió de algo que su mujer dijo-. Sí. De acuerdo. De entrada, declararemos restringido el acceso al armario ropero… Gracias, Helen… Sí. Sus intenciones son buenas.

Colgó y giró la silla hacia el escritorio. Vio a Barbara en la puerta.

– Havers -dijo con sorpresa-. Hola. ¿Qué hace aquí esta mañana?

– Hillier me ha informado -dijo ella.

– ¿Y?

– Una nota en mi expediente y una reprimenda de un cuarto de hora. Piense en la propensión de Hillier a aprovechar y exprimir el momento adecuado y se hará una idea de por dónde fueron los tiros. Nuestro Dave es un energúmeno.

– Lo siento -dijo Lynley-. ¿Y eso fue todo? ¿Un sermón y una nota en su expediente? ¿Nada más?

– No del todo. He sido degradada a agente detective.

– Ah. -Lynley cogió un bote de clips que descansaba sobre su escritorio. Sus dedos juguetearon con los clips mientras daba la impresión de concentrarse en sus pensamientos-. Habría podido ser peor. Mucho peor, Barbara. Podría haberle costado todo.

– En efecto. Sí. Lo sé. -Barbara intentaba aparentar desenvoltura-. Bien, Hillier se ha divertido. No me cabe duda de que repetirá su sermón cuando vaya a comer con el comisionado y los peces gordos. Estuve a punto de mandarlo al infierno, pero me contuve. Usted se habría sentido orgulloso.

Lynley apartó la silla del escritorio y se acercó a la ventana. Contempló la vista indiferente de Tower Block. Barbara observó que un músculo se movía en su mandíbula. Estaba a punto de explayarse sobre su gratitud (la reserva inusual del inspector insinuaba el precio que había pagado por interceder en su favor), cuando él introdujo el tema:

– Barbara, me pregunto si tiene idea de lo que ha costado impedir que la expulsaran. Reuniones, llamadas telefónicas, acuerdos, compromisos.

– Lo imagino. Por eso quería decirle…

– Y todo para impedir que recibiera lo que la mitad de Scotland Yard cree que merece.

Barbara se removió en su silla, incómoda.

– Señor, sé que usted dio la cara por mí. Sé que me habrían puesto de patitas en la calle de no ser por su intercesión. Solo quería decirle lo agradecida que estoy por reconocer la justicia de mis actos. Quería decirle que no se arrepentirá de haberme apoyado. No le daré el menor motivo. Ni a usted ni a nadie, por descontado.

– No fui yo -dijo Lynley, al tiempo que se volvía hacia ella.

Barbara le miró sin comprender.

– ¿Que usted no…?

– Yo no la apoyé, Barbara. -Después de su admisión, no bajó la vista.

Barbara pensó más tarde en el detalle y lo admiró. Aquellos ojos castaños, tan bondadosos y tan reñidos con su cabello rubio, se posaron en los suyos fijamente.

Barbara frunció el entrecejo y trató de asimilar aquello.

– Pero usted… usted conoce los hechos. Le conté toda la historia. Leyó el informe. Pensé… Acaba de mencionar reuniones y llamadas telefónicas…

– No eran mías -la interrumpió-. En conciencia, no puedo permitir que crea lo contrario.

Así que se había equivocado. Se había precipitado en sus conclusiones. Había supuesto que sus años de trabajar juntos impulsarían a Lynley a ponerse de su parte automáticamente.

– Entonces ¿está de acuerdo con ellos?

– ¿Ellos? ¿Quiénes?

– La mitad del Yard convencida de que he recibido mi merecido. Lo pregunto porque creo que deberíamos saber en qué campo jugamos los dos. Quiero decir, si vamos a trabajar… -Las palabras se le enredaban, y se obligó a hablar con parsimonia para ser precisa-. ¿Está con ellos, señor? ¿Con esa mitad?

Lynley volvió al escritorio y se sentó. La miró. Havers percibió el pesar que se transparentaba en su rostro. Lo que no sabía era hacia dónde iba dirigido. Y eso la aterrorizó. Porque era su compañero. Su compañero.

– ¿Señor? -repitió.

– No sé si estoy con ellos.

Havers sintió que se desinflaba.

Lynley debió de darse cuenta, porque continuó, con voz amable.

– He examinado la situación desde todos los ángulos. Durante todo el verano. De arriba abajo.

– Eso no forma parte de su trabajo -dijo Barbara, aturdida-. Usted investiga asesinatos, no… lo que hice.

– Lo sé. Pero quería comprender. Aún quiero comprender. Pensé que si examinaba los hechos por mí mismo, vería lo que había sucedido a través de sus ojos.

– Pero no lo consiguió. -Barbara intentaba ocultar la desolación de su voz-. No logró comprender que una vida estaba en juego. No consiguió apartar de su mente el hecho de que no pude permitir que una niña de ocho años se ahogara.

– Ése no es el caso -dijo Lynley-. Lo comprendí entonces y lo comprendo ahora. Lo que no pude apartar de mi mente era que estaba fuera de su jurisdicción, y que había recibido órdenes de…

– Al igual que ella -interrumpió Barbara-. Al igual que todo el mundo. La policía de Essex no patrulla el mar del Norte. Y ahí fue donde sucedió. Usted lo sabe. En alta mar.

– Lo sé todo. Créame. Lo sé. Que perseguía a un sospechoso, que ese sospechoso arrojó a una niña desde su barco, las órdenes que recibió cuando ocurrió eso, y su reacción a esa orden.

– No podía lanzarle un salvavidas, inspector. No habría llegado hasta ella. Se habría ahogado.

– Barbara, haga el favor de escucharme. No era su cometido, ni su responsabilidad, tomar decisiones o llegar a conclusiones. Para eso tenemos una cadena de mando. Discutir la orden que le dieron ya fue bastante grave, pero en cuanto disparó un arma contra un oficial superior…

– Supongo que tiene miedo de ser el siguiente -ironizó con amargura Havers.

Lynley dejó que las palabras colgaran entre ellos. En el silencio, Barbara se recompuso.

– Lo siento -dijo, con la sensación de que la ronquera de su voz era una traición peor que cualquier acción emprendida por ella contra quien fuera.

– Lo sé -dijo Lynley-. Sé que lo siente. Yo también lo siento.

– ¿Inspector detective Lynley?

La voz llegó desde la puerta. Lynley y Barbara se volvieron. Dorothea Harriman, secretaria del superintendente de su división, se erguía en el umbral: bien peinada con un pelo rubio color miel, bien vestida con un traje a rayas que no habría desentonado en un anuncio de modas. Barbara se sintió como siempre que estaba en presencia de Dorothea, la pesadilla de cualquier sastre.

– ¿Qué pasa, Dee? -preguntó Lynley.

– El superintendente Webberly. Quiere verle lo antes posible. Ha recibido una llamada de Operaciones Criminales. Algo ha ocurrido.

Saludó a Barbara con un movimiento de la cabeza y desapareció.

Barbara esperó, con el pulso acelerado. La llamada de Webberly había llegado en el peor momento.

«Algo ha ocurrido» significaba, en la terminología abreviada de Harriman, que se estaba preparando una buena cacería. Y en el pasado tales llamadas de Webberly iban precedidas por una invitación del inspector a acompañarle en la persecución de la pieza a cobrar.

Barbara no dijo nada. Se limitó a mirar a Lynley y esperar, consciente de que los siguientes instantes darían la medida del estado de su asociación.

Fuera de la oficina, todo se desarrollaba como de costumbre. Resonaban voces en el pasillo de suelo de linóleo. Sonaban teléfonos en los departamentos. Se celebraban reuniones. Pero dentro Barbara experimentó la sensación de que tanto Lynley como ella se habían desplazado a una dimensión de la cual dependía mucho más que su futuro profesional.

Por fin, Lynley se puso en pie.

– Tengo que ir a ver a Webberly.

– ¿Debo…? -empezó Barbara, a pesar de que él había hablado en singular. Pero no pudo terminar la pregunta porque no podría afrontar la respuesta en ese momento. Así que formuló otra-. ¿Qué quiere que haga, señor?

Lynley pensó unos momentos, dejó de mirarla por fin, y dio la impresión de que examinaba la fotografía colgada junto a la puerta: un joven risueño con un bate de criquet en la mano y un largo desgarrón en sus pantalones manchados de hierba. Barbara sabía por qué Lynley conservaba esa foto en su despacho: era un recordatorio diario del hombre de la foto, y de lo que Lynley le había hecho una lejana noche de borrachera en un coche. La mayoría de la gente alejaba de su mente las cosas desagradables. Pero Thomas Lynley no era uno de ellos.

– Creo que es mejor que pase desapercibida durante una temporada, Barbara. Deje que la marea se calme. Deje que la gente olvide esto. Déjeles olvidar.

Pero tú no podrás, ¿verdad?, preguntó ella en silencio. En cambio, lo que dijo fue un desolado:

– Sí, señor.

– Sé que no es fácil para usted -dijo Lynley, y su voz sonó tan dulce que Barbara tuvo ganas de aullar-. Pero en este momento no puedo darle otra respuesta. Ojalá pudiera.

– Entiendo, señor -fue lo único que acertó a decir-. Sí, señor.


– Degradada a agente detective -dijo Lynley al superintendente Webberly cuando se reunió con él-. Eso se lo debe a usted, ¿verdad, señor?

Webberly estaba atrincherado detrás de su escritorio y fumaba un puro. Había cerrado la puerta del despacho para proteger a los demás agentes, secretarias y empleados del humo malsano que proyectaba su tubo de tabaco. Esta consideración, sin embargo, no exoneraba de respirar el humo acre a los que se veían obligados a entrar. Lynley procuró inhalar lo menos posible. Como única respuesta, Webberly movió el puro de un lado a otro de la boca.

– ¿Puede decirme por qué? -preguntó Lynley-. En otras ocasiones ha salido en defensa de otros agentes. Nadie lo sabe mejor que yo. Pero ¿por qué en este caso, cuando todo parece tan claro? ¿Qué va a tener que pagar por haberla salvado?

– A todos nos deben favores -dijo el superintendente-, y yo pedí que me devolvieran unos cuantos. Havers obró mal, pero su corazón no la engañó.

Lynley arrugó la frente. Había intentado llegar a la misma conclusión desde que, a su regreso de Corfú, se enteró de la desgracia de Havers, pero no lo había logrado. Cada vez que se acercaba, los hechos le saltaban a la cara y exigían explicaciones. Él mismo se había encargado de conocer esos hechos de primera mano, pues había ido a Essex para hablar con la principal agente implicada. Y ahora no podía comprender cómo o por qué Webberly había perdonado la decisión de Havers de disparar un fusil contra la inspectora Emily Barlow. Dejando aparte su amistad con Havers, incluso dejando aparte la cuestión básica de la cadena de mando, ¿no debían preguntarse qué clase de anarquía profesional estaban alentando al no castigar a un miembro del cuerpo responsable de una acción tan atroz?

– Pero disparar contra un oficial… Hasta apoderarse de un fusil, cuando no tenía autoridad…

Webberly suspiró.

– Las cosas nunca son blancas o negras, Tommy. Ojalá lo fueran, pero no es así. La niña implicada…

– Emily Barlow ordenó que le arrojaran un salvavidas.

– Exacto, pero existían dudas acerca de si la niña sabía nadar. Y además… -Webberly se sacó el puro de la boca y examinó su punta- es hija única. Havers lo sabía.

Y Lynley comprendió lo que aquello significaba para su superintendente. Webberly tenía una sola luz en su vida: su hija Miranda, también única.

– Barbara está en deuda con usted, señor.

– Ya me encargaré de que la pague. -Webberly señaló una libreta que había sobre el escritorio. Lynley la miró y vio la letra del superintendente.

– Andrew Maiden -dijo éste-. ¿Te acuerdas de él?

Lynley tomó asiento en una silla delante del escritorio de Webberly.

– ¿Andy? Por supuesto. Sería difícil olvidarle.

– Eso pensaba.

– Una operación del SO10 que convertí en un estrepitoso fracaso. Menuda pesadilla.

El SO10 era el grupo de agentes más secreto y misterioso de la Policía Metropolitana. Eran responsables de llevar las negociaciones cuando había rehenes de por medio, proteger a testigos y jurados, organizar a informantes y llevar a cabo operaciones clandestinas. En una época, Lynley había deseado trabajar con ellos, pero a los veintiséis años no poseía el aplomo y la sangre fría suficientes.

– Meses de preparación se fueron al carajo -recordó-. Esperaba que Andy pediría mi cabeza.

Sin embargo, Andy Maiden no la había pedido. No era su estilo. El hombre del SO10 sabía cortar por lo sano, y eso hizo, sin echar la culpa al responsable, sino que reaccionó tal como exigía el momento: retiró a sus hombres de la operación clandestina y esperó a que se presentara otra oportunidad, meses después, una vez seguro de que ningún faux pas como el de Lynley daría al traste con sus esfuerzos.

Le llamaban Dominó por la facilidad con que adoptaba la personalidad de quien fuera, desde un asesino a sueldo hasta un partidario norteamericano del IRA. Se había especializado en operaciones relacionadas con las drogas, pero antes había dejado su impronta en el campo de los asesinos a sueldo y el crimen organizado.

– Me encontraba con él de vez en cuando en el cuarto piso -dijo Lynley a Webberly-, pero perdí su pista cuando dejó la Met. Eso fue hace… ¿cuánto? ¿Diez años?

– Poco más de nueve.

Maiden, dijo Webberly, se había jubilado en cuanto pudo, y se trasladó con su familia a Derbyshire. En los Picos había invertido los ahorros de su vida y sus energías en la renovación de un antiguo pabellón de caza. Ahora era un hotel rural, el Maiden Hall. Un lugar ideal para excursionistas, veraneantes, adeptos a la mountain bike o cualquiera que aspirara a pasar la noche fuera y tomar una cena decente.

Webberly indicó su libreta amarilla.

– Andy Maiden llevó ante la justicia a más delincuentes que cualquier otro miembro del SO10, Tommy.

– Eso no me sorprende, señor.

– Sí. Bien. Ahora solicita nuestra ayuda, y se la debemos.

– ¿Qué ha pasado?

– Su hija ha sido asesinada en los Picos. Tenía veinticinco años, y algún bastardo la dejó tirada en un lugar llamado Calder Moor.

– Vaya. Lo siento mucho.

– Encontraron también un segundo cadáver, de un chico, y nadie sabe quién demonios es. No llevaba ninguna identificación. La chica se llamaba Nicola, había ido de acampada e iba preparada para cualquier eventualidad: lluvia, niebla, sol, lo que fuera. Pero el chico no llevaba equipo alguno.

– ¿Sabemos cómo murieron?

– Aún no. -Lynley enarcó una ceja, sorprendido-. La información nos llega a través del SO10. Dime cuándo esos bastardos nos han proporcionado información rápida y gratis.

Lynley no pudo. Webberly continuó.

– Lo que sabemos es lo siguiente: el dic de Buxton se hizo cargo del caso, pero Andy quiere más y se lo vamos a dar. Ha solicitado tu intervención en particular.

– ¿Mi intervención?

– Exacto. Puede que hayas perdido su rastro después de tantos años, pero él no ha perdido el tuyo. -Webberly encajó el puro en la comisura de su boca y señaló sus notas-. Un patólogo del Ministerio del Interior está de camino hacia allí para efectuar una autopsia hoy mismo. Te cruzarás en el camino de un tal Peter Hanken. Le han dicho que Andy es uno de los nuestros, pero no sabe nada más. -Se quitó el puro de la boca y lo contempló sin verlo-. Tommy, no me andaré con rodeos. Las cosas podrían complicarse. El hecho de que Maiden haya pedido tu intervención… -Vaciló antes de concluir-. Mantén los ojos abiertos y actúa con cautela.

Lynley asintió. La situación era irregular. No recordaba otra ocasión en que un pariente de la víctima de un crimen hubiera podido elegir al agente que lo investigaría. El hecho de que Andy Maiden lo hubiera conseguido sugería esferas de influencia susceptibles de entorpecer una investigación fluida por parte de Lynley.

No podía encargarse del caso solo, y Lynley sabía que Webberly tampoco iba a pedírselo. Pero adivinaba qué agente le asignaría como compañero si le concedían la oportunidad. Habló para evitar que eso sucediera. Ella aún no estaba preparada. Ni él, por cierto.

– Me gustaría ver quiénes están de turno para acompañarme -dijo a Webberly-. Como Andy es un ex del SO10, sería preferible una persona muy diplomática.

El superintendente le miró a los ojos. Transcurrieron quince segundos antes de que hablara.

– Tú ya sabes con quién trabajas mejor, Tommy -dijo por fin.

– En efecto, señor. Gracias.


Barbara Havers se dirigió a la cantina del cuarto piso, donde pidió una sopa de verduras que se llevó a una mesa. Intentó tomarla mientras imaginaba que la palabra «paria» colgaba de sus hombros como el cartelón de un hombre-anuncio. Comió sola. Cada gesto de saludo que recibía de otros agentes parecía contaminado de un silencioso mensaje de desprecio. Mientras intentaba darse ánimos con un monólogo interior que informaba a su encogido ego de que nadie podía haberse enterado todavía de su degradación, su oprobio y la disolución de su asociación con Lynley, todas las conversaciones que se sucedían a su alrededor (sobre todo las puntuadas por alegres carcajadas) se burlaban de ella.

Abandonó la sopa. Abandonó el Yard. Firmó la salida («indispuesta» sería una fórmula bien acogida por aquellos que la consideraban contagiosa) y se encaminó a su Mini. Una parte de su ser atribuía sus actos a una combinación de paranoia y estupidez; la otra estaba atrapada en una interminable repetición de su último encuentro con Lynley, al tiempo que pasaba revista a las diversas reacciones que habría podido adoptar después de averiguar el resultado de su entrevista con Webberly.

En este estado de ánimo, se encontró conduciendo a lo largo de Millbank sin ser consciente de ello, pues no iba camino de casa. Con el cuerpo en piloto automático, llegó a Grosvenor Road y la central eléctrica de Battersea con el cerebro enfrascado en un castigo ejemplar protagonizado por Lynley. Se sentía como un espejo astillado, inútil pero peligroso. Qué fácil había sido para él desprenderse de ella, pensó con amargura. Y qué idiota había sido ella por creer durante semanas que la había defendido.

Por lo visto, para Lynley no era suficiente que un hombre al que ambos detestaron durante años la hubiera degradado, vilipendiado y humillado. Daba la impresión de que él también necesitaba encontrar una oportunidad para imponerle un poco de disciplina. En opinión de Barbara, Lynley había tomado la dirección más equivocada, y ella necesitaba un aliado.

Mientras el coche avanzaba paralelo al Támesis entre el tráfico fluido de mediodía, se hizo una buena idea de dónde encontraría tal cómplice. Vivía en Chelsea, a poco más de un kilómetro de donde se encontraba ahora.

Simon St. James era el amigo más antiguo de Lynley, compañero de colegio desde Eton. Científico forense y testigo experto, solicitaban con mucha frecuencia su colaboración tanto abogados como fiscales con el fin de decantar casos que dependían más de las pruebas que de los testigos oculares. Al contrario que Lynley, era un hombre razonable. Poseía la capacidad de observar, desinteresada y desapasionadamente, sin implicarse en las situaciones. Era justo la persona con que necesitaba hablar. Diseccionaría sin piedad las acciones de Lynley.

Lo que Barbara no pensó fue que St. James tal vez no estuviera solo en Cheyne Row. Sin embargo, el hecho de que su mujer también estuviera en casa, trabajando en el cuarto oscuro anexo al laboratorio de la última planta, no planteó una situación tan delicada como la presencia del ayudante habitual de St. James. Y Barbara no supo que el ayudante habitual de St. James estaba en casa hasta que subió por la escalera detrás de Joseph Cotter: suegro, mayordomo, cocinero y factótum general del científico.

– Los tres están trabajando -dijo Cotter-, pero ya es hora de comer, y lady Helen agradecerá la interrupción. Le gusta comer siempre a la misma hora. No ha cambiado, aunque se haya casado.

Barbara vaciló en el rellano del segundo piso.

– ¿Helen está aquí?

– En efecto. -Y añadió con una sonrisa-: Es agradable saber que algunas cosas no cambian, ¿verdad?

– Mierda -masculló Barbara.

Helen era la condesa de Asherton por derecho propio, pero también la esposa de Thomas Lynley, el cual, aunque no disimulaba preferir lo contrario, era la otra mitad de la ecuación Asherton: el conde oficial, ataviado de terciopelo y armiño. Barbara no suponía que St. James y su mujer se dedicaran a denigrar a alguien cuya mujer se encontrara presente. Comprendió que lo mejor era retirarse.

Y a punto estaba de hacerlo cuando Helen salió al rellano de la escalera, riendo y hablando hacia el interior del laboratorio.

– De acuerdo, de acuerdo. Iré a buscar un rollo nuevo. Pero si te situaras en la década actual y sustituyeses esa máquina por algo más moderno, no nos quedaríamos sin papel para el fax. Creo que de vez en cuando deberías darte cuenta de estas cosas, Simon.

Empezó a bajar por la escalera y vio a Barbara en el rellano siguiente. Su rostro se iluminó. Era una cara adorable, no hermosa en un sentido convencional, sino serena y radiante, enmarcada por una pequeña cascada de cabello castaño.

– ¡Dios mío, qué maravillosa sorpresa! Simon, Deborah, tenemos visita, de modo que ahora ya tenéis una excusa para hacer un alto y comer. ¿Cómo estás, Barbara? ¿Por qué hace tantas semanas que no venías a vernos?

No tuvo otro remedio que ir a su encuentro. Barbara dio las gracias a Cotter con la cabeza, el cual anunció en dirección al laboratorio:

– Pondré otro cubierto en la mesa.

Después volvió sobre sus pasos. Barbara subió y estrechó la mano extendida de Helen. El apretón se convirtió en un fugaz beso en la mejilla. Tan cálida bienvenida advirtió a Barbara de que Lynley aún no había informado a su mujer sobre lo sucedido aquel día en Scotland Yard.

– Justo a tiempo -dijo Helen-. Me has salvado de una incursión por King's Road en busca de papel para fax. Estoy hambrienta, pero ya conoces a Simon. ¿Para qué parar por algo tan insignificante como una comida, cuando tienes la oportunidad de esclavizarte durante unas horas más? Simon, desenróscate del microscopio, por favor. Aquí hay alguien más interesante que restos de piel encontrados en uñas.

Barbara siguió a Helen hasta el laboratorio, donde St. James solía analizar pruebas, preparar informes y documentos y organizar materiales para su recién adquirido cargo de conferenciante en el Royal College of Science. Aquel día parecía estar en el modo de testigo experto, porque se hallaba sentado en un taburete ante una mesa de trabajo, extrayendo portaobjetos de un sobre que acababa de abrir. Los restos de piel encontrados en uñas, pensó Barbara.

St. James era un hombre muy poco atractivo, tullido y entorpecido por una abrazadera que sujetaba su pierna, en lugar de aquel risueño jugador de criquet plasmado en la fotografía. Sus movimientos eran desgarbados. Sus mejores características físicas residían en el pelo, que siempre llevaba largo, indiferente al dictado de la moda, y sus ojos, que viraban del gris al azul dependiendo de la ropa, que también le era indiferente. Levantó la vista del microscopio cuando Barbara entró en el laboratorio. Su sonrisa humanizó un rostro anguloso y surcado de arrugas.

– Barbara. Hola.

Cruzó la habitación para saludarla, al tiempo que avisaba a su mujer de la llegada de Barbara Havers. Una puerta se abrió al fondo de la habitación. La mujer de St. James apareció en tejanos cortados a la altura del muslo y una camiseta color aceituna, tras una hilera de ampliaciones fotográficas colgadas de un cordel que recorría el cuarto oscuro de un extremo a otro y goteaba agua en el suelo, protegido por una esterilla de goma.

Deborah tenía muy buen aspecto, observó Barbara. Renovar su compromiso con el arte, en lugar de lamentar y llorar la cadena de abortos que había asolado su matrimonio, le había sentado de maravilla. Era agradable pensar que algo iba bien a alguien.

– Hola -dijo Barbara-. Pasaba por aquí y… -Echó un vistazo a su muñeca y comprobó que había olvidado el reloj en casa por la mañana, en sus prisas por acudir a la reunión con Hillier. Dejó caer el brazo-. De hecho, ni siquiera me di cuenta de la hora. La comida y todo eso. Lo siento.

– Estábamos a punto de hacer un alto -dijo St. James-. Quédate a comer con nosotros.

Helen rió.

– ¿A punto de hacer un alto? Una casuística repugnante. No he parado de suplicar un poco de comida desde hace hora y media, y no me hiciste caso.

Deborah la miró como aturdida.

– ¿Qué hora es, Helen?

– Tú eres tan malvada como Simon -fue la seca respuesta de Helen.

– ¿Te quedas? -preguntó St. James a Barbara.

– Ya he tomado algo -dijo-. En el Yard.

Los demás conocían el significado de la última frase. Barbara vio que la connotación se registraba en sus caras.

– Entonces, por fin te han dicho algo -dijo Deborah mientras vertía productos químicos de las bandejas en botellas de plástico que sacaba de un estante situado bajo la ampliadora-. Por eso has venido, ¿no? ¿Qué ha pasado? No. No lo expliques aún. Algo me dice que una copa te sentaría bien. ¿Por qué no vais abajo los tres? Dadme diez minutos para despejar esto y me reuniré con vosotros.

«Abajo» significaba el estudio de Simon, y allí fue donde St. James condujo a Barbara y Helen, aunque Barbara deseaba que hubiera sido Helen, no Deborah, la que se hubiera quedado arriba y continuado trabajando. Pensó en negar que su visita a Chelsea estaba relacionada con el Yard, pero comprendió que su voz ya debía de haberla traicionado. No era nada alegre.

Un viejo carrito de bebidas esperaba bajo la ventana que daba a Cheyne Row, y St. James sirvió un jerez a cada uno, mientras Barbara fingía inspeccionar la pared donde Deborah siempre mantenía una exposición cambiante de sus fotografías. Las de hoy se inscribían en el estilo que había practicado durante los últimos nueve meses: grandes ampliaciones de Polaroid tomadas en lugares como Covent Garden, Lincoln's Inn Fields, St. Botolph Church's y Spitafields Market.

– ¿Deborah va a hacer una exposición? -preguntó Barbara para ganar tiempo. Señaló las fotos.

– En diciembre. -St. James tendió a Helen su jerez. La mujer se quitó los zapatos y se sentó en una de las dos butacas de cuero que había junto a la chimenea, con sus esbeltas piernas recogidas debajo del cuerpo. Barbara observó que la estaba mirando fijamente. Helen leía a las personas de la misma forma que otra gente leía libros-. Bien, ¿qué ha pasado?

Barbara desvió la vista de la pared a la ventana, y miró la estrecha calle. No había nada en qué fijar la atención: un árbol, una fila de coches aparcados y una hilera de casas, con un andamio erigido ante dos de ellas. Barbara deseó haberse dedicado a esa profesión. Considerando la frecuencia con que se empleaban para todo, desde proyectos de remodelación hasta limpiar ventanas, la carrera de erigir andamios la habría mantenido ocupada, alejada de problemas y bien provista de dinero.

– ¿Barbara? -dijo St. James-. ¿El Yard te ha comunicado algo esta mañana?

Ella se volvió.

– Una nota en mi expediente y una degradación -contestó.

St. James hizo una mueca.

– ¿Vas a volver a las calles?

Cosa que ya le había ocurrido una vez en lo que consideraba otra vida.

– No del todo -contestó, y continuó con sus explicaciones, ahorrando los detalles más desagradables de su entrevista con Hillier y sin mencionar a Lynley para nada.

Helen lo hizo por ella.

– ¿Tommy lo sabe? ¿Le has visto, Barbara?

Lo cual nos lleva al meollo de la cuestión, pensó Barbara.

– Bien -dijo-. Sí. El inspector lo sabe.

Una fina arruga apareció entre los ojos de Helen. Dejó la copa sobre la mesa contigua a la butaca.

– Tengo la impresión de que la cosa no ha ido muy bien.

Barbara se sorprendió de su reacción ante la silenciosa solidaridad que reflejaba la voz de Helen. Sintió un nudo en la garganta. Sintió que iba a reaccionar como lo habría hecho aquella mañana en el despacho de Lynley, de no haber estado tan estupefacta cuando él regresó de su entrevista con Webberly y explicó que le habían asignado un caso. No fue el hecho de que le asignaran un caso lo que la dejó sin palabras y sin emociones por un momento, sino su elección de compañero, un compañero que no era ella.

«Así es mejor, Barbara», le había dicho, mientras recogía materiales de su escritorio.

Y ella se había tragado sus protestas, con la vista clavada en él, y se dio cuenta de que no le había conocido hasta aquel momento.

– Da la impresión de que no está de acuerdo con el resultado de la investigación interna -concluyó Barbara-. Pese a la degradación y todo eso. Cree que aún no me han castigado bastante, me parece.

– Lo siento -dijo Helen-. Debes de sentirte como si hubieras perdido a tu mejor amigo.

La sinceridad de su compasión se agolpó como un incendio tras los párpados de Barbara. No había esperado que Helen fuera la causante. Tanto la conmovió la sorprendente solidaridad de la esposa de Lynley que se oyó balbucear:

– Es que su elección… mi sustituto… quiero decir… -Buscó con rabia las palabras, pero solo consiguió encontrar aquella oleada de dolor una vez más-. Me sentó como una bofetada.

Lo único que había hecho Lynley fue proceder a una selección entre los agentes disponibles. Que su elección significara una herida para Barbara no era su problema.

El detective Winston Nkata había llevado a cabo un excelente trabajo en dos casos, en los cuales había trabajado con Barbara y Lynley. No era irracional que se le ofreciera una oportunidad de demostrar su talento fuera de Londres, en el tipo de casos especiales que antes se adjudicaban a Barbara. Pero Lynley no podía ser ajeno al hecho de que Barbara consideraba a Nkata la competencia que le pisaba los talones en el Yard. Ocho años más joven que ella, veinte años más joven que el inspector, y más ambicioso que cualquiera de los dos. Era un hombre con iniciativa, que intuía las órdenes antes de que se verbalizaran y parecía cumplirlas a plena satisfacción con una mano atada a la espalda. Barbara sospechaba desde hacía tiempo que alardeaba ante Lynley e intentaba sustituirla al lado del inspector.

Lynley lo sabía. Tenía que saberlo. Por lo tanto, su elección de Nkata parecía menos la selección lógica de un hombre que sopesaba los talentos de sus subordinados y los utilizaba según las necesidades del caso, que un ejemplo de descarada crueldad.

– ¿Tommy está enfadado? -preguntó St. James.

Pero no se había traslucido irritación tras las acciones de Lynley, y Barbara, aunque estaba desolada, no quiso acusarle de eso.

Deborah se reunió con ellos.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, y besó a su marido en la mejilla cuando pasó a su lado para servirse un poco de jerez.

Barbara repitió la historia, St. James añadió los detalles, y Helen escuchó en un silencio pensativo. Al igual que Lynley, los demás estaban en conocimiento de los hechos relacionados con la insubordinación de Barbara y su agresión a un superior. Al contrarío que Lynley, no obstante, parecían capaces de ver la situación tal como Barbara la había considerado: inevitable, lamentable, pero plenamente justificada, la única alternativa para una mujer sometida a una situación límite y en posesión de la razón.

– Al final Tommy te dará la razón, Barbara -dijo St. James-. Lo malo es que hayas tenido que pasar por esto.

Las otras dos mujeres coincidieron con él.

Todo esto tenía que haber sido gratificante para Barbara. Al fin y al cabo, solidaridad era lo que había ido a buscar a Chelsea. Pero descubrió que la solidaridad solo alimentaba su dolor y la sensación de haber sido traicionada.

– Creo que todo se reduce a esto -dijo-. El inspector quiere que alguien de su confianza trabaje con él.

Y pese a las inmediatas protestas de la mujer y los amigos de Lynley, Barbara sabía que, en ese momento, ella no era ese alguien.

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