20

– Ayer entramos a la primera -dijo Nkata cuando nadie respondió al timbre de la puerta-. Tal vez la Platt les dio el soplo y se han pirado. ¿Qué opina?

– No me dio la impresión de que Shelly Platt tuviera ninguna simpatía por Reeve, ¿verdad? -Lynley pulsó de nuevo el timbre de MKR Financial Management-. Parecía muy contenta de revelar sus tejemanejes, siempre que la pista no condujera hasta ella. ¿No será que los Reeve viven aquí, además de dirigir su negocio desde el local? A mí me parece una residencia.

Lynley retrocedió y bajó la escalera hasta la acera. Si bien el edificio parecía deshabitado, tuvo la sensación de que le estaban espiando desde el interior. Podía deberse a su impaciencia por interrogar a Martin Reeve, pero algo le sugería que había una forma detrás de las inmaculadas cortinas de la ventana del segundo piso. Mientras miraba, la cortina se movió.

– ¡Policía! -gritó-. Le conviene dejarnos entrar, señor Reeve. Preferiría no tener que llamar a la comisaría de Landbroke Grove para pedir ayuda.

Pasó un minuto, durante el cual Nkata no apartó el dedo del timbre y Lynley se acercó al Bentley para llamar a la comisaría. Por lo visto, el truco funcionó, porque estaba hablando con el sargento de guardia cuando Nkata dijo:

– Ya podemos entrar, señor. -Abrió la puerta de un empujón y esperó a Lynley bajo el dintel.

El edificio estaba en silencio y se respiraba un tenue olor a limones, tal vez del lustre empleado para conservar el impresionante ropero Sheraton que había en el pasillo. Cuando Lynley y Nkata cerraron la puerta, una mujer bajó por la escalera.

Lynley pensó que parecía una muñeca. De hecho, parecía una mujer que había invertido considerable tiempo y energías (por no hablar de dinero) en transformarse en un notable duplicado de Barbie. Iba vestida de licra negra de pies a cabeza, y exhibía un cuerpo tan insultantemente perfecto que solo podía ser fruto de la imaginación y la silicona. Debía de ser Tricia Reeve, pensó Lynley. Nkata la había descrito a la perfección.

Lynley se presentó.

– Nos gustaría hablar con su marido, señora Reeve. ¿Quiere hacer el favor de ir a buscarle?

– No está aquí.

La mujer se detuvo en el último escalón. Era alta, observó Lynley, y mediante la añagaza de negarse a descender hasta su nivel aumentaba su estatura.

– ¿Adónde ha ido?

Nkata se preparó para tomar nota.

Tricia tenía los dedos, largos, esqueléticos y cargados de anillos, apoyados en la barandilla. Los diamantes brillaban, mientras su brazo temblaba a causa de la presión que ejercía sobre el roble.

– No lo sé.

– Denos algunas ideas -dijo Nkata-. Tomaré nota de todas. Localizarle será un placer para nosotros. Tenemos tiempo.

Silencio.

– Claro que podríamos esperar aquí -dijo Lynley-. ¿Dónde podríamos instalarnos, señora Reeve?

Los ojos de la mujer destellaron. Azules, observó Lynley. Pupilas enormes. Nkata le había dicho que era adicta a algo. Daba toda la impresión de que en ese momento estaba un poco colocada.

– A Camden Passage -dijo, y su pálida lengua asomó entre unos labios carnosos-. Ha ido a ver a un intermediario. Miniaturas. Martin es coleccionista. Ha ido a ver lo que han traído de la venta de una propiedad que se celebró la semana pasada.

– ¿Nombre del intermediario?

– No lo sé.

– ¿Nombre de la galería o tienda?

– No lo sé.

– ¿A qué hora se fue? -preguntó Nkata.

– No lo sé. Estaba fuera.

Lynley se preguntó si quería decir que estaba fuera de juego. Era lo más probable.

– En ese caso, le esperaremos. ¿Vamos a su sala de recepción, señora Reeve? ¿Por esta puerta?

La mujer asintió.

– Ha ido a Camden Passage -se apresuró a decir-. Luego se reunirá con unos pintores que están trabajando en una casa de nuestra propiedad, en Cornwall Mews. Tengo la dirección. ¿La quiere?

Su afán de colaboración surgió con demasiada prisa. O Reeve estaba en casa, o bien la mujer había pensado avisarle de que iban tras sus pasos. No le costaría nada. Lynley no podía imaginar a un hombre como Reeve surcando las calles de Londres sin un móvil a su disposición. En cuanto Nkata y él salieran por la puerta, la mujer le telefonearía para advertirle.

– Creo que esperaremos -dijo Lynley-. Háganos compañía, señora Reeve. Puedo telefonear a la comisaría de Landbroke Grove para pedir que envíen a una mujer policía, si se siente incómoda sola en nuestra compañía. ¿Quiere que lo haga?

– ¡No!

Tricia aferró su codo izquierdo con la mano derecha. Consultó su reloj, y su cuello se movió cuando tragó saliva. Se estaba derrumbando, pensó Lynley, y comprobaba cuándo podría atizarse el siguiente chute con relativa seguridad. La presencia de la policía era un obstáculo a su ansia, y eso podía ser útil.

– Martin no está aquí -insistió-. Si supiera algo más se lo diría. Pero la verdad es que no.

– No me convence.

– ¡Le digo la verdad!

– Díganos otra, pues. ¿Dónde estaba su marido el martes por la noche?

– ¿El martes…? -Pareció confundida-. No tengo… Estaba aquí. Conmigo. Estaba aquí. Pasamos la noche en casa.

– ¿Alguien puede confirmarlo?

La pregunta disparó las alarmas en la mujer.

– Fuimos a cenar al Star of India de Old Brompton Road, a eso de las ocho y media -se apresuró a decir.

– Por lo tanto, no estuvieron en casa.

– Pasamos el resto de la noche aquí.

– ¿Reservó mesa en el restaurante, señora Reeve?

– El jefe de comedor se acordará de nosotros. Martin y él discutieron porque no habíamos reservado, y al principio no querían darnos una mesa, aunque había varias libres. Cenamos y volvimos a casa. Es la verdad. El martes. Eso fue lo que hicimos.

Sería bastante fácil confirmar su presencia en el restaurante, pensó Lynley. Pero ¿cuántos jefes de comedor se acordarían de que aquel día en concreto habían discutido con un cliente engreído que no había reservado mesa, y por tanto, había obviado fabricarse una coartada sólida?

– Nicola Maiden trabajaba para ustedes -dijo.

– ¡Martin no mató a Nicola! Sé que han venido por eso, no finjan lo contrario. Estuvo conmigo el martes por la noche. Fuimos a cenar al Star of India. Llegamos a casa hacia las diez y ya no volvimos a salir. Pregunte a nuestros vecinos. Alguien debió de vernos entrar o salir. Bien, ¿quieren la dirección de nuestra otra casa o no? Porque si no, deseo que se marchen. -Otra nerviosa mirada a su reloj.

Lynley decidió presionarla.

– Vamos a necesitar una orden de registro, Winnie -dijo a Nkata.

– ¿Para qué? -gritó Tricia-. Se lo he contado todo. Puede telefonear al restaurante. Puede hablar con nuestros vecinos. ¿Cómo va a conseguir una orden de registro sin haber comprobado que estoy diciendo la verdad?

Parecía horrorizada. Aún mejor, aterrada. Lo último que deseaba, supuso Lynley, era que la policía inspeccionara sus pertenencias, buscaran lo que buscaran. Tal vez no había intervenido en la muerte de Nicola Maiden, pero la posesión de narcóticos no era ninguna broma, y ella lo sabía.

– A veces tomamos atajos -dijo Lynley con placidez-. Me parece un excelente momento para hacerlo. Un arma homicida ha desaparecido, así como una pieza de ropa de la chica y el chico asesinados, y si alguno de esos objetos aparece en esta casa, nos gustará saber por qué.

– ¿Telefoneo, jefe? -preguntó Nkata.

– ¡Martin no mató a Nicola! ¡Hacía meses que no la veía! ¡Ni siquiera sabía dónde estaba! Si busca a alguien que quisiera verla muerta, hay montones de hombres que… -Calló de repente.

– ¿Sí? -preguntó Lynley-. ¿Montones de hombres?

Tricia levantó el brazo izquierdo para acunar su codo derecho, como antes había acunado el izquierdo. Se paseó por la sala de recepción.

– Señora Reeve -dijo Lynley-, sabemos exactamente qué se oculta tras MKR Financial Management. Sabemos que su marido contrata a universitarias para que trabajen como señoritas de compañía y prostitutas para él. Sabemos que Nicola Maiden era una de esas universitarias y que dejó el empleo junto con Vi Nevin para instalarse por su cuenta. La información que poseemos en este momento puede conducir directamente a cargos contra usted y su marido, y supongo que es consciente de eso. Si quiere evitar que la acusen, juzguen, sentencien y encarcelen, sugiero que colabore sin más dilación.

La mujer parecía paralizada. Sus labios apenas se movieron cuando dijo:

– ¿Qué quiere saber?

– Quiero que me hable de la relación de su marido con Nicola Maiden. Es bien sabido que a los macarras…

– ¡No es un macarra!

– … no les hace ninguna gracia que sus pupilas prescindan de ellos.

– No es así. No fue así.

– ¿De veras? ¿Cómo fue, pues? Vi y Nicola decidieron instalarse por su cuenta y dejar plantado a su marido. Pero lo hicieron sin informarle. No creo que le hiciera mucha gracia, una vez se olió el asunto.

– Lo ha interpretado mal. -Tricia se dirigió hacia el trabajado escritorio y sacó de un cajón un paquete de Silk Cut. Encendió un cigarrillo.

El teléfono empezó a sonar. Desvió la vista hacia él, extendió la mano para apretar un botón pero se detuvo en el último momento. Después de varios timbrazos dobles enmudeció, pero menos de diez segundos después sonó de nuevo.

– El ordenador tendría que haberla canalizado. No entiendo por qué… -Dirigió una mirada de inquietud a los policías, descolgó con brusquedad y dijo-: Global. -Al cabo de un momento de escuchar, habló con tono meloso-: En realidad, depende de lo que desee… Sí. Ningún problema. ¿Puede darme su número, por favor? Yo misma le llamaré.

Escribió algo en un papel. Luego, miró a Lynley con aire desafiante, como diciendo, demuéstralo.

Lynley no se hizo de rogar.

– Global -dijo-. ¿Es el nombre de la agencia de señoritas de compañía, señora Reeve? ¿Global qué? ¿Citas Globales? ¿Deseos Globales? ¿Qué?

– Acompañantes Globales. Y no es ilegal proporcionar una acompañante educada a un hombre de negocios que está en la ciudad para asistir a una conferencia.

– Dejando aparte las ganancias obtenidas con malas artes. Señora Reeve, ¿de veras quiere que la policía confisque sus libros de contabilidad? Suponiendo que existan libros de contabilidad de MKR Financial Management, claro. Podemos hacerlo, y usted lo sabe. Podemos exigir la documentación de cada libra que hayan ganado. Y cuando hayamos terminado, se lo pasaremos todo a Hacienda para que sus inspectores comprueben que han pagado escrupulosamente lo que les corresponde. ¿Qué le parece?

Le concedió tiempo para pensar. El teléfono sonó de nuevo. Después de tres timbrazos dobles se desvió a otra línea con un leve clic. Un pedido tomado en otra parte. Por móvil, control remoto o satélite. El progreso era algo maravilloso.

Dio la impresión de que Tricia llegaba a algún tipo de decisión. Sabía que, en aquel momento, Acompañantes Globales y la posición de los Reeve estaban comprometidos. Una palabra de Lynley a Hacienda, o incluso a la brigada antivicio de la comisaría de Landbroke Grove, y el tren de vida de los Reeve descarrilaría. Y eso solo era el comienzo de lo que podía suceder, cuando un registro de la vivienda hallara la sustancia escondida en la casa y que obraba su magia en Tricia. Toda esta realidad pareció posarse sobre ella como hollín de un fuego que ella misma hubiera encendido.

Se serenó.

– De acuerdo -dijo-. Si le doy un nombre, si le doy el nombre, no ha salido de mi boca. ¿Comprendido? Porque si corre la voz de que se ha cometido una indiscreción en el negocio… -No concluyó la frase.

«Indiscreción» era una forma exquisita de describirlo, pensó Lynley. ¿Y por qué demonios pensaba que estaba en posición de hacer tratos con él?

– Señora Reeve -dijo-, el negocio, tal como lo llama usted, se ha acabado.

– Martin no lo considerará así.

– Martin será detenido si no lo hace.

– Y Martin solicitará la libertad bajo fianza. Estará en la calle antes de veinticuatro horas. ¿Dónde estará usted entonces, inspector? No más cerca de la verdad, sospecho.

Tal vez se parecía a Barbie, tal vez se había frito parte de los sesos a base de drogas, pero en algún momento había aprendido a negociar, y ahora lo estaba haciendo con suma pericia. Lynley supuso que su marido se sentiría orgulloso de ella. Carecía de toda base legal, pero actuaba como si la tuviera. Se vio forzado a admirar su desfachatez, cuando menos.

– Puedo darle un nombre, el nombre, como ya le he dicho, y usted puede seguir su camino. Puedo callarme y usted puede registrar la casa, llevarme a la cárcel, detener a mi marido, y no se habrá acercado ni un centímetro al asesino de Nicola. Sí, se quedará con nuestros libros y nuestros registros, ¿verdad? Pero no pensará que somos tan estúpidos como para registrar a nuestros clientes por el nombre. ¿Qué ganará? ¿Cuánto tiempo perderá?

– Estoy dispuesto a ser razonable si la información es buena. Y en el tiempo que tarde en comprobar la veracidad de dicha información, supongo que usted y su marido pensarán en otro lugar donde reflotar el negocio. Se me ocurre Melbourne, con el consiguiente cambio de legislación.

– Eso nos llevará cierto tiempo.

– Al igual que verificar la información.

Golpe por golpe. Esperó su decisión. Por fin, Tricia la tomó y cogió un lápiz del escritorio.

– Sir Adrian Beattie -dijo mientras escribía-. Estaba loco por Nicola. Con tal de tenerla solo para él habría pagado cualquier cosa. Supongo que no le hizo mucha gracia el hecho de que ella ampliara el negocio, ¿verdad? -Le entregó la dirección.

Estaba en los Boitons. Al parecer, pensó Lynley, por fin tenían al amante de Londres.


Cuando al llegar a casa por la noche Barbara Havers encontró la nota en su puerta, recordó la lección de costura con un sobresalto.

– Puta mierda. Joder -dijo, y se reprendió por haberla olvidado. Sí, estaba trabajando en el caso, y Hadiyyah lo comprendería, pero Barbara detestaba defraudar a su amiguita.

«Estás cordialmente invitada a presenciar la obra de Principios de Costura de la señorita Jane Bateman», anunciaba la nota. Estaba meticulosamente escrita con una letra infantil que Barbara conocía muy bien. Un girasol alicaído de dibujo animado aparecía al pie. Al lado constaba la fecha y la hora. Barbara tomó nota mental de apuntarlos en su calendario.

Había trabajado tres horas más en el Yard después de su conversación con Neil Sitwell. Estaba ansiosa por empezar a telefonear a todos los empleados citados en la lista de King-Ryder Productions, pero se decantó por la cautela, no fuera que el inspector Lynley hiciera acto de presencia y quisiera saber qué había descubierto en los ordenadores del Yard. Que era cero en todos los apartados, por supuesto. A la mierda con él, había pensado durante su octava hora acumulada ante la terminal. Si quería unos jodidos informes sobre todos los putos individuos con los que el inspector Andrew Maiden se había codeado en sus años de topo, se los entregaría a carretadas. Pero la información que le impulsaría a desecharlos le conduciría hasta el asesino de Derbyshire. Apostaría su vida en ello.

Abandonó el Yard alrededor de las cuatro y media, pero se detuvo en el despacho de Lynley para dejar un informe y una nota personal. El informe dejaba clara su opinión, le gustó pensar, sin restregarle lo evidente por las narices. «Yo tengo razón, usted está equivocado, pero me plegaré a su estúpido juego» no eran palabras que necesitara decirle. Su momento llegaría, y dio gracias a su estrella de que la forma en que Lynley estaba conduciendo el caso le proporcionara más libertad de la que él sospechaba. La nota personal que había dejado junto con el informe aseguraba a Lynley, con los términos más educados, que iba a llevar a Chelsea el archivo de la autopsia preparado por la doctora Sue Miles en Derbyshire. Y eso fue lo que hizo Barbara nada más salir de Scotland Yard.

Encontró a Simon St. James y a su mujer en el jardín posterior de su casa de Cheyne Row, donde St. James estaba contemplando cómo Deborah se arrastraba a cuatro patas por el sendero de ladrillo, siguiendo un borde herbáceo que corría a todo lo largo del muro del jardín. Blandía un vaporizador, y cada pocos pasos se detenía y atacaba ferozmente la tierra con una cascada de insecticida.

– Hay billones, Simon -estaba diciendo-. Y por más que rocío, siguen moviéndose. Oh, Señor. Si estalla una guerra nuclear serán las únicas supervivientes.

St. James, reclinado en una tumbona con un sombrero de ala ancha que daba sombra a su cara, contestó:

– ¿Has atacado esa sección cercana a las hortensias, amor mío? Parece que tampoco has rociado cerca de las fucsias.

– Eres enloquecedor, la verdad. ¿Prefieres hacerlo tú mismo? Detesto turbar tu tranquilidad mental con un esfuerzo chapucero.

– Hummm. -St. James pareció considerar su oferta-. No. Creo que no. Has mejorado mucho últimamente. Hacer cualquier cosa aporta práctica, y lamentaría robarte la oportunidad.

Deborah rió y amenazó con rociarlo. Divisó a Barbara, que acababa de salir por la puerta de la cocina.

– Fantástico -dijo-. Justo lo que necesitaba. Un testigo. ¡Hola, Barbara! Haz el favor de tomar nota de qué miembro de la pareja está siendo esclavizado en el jardín y cuál no. Mi abogado te pedirá una declaración más adelante.

– No creas ni una palabra de lo que dice -intervino St. James-. Acababa de sentarme.

– Algo en tu postura me dice que estás mintiendo -contestó Barbara mientras cruzaba el jardín en dirección a la tumbona-. Y tu suegro acaba de insinuar que encienda un cartucho de dinamita debajo de tu trasero, por cierto.

– ¿De veras? -repuso St. James, y miró con ceño hacia la ventana de la cocina, a través de la cual vio moverse la silueta de Joseph Cotter.

– ¡Gracias, papá! -exclamó Deborah en dirección a la casa.

Aquella riña amistosa hizo sonreír a Barbara. Cogió una silla de jardín y se dejó caer en ella. Tendió la carpeta a St. James.

– Su señoría desea que estudies esto.

– ¿Qué es?

– Las autopsias de Derbyshire. Del chico y la chica. A propósito, el inspector te diría que examinaras con detenimiento los datos sobre la chica.

– ¿Tú no me lo dirías?

Barbara sonrió sin humor.

– Cada uno tiene sus ideas.

St. James abrió el expediente. Deborah se reunió con ellos.

– Fotos -le advirtió St. James.

Deborah vaciló.

– ¿Fuertes?

– Múltiples cuchilladas en una víctima -explicó Barbara.

La mujer palideció y se sentó en la tumbona, cerca de los pies de su marido.

St. James dedicó un rápido vistazo a las fotografías y las dejó sobre la hierba boca abajo. Hojeó el informe, leyendo algunos fragmentos.

– ¿Tommy está buscando algo en particular, Barbara? -preguntó.

– El inspector y yo no nos comunicamos de una manera directa. Ahora soy su chico de los recados. Me dijo que te trajera el informe. Me puse firmes y obedecí.

St. James alzó la vista.

– ¿Aún no habéis solucionado vuestras diferencias? Helen me dijo que estabas en el caso.

– De forma marginal.

– Ya cederá.

– Tommy siempre lo hace -dijo Deborah. Marido y mujer intercambiaron una mirada-. Bueno, ya sabes -añadió ella, vacilante.

– Sí -dijo St. James al cabo de un momento, con una breve y cálida sonrisa en su dirección. Se volvió hacia Barbara-. Echaré un vistazo a la documentación. Supongo que desea encontrar inconsistencias, anomalías, discrepancias. Lo de costumbre. Dile que le llamaré.

– De acuerdo -dijo Barbara, y añadió con delicadeza-: Me pregunto, Simon…

– ¿Hummm?

– ¿Podrías llamarme a mí también? Si descubres algo, quiero decir. -Como el hombre no contestó enseguida, se apresuró a agregar-: Sé que es irregular, y no quiero que te metas en líos con el inspector, pero es que no me cuenta demasiado. Y si hago alguna sugerencia, siempre me sale con «Vuelva al ordenador, agente». O sea, si quieres mantenerme informada… Sé que se cabreará si se entera, pero juro que nunca le diré que tú…

– Te telefonearé también -interrumpió St. James-, pero tal vez no encuentre nada. Conozco a Sue Miles. Es muy minuciosa. La verdad, no entiendo por qué Tommy quiere que examine su trabajo.

Ni yo, tuvo ganas de decirle Barbara. De todos modos, la promesa de St. James elevó su ánimo, así que terminó el día más reconfortada que como lo había empezado.

Sin embargo, cuando vio la nota de Hadiyyah experimentó una punzada de culpabilidad. La niña no tenía madre, al menos una madre que estuviera presente o deseosa de estarlo en un futuro próximo, y aunque Barbara no esperaba ocupar el lugar de su madre, había entablado una amistad con Hadiyyah que era una fuente de alegría para ambas. Hadiyyah había confiado en que Barbara asistiría a su clase de costura de la tarde. Barbara le había fallado. Le sabía mal.

De modo que, cuando arrojó el bolso sobre la mesa del comedor y escuchó sus mensajes (la señora Flo informaba sobre su madre, su madre informaba sobre un alegre viaje a Jamaica, Hadiyyah decía que había dejado una nota en la puerta, ¿la había encontrado Barbara?), se encaminó hacia la fachada de la gran casa eduardiana, donde las cristaleras de la sala de estar estaban abiertas, y oyó una voz infantil.

– Pero no son de mi número, papá. De veras.

Hadiyyah y su padre estaban en la sala, Hadiyyah sentada en una otomana en forma de bollo de crema, y Taymullah Azhar arrodillado a su lado, como un Orsino [14] enfermo de amor. Al parecer, el objeto de su atención eran los zapatos que Hadiyyah calzaba, unos oxford negros que parecían pertenecer a un uniforme escolar.

– Tengo los dedos de los pies hechos puré -se quejó Hadiyyah-. Me duelen.

– ¿Estás segura de que este dolor no está relacionado con tu deseo de seguir cierta moda, khushi?

– Papá -dijo la niña en tono lastimero-. Por favor. Son zapatos de colegio.

– Y como ambos recordamos -terció Barbara desde fuera-, los zapatos de colegio nunca son guays, Azhar. Siempre desafían a la moda. Por eso son zapatos de colegio.

Padre e hija levantaron la vista.

– ¡Barbara! -exclamó Hadiyyah-. Te dejé una nota en la puerta. ¿La encontraste?

Azhar se echó hacia atrás para realizar un escrutinio más objetivo de los zapatos de su hija.

– Dice que le van pequeños -dijo a Barbara-. No estoy muy convencido.

– Hace falta un árbitro -repuso Barbara-. ¿Puedo…?

– Entra. Sí, por supuesto.

Azhar se levantó y le dedicó un gesto de bienvenida con su estilo formal.

El piso olía a curry. Barbara vio que la mesa estaba preparada para cenar.

– Oh -se apresuró a decir-. Lo siento. No me había fijado en la hora, Azhar. Aún no habéis cenado, y… ¿Quieres que vuelva más tarde? Acabo de ver la nota de Hadiyyah y decidí venir. Ya sabes, la clase de costura de esta tarde. Le prometí… -Se obligó a callar. Basta, pensó.

El hombre sonrió.

– Quizá te gustaría acompañarnos a cenar.

– Oh, cielos, no. Quiero decir, aún no he cenado, pero no querría…

– ¡Debes! -intervino Hadiyyah, muy contenta-. Papá, dile que debe hacerlo. Vamos a tomar pollo biryani. Y dal. Y el curry vegetal muy especial de papá, que hace gritar a mamá cuando lo come porque está muy especiado. Dice «Hari, lo haces demasiado picante», y le lloran los ojos. ¿Verdad, papá?

Hari, pensó Barbara.

– Pues sí, khushi -dijo Azhar-. Será un placer que te quedes, Barbara.

Lo mejor será huir, pensó Barbara, lo mejor será esconderse, pero su respuesta fue:

– Gracias. Encantada.

Hadiyyah lanzó un gritito e hizo piruetas con sus zapatos en teoría demasiado apretados.

Su padre la miró con gravedad.

– Ah -dijo significativamente-. En cuanto a tus pies, Hadiyyah…

– Deja que les eche un vistazo -se apresuró a intervenir Barbara.

Hadiyyah se dejó caer sobre la otomana.

– Me aprietan y aprietan -dijo-. Incluso ahora. De veras, papá.

Azhar rió y se dirigió a la cocina.

– Barbara decidirá -dijo a su hija.

– Me aprietan muchísimo -dijo Hadiyyah-. Mira cómo se me marcan los dedos en la puntera.

– No sé, Hadiyyah -dijo Barbara-. ¿Con qué los sustituirás? ¿Por otros iguales?

La niña no contestó. Barbara levantó la vista. Hadiyyah se estaba mordisqueando el labio.

– ¿Y bien? -preguntó Barbara-. Hadiyyah, ¿han cambiado el estilo de zapato que se puede llevar con el uniforme?

– Son muy feos -susurró la niña-. Es como si llevara barcas en los pies. Los zapatos nuevos son fáciles de poner y quitar, Barbara. Llevan una cinta de piel monísima alrededor del empeine, y cuelgan unas borlas preciosas sobre los dedos. Son un poco caros, por eso no todo el mundo los tiene, pero sé que podría llevarlos siempre si me los comprara. De veras. -Parecía muy esperanzada, con los ojos del tamaño de monedas antiguas de dos peniques.

Barbara se preguntó cómo lograba su padre negarle algo.

– ¿Aceptarás un compromiso? -preguntó en su papel de árbitro.

Hadiyyah arrugó el entrecejo.

– ¿Qué compromiso? -dijo.

– Un acuerdo mediante el cual ambas partes alcancen su propósito, aunque no de la forma que esperaban.

Hadiyyah meditó unos momentos, dando pataditas contra la otomana.

– De acuerdo -dijo-. Pero son unos zapatos preciosos, Barbara. Si los vieras, lo entenderías.

– No me cabe duda -aseguró Barbara-. Supongo que te habrás dado cuenta de que soy una fanática de la elegancia. -Se puso en pie. Guiñó un ojo a Hadiyyah y dijo en dirección a la cocina-: Yo diría que aún puede llevarlos varios meses, Azhar.

Hadiyyah compuso una expresión desolada.

– ¿Varios meses? -gimió.

– Pero necesitará otro par antes del día de Guy Fawkes [15] -dijo Barbara. Formó con la boca la palabra «compromiso» en dirección a la niña, y la miró mientras Hadiyyah calculaba mentalmente las semanas que faltaban, con gesto complacido.

Azhar apareció en la puerta de la cocina. Se había remetido una toalla en los pantalones a modo de delantal y sujetaba una cuchara de madera.

– ¿Puedes ser tan exacta en tu análisis de los zapatos, Barbara? -preguntó con seriedad.

– A veces hasta yo me asombro de mis talentos.


El curry era otra cosa que Azhar parecía hacer sin el menor esfuerzo. No aceptó ayuda, ni siquiera para lavar los platos.

– Tu presencia es el regalo que aportas a nuestra cena, Barbara. No queremos nada más de ti -replicó a su ofrecimiento de ayuda.

No obstante, Barbara consiguió retirar los platos de la mesa, y mientras él limpiaba y secaba en la cocina, entretuvo a su hija, lo cual fue un placer.

Hadiyyah llevó a Barbara hasta su habitación en cuanto la mesa estuvo despejada, afirmando que tenía que enseñarle algo «especial y secreto», una revelación de chica a chica, supuso Barbara. Pero en lugar de una colección de fotos de artistas de cine o unas notas que le hubieran pasado en el colegio, Hadiyyah sacó de debajo de la cama una bolsa cuyo contenido esparció con orgullo sobre la colcha.

– Lo he terminado hoy -anunció-, en clase de costura. Se suponía que debía dejarlo para la exposición (¿has recibido mi invitación, Barbara?), pero le dije a la señorita Bateman que lo devolvería sano y salvo. Quería regalárselo a papá, porque ya ha estropeado un par de pantalones cuando prepara la cena.

Era un delantal. Hadiyyah lo había hecho de calicó claro, sobre el cual había bordado un dibujo de patas conduciendo a sus crías hasta un estanque erizado de cañas. Todas las mamás llevaban idénticos gorros. Cada cría portaba bajo una de las diminutas alas un diferente utensilio de playa.

– ¿Crees que le gustará? -preguntó Hadiyyah, ansiosa-. Los patitos son tan monos, pero supongo que para un hombre… Me gustan mucho los patos, ¿sabes? A veces papá y yo les damos de comer en Regents Park. Claro que habría podido elegir algo más masculino, ¿verdad?

La visión de Azhar luciendo aquel delantal hizo sonreír a Barbara, que examinó las costuras en zigzag.

– Es perfecto -dijo-. Le encantará.

– ¿Tú crees? Es mi primer trabajo, y no soy muy buena. La señorita Bateman quería que empezara con algo más sencillo, como un pañuelo, pero yo sabía lo que quería hacer porque papá se había estropeado los pantalones, y sabía que no quería estropearse ninguno más al cocinar. Por eso lo traje a casa para dárselo.

– ¿Se lo damos ahora? -preguntó Barbara.

– Oh, no. Es para mañana -dijo Hadiyyah-. Papá y yo hemos planeado un día especial. Iremos a la playa. Nos llevaremos la cesta de picnic y comeremos en la playa. Iremos al parque de atracciones. Después subiremos a la montaña rusa, y papá pescará un muñeco. Es muy bueno en eso.

– Sí, lo sé. Le vi hacerlo, ¿recuerdas?

– Sí, es verdad. ¿Te gustaría venir con nosotros a la playa? Será un día especial. Nos llevaremos la cesta de picnic. Iremos al parque de atracciones. Y luego, a pescar muñecos. Le preguntaré a papá si puedes venir. -Se puso en pie de un salto y gritó-: ¡Papá! ¡Papá! ¿Barbara puede…?

– ¡No! – la interrumpió Barbara -. No, Hadiyyah, no puedo ir. Estoy trabajando en un caso y tengo montañas de trabajo. Ni siquiera debería estar aquí ahora, con todas las llamadas que debería hacer antes de irme a la cama. Pero gracias por la invitación. Lo haremos otro día.

Hadiyyah se detuvo, con la mano en el pomo de la puerta.

– Iremos al parque de atracciones -dijo con voz zalamera.

– Estaré con vosotros en espíritu – la tranquilizó Barbara. Y pensó en la adaptabilidad de los niños y se maravilló de su capacidad para aceptar los hechos. Considerando lo que había sucedido la última vez que Hadiyyah fue a ver el mar, se extrañaba de que quisiera volver. Pero los niños no son como los adultos, pensó. Olvidan lo que no pueden soportar.

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