16

Vi Nevin cogió la postal de los dedos de Lynley y, después de echarle un vistazo, la dejó con cuidado sobre la inmaculada mesilla auxiliar de cristal, situada entre el sofá color crema y el confidente a juego, que formaban un ángulo recto en una esquina. La joven se había acomodado en el sofá para que Nkata y Lynley se apretujaran en el confidente. Nkata no había colaborado en la argucia, sino que se había situado ante la puerta del dúplex, con los brazos cruzados y su cuerpo anunciando «no hay escapatoria».

– Usted es la colegiala que sale en la postal, ¿verdad? -empezó Lynley.

Vi cogió el álbum que había enseñado a Havers y Nkata el día anterior. Lo tendió a Lynley.

– Yo poso para fotos, inspector. Eso es lo que hago, y por eso me pagan. No sé quién va a utilizarlas y me da igual. Siempre que me paguen.

– ¿Está diciendo que es una simple modelo de los servicios sexuales que otra proporciona?

– Exacto.

– Entiendo. Entonces ¿para qué consta su número de teléfono en la postal si usted no es la «colegiala» en cuestión?

Vi apartó la vista. Era despierta, muy bien educada, bien hablada e inteligente, pero no se había anticipado tanto.

– No estoy obligada a hablar con usted -dijo-. Y lo que hago no es ilegal, de modo que haga el favor de no actuar así.

No era su propósito explicarle tecnicismos legales, dijo Lynley. Pero si se dedicaba a la prostitución…

– Enséñeme dónde dice en la postal que alguien me paga por algo -preguntó la joven.

Si se dedicaba a la prostitución, repitió Lynley, ya sabía dónde empezaba a ser resbaladizo el terreno. Si tal era el caso…

– ¿Busco hombres en la calle o en un lugar público?

Si tal era el caso, continuó el inspector con firmeza, daba por sentado que la señorita Nevin debía estar informada de que un juez con escasa paciencia para su gimnasia lingüística podía encontrar definiciones muy amplias para la palabra «burdel». Paseó la vista por el dúplex, por si la joven no había comprendido todo el significado de su comentario.

– Polis -dijo Vi con tono desdeñoso.

– Pues sí -fue la afable respuesta de Lynley.

Nkata y él habían ido directamente a Fulham al salir de New Scotland Yard. Encontraron a Vi Nevin descargando un par de bolsas de Sainsbury de un Alfa Romeo último modelo, y cuando la joven vio a Nkata bajar del Bentley, dijo:

– ¿Para qué vuelven? ¿Por qué no están buscando al asesino de Nikki? Escuchen, no tengo tiempo para hablar con ustedes. Tengo una cita dentro de cuarenta y cinco minutos.

– Entonces querrá que nos vayamos cuanto antes, supongo -dijo Lynley.

Ella echó un vistazo a los dos hombres, en busca de alguna pista.

– En ese caso échenme una mano -dijo, y les pasó las dos bolsas.

Guardó las vituallas en una nevera grande: paté, aceitunas griegas, jamón, camembert, dolmades…

– ¿Celebra una fiesta? -preguntó Lynley-. ¿O la comida es para la… cita, tal vez?

Vi Nevin había cerrado la puerta de la nevera y entrado en la sala de estar, donde se acomodó en el sofá. Seguía sentada en él, una figura vestida a la moda retro con zapatos estilo Oxford y calcetines blancos, tejanos, camisa blanca con las mangas arremangadas, pañuelo anudado al cuello y una coleta. Parecía una fugitiva de una película de James Dean. Solo faltaba el chicle.

Sin embargo, no hablaba como una fugitiva de una película de James Dean. Tal vez iba vestida como una devota del bop, pero hablaba como una mujer nacida en el seno de una buena familia, o que había adoptado esa personalidad. Más bien lo último, pensó Lynley mientras la interrogaba. De vez en cuando, su cuidadosa interpretación fallaba: una palabra o una pronunciación errónea revelaba sus orígenes. De todos modos, no era lo que pensaba encontrar al otro extremo de una postal que anunciaba sexo.

– Señorita Nevin -dijo-, no he venido para intimidarla. He venido porque una mujer ha sido asesinada, y si su muerte está relacionada de alguna manera con su forma de ganarse la vida…

– Siempre van a lo mismo, ¿verdad? Uno de nuestros clientes. «Es basura y recibió su merecido. Es una suerte que durara tanto, teniendo en cuenta su estilo de vida y los tíos que la frecuentaban.» Le gustaría que todo se redujera a eso, ¿verdad? Su estilo de vida. No me diga lo que hace o no intenta hacer con respecto a mi «forma de ganarme la vida». -Le miró sin pestañear-. Si supiera cuántas órdenes de detención desaparecen de vista cuando un tío tiene prisa por quitarse los pantalones. Hummm. Podría facilitarle algunos nombres.

– No me interesan sus clientes. Me interesa descubrir al asesino de Nicola Maiden.

– Que ha de ser uno de sus clientes, según usted. ¿Por qué no lo admite? ¿Cómo supone que se sentirán esos clientes cuando la policía les haga una visita? ¿Cómo cree que afectará a mi negocio cuando corra la voz de que voy dando nombres? Si es que los conozco, para empezar. Y no es así, por cierto. Solo utilizamos los nombres de pila, y eso no va a ayudarle mucho.

Nkata sacó su libreta, la abrió y dijo:

– Nos conformaremos con lo que nos ofrezca, señorita.

– Olvídelo, agente. No soy tan estúpida.

Lynley se inclinó hacia ella.

– Entonces sabe que sería muy sencillo para mí arruinarla. Un agente uniformado que paseara por esta calle cada cuarto de hora haría mucha mella en el deseo de privacidad de sus clientes. Igual que si uno o dos tabloides amarillos recibieran el soplo y quisieran averiguar si alguna figura pública se deja caer por aquí.

– ¡No se atreverá! Conozco mis derechos.

– Por no hablar de la presencia de periodistas y paparazzi en busca de todo, desde estrellas de cine hasta miembros de la familia real. O del policía del barrio, que se preocupa de mantener la seguridad en las calles para que las ancianas paseen a sus perros.

– Maldito…

– Es una palabra muy fea -interrumpió con solemnidad Nkata.

La mujer los fulminó con la mirada.

El teléfono sonó y ella se levantó para contestar.

– ¿Qué se le ofrece? -dijo.

Nkata alzó los ojos hacia el techo.

– Espere -dijo Vi-. Voy a consultar mi agenda. -Pasó las páginas-. Lo siento, no es posible. Ya hay una reserva… -Bajó el dedo por la página-. Me iría bien a las cuatro… ¿La sesión sería muy larga? -Escuchó y luego murmuró-: ¿No les dejo siempre a punto para ellas después? -Apuntó una referencia en su agenda. Colgó, siguió de pie con la mano sobre el teléfono, como absorta en sus pensamientos, de espaldas a ellos. Suspiró y dijo-: De acuerdo.

Fue a la cocina y regresó con un sobre que tendió a Lynley.

– Esto es lo que quiere. Espero que no parta su corazón comprobar que se había equivocado con respecto a los clientes.

El sobre estaba abierto y Lynley extrajo su contenido. Comprendía una hoja de papel y un solo mensaje, confeccionado con letras recortadas de lo que parecían revistas de papel satinado. «Dos putas morirán ahogadas en sus propios vómitos. Suplicarán misericordia pero no obtendrán más que dolor.» Después de leerla, Lynley se la pasó a Nkata. Este la examinó y luego levantó la cabeza.

– Como las que dejaron en el lugar del crimen -comentó.

Lynley asintió. Habló a Vi de las notas anónimas encontradas en el lugar de los hechos.

– Yo se las envié -dijo la joven.

Lynley, perplejo, dio la vuelta al sobre y vio que iba dirigido a Vi Nevin, con un sello de la zona.

– Pero parece idéntica a aquellas -dijo.

– No me refiero a que yo fuera la autora de notas por el estilo. Quiero decir que me las enviaron a mí, a casa. Durante todo el verano. Le hablaba de ellas a Nikki cuando me llamaba por teléfono, pero ella solo reía. Al final, se las envié por mediación de Terry, porque quería que comprobara por sí misma que la situación se estaba complicando y debíamos tomar precauciones. Cosa que Nikki no hizo -añadió con amargura-. Dios, ¿por qué no me hizo caso?

Lynley cogió la nota y la examinó una vez más. La dobló y guardó en el sobre.

– Quizá sería mejor que empezara por el principio -dijo.

– Shelly Platt es el principio -contestó la joven, y se acercó a la ventana, que daba a la calle. Miró hacia abajo, como si esperara ver a alguien-. Éramos amigas. Shelly y Vi, inseparables durante años. Pero entonces, apareció Nikki y comprendí que lo más sensato era establecerme con ella. Shelly no lo asimiló y empezó a causar problemas. Yo sabía… -Su voz se quebró. Calló unos momentos-. Sabía que a la larga haría algo. Pero Nikki nunca me creyó. Siempre se reía de eso.

– ¿De eso?

– De las cartas y las llamadas. No llevábamos ni dos días en esta casa -hizo un ademán- cuando Shelly averiguó el número de teléfono y empezó a llamar. Y después a enviar cartas. Y después a aparecer en la calle. Y después a robar las postales… -Se acercó al carrito de las bebidas. Sobre él descansaba un cubo con hielo. Lo alzó, y sacó de debajo un montoncito de postales-. Dijo que nos destruiría. Es una celosa… -Respiró hondo-. Es celosa.

Las postales eran del mismo anuncio de la colegiala que Lynley ya había visto, pero todas carecían de rostro, y encima habían escrito con un rotulador brillante el nombre de diversas enfermedades de transmisión sexual.

– Terry las descubrió mientras hacía sus rondas regulares por los teléfonos públicos -dijo Vi-. Fue Shelly quien lo hizo, uno de sus trucos. No será feliz hasta que me arruine.

– Háblenos de Shelly Platt -pidió Lynley.

– Era mi criada. Nos conocimos en C'est la Vie. ¿La conoce? Es una panadería y cafetería francesa que hay cerca de la estación de South Ken. Tenía lo que usted llamaría un acuerdo con el responsable: baguettes, quiches y tartas a cambio de ciertas libertades en el lavabo de caballeros, y Shelly estaba en el local una mañana, embutiéndose cruasanes de chocolate, cuando Alf y yo fuimos abajo. Vio que me entregaba mi pedido sin que yo le pagara y sintió curiosidad.

– ¿Con el fin de chantajearla?

La pregunta pareció divertir a Vi.

– Quería saber qué debía hacer para conseguir sus cruasanes a cambio de nada. Además, le gustó mi forma de vestir, llevaba un conjunto de Mary Quant aquella mañana, y también quería un poco de eso.

– ¿De su ropa?

– De mi vida, tal como se desarrollaron las cosas.

– Entiendo. Y como era su criada, tenía acceso a sus pertenencias…

Vi rió. Cogió dos cubos de hielo y una pequeña lata de zumo de tomate del estante inferior. Se preparó un bloody mary con la precisión de una larga experiencia.

– No era esa clase de criada, inspector. Era de la otra. Recibía las llamadas telefónicas de los clientes y las apuntaba en la agenda.

Vi revolvió su bebida con una cucharilla de cristal coronada por un loro verde chillón. La dejó sobre una servilleta de cóctel y volvió al sofá, depositó el vaso sobre la mesita auxiliar y continuó su explicación. Antes de conocer a Shelly Platt en C'est la Vie había contratado a una filipina de edad madura para que se ocupara de su agenda, pero todo el mundo tenía criadas filipinas de edad madura en aquella época, y pensó que sería más divertido sustituirla por una adolescente. Bien arreglada, no quedaba mal. Y lo más importante, ignoraba hasta tal punto las características de su trabajo, que podría pagarle tan solo una parte de lo que cobraban las típicas criadas.

– Le di techo, comida y treinta libras a la semana -dijo Vi-. Y créame, era más de lo que se sacaba mamando pollas cerca de la estación de Earl's Court, porque de esa forma se ganaba la vida cuando la conocí.

Estuvieron juntas durante casi tres años, continuó. Pero entonces Vi conoció a Nikki Maiden y comprendió las posibilidades que se abrían ante ellas si compartían el negocio.

– Al principio conservamos a Shelly, pero odiaba a Nikki porque ya no estábamos las dos solas. Shelly es así, aunque no lo supe cuando la contraté.

– ¿Así, cómo?

– Clava sus garras en la gente y cree que le pertenecen. Tendría que haberlo comprendido cuando me habló de lo que había pasado con su novio. Le siguió de Liverpool a Londres, y cuando llegó y descubrió que ya no quería ser su novio, empezó a seguirlo a todas partes, le telefoneaba constantemente, merodeaba por los alrededores de su piso, le enviaba cartas, le llevaba regalos. Pero yo no sabía que era así. Pensé que se trataba de una reacción aislada ante su primer fracaso amoroso. -Tomó un sorbo de su bebida-. Menuda idiota fui.

– ¿Le hizo lo mismo a usted?

– Tendría que haberlo previsto. Stan, su novio, vino al piso cuando ella le pinchó los neumáticos del coche. Estaba enfurecido y quería ponerla en vereda. Pero fue ella la que le puso en vereda.

– ¿Cómo?

– Le rajó con un cuchillo de carnicero.

Nkata miró a Lynley. Este asintió. Los asesinos suelen tener un arma favorita. Pero ¿por qué matar a Nicola, si el objetivo de Shelly era Vi?, se preguntó. ¿Y por qué tardó tantos meses?

Dio la impresión de que Vi adivinaba sus preguntas silenciosas.

– Ella no sabía dónde estaba Nikki, pero sí sabía que Terry era amigo íntimo de ella. Si le siguió, solo era cuestión de tiempo que la condujera hasta Nikki. -Bebió un poco más y cogió una servilleta para secarse la comisura de la boca-. Puta asesina -masculló-. Espero que se pudra.

– «Esta puta se ha llevado su merecido» -murmuró Lynley, ahora que ya sabía el origen de la nota descubierta en el bolsillo de Nicola Maiden.

– Necesitaremos su dirección, si la tiene. Y también una lista de los clientes de Nicola.

La joven volvió la cabeza con brusquedad hacia él.

– No ha sido un cliente. Ya se lo he dicho.

– Sí, pero también me ha dicho que había un hombre en Londres con el que Nicola mantenía una relación más estrecha de lo que cabría esperar entre un cliente y… -Buscó un eufemismo.

– Su acompañante de una noche -colaboró Nkata.

– Y puede que le encontremos entre los hombres a los que prestaba servicios con regularidad -terminó Lynley.

– Bien, si había alguien, no sé nada de él -dijo Vi.

– Me cuesta creerlo -replicó Lynley-. No esperará que acepte la idea de que pagan este dúplex con las únicas ganancias de su comercio sexual.

– Crea lo que quiera -dijo Vi Nevin, pero sus dedos subieron hasta el pañuelo y lo aflojaron.

– Señorita Nevin, estamos buscando a un asesino. Si es el hombre que instaló a Nicola Maiden en esta casa, ha de darnos su nombre. Porque si pensaba que tenía un arreglo con ella y luego descubrió que le engañaba, tal vez eso le impulsó a asesinarla, y yo diría que no le hará ninguna gracia que usted siga aquí a sus expensas, ahora que Nicola ha muerto.

– Ya ha oído mi respuesta.

– ¿El tío es Reeve? -preguntó Nkata.

– ¿Reeve? -Vi cogió su vaso de nuevo.

– Martin Reeve. MKR Financial Management.

La joven no bebió sino que dio vueltas al líquido y lo contempló, mientras los cubitos resonaban.

– Mentí sobre MKR -dijo por fin-. Nunca trabajé para Martin Reeve. Ni siquiera le conocía. Solo sabía de él y de Tricia por lo que Nicola contaba. Cuando ayer me preguntó sobre él, le seguí la corriente. Lo siento. No sabía lo que usted sabía sobre mí y sobre Nikki. Y en mi profesión, es absurdo confiar en la policía.

– ¿Cómo se conocieron ustedes? -preguntó Nkata.

– ¿Nikki y yo? En un pub. El Jack Horner, en Tottenham Court Road, cerca de su facultad. La estaba acosando un tío calvo, panzudo y con unos dientes muy feos, y en cuanto la dejó en paz nos estuvimos riendo de él. Empezamos a charlar y… -Se encogió de hombros-. Nos enrollamos. Era fácil hablar con Nikki y confiarse a ella. Se interesó por mi trabajo, y cuando supo el dinero que se podía ganar, mucho más de lo que cobraba en MKR, decidió intentarlo.

– ¿No le importó la competencia? -preguntó Lynley.

– No existía.

– No comprendo.

– A Nikki no le gustaba lo normal -explicó Vi-. Solo recibía a los hombres que querían masoquismo. Disfraces, teatro, dominación. Yo hago de niña pequeña para hombres que las prefieren de doce años, sin el riesgo de ir a la cárcel. Pero hasta ahí llego. Proporciono alivio manual y oral además del número de la niña, por supuesto. Por otra parte, mi oferta era lo que Nikki más detestaba: romance, seducción y comprensión. Le asombraría saber cuánto escasea todo eso entre maridos y mujeres.

– De modo que entre ustedes dos -concluyó Lynley, al tiempo que soslayaba la discusión sobre si el matrimonio podía degradar una relación- cubrían todos los gustos e inclinaciones.

– En efecto. Y Shelly lo sabía. Y también sabía que no iba a preferirla por encima de Nikki si no se llevaban bien, después de que Nikki y yo formáramos equipo. Por eso ha de hablar con ella. No con ese cliente inexistente lo bastante rico para poner este piso a Nikki.

– ¿Dónde podemos encontrar a esa Shelly? -preguntó Nkata.

Vi no tenía su dirección, pero sería fácil localizarla, dijo. Era cliente asidua de The Stocks, un club de Wandsworth que «abastecía a individuos con intereses específicos». Era, añadió Vi, «muy amiga» del camarero.

– Si no está allí ahora, él le dirá dónde localizarla -dijo.

Lynley la observó y decidió que, pese al volumen de información que les había facilitado, aún deseaba someterla a algún tipo de prueba de la verdad. La labia era una de las principales virtudes para sobrevivir en su profesión, y la prudencia, aparte de los años de codearse con los que vivían al margen de la ley, sugería que no debía creerla a pies juntillas.

– Los movimientos de Nicola Maiden en los meses precedentes a su muerte parecen contradictorios, señorita Nevin -dijo-. ¿Utilizaba la prostitución como fuente de ingresos rápidos para mantenerse a flote, hasta que la práctica del derecho le resultara rentable?

– No hay práctica del derecho tan lucrativa como esta -dijo Vi-. Al menos cuando eres joven. Por eso Nikki dejó la facultad. Sabía que podía volver al derecho cuando tuviera cuarenta años. Pero a su edad no se puede ir con medias tintas. Para ella, lo lógico era ganar dinero mientras pudiera.

– Entonces ¿por qué pasó el verano trabajando para un abogado? ¿O es que hacía algo más que trabajar para él?

Vi se encogió de hombros.

– Eso tendrá que preguntárselo al abogado.


Barbara Havers trabajó con los ordenadores hasta las once y media. Había dejado el despacho de Lynley tan furiosa que había sido incapaz de asimilar ninguna información durante la primera hora ante el monitor. Pero cuando estaba leyendo el séptimo informe ya se había calmado. Lo que había sido rabia se metamorfoseó en ciega determinación. Su papel en la investigación ya no era una cuestión de redimirse ante los ojos del hombre al que respetaba desde hacía tanto tiempo. Ahora se trataba de demostrarse a sí misma, además de a Lynley, que estaba en lo cierto.

Podría haber soportado cualquier otra cosa que no fuera la indiferencia profesional con que él le asignaba sus actuales tareas. Si hubiera percibido en su rostro patricio el menor indicio de desdén, impaciencia, desatención u odio, le habría plantado cara y se habrían enzarzado en una batalla abierta, como otras veces en el pasado. Pero al parecer había llegado a la conclusión de que Barbara era una negada para su profesión, y nada que ella dijera para explicar sus actos iba a conseguir que cambiara de opinión. La única alternativa era demostrarle que su análisis era incorrecto.

Solo había una forma de conseguirlo, y Barbara sabía que aquello iba a poner su carrera en peligro. Pero también sabía que su carrera no valía nada en aquel momento. Y nunca podría volver a tener una, a menos que se liberara de los grilletes de la sensatez que la atenazaban.

Empezó con la idea de ir a comer. Estaba en el Yard desde primera hora de la mañana y se merecía un descanso. ¿Y por qué no dar un paseo?, pensó. No estaba escrito en parte alguna que debiera comer siempre en Victoria Street. De hecho, un paseíto por el Soho significaría concederse un poco de ejercicio, antes de afrontar más horas examinando los casos del SO10 en el CRIS.

Sin embargo, no estaba tan entusiasmada por la idea del Soho y el ejercicio como para recorrer a pie aquella distancia. El tiempo era fundamental. Por lo tanto, fue a buscar el Mini al aparcamiento subterráneo del Yard y se dirigió al Soho vía Charing Cross Road.

Las multitudes habían invadido las calles del Soho. En la zona de Londres que lo abarcaba todo, desde librerías hasta exhibiciones de skins, desde mercados que ofrecían verduras y flores hasta sex shops donde podían adquirirse vibradores y vaginas sintéticas pulsátiles, siempre habría multitudes. Y en un sábado soleado de septiembre, cuando la temporada turística aún no había languidecido, dichas multitudes bajaban de las aceras e invadían la calzada, con lo cual conducir se convertía en un ejercicio traicionero, una vez te desviabas de la congestión orientada hacia los teatros de Shaftesbury Avenue y empezabas a subir por Frith Street.

Barbara hizo caso omiso de los restaurantes que la llamaban como sirenas. Respiró por la boca para evitar los seductores aromas de comida italiana, perfumada de ajo, que transportaba el aire. Y se permitió un suspiro de alivio cuando vio por fin la estructura de madera (en parte glorieta y en parte caseta de herramientas) que distinguía el centro de la plaza.

Dio una vuelta, en busca de un hueco donde aparcar. Como no encontró nada disponible, localizó el edificio que estaba buscando y se resignó a entregar medio día de salario a un aparcamiento situado a escasa distancia de Dean Street. Volvió a pie hacia la plaza, y sacó del bolso el trozo de papel encontrado en unos pantalones de Terry Cole, en su piso. Verificó la garabateada dirección: Soho Square 31-32.

Exacto, pensó. Vamos a ver a qué se dedicaba nuestro pequeño Terry.

Dobló en la esquina de Carlisle Street y caminó hacia el edificio. Se alzaba en la esquina sudoeste de la plaza, un edificio moderno de ladrillo, con tejado abuhardillado y ventanas de guillotina. Un pórtico sostenido por columnas dóricas protegía la entrada de puertas de cristal, y sobre la entrada una placa de latón identificaba a los ocupantes del edificio: Triton International Entertainment.

Barbara sabía poca cosa sobre Triton, pero sí sabía que había visto su logo al final de producciones dramáticas televisivas y al principio de películas, lo cual la incitó a preguntarse si Terry Cole había abrigado esperanzas de convertirse en actor, además de sus otras metas más cuestionables.

Probó la puerta. Cerrada con llave.

– Joder -masculló, y miró a través del cristal tintado, por si podía deducir algo del vestíbulo del edificio. Poca cosa, comprobó.

Era una llanura de mármol interrumpida por sillas de piel color sepia que, al parecer, hacían las veces de zona de espera. En el centro de la llanura se alzaba un quiosco, donde se anunciaban las últimas películas de Triton. Cerca de la puerta se curvaba un mostrador de recepción color nogal alto hasta el pecho, y enfrente, una hilera de tres puertas de ascensor pulidas reflejaba la imagen de Barbara, para su personal placer visual.

Como era sábado, no se veían señales de vida en el vestíbulo, pero cuando ella estaba a punto de maldecir su suerte y volver al Yard con el rabo entre las piernas, se abrió un ascensor y apareció un guardia de seguridad canoso en el trance de subirse la cremallera de los pantalones y acomodarse los testículos. Se sobresaltó cuando vio a Barbara en la puerta, y le hizo señas de que se fuera.

– Está cerrado -gritó.

Incluso desde detrás del cristal, Barbara captó el acento de alguien nacido y criado en el norte de Londres.

Sacó su identificación y la levantó.

– Policía -gritó a su vez-. ¿Podemos hablar un momento, por favor?

El hombre vaciló, y desvió la vista hacia un enorme reloj con esfera de latón que colgaba en la pared sobre una fila de fotografías de celebridades, a la izquierda de la puerta.

– Es mi hora de comer -dijo.

– Mejor todavía -contestó Barbara-. La mía también. Salga. Le invito, si quiere.

– ¿Qué pasa?

El guardia se acercó a la puerta.

– Investigación de asesinato.

Barbara agitó sus credenciales de manera significativa. «Toma nota, por favor», decía el gesto.

El hombre tomó nota. Sacó un llavero con lo que parecían dos mil llaves y tardó un poco en introducir la correcta en la puerta.

Una vez dentro, Barbara fue al grano. Estaba investigando el asesinato, cometido en Derbyshire, de un joven londinense llamado Terence Cole, dijo al guardia, cuya chapa anunciaba que se llamaba, por desgracia, Dick Long. [8] Habían encontrado esta dirección entre las cosas de Cole, y estaba intentando descubrir el motivo.

– ¿Cole, ha dicho? -repitió el guardia-. ¿Terence es el nombre de pila? Por lo que sé, no hay nadie aquí que se llame así. No es que esté mucho, solo trabajo los fines de semana. Suelo estar destinado en el vestíbulo de la BBC. No es que me paguen mucho, pero menos da una piedra.

Se tiró de la nariz y se examinó la palma de la mano, como si hubiera descubierto algo interesante.

– Terry Cole guardaba esta dirección entre sus pertenencias -repitió Barbara-. Tal vez vino aquí y se hizo pasar por artista. Escultor, de hecho. ¿Le suena?

– Aquí no hay compradores de arte. Lo que busca es una de esas galerías elegantes en Mayfair o sitios así. Aunque esto parece una galería, ¿verdad? ¿Qué le parece? ¿Qué opina?

Lo que ella opinaba era que no tenía tiempo para discutir la decoración interior de Triton Entertainment.

– Tal vez estaba citado con alguien de Triton -dijo.

– O en cualquiera de las otras empresas -dijo Dick.

– ¿Hay otras aparte de Triton en este edificio?

– Oh, sí. Triton es solo una más. Tienen el nombre sobre la puerta porque ocupan casi todo el espacio. A las demás les da igual porque el alquiler les sale más barato.

Dick movió la cabeza en dirección a los ascensores, y condujo a Barbara hasta el tablón de anuncios que había entre dos de ellos. Vio nombres, departamentos y listas de empresas de publicidad, cine y teatro. Tardaría horas, incluso días, en hablar con todos los nombres escritos. Y con todos aquellos cuyo nombre no estaba escrito, porque eran auxiliares administrativos.

Barbara echó un vistazo al mostrador de recepción. Sabía lo que semejante mostrador significaba en el Yard, donde la seguridad era primordial. Se preguntó si allí significaba lo mismo.

– Dick, ¿los visitantes firman al entrar?

– Oh, sí. Ya lo creo.

Excelente.

– ¿Puedo echar un vistazo a los libros?

– No puede hacer eso, señorita… eh, agente. Lo siento.

– Asunto de la policía, Dick.

– Bien, pero los fines de semana lo guardan cerrado con llave. Puede probar los cajones para asegurarse.

Barbara procedió. Pasó detrás del mostrador y forcejeó con los cajones, sin éxito. Joder, pensó. No quería esperar hasta el lunes. Ardía en deseos de poner las esposas a un culpable y exhibirlo ante Lynley, gritando: «¿Lo ve? ¿Lo ve?» Y esperar casi cuarenta y ocho horas para acercarse un paso más al culpable de los homicidios de Derbyshire era como pedir a unos sabuesos tras la pista de un zorro que se conformaran con una piel de becerro, una vez lo habían divisado.

Solo había una alternativa. No le gustaba mucho, pero quería aprovechar el tiempo.

– Dígame, Dick, ¿tiene una lista de la gente que trabaja aquí?

– Oh, señorita… eh, agente…, en cuanto a eso…

Se tiró de la nariz de nuevo, con aire inquieto.

– Sí, tiene una, ¿verdad? Porque si pasa algo raro en el edificio, ha de saber con quién debe ponerse en contacto. ¿Sí? Necesito esa lista, Dick.

– No debo…

– … entregarla a nadie -concluyó Barbara-. Lo sé. Pero no la va a entregar a cualquiera, sino a la policía, porque alguien ha sido asesinado. Y comprende que si no colabora en la investigación puede dar la impresión de que está implicado de alguna forma.

El hombre pareció ofenderse.

– Oh, no, señorita. Nunca he estado en Derbyshire.

– Pero puede que alguien de aquí sí haya estado el martes por la noche. Y tratar de proteger a ese alguien… A los fiscales de la corona no les haría ninguna gracia.

– ¿Por qué? ¿Cree que un asesino trabaja aquí?

Dick miró hacia los ascensores, como si esperara la aparición de Jack el Destripador.

– Podría ser el caso, Dick. Ya lo creo que sí.

El hombre meditó y Barbara le dejó meditar. Paseó la vista entre los ascensores y la recepción una vez más.

– Si se trata de la policía -dijo por fin, y fue con Barbara tras el mostrador, donde abrió lo que parecía el cuarto de las escobas, lleno de resmas de papel y provisiones de café. Cogió del último estante un fajo de papeles grapados y se los entregó.

– Aquí están -dijo.

Barbara le dio las gracias efusivamente. Estaba colaborando en la causa de la justicia, le dijo. Tendría que llevarse los documentos, no obstante. Tendría que llamar a todos los empleados citados en la lista, y no creía que él deseara que lo hiciera sentada en el vestíbulo vacío de un edificio.

Dick cedió a regañadientes. Barbara se esforzó por salir del edificio con dignidad, sin dar saltitos de alegría. Muy en su papel, no echó un vistazo a la lista hasta doblar la esquina de Carlisle Street. Pero una vez allí bajó la vista con ansiedad.

Su alegría se esfumó. Montones de páginas. No había menos de doscientos nombres. Gimió al pensar en el trabajo que la esperaba. Doscientas llamadas telefónicas sin nadie que la ayudara.

Tenía que existir una forma más eficaz de dar con un canto en los dientes a Lynley. Y tras reflexionar unos momentos, decidió cuál podía ser.

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