10

Lynley entró en el aparcamiento situado frente a la comisaría de policía de Buxton, extrajo su cuerpo larguirucho del pequeño coche y examinó la fachada de ladrillo convexa del edificio. Aún estaba estupefacto por el comportamiento de Barbara Havers.

Había sospechado que Nkata le encargaría la tarea de examinar los casos de Andy Maiden a través del ordenador. Sabía que el agente negro la apreciaba. Y no se lo había prohibido, en parte porque deseaba comprobar si, después de su degradación y caída en desgracia, Barbara sería capaz de llevar a cabo una sencilla misión que no le haría ni pizca de gracia. Genio y figura, había ido a su aire, y demostrado una vez más lo que su oficial superior sabía: no tenía más respeto por la cadena de mando que un toro por una porcelana de Wedgwood. Aunque Winston le hubiera pedido que fuera a husmear a Battersea, había recibido una orden previa, y sabía muy bien que debía cumplirla antes de dedicarse a otra cosa. Caray, ¿cuándo aprendería esa mujer?

Entró en el edificio y preguntó por el oficial responsable de las pruebas recogidas en el lugar de los hechos. Después de hablar con Andy Maiden, había seguido el rastro del Saab de Nicola hasta el depósito de la policía, donde había dedicado cincuenta infructuosos minutos a hacer lo que el equipo de Hanken había realizado con ejemplar eficacia: registrar hasta el último centímetro del automóvil, por dentro y por fuera, de punta a punta. El objetivo de este registro había sido el busca de Nicola. Había salido con las manos vacías. Si Nicola Maiden lo había dejado en el Saab cuando se internó en el páramo, solo quedaba por mirar entre las pruebas halladas en el coche.

El agente en cuestión se llamaba Mott, y estaba encargado de las cajas de cartón, bolsas de papel, contenedores de plástico, tablillas con sujetapapeles y libros de registro que contenían las pruebas reunidas hasta el momento. Dio a Lynley una cautelosa bienvenida a su guarida. Estaba ocupado en atacar un bote de mermelada sobre el cual acababa de verter una generosa cantidad de crema inglesa, y, cuchara en ristre, no tenía el aspecto de un hombre que deseara ser molestado en sus actividades. Mientras masticaba con semblante dichoso, Mott se reclinó en una silla metálica plegable y le preguntó qué deseaba «mangonear».

Lynley explicó qué estaba buscando. Y, se arriesgó a añadir que, si bien era posible que el busca hubiera quedado abandonado en el coche de Nicola Maiden, cabía la posibilidad de que hubiera sido abandonado en el lugar de los hechos, en cuyo caso no quería limitar su registro a las pruebas encontradas en el Saab. ¿Le importaría a Mott que echara un vistazo a todo?

– ¿Ha dicho un busca? -Mott habló con la cuchara apoyada contra su mejilla-. Temo que no hemos encontrado nada de eso. -Inclinó la cabeza sobre el bote con devoción-. Será mejor que eche un vistazo antes a los libros de registro, señor. Es absurdo removerlo todo antes de ver la lista, ¿no?

Consciente de haber invadido el terreno de otro hombre, Lynley buscó el camino de la colaboración. Encontró un sitio libre para apoyarse y repasó el libro de registros, mientras la cuchara de Mott repiqueteaba enérgicamente contra el bote de mermelada.

Nada de lo que constaba en el libro de registros se parecía remotamente a un busca, de modo que Lynley dijo que echaría un vistazo a las pruebas. Mientras se concentraba en sacar brillo al bote (Lynley casi esperaba que se pusiera a lamer el interior de un momento a otro), Mott le dio permiso con cierta renuencia. En cuanto Lynley se calzó unos guantes de látex que le proporcionó el agente, empezó con las bolsas marcadas saab. Solo había llegado a la segunda, cuando el inspector Hanken entró como una tromba en la sala de pruebas.

– Upman nos ha mentido, el muy cabrón -anunció-: No es que me haya sorprendido descubrirlo. Asqueroso bastardo.

Lynley cogió la tercera bolsa saab, pero no la abrió.

– ¿Mentido sobre qué? -preguntó.

– Sobre el viernes por la noche. Sobre su presunta -concedió a la palabra un fuerte matiz irónico- relación de patrón y empleada con la chica.

Hanken rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó sus Marlboros. Al verlos, Mott advirtió al punto:

– Aquí no, señor. Peligro de incendio.

– Joder -dijo Hanken, y guardó los cigarrillos-. Fueron a Chequers, en efecto. Incluso hablé con una camarera, una chica llamada Margery, que les recordó al instante. Parece que nuestro Upman ha llevado a más de una pollita al Chequers en el pasado, y cuando lo hace siempre pide que les sirva Margery. Le gusta, dice ella. Y deja propinas de norteamericano. El muy imbécil.

– ¿Cuál es la mentira? -preguntó Lynley-. ¿Pidieron una habitación?

– Oh, no. Se fueron como dijo Upman. Lo que no nos dijo fue lo que ocurrió después. -Hanken sonrió, satisfecho de haber pillado en falta al abogado-. Fueron de Chequers a chez Upman -anunció-, donde la Maiden se quedó para una prolongada visita.

Hanken se recreó en su historia. Después de aprender que nunca hay que creer en lo primero que dice un abogado, escarbó un poco más tras hablar con Margery. Una breve visita al vecindario del abogado había bastado para desenterrar la verdad. Por lo visto, Upman y Nicola Maiden habían llegado a casa del leguleyo alrededor de las doce menos cuarto, y un vecino que había sacado a su perro para que hiciera sus últimas necesidades les había visto. Y se habían mostrado lo bastante cariñosos el uno con el otro como para sugerir que entre ambos existía algo más que la relación de patrón y empleada descrita por Upman.

– Lenguas en el porche -dijo Hanken con rudeza-. Nuestro Will estaba examinando su dentadura con sumo detenimiento.

– Ah. -Lynley abrió la bolsa de pruebas y vertió su contenido sobre una mesa-. ¿Es seguro que se trataba de Nicola Maiden? Podía ser la amiga divorciada. ¿Cómo se llamaba? ¿No era Joyce?

– Era Nicola, sin duda -dijo Hanken-. Cuando se marchó, a las cuatro y media de la mañana, el vecino estaba meando. Oyó voces, miró por la ventana y la distinguió cuando se encendió la luz del coche de Upman. Bien -sacó sus Marlboros por segunda vez-, ¿a qué crees que se dedicaron durante cinco horas?

– Aquí no, señor -repitió Mott.

– Mierda -masculló Hanken, y devolvió los Marlboros al bolsillo.

– Parece que será preciso hablar de nuevo con el señor Upman -dijo Lynley.

La expresión de Hanken denotó que ya estaba ansioso.

Lynley resumió a su colega la información que Nkata y Havers habían obtenido en Londres.

– Pero nadie de Derbyshire parecía enterado de que la chica no tenía la menor intención de terminar el curso -concluyó con aire pensativo-. Es curioso, ¿no crees?

– Nadie lo sabía, o alguien nos está mintiendo -dijo en tono significativo Hanken. Pareció reparar por primera vez en que Lynley estaba examinando las pruebas-. ¿Qué estás haciendo?

– Comprobando que el busca de Nicola no está aquí. ¿Te importa?

– Comprueba, comprueba.

El contenido de la tercera bolsa parecía pertenecer al maletero del Saab. Había el gato del coche, una llave de tubo, una abrazadera de neumático y un juego de destornilladores, tres bujías de encendido y un juego de cables de arranque enrollados en un pequeño cilindro de cromo. Lynley lo examinó bajo la luz.

– ¿Qué tenemos? -preguntó Hanken.

Lynley se puso las gafas. Hasta el momento, había podido identificar todos los objetos encontrados en el coche, pero ignoraba qué era aquel cilindro. Medía poco más de cinco centímetros de largo, era perfectamente liso por dentro y por fuera, y cada extremo estaba curvado y pulido, lo cual sugería que formaba una única pieza. Se abría por la mitad mediante un gozne. En cada mitad se había practicado un agujero, que llevaba un perno atornillado.

– Parece de una máquina -dijo Hanken-. Una tuerca. Un diente de rueda. Algo por el estilo.

Lynley negó con la cabeza.

– Carece de muescas interiores.

– Entonces, ¿qué? Trae, deja que le eche un vistazo.

– Guantes, señor -ladró Mott, siempre vigilante, y arrojó un par a Hanken, que se los puso.

Entretanto, Lynley había dedicado al cilindro un escrutinio más detenido.

– Tiene algo dentro. Una especie de depósito.

– ¿Aceite de motor?

– No, a menos que ahora el aceite de motor se solidifique -dijo Lynley.

Hanken lo cogió y examinó. Le dio vueltas en su palma.

– ¿Una sustancia? ¿Dónde? -preguntó.

Lynley señaló una mancha en forma de hoja de arce pequeña en un extremo del cilindro. Algo se había depositado allí, y secado hasta adquirir el color del peltre. Hanken la escudriñó, y llegó al extremo de olería, como un sabueso. Pidió a Mott una bolsa de plástico.

– Ordene que analicen esto ahora mismo -dijo.

– ¿Alguna idea? -le preguntó Lynley.

– Ninguna -contestó-. Podría ser cualquier cosa. Un poco de crema para ensalada. Mayonesa de un bocadillo.

– ¿En el maletero del coche?

– Se fue de picnic. ¿Cómo demonios voy a saberlo? Para eso están los forenses.

Era cierto, pero Lynley se sentía inquieto a causa del cilindro, y no estaba seguro de por qué.

– Peter -dijo, en un intento de ser delicado con la petición, pero sabiendo cómo sería interpretada-, ¿te importaría que echara un vistazo al lugar de los hechos?

No tenía por qué preocuparse. Hanken estaba ansioso por dedicarse a otras cosas.

– Adelante. Yo me encargo de Upman. -Se quitó los guantes y sacó los Marlboros por última vez-. No sufra un infarto, agente. No voy a encenderlo aquí. -Una vez fuera de los dominios de Mott, prosiguió mientras encendía el cigarrillo-. Ya sabes a qué huele esto: la chica tirándose a Upman, además de… ¿Cuántos tenemos hasta ahora?

– Julian Britton y el amante de Londres -confirmó Lynley.

– Y Upman será el tercero en cuanto haya hablado con él. -Hanken dio una profunda bocanada-. ¿Cómo crees que se sentía nuestro Upman, sabiendo que ella se entregaba a otros dos tíos con el mismo entusiasmo que a él?

– Te estás adelantando demasiado, Peter.

– No lo creo.

– Más importante que Upman es cómo se sentía Julian Britton -señaló Lynley-. Quería casarse con ella, no compartirla. Y si, como afirma su madre, ella siempre decía la verdad, ¿cuál pudo ser su reacción cuando averiguó a qué se dedicaba Nicola?

Hanken reflexionó unos instantes.

– Es más fácil que Britton se procurase un cómplice -admitió.

– No solo él -dijo Lynley.


Samantha McCallin no quería pensar, y cuando no quería pensar, trabajaba. Empujó una carretilla por el viejo suelo de roble de la Galería Larga, cargada con una pala, una escoba y un recogedor de polvo. Se detuvo ante la primera de las tres chimeneas de la estancia y se aplicó a eliminar la arena, el tizne, el polvillo del carbón, las deyecciones de pájaros, los nidos viejos y los helechos que por la mañana había desatascado de la chimenea. En un intento de disciplinar sus pensamientos, contaba sus movimientos: uno-recoger con la pala, dos-levantar, tres-girar, cuatro-tirar, y de esta forma vació el hogar de lo que parecían cincuenta años de escombros. Descubrió que, mientras conservaba el ritmo, era capaz de controlar su mente. Fue cuando pasó de recoger con la pala a barrer que sus pensamientos se desbocaron.

La comida había sido tranquila, con los tres alrededor de la mesa en un silencio apenas interrumpido. Solo Jeremy Britton había hablado durante la comida, cuando Samantha había depositado en mitad de la mesa una bandeja de salmón. Su tío le había cogido la mano, de forma inesperada, para luego llevársela a los labios y proclamar:

«Nos sentimos agradecidos por todo lo que estás haciendo aquí, Sammy. Nos sentimos muy agradecidos.»

Y le había dedicado una larga, lenta y expresiva sonrisa, como si compartieran un secreto.

Aunque no era así, se dijo Samantha. Pese a que su tío le había revelado sus sentimientos hacia Nicola Maiden el día anterior, ella había logrado ocultar los suyos.

Era necesario. Ahora que la policía estaba al acecho, hacía preguntas y miraba a todo el mundo con abierta suspicacia, era crucial esconder lo que sentía por Nicola Maiden.

No la había odiado. Había percibido lo que era Nicola y le había desagradado, pero no la había odiado. Solo había reconocido que era un impedimento para conseguir lo que Samantha deseaba.

En una cultura que le exigía encontrar a un hombre con el fin de definir su mundo, Samantha no se había cruzado con una perspectiva decente durante los últimos dos años. Puesto que su reloj biológico desgranaba el tiempo, y su hermano se negaba hasta a tomar una taza de café con una hembra prometedora, no fuera que le pidiera unir su vida a la de él, empezaba a creer que la responsabilidad de ampliar la familia descansaba solo sobre sus hombros. Pero había sido incapaz de olfatear a un macho pese a la humillación de enviar anuncios personales, inscribirse en un servicio de citas y dedicarse a actividades tales como cantar en el coro de la iglesia. Como resultado, había experimentado una creciente desesperación por establecerse, lo cual significaba, claro está, reproducirse.

Por una parte, consideraba ridículas sus ansias de casarse y reproducirse. Las mujeres de hoy en día tenían carreras y vidas independientes de sus maridos e hijos, y a veces estas carreras y vidas excluían por completo la opción de maridos e hijos. Pero por otra parte, creía que fracasaría si efectuaba sola la travesía de la vida. Además, se decía, deseaba tener hijos. Y quería que esos hijos tuvieran un padre.

Julian le había parecido un candidato óptimo. Se habían llevado bien desde el principio. Eran como colegas. Habían consolidado una rápida intimidad nacida del interés mutuo por restaurar Broughton Manor. Y si al principio ese interés había sido un invento de ella, se había convertido en algo muy real al poco tiempo, cuando comprendió cuánto apasionaba ese sueño a su primo. Y ella podía ayudarle a concretarlo. No solo trabajando a su lado, sino invirtiendo en el caserón la sustanciosa suma de dinero heredada de su padre.

Todo le había parecido lógico y predeterminado. Pero ni la camaradería con su primo, ni su fortuna ni sus esfuerzos por demostrar a Julian su valía habían despertado el menor interés en él, salvo el interés afectuoso que puede inspirar el perro de la familia.

Al pensar en los perros, Samantha se estremeció. No tomaría aquella dirección, pensó con firmeza. Caminar por ese sendero la conduciría de forma inexorable a pensar en la muerte de Nicola Maiden. Y pensar en su muerte era una perspectiva tan intolerable como pensar en su vida.

No obstante, el acto de intentar no pensar en ella la obligó a pensar en ella de todos modos. Mentalmente la vio como la había visto la última vez.

– No te caigo muy bien, ¿verdad, Samantha? -le había preguntado Nicola mientras observaba su rostro-. Es por Jule, ¿verdad? No lo quiero para mí. No de la forma que las mujeres suelen querer a los hombres. Es tuyo. Si puedes conquistarle, claro.

Tan franca, ella. Tan absolutamente procaz en cada palabra que decía. ¿Se había preocupado alguna vez por la impresión que causaba? ¿No se había preguntado si, algún día, aquella sempiterna sinceridad iba a costarle más cara de lo que desearía?

– Podría interceder por ti, si quieres. Lo haré con gusto. Creo que tú y Jule estaríais bien juntos. Hacéis una buena pareja, como se decía antes.

Y había reído, pero sin malicia. Detestarla habría sido más sencillo si Nicola se hubiera rebajado a ridiculizarla.

Pero no lo había hecho. No había sido necesario, pues Samantha sabía muy bien lo absurdo que era su deseo por Julian.

– Ojalá pudiera conseguir que dejara de quererte -le había contestado.

– Si encuentras una forma, hazlo -repuso Nicola-. Sin resentimientos por mi parte. Te lo puedes llevar con mi bendición, Samantha. Sería lo mejor.

Y había sonreído como siempre, tan franca y cordial, tan ajena a las preocupaciones de una mujer consciente de su aspecto insignificante y su talento inexistente, que abofetearla parecía la única reacción posible. Abofetearla, sacudirla y gritar: «¿Crees que mi vida es fácil, Nicola? ¿Crees que me gusta mi situación?»

Lo que Samantha deseaba era el contacto de piel contra piel. Cualquier cosa que arrancara de los ojos azul claro de Nicola la certeza de que en una batalla que Nicola ni siquiera se molestaba en dirimir, Samantha McCallin no podía ganar.

– Samantha. Estás aquí.

Ella giró en redondo y vio a Julian avanzando por la galería en su dirección. El sol del atardecer incidía en su pelo. Su repentino movimiento envió varios grumos de cenizas petrificadas al suelo. Diminutas nubes de polvo grisáceo se elevaron de ellos.

– Me has asustado -dijo-. ¿Cómo puedes caminar tan silenciosamente por un suelo de madera?

Él miró sus zapatos a modo de explicación.

– Perdona. -Llevaba una bandeja con tazas y platillos. Hizo un gesto con ella-. Pensé que te apetecería un descanso. He preparado té para los dos.

También había cortado para cada uno un trozo de la tarta de chocolate que ella había hecho para el pudín de la noche. Sintió una punzada de impaciencia. Tendría que haberse dado cuenta de que aún no estaba empezada. Tendría que haberse dado cuenta de que significaba algo. Por una vez, santo Dios, tendría que haber extraído una o dos conclusiones de los hechos. Sin embargo, vació la pala en la carretilla y dijo:

– Gracias, Julie. Me sentará bien.

Apenas había probado la comida que les había preparado. Ni él tampoco, había observado. Sabía que debía tomar algo. Ignoraba si lo lograría en su presencia.

Se acercaron a las ventanas. Julian dejó la bandeja sobre un viejo aparador. Apoyaron el trasero contra el polvoriento antepecho, cada uno con su taza de Darjeeling, y esperaron a que el otro hablara.

– Va saliendo adelante -dijo Julian, mientras seguía con la vista la galería hasta la puerta por la que había entrado. Dio la impresión de que examinaba exageradamente la trabajada y sucia talla del halcón de los Britton que la remataba-. No habría podido lograrlo sin ti, Samantha. Eres imprescindible.

– Justo lo que una mujer desea oír -contestó ella-. Muchísimas gracias.

– Vaya. No quería decir…

– Da igual. -Samantha tomó un sorbo de té. Clavó la mirada en su superficie lechosa-. ¿Por qué no me lo dijiste, Julie? Pensaba que éramos amigos íntimos.

Julian sorbió su té. Samantha reprimió una mueca de disgusto.

– ¿Decirte qué? Y sí, somos amigos íntimos. Eso espero, al menos. O sea, quiero que lo seamos. Sin ti aquí, habría tirado la toalla hace mucho tiempo. Eres la mejor amiga que tengo, prácticamente.

– Prácticamente. Ese limbo.

– Ya sabes a qué me refiero.

Y el problema era que ella lo sabía. Sabía a qué se refería, qué quería decir y cómo se sentía. Tuvo ganas de cogerle por los hombros y sacudirle hasta que comprendiera lo que significaba la existencia de esa comunicación no verbal entre ellos. Pero no podía hacerlo, de modo que se decantó por intentar averiguar algunos detalles de la historia real ocurrida entre su primo y Nicola, sin saber qué haría con los hechos si los obtenía.

– No tenía ni idea de que pensabas pedir a Nicola que se casara contigo, Julie. Cuando la policía lo comentó, no supe qué pensar.

– ¿Sobre qué?

– Sobre por qué no me lo habías dicho. Primero, que se lo habías pedido. Segundo, que te había rechazado.

– Con franqueza, esperaba que lo reconsiderara.

– Ojalá me lo hubieras dicho.

– ¿Por qué?

– Habría… facilitado las cosas, supongo.

Julian se volvió y la miró fijamente.

– ¿Facilitado? ¿Cómo habría facilitado las cosas saber que Nicola había rechazado mi proposición de matrimonio? ¿Y a quién?

Sus palabras eran cautelosas por primera vez, y ella contestó de la misma manera.

– A ti, por supuesto. Durante todo el jueves tuve el presentimiento de que algo iba mal. Si me lo hubieras dicho, habría podido apoyarte de alguna manera. No debió de ser fácil esperar el martes por la noche y todo el miércoles. Supongo que no dormiste ni un minuto.

Silencio durante un momento terriblemente largo.

– Sí -musitó-. Eso es verdad.

– Bien, habríamos hablado de ello. Hablar ayuda, ¿no crees?

– Hablar habría… No sé, Sam. Los dos nos habíamos sentido muy cerca durante las últimas semanas. Era estupendo. Y yo…

Las palabras embriagaron a Samantha.

– … supongo que no quería hacer nada que perjudicara esa intimidad. Tenía la impresión de que si decía algo sobre lo que estaba pasando, sería como reventar una burbuja. Una estupidez, lo sé, pero eso era.

– Traducir tus esperanzas en palabras. Sí. Lo entiendo.

– La verdad, supongo, es que no quería enfrentarme a la realidad. No podía afrontar el hecho de que ella no me quería de la misma forma que yo a ella. Servía como amigo. Como amante, incluso, cuando ella estaba en los Picos. Pero nada más.

Pinchó su trozo de pastel con el tenedor. Samantha reparó en que había comido tan poco como ella.

Julian dejó el plato sobre el antepecho de la ventana.

– ¿Viste el eclipse? -preguntó.

La joven arrugó el entrecejo, y después recordó. Tuvo la impresión de que había transcurrido una eternidad desde entonces.

– No. Al final no fui. No me pareció muy divertido esperar sola. Me fui a la cama.

– Mejor. Podrías haberte perdido en los páramos.

– No creo. Solo era Eyam Moor. Y aunque hubiera sido uno de los otros, he salido sola lo suficiente para saber siempre dónde estoy… -Se interrumpió. Miró a su primo. Él no la estaba mirando, pero el tono rubicundo de su piel le delató-. Ah. Ya entiendo. ¿Eso es lo que piensas?

– Lo siento -dijo con tono pesaroso-. No puedo dejar de pensar en eso. La aparición de la policía aún lo empeoró más. Solo puedo pensar en lo que le pasó. No me lo puedo quitar de la cabeza.

– Intenta hacer como yo -dijo, pese al martilleo que resonaba en sus oídos-. Hay muchas maneras de mantener la mente ocupada. Intenta pensar, por ejemplo, en el hecho de que las perras dan a luz sin ayuda desde hace miles de años. Es un hecho notable. Puede mantenerte ocupado durante horas. Ese pensamiento puede llenar tu cabeza hasta el punto de no dejar sitio a nada más.

Julian estaba inmóvil. Ella se había expresado con claridad.

– ¿Dónde estuviste el martes por la noche, Sam? -susurró por fin-. Dímelo.

– Fui a matar a Nicola Maiden -dijo Samantha, al tiempo que se levantaba y caminaba hasta la chimenea-. Siempre me gusta terminar el día con un buen asesinato.


MKR Financial Management ocupaba lo que semejaba una tarta rosa pálido en la esquina de Lansdowne Road con St. John's Gardens. La carpintería que revestía la fachada estaba tan reluciente que Barbara imaginó a un lacayo provisto de trapos que llegaba a las cinco de la mañana para sacar brillo al conjunto, desde las falsas columnas que se alzaban a cada lado de la puerta hasta los medallones de yeso sobre el porche.

– Menos mal que aún tenemos el coche del jefe -murmuró Nkata mientras frenaba al otro lado de la calle.

– ¿Por qué? -preguntó Barbara.

– Porque damos el pego.

Movió la cabeza en dirección a un coche cuyo extremo posterior subía por el camino de acceso situado a un lado del edificio rosa. Era un Jaguar XJS, de color plateado. Podría haber sido el primo hermano del Bentley. Un Mercedes negro estaba aparcado delante del edificio, encajado entre un Aston Martin y un Bristol clásico.

– Estamos fuera de nuestro ambiente socioeconómico -dijo Barbara mientras bajaba del coche-. Pero da igual. No nos gustaría ser ricos. Los ricos también lloran.

– ¿De veras lo crees, Barb?

– No, pero pensarlo me hace feliz. Venga. Necesito con urgencia asesoría financiera, y algo me dice que hemos llegado al lugar idóneo.

Tuvieron que llamar al timbre para entrar. Ninguna voz preguntó quién llamaba, pero tampoco era necesario, porque el sistema de seguridad de alta tecnología del edificio incluía una cámara de vídeo colocada estratégicamente sobre la puerta principal. Por si alguien estaba mirando, Barbara sacó su identificación y la alzó hasta el objetivo. Tal vez en respuesta, la puerta se abrió con un zumbido.

Una entrada de suelo de roble dio paso a un silencioso pasillo de puertas cerradas, cubierto por una alfombra persa. A un lado, la recepción consistía en una pequeña habitación atestada de antigüedades, y aún más de fotos con marco plateado. No había nadie presente, solo un sofisticado sistema telefónico que, al parecer, contestaba las llamadas automáticamente y las desviaba. Descansaba sobre un escritorio en forma de riñón, al lado de una docena de folletos con el logo MKR impreso en oro sobre la portada. Todo era muy tranquilizador en apariencia, el tipo de lugar al que a nadie le importaría ir para discutir el delicado problema de la situación económica personal.

Barbara investigó las fotografías. Vio que en todas aparecían el mismo hombre y la misma mujer. El hombre era bajo, nervudo, de aspecto angelical, con una corona de pelo que reforzaba su aura celestial. Su compañera era más alta que él, rubia y tan delgada como un trastorno alimenticio andante. Era hermosa como una modelo de pasarela: expresión ausente, toda pómulos y labios. Las fotografías eran de cosecha Helio!, y sus protagonistas aparecían acompañados de gente guapa, políticos y celebridades. Entre ellos destacaba un ex primer ministro, y Barbara no tuvo problemas en identificar a cantantes de ópera, estrellas de cine y un senador estadounidense muy conocido.

Se abrió y cerró una puerta en el pasillo. Las tablas del suelo crujieron cuando alguien caminó por la alfombra persa camino de recepción. Una mujer entró en la habitación para recibirles, con un repicar de tacones sobre una sección desnuda de madera. Una sola mirada bastó a Barbara para informarle que uno de los dos sujetos fotografiados acudió a ver qué quería la bofia.

Se presentó como Tricia Reeve, subdirectora de MKR Financial Management. ¿En qué podía ayudarles?

Barbara se presentó. Nkata la imitó. Preguntaron a la mujer si podía concederles unos minutos de su tiempo.

– Por supuesto -contestó con educación Tricia Reeve, pero Barbara observó que la subdirectora de MKR Financial Management no abrazaba las palabras «detective de Scotland Yard» con la devoción de un creyente.

Su mirada se movió como mercurio nervioso, se deslizó entre los dos detectives como insegura acerca de cómo comportarse. Sus grandes ojos sostuvieron la mirada, pero un examen más prolongado reveló que sus pupilas estaban tan dilatadas que cubrían casi todo el iris. El efecto era desconcertante, pero también muy revelador. Drogas, comprendió Barbara. Vaya, vaya, vaya. No era de extrañar que estuviera nerviosa con la poli dentro de casa.

Tricia Reeve dedicó un momento a consultar su reloj. La correa era de oro, y parecía muy caro a la luz.

– Estaba a punto de salir -dijo-, y espero no demorarme mucho. He de asistir a una merienda en Dorchester. Es para una obra de caridad, y yo soy miembro del comité. Espero que lo comprendan. ¿Hay algún problema?

El asesinato era un problema, desde luego, pensó Barbara. Dejó que Nkata hiciera los honores. Por su parte, pensaba observar las reacciones.

No se produjo otra que de perplejidad. Tricia Reeve miró a Nkata como si no le hubiera oído bien. Al cabo de un momento, dijo:

– ¿Nicola Maiden? ¿Asesinada? -Y, añadió algo muy extraño-: ¿Está seguro?

– Los padres de la chica la identificaron sin la menor duda.

– Quería decir… ¿está seguro de que fue asesinada?

– No creemos que se partiera ella misma el cráneo, si eso es lo que pregunta -dijo Barbara.

Obtuvieron una reacción, si bien limitada: una de las manos manicuradas de Tricia Reeve se alzó hasta el último botón de la chaqueta del traje. A rayas, con una falda de la anchura de un lápiz que exhibía varios kilómetros de pierna.

– Escuche -dijo Barbara-, en la facultad de derecho nos dijeron que vino a trabajar para ustedes el pasado otoño a tiempo parcial, que en mayo se convirtió en jornada completa. Suponemos que pidió permiso en verano. ¿Es eso correcto?

Tricia miró hacia una puerta cerrada que había detrás del escritorio.

– Tendrán que hablar con Martin.

Se encaminó a la puerta, llamó con los nudillos una vez, entró y la cerró sin decir palabra.

Barbara miró a Nkata.

– Bien, estoy ansiosa por escuchar tu análisis, hijo.

– Va más cargada que el armario de un farmacéutico -fue la sucinta respuesta.

– Ya. ¿Qué crees que se ha atizado?

Nkata movió la mano.

– Sea lo que sea, la mantiene serena.

Pasaron casi cinco minutos antes de que Tricia reapareciera. Durante este lapso, los teléfonos continuaron sonando, las llamadas continuaron siendo desviadas, y un murmullo de voces se oyó al otro lado de la puerta cerrada. Cuando se abrió por fin, un hombre apareció ante ellos. Era el Cabello de Ángel de las fotografías, ataviado con traje y chaleco gris oscuro, del cual colgaba la cadena de oro de un reloj. Se presentó como Martin Reeve. Era el marido de Tricia, dijo, así como director general de MKR.

Invitó a Barbara y Nkata a entrar en su despacho. Su esposa iba a acudir a una merienda, les explicó. ¿La policía la necesitaba? Porque como presidenta de la fundación Niños Necesitados tenía la obligación de estar presente al frente de su comité en el Autumn Harvest Tea de Dorchester. Inauguraba la temporada, y si Tricia no hubiera sido la presidente («Perdona, querida, la presidenta») del acto, su presencia no hubiera sido tan crucial. De hecho, tenía la lista de invitados en el maletero del coche. Y sin esa lista no podía llevarse a cabo la asignación de asientos para la merienda. Reeve esperaba que la policía comprendiera… les dirigió una sonrisa de dentadura perfecta: dientes rectos, blancos, inmaculados, el testimonio del triunfo de un hombre sobre las vicisitudes de la genética dental.

– Por supuesto -dijo Barbara-. No podemos permitir que Sharon Cutre se siente al lado de la condesa de Tantosvuelos. Siempre que la señora Reeve esté a nuestra disposición más adelante, en caso de que tengamos que hablar con ella…

Reeve les aseguró que tanto él como su esposa eran conscientes de la gravedad de la situación.

– Querida…

Indicó con la cabeza a Tricia que podía marcharse. La mujer esperaba vacilante al lado del escritorio, un mueble macizo de caoba y latón, con cuero de color borgoña taraceado en el sobre. Al ver la señal, se encaminó hacia la puerta, pero no antes de que él le diese el beso de despedida. La mujer tuvo que inclinarse para ello. Con aquellos tacones altos y afilados, le pasaba sus buenos diez centímetros. Lo cual no provocó ninguna dificultad. El beso se demoró en exceso.

Barbara les miró y pensó que era una maniobra inteligente por su parte. Los Reeve no eran unos aficionados en lo tocante a ganar la mano. La única pregunta era: ¿por qué?

Vio que Nkata gruñía, tan incómodo como ellos habían deseado con su inesperada y prolongada exhibición de afecto. Su colega trasladó el peso de su cuerpo de un pie al otro, con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras intentaba decidir adonde debía mirar. Barbara sonrió. Debido a su impresionante estatura y a su igualmente impresionante atavío, y pese a su adolescencia pasada como principal consejero de guerra de la banda callejera más famosa de Brixton, a veces olvidaba que Winston Nkata era un chico de veinticinco años que aún vivía con papá y mamá. Barbara carraspeó con discreción y le miró. Señaló la pared situada detrás del escritorio, donde colgaban dos diplomas. La siguió hasta allí.

– El amor es algo maravilloso -murmuró Barbara en voz baja-. Hemos de mostrarle respeto.

Los Reeve finalizaron su succión de boca a boca.

– Hasta luego, querida -murmuró él.

Barbara puso los ojos en blanco e inspeccionó los dos diplomas que colgaban de la pared. Stanford University y London School of Economies. Los dos a nombre de Martin Reeve. Barbara le miró con renovado interés y algo más de respeto. Exhibirlos era vulgar (aunque Reeve nunca cediera a la vulgaridad, pensó con sarcasmo), pero estaba claro que aquel individuo no era tonto.

Reeve despidió a su mujer. Extrajo del bolsillo un inmaculado pañuelo, que utilizó para quitarse los restos de lápiz de labios.

– Lo siento -dijo con una sonrisa infantil-. Veinte años de matrimonio, y el fuego todavía arde. Deben admitir que no está mal para dos personas de edad madura con un hijo de dieciséis años. Aquí está, por cierto. Se llama William. Clavado a su mami, ¿verdad?

El apelativo reveló a Barbara lo que el diploma de Stanford, las antigüedades, los marcos plateados y la cuidadosa pronunciación solo habían insinuado.

– ¿Es usted norteamericano? -preguntó a Reeve.

– De nacimiento, pero hace años que no he vuelto. -Reeve cabeceó en dirección a la foto-. ¿Qué opina de nuestro William?

Barbara miró la fotografía y vio a un muchacho de rostro sembrado de acné, con la estatura de su madre y el pelo de su padre. Pero también vio lo que querían que viera: el inconfundible chaqué y pantalones a rayas de un alumno de Eton. La-di-da-da, pensó Barbara, y pasó la fotografía a Nkata.

– Eton -dijo, con lo que esperaba fuera el grado correcto de admiración-. Debe de tener una mente privilegiada.

Reeve parecía complacido.

– Es un genio. Siéntense, por favor. ¿Café? ¿Una copa? Supongo que no beben cuando están de servicio, ¿verdad? Copas, me refiero.

Declinaron su invitación y fueron al grano. Les habían dicho que Nicola Maiden había trabajado en MKR Financial Management desde octubre del año anterior.

– Cierto, confirmó Reeve.

– ¿De auxiliar?

– También cierto, admitió Reeve.

– ¿Qué era eso, exactamente? ¿En qué auxiliaba?

– En aconsejar sobre inversiones, dijo Reeve. Nicola se estaba preparando para manejar carteras de inversiones: acciones, bonos, fondos de inversión mobiliaria, propiedades en paraísos fiscales… MKR administraba las inversiones de algunos de los mayores triunfadores en la Bolsa. Con absoluta discreción, por supuesto.

– Magnífico, le dijo Barbara. Así pues, por lo que sabían, Nicola había conservado su empleo hasta que había solicitado excedencia para trabajar en el bufete de un abogado de Devonshire durante el verano. Si el señor Reeve quisiera…

Él impidió que continuara.

– Nicola no pidió excedencia de MKR. Se despidió a finales de abril. Dijo que volvía al norte, a su casa.

– ¿A casa? -repitió Barbara. Entonces ¿qué significaba la dirección que había dejado a la casera de Islington?, se preguntó. Una dirección de Fulham no estaba al norte de nada, salvo del río.

– Eso fue lo que me dijo -continuó Reeve-. ¿Presumo que dijo algo diferente a otras personas? -Les ofreció una sonrisa exasperante-. Bien, para ser sincero, no me sorprendería. Descubrí que Nicola, a veces, era un poco irresponsable con sus cosas. No era una de sus mejores cualidades. De no haber renunciado, temo que habría debido despedirla a la larga. Albergaba mis… -Juntó la yema de los dedos-. Albergaba mis dudas sobre su capacidad de discreción. Y la discreción es fundamental en esta profesión. Representamos a algunas personas muy importantes, y como tenemos acceso a todos los detalles de su situación económica, dependen de nuestra capacidad de ser circunspectos con la información que poseemos.

– ¿La Maiden no lo era? -preguntó Nkata.

– No quiero decir eso -se apresuró a matizar Reeve-. Nicola era lista y brillante, no nos engañemos. Pero había algo en ella que exigía vigilancia. Así que yo vigilaba. Tenía una mano excelente con nuestros clientes, hay que reconocerlo. Pero también una tendencia a ser un poco… Bien, digamos que era impresionable en exceso. La cuantía de algunas de sus carteras la deslumbraba. Jamás es una buena idea convertir el valor de alguien en el tema de tu conversación de sobremesa.

– ¿Había algún cliente con el que tuviera una relación especial? -preguntó Barbara-. ¿Que se prolongara fuera de las horas de trabajo?

Los ojos de Reeve se entornaron.

– ¿Qué quiere decir?

Nkata recogió el testigo.

– La chica tenía un amante en la ciudad, señor Reeve. Le estamos buscando.

– No sé nada acerca de un amante, pero si Nicola tenía uno, lo más probable es que lo encuentren en la facultad de derecho.

– Nos han dicho que dejó la facultad para trabajar con usted a jornada completa.

Reeve compuso una expresión indignada.

– Agente, supongo que no estará insinuando que Nicola Maiden y yo…

– Bueno, era una mujer muy atractiva.

– Y mi mujer también.

– Me pregunto si su mujer tuvo algo que ver con su renuncia. Es raro, si quiere saber mi opinión. Nicola Maiden deja la facultad para trabajar con usted a jornada completa, pero se marcha prácticamente la misma semana. ¿Por qué cree que lo hizo?

– Ya se lo he dicho. Dijo que volvía a casa, a Derbyshire…

– … donde fue a trabajar con un tío que nos dice que tenía un hombre en Londres. Exacto. Por eso me pregunto si el hombre de Londres es usted.

Barbara miró a Nkata con admiración. Le gustaba su costumbre de no andarse por las ramas.

– Resulta que estoy enamorado de mi mujer -dijo Reeve con firmeza-. Tricia y yo estamos juntos desde hace veinte años, y si cree que voy a poner en peligro todo por echar un polvo con una colegiala, temo que está muy equivocado.

– Nada sugiere que fuera cuestión de un solo polvo -repuso Barbara.

– Un solo polvo o uno todas las noches de la semana, da igual -replicó Reeve-. No estaba interesado en liarme con Nicola Maiden. -Aparentó ponerse tenso cuando sus pensamientos tomaron de repente otra dirección. Respiró hondo y cogió un abridor de cartas plateado que descansaba en mitad del escritorio-. ¿Alguien les ha dicho lo contrario? ¿Alguien ha puesto en entredicho mi buen nombre? Insisto en saberlo. Porque en ese caso voy a hablar con mi abogado ahora mismo.

No cabía duda de que era norteamericano, pensó Barbara con cansancio.

– ¿Conoce a un tipo llamado Terry Cole, señor Reeve?

– ¿Terry Cole? ¿C-o-l-e? Entiendo. -Mientras hablaba, Reeve cogió una pluma y un bloc y escribió el nombre-. De modo que ese es el pequeño bastardo que ha dicho…

– Terry Cole ha muerto -explicó Nkata-. No dijo nada. Murió con Nicola Maiden en Derbyshire. ¿Le conoce?

– Jamás oí hablar de él. Cuando pregunté quién les había dicho… Escuchen. Nicola ha muerto y yo lo lamento. Pero no la veía desde finales de abril. No hablaba con ella desde finales de abril. Y si alguien se empeña en mancillar mi reputación, tomaré las medidas pertinentes para descubrir a ese bastardo y hacerle pagar su osadía.

– ¿Es su reacción habitual cuando está contrariado? -preguntó Barbara.

Reeve dejó la pluma.

– Creo que la entrevista ha terminado.

– Señor Reeve…

– Váyanse, por favor. Les he concedido mi tiempo y contado lo que sé. Si creen que voy a ser el pelele de la policía y quedarme sentado mientras intentan que me autoinculpe de alguna manera… -Les señaló a los dos. Barbara observó que sus manos eran muy pequeñas, con los nudillos surcados por pequeñas cicatrices-. Han de procurar que se les vea menos el plumero. Bien, márchense.

No hubo otro remedio que acceder a su solicitud. Como buen expatriado yanqui que era, su siguiente paso sería llamar a su abogado y denunciarles por acoso. Era inútil seguir insistiendo.

– Buen trabajo, Winston -dijo Barbara, cuando entraron en el Bentley-. Le pusiste contra las cuerdas en un abrir y cerrar de ojos.

– Era absurdo perder el tiempo. -Nkata examinó el edificio-. Me pregunto si hoy se celebra una auténtica merienda en Dorchester a favor de los Niños Necesitados.

– Algo habrá, donde sea. Iba vestida de punta en blanco, ¿verdad?

Nkata miró a Barbara. Su mirada resbaló con pesar sobre la ropa de su compañera.

– Con todos los respetos, Barb…

Ella rió.

– De acuerdo. ¿Qué sé yo sobre esas cosas?

Nkata lanzó una risita y puso en marcha el motor. Cuando se alejaban de la acera, dijo:

– El cinturón, Barb.

– Vale -dijo Barbara, y se volvió en el asiento para cogerlo.

Fue entonces cuando vio a Tricia Reeve. La subdirectora de MKR no se había ni acercado a Dorchester. Apareció por la esquina del edificio, subió los peldaños a toda prisa y corrió hacia la puerta.

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