12

– Se echó a temblar. El maldito cabrón se echó a temblar.

Hanken se reclinó en su silla y saboreó el momento, con las manos enlazadas detrás de la cabeza. Un cigarrillo encendido colgaba de su boca, y hablaba entre dientes con la destreza de un hombre ejercitado en ese arte. Lynley estaba de pie ante unos archivadores sobre los cuales había puesto las fotografías tomadas de los dos cadáveres. Las examinaba mientras se esforzaba por mantenerse alejado del humo del tabaco. Como había sido una víctima del vicio, se alegraba de encontrar irritante el humo, cuando meses antes habría hecho cola para lamer el cenicero de Hanken. De hecho, este no utilizaba el cenicero. Cuando el tabaco quemado deseaba desprenderse, volvía la cabeza y dejaba que la ceniza cayera al suelo. Era un gesto inusitado en el, por lo demás, pulcrísimo inspector detective y denotaba a las claras su nivel de entusiasmo.

Hanken estaba contando su entrevista con Will Upman. El placer que experimentaba fue aumentando a medida que llegaba al clímax. Desde un punto de vista metafórico, al parecer. Porque, según Hanken, el abogado no había estado a la altura de las circunstancias.

– Pero dijo que dar un gatillazo no le importa cuando está con una mujer -resopló Hanken-. Dijo que lo único que importa es divertirse.

– Me intriga -dijo Lynley-. ¿Cómo conseguiste que lo admitiera?

– ¿Que se la tiró, o que no se le levantó?

– Me da igual. Ambas cosas. -Lynley eligió la foto más clara de la cara de Terry Cole y la dejó junto a la foto más clara de sus heridas-. Confío en que no utilizaras las empulgueras, Peter.

Hanken rió.

– No hizo falta. Solo dije que sus vecinos se habían chivado, y enseguida agitó la bandera blanca.

– ¿Por qué había mentido?

– Afirma que no lo hizo. Afirma que lo hubiera confesado si se lo hubiéramos preguntado sin ambages.

– Eso es hilar muy fino.

– Abogados.

La palabra lo decía todo.

Will Upman, había informado Hanken, admitía un único polvo con Nicola Maiden, acontecido la última noche de su empleo. Había experimentado una fuerte atracción hacia ella durante todo el verano, pero su posición de patrón le había impedido insinuarse.

– ¿Su relación con otra persona no se lo impedía? -preguntó Lynley.

En absoluto. Porque ¿cómo era posible que estuviera profundamente enamorado de Joyce, y en consecuencia, «enredado» de una forma legítima con ella, si experimentaba una atracción tan poderosa hacia Nicola? Y si se sentía tan atraído por Nicola, ¿no era justo que averiguara el alcance de dicha atracción? Joyce le exigió que se comprometiera (su idea era vivir juntos), pero Upman no podía hacerlo hasta aclarar lo de Nicola.

– Así pues, ¿reaccionó al instante y se declaró a Joyce en cuanto tuvo claro el asunto con Nicola? -preguntó Lynley.

Hanken gruñó en señal de afirmación. Upman había ablandado a la muchacha con copas, cena y vino, informó. Se la llevó a casa. Más copas. Un poco de música. Había colocado velas alrededor de la bañera…

– Santo Dios -se estremeció Lynley. Ese hombre es una víctima de Hollywood.

… y consiguió que se desnudara y se metiera en el agua sin el menor problema.

– Ella lo deseaba tanto como él, según Upman -dijo Hanken.

Jugaron en la bañera hasta ponerse al rojo vivo, momento en que pasaron al dormitorio.

– Y ahí fue donde el cohete no se elevó -concluyó Hanken.

– ¿Y la noche del asesinato?

– ¿Dónde estaba él, quieres decir?

Hanken también lo contó. El lunes, durante la comida, Upman volvió a discutir con su novia sobre el tema de la convivencia. En lugar de volver a casa después del trabajo, y correr el riesgo de que Joyce le llamara, salió a pasear en coche. Terminó en el aeropuerto de Manchester, donde se alojó en un hotel para pasar la noche y solicitó los servicios de una masajista que calmara su tensión.

– Hasta me enseñó las facturas -dijo Hanken-. Creo que las intenta colar como dietas.

– Compruébalo.

– Tan seguro como que respiro -dijo Hanken-. ¿Y lo tuyo?

Debía proceder con tiento, pensó Lynley. Hasta el momento, pese a su entrevista con Upman, no parecía que Hanken se aferrara a ninguna teoría en particular. De todos modos, iba a sugerir algo que contradecía la principal conjetura de su colega. Quería conducirle a su terreno con tacto, para que Hanken viera la lógica de sus deducciones.

No había encontrado el busca, dijo. Pero había examinado con detenimiento el lugar, y había pensado largo y tendido en los dos cadáveres. Deseaba proponer una hipótesis completamente diferente a la manejada hasta el momento. ¿Querría escucharle Hanken?

Este apagó el cigarrillo. Gracias a Dios, no encendió otro. Se pasó la lengua por los dientes, con sus inquisitivos ojos clavados en Lynley.

– Dispara -dijo por fin, y se reclinó en la silla como si esperara un largo monólogo.

– Creo que se trata de un solo asesino -dijo Lynley-. Sin cómplice. Nuestro hombre no pidió refuerzos cuando…

– O mujer. ¿Ya lo has descartado?

– O mujer -admitió Lynley, y aprovechó la oportunidad para informar a Hanken de su encuentro con Samantha McCallin en Calder Moor.

– Eso le devuelve el protagonismo, diría yo -comentó Hanken.

– Nunca lo ha perdido.

– De acuerdo. Continúa.

– El asesino no pidió refuerzos cuando vio que había dos víctimas en lugar de una.

Hanken enlazó las manos sobre el estómago.

– Continúa.

Lynley utilizó la fotografía de Terry Cole para abundar en su teoría. Quemaduras en la cara, pero no había heridas defensivas en el cuerpo, y subrayó que no habían retenido a Cole contra el fuego, sino que había caído encima. Las quemaduras de su piel indicaban que el contacto había sido algo más que breve. No había indicios de que le hubieran golpeado, dejado inconsciente y abandonado sobre el fuego. Por tanto, le habían herido o dejado fuera de juego cuando estaba sentado junto al fuego.

– Un asesino sigue a la chica -dijo Lynley-. Cuando él llega al lugar…

– O ella -insistió Hanken.

– Sí, o ella. Cuando él o ella llega al lugar, descubre que Nicola no está sola. Por tanto, hay que eliminar a Cole. Primero, porque si el asesino se lanza sobre ella seguramente el chico saldría en su defensa y, segundo, porque es un testigo en potencia. Pero el asesino se enfrenta a un dilema. ¿Mata, él o ella, a Cole y corre el riesgo de que Nicola escape mientras lo hace? ¿O mata a Nicola y corre el riesgo de que Cole se lo impida? Cuenta con la ventaja del factor sorpresa, pero eso es todo, aparte de su arma. -Lynley repasó las fotografías y eligió la que mostraba el rastro de sangre con más claridad-. Si consideras todo esto, y tienes en cuenta la sangre hallada en el lugar…

Hanken levantó las manos para detener la verborrea de Lynley. Desvió la mirada hacia la ventana, donde la repelente perspectiva del estadio de fútbol de Buxton, al otro lado de la calle, recordaba un campo de concentración.

– El asesino se abalanza con el cuchillo y hiere al chico -reflexionó en voz alta-. El chico cae sobre la hoguera y se quema. La chica se da a la fuga. El asesino la persigue…

– ¿El cuchillo ha quedado clavado en el chico?

– Humm. Sí. Ya veo por dónde vas. -Hanken se volvió con los ojos nublados mientras visualizaba la escena que iba a describir-. Más allá de la hoguera está oscuro. La chica huye.

– ¿Se toma la molestia de extraer el cuchillo del cuerpo del chico, o la persigue sin más?

– La persigue. Es un profesional, ¿no? Acaba con ella de tres golpes en la cabeza y luego vuelve para rematar al chico.

– Entretanto, Cole ha conseguido arrastrarse hasta el borde del círculo de piedras. Ahí es donde el asesino acaba con él. La sangre es muy reveladora, Peter. Resbala por el monolito y forma charcos en el suelo.

– Si tienes razón -dijo Hanken-, tenemos a un asesino cubierto de sangre. Es de noche, todo ocurre en el culo del mundo, de modo que cuenta con esa ventaja. Pero necesita algo donde esconder su ropa, a menos que emprendiera la matanza desnudo, cosa muy improbable.

– Quizá fuera provisto de algo -apuntó Lynley.

– O cogiera algo del lugar de los hechos. -Hanken se palmeó los muslos y se puso en pie-. Que los Maiden echen un vistazo a las pertenencias de la chica -dijo.


Barbara, echando chispas, se paseó nerviosa mientras Winston Nkata llamaba a Lynley desde el pub Prince of Wales. Estaban frente a Battersea Park y en la esquina del domicilio de Terry Cole, y si bien ardía en deseos de arrebatarle el teléfono a Nkata y hacer hincapié en algunos puntos con más energía que este, sabía que debía contener su lengua. Nkata estaba refiriendo el motivo de su nerviosismo a su superior, y Barbara debía guardar silencio para que Lynley no descubriera que había abandonado su puesto ante el ordenador.

– Volveré al ordenador esta noche -juró a Nkata cuando comprendió que su reticencia a trasladarse desde Fulham a Battersea obedecía a su preocupación por la negligencia de Barbara-. Winston, te juro por mi madre que permaneceré sentada ante la pantalla hasta quedarme ciega. ¿De acuerdo? Pero después. Después. Antes hemos de ir a Battersea.

Nkata estaba contando a Lynley el resultado de sus visitas al ex patrón y a la compañera de piso de Nicola. Después de informar sobre las postales que Nicola había enviado a Vi Nevin, y explicar cuál era el mensaje implícito según Vi, se despachó a gusto sobre el hecho de que el dormitorio de Nicola en la casa de Fulham había sido, en apariencia, «limpiado» antes de que pudieran echarle un vistazo.

– ¿A cuántas tías conoce que no guarden algo revelador del maromo al que se están beneficiando? -preguntó Nkata-. Le aseguro que esa Vi nos hizo esperar cinco minutos porque en cuanto supo que había policías en su puerta salió disparada a sacar algo de ese cuarto.

Barbara contuvo el aliento al oír el plural. Lynley no era idiota. Pegó un bote al otro extremo de la línea.

– ¿Qué? -contestó Nkata, al tiempo que miraba a Barbara-. No. Es una forma de hablar… Sí. Créame, lo llevo grabado en mi alma. -Escuchó, mientras Lynley debía de contar cómo iban las cosas en su parte del mundo. Rió en un momento dado-. ¿Por pura diversión? Señor, como si me dicen que el mundo es plano -dijo, y jugueteó con el cable del teléfono. Al cabo de unos momentos, prosiguió-: Battersea, ahora mismo. Barb dijo que la compañera de piso de Cole estaría esta noche, así que pensé echar un vistazo a sus cosas. La casera no permitió que Barb lo hiciera antes y…

Al parecer, Lynley le interrumpió.

Barbara intentó leer en su expresión alguna indicación de lo que estaba diciendo el inspector. El negro mantenía el rostro inexpresivo.

– ¿Qué? -susurró, muy tensa-. ¿Qué?

Nkata le indicó con un ademán que callara.

– Investigando esos nombres que usted le dio -dijo-. Al menos eso creo. Ya conoce a Barb.

– Oh, muchísimas gracias, Winston -susurró Barbara.

Nkata le dio la espalda y continuó hablando con Lynley.

– Barbara contó que la compañera de piso dice que todo es posible. El chico no iba corto de dinero, siempre llevaba encima un buen fajo, y no vendía una mierda. Si viera sus obras, no le extrañaría. El chantaje parece cada vez más probable. -Escuchó de nuevo-. Por eso quiero echarle otro vistazo. Tiene que haber una relación en alguna parte.

Que estaban en la pista de algo importante lo probaba la ausencia de detalles personales en el dormitorio de Nicola Maiden, pensó Barbara. Aparte de algunos artículos de vestir y una inocente hilera de conchas marinas en el antepecho de la ventana, nada sugería que la habitación hubiera sido ocupada por una persona de carne y hueso. Barbara habría llegado a la conclusión de que la dirección de Fulham era una fachada, y de que Nicola nunca había vivido allí, de no ser porque Vi Nevin había utilizado el tiempo tardado en abrir la puerta para sacar algo de la habitación. Dos cajones de la cómoda estaban vacíos por completo, y en el ropero, un amplio espacio en el perchero hablaba de algunas cosas hechas desaparecer a toda prisa, y sobre la cómoda, círculos libres de polvo indicaban la reciente presencia de objetos.

Barbara se dio cuenta de todo, pero no se molestó en pedir a Vi Nevin que les dejara registrar su cuarto para buscar los objetos desaparecidos. La joven ya había dejado muy claro que conocía sus derechos, y no convenía animarla a que los ejerciera.

Pero era significativo que hubiera llevado a cabo una limpieza a toda prisa. Solo un idiota no advertiría las implicaciones de ello.

En ese momento Nkata colgó y contó los progresos de Lynley. Barbara escuchó con atención, mientras buscaba relaciones entre las diferentes informaciones que iban reuniendo.

– Upman afirma que solo le echó un polvo -dijo cuando Nkata terminó-, pero podría ser el señor «Oh-la-la» de las postales y mentir como un bellaco, ¿no crees?

– O mentir sobre la importancia del polvo -apuntó Nkata-. Quizá pensó que se había producido una unión trascendental entre ambos. Puede que ella solo lo hiciera por diversión.

– Y cuando él lo descubrió, ¿se la cargó? ¿Dónde estaba el martes por la noche?

– Recibiendo un masaje cerca del aeropuerto de Manchester. Para aliviar la tensión, dijo.

Barbara lanzó un aullido.

– Jamás había oído una coartada semejante.

Se colgó el bolso al hombro y señaló la puerta. Salieron a Parkgate Road.

El piso de Terry Cole se encontraba a menos de cinco minutos a pie del pub, y Barbara guió a Nkata. Esta vez, cuando tocó el timbre contiguo al rótulo cole/Thompson, la puerta se abrió al instante.

Cilla Thompson les recibió en el rellano, vestida para salir. Su minifalda metálica plateada, el top a juego y la boina sugerían una audición inminente para un papel en una versión feminista de El mago de Oz.

– No tengo mucho tiempo -dijo.

– No se preocupe -contestó Barbara-. No necesitamos mucho.

Presentó a Nkata y entraron en el piso, que ocupaba la segunda planta de la casa y había sido reconvertido en dos pequeños dormitorios, una sala de estar, una cocina y un retrete del tamaño de una despensa. Como no quería que el episodio con Vi Nevin se repitiese, Barbara dijo:

– Nos gustaría registrarlo todo, si no le parece mal. Si Terry estaba metido en algo comprometedor, habrá dejado pruebas en algún sitio. Quizá haya escondido algo.

Cilla no tenía nada que ocultar, les informó, pero no le hacía ninguna gracia que manosearan sus bragas. Les enseñaría todas sus pertenencias, y punto. Podían hacer lo que quisieran en la madriguera de Terry.

Así pues, empezaron por la cocina, donde los aparadores no revelaron nada, salvo una predilección por los macarrones gratinados instantáneos, que los ocupantes del piso parecían consumir al por mayor. Había varias facturas sobre el escurridor, donde daba la impresión de que seis semanas de cacharros se estaban secando. Nkata las examinó, y luego las pasó a Barbara. La factura del teléfono era respetable, pero no exagerada. El consumo de electricidad parecía normal. Ninguna factura estaba vencida. Todas se habían pagado. La nevera tampoco aportó gran cosa a sus pesquisas. Una lechuga fláccida y una bolsa de plástico con coles de Bruselas de aspecto triste sugería que los ocupantes del piso no eran tan fieles al consumo de verduras como deberían. Lo más siniestro que vieron fue una lata de sopa de guisantes abierta, cuya mitad parecía haber sido engullida tal cual, sin recalentar. El estómago de Barbara se revolvió. Y ella pensaba que sus gustos culinarios eran discutibles.

– Nos la comemos tal cual -explicó Cilla desde la puerta.

– Eso parece -contestó Barbara.

Se trasladaron a la sala de estar, donde examinaron su inusual decoración. La habitación parecía una sala de exposiciones. Había varias piezas de la misma naturaleza agrícola que los esfuerzos de mayor tamaño vistos por Barbara aquel mismo día en el estudio de la arcada del ferrocarril, lo cual indicaba que eran obra de Terry. Los demás objetos, es decir, pinturas, eran fruto indudable de los afanes de Cilla.

Nkata, que no había visto la fijación oral de Cilla plasmada de una forma concreta, silbó en voz baja ante la docena de cavidades bucales exploradas en los lienzos de la sala de estar: bocas que chillaban, reían, lloraban, hablaban, comían, babeaban, vomitaban y sangraban, estaban plasmadas con gráficos detalles. Cilla también había explorado posibilidades fantásticas: de varias bocas surgían seres humanos, sobre todo miembros de la familia real.

– Muy… originales -comentó Nkata.

– Sin embargo, Munch [7] no tiene de qué preocuparse -murmuró Barbara, a su lado.

Había dormitorios a cada lado de la sala de estar, y entraron primero en el de Cilla, precedidos por la artista. Aparte de una nutrida colección de osos de peluche situados en la cómoda y el antepecho de la ventana, la habitación de Cilla no presentaba ninguna contradicción con la artista. Su guardarropa contenía las prendas coloridas que suelen asociarse con una pintora, la caja de leche que hacía las veces de mesita de noche albergaba la caja de condones que cabía esperar de una joven sexualmente activa y sexualmente precavida en los deprimentes días del sida. Una considerable colección de CD mereció la aprobación de Barbara, y confirmó a Nkata lo mucho que desconocía acerca del rock and roll. Ejemplares de What's On y Time Out tenían páginas dobladas y círculos alrededor de galerías con exposiciones recién inauguradas. Las paredes ofrecían obras de la artista, que había pintado el suelo para revelar algo más de su sensibilidad artística. Grandes lenguas goteantes masticaban comida sobre niños desnudos, que defecaban sobre otras lenguas oscilantes. Era un punto a favor de Freud, no cabía duda.

– Dije a la señora Baden que volvería a pintar el piso cuando me mudara -explicó Cilla, en respuesta al fracaso de los detectives por controlar su expresión-. Le gusta apoyar el talento. Eso dice ella. Pregúntenle.

– Nos basta con su palabra -dijo Barbara.

En el cuarto de baño tampoco encontraron nada, salvo un círculo mugriento y antihigiénico alrededor de la bañera. Nkata chasqueó la lengua. A continuación pasaron al dormitorio de Terry Cole, seguidos por Cilla, al parecer temerosa de que estropearan una de sus obras maestras si no vigilaba.

Nkata se dedicó a la cómoda y Barbara al ropero. En él, descubrió el asombroso hecho de que Terry tenía debilidad por el color negro, que se repetía en camisetas, jerséis, tejanos, chaquetas y calcetines. Mientras Nkata abría cajones detrás de ella, Barbara empezó a registrar tejanos y chaquetas con la esperanza de que revelaran algo crucial. Descubrió solo dos posibilidades entre los resguardos de entradas de cine y pañuelos de papel arrugados. La primera era un trozo de papel con la inscripción «Soho Square 31-32» escrita con una letra menuda y puntiaguda, y la segunda una tarjeta doblada en dos sobre un chicle reseco. Barbara la desdobló. Siempre se podía confiar…

En la tarjeta estaba grabado «Bowers» con letras elegantes. En la esquina inferior izquierda había una dirección de Cork Street y un número de teléfono. En la inferior derecha, un nombre: Neil Sitwell. La dirección era W1. Otra galería, dedujo Barbara, pero de todos modos dejó el chicle reseco sobre la mesita de noche y guardó la tarjeta en el bolsillo.

– Aquí hay algo -dijo Nkata.

Barbara giró en redondo y vio que había sacado un humidificador del cajón inferior de la cómoda y lo había abierto.

– ¿Qué es? -preguntó.

Lo inclinó hacia ella. Cilla estiró el cuello.

– Eh, eso no es mío -se apresuró a decir cuando vio lo que era.

El humidificador contenía cannabis. Varias hojas, por lo que Barbara pudo ver. Y del cajón del que había extraído el humidificador, Nkata sacó papel de fumar y una bolsa de congelador que contenía, como mínimo, un kilo de hierba.

– Vaya -dijo Barbara. Miró a Cilla con suspicacia.

– Ya he dicho que no es mío -contraatacó Cilla-. No les habría permitido registrar el piso de haber sabido que tenía esa mierda, ¿vale? Yo no la toco. No toco nada que pueda dañar el proceso.

– ¿El proceso? -Nkata arrugó la frente.

– Mi arte -explicó Cilla-. El proceso creativo.

– Ya -dijo Barbara-. Bien sabe Dios que eso no se puede tocar. Ha sido muy inteligente por su parte.

Cilla no captó la ironía.

– El talento es precioso -dijo-. No hay que… desperdiciarlo.

– ¿Está diciendo que esto -señaló el cannabis- es el motivo de que Terry no pudiera triunfar como artista?

– Como ya le dije en el estudio, nunca se volcó lo bastante en su arte para obtener algo a cambio. No quería trabajar como los demás. Pensaba que no era necesario. Tal vez esa mierda fuese el motivo.

– ¿Porque casi siempre estaba colgado? -preguntó Nkata.

Cilla pareció incómoda por primera vez. Se removió sobre sus zapatos de plataforma.

– Escuche, es como… Está muerto y lo siento, pero la verdad es la verdad. Su dinero procedía de algún sitio. Eso debe de ser.

– Aquí no hay mucho, si se dedicaba a vender -dijo Nkata a Barbara.

– Quizá tenga la despensa en otro sitio.

Pero aparte de una butaca rellena en exceso, el único otro mueble de la habitación que podía proporcionar un escondite era la cama. Parecía demasiado descarado para ser verdad, pero Barbara lo comprobó. Levantó el borde de un viejo cubrecama de felpilla y debajo de la cama vio una caja de cartón.

– Ah -dijo Barbara-. Quizá, quizá…

Se agachó y sacó la caja. Estaba abierta. Separó las solapas y examinó su contenido.

Se trataba de postales, varios cientos. Pero no del tipo que se envía a la familia cuando uno está lejos de casa. No eran postales de felicitación. No servían para enviar mensajes. No eran recuerdos. No obstante, constituían el primer indicio de quién había matado a Terry Cole y por qué.


Un detective había sido enviado a Buxton para recoger a los Maiden a fin de que inspeccionaran los efectos de su hija. Hanken había indicado que una cortés petición de que acudiesen habría sido desoída, porque la hora de la cena se acercaba y los Maiden tenían que atender a sus huéspedes.

– Si queremos una respuesta esta noche, hay que ir a por ellos -dijo Hanken, no sin razón.

Una respuesta obtenida aquella noche sería útil, admitió Lynley. Por lo tanto, mientras Hanken y él se cepillaban unos rigatoni puttanesca en el restaurante Firenze de Buxton, la agente detective Patty Stewart fue a Padley Gorge a buscar a los padres de la chica muerta. Cuando los inspectores hubieron terminado su ágape, rematado con dos expresos por cabeza, Stewart telefoneó a Hanken para anunciar que Andrew y Nan Maiden ya estaban en comisaría.

– Que Mott te entregue las cosas de la chica -ordenó Hanken por su móvil-. Llévalas a la sala cuatro y espéranos.

No había más de cinco minutos hasta la comisaría de Buxton. Hanken se ocupó de la factura con parsimonia. Quería hacer sudar a los Maiden, explicó a Lynley. Quería que todos los implicados en la investigación estuvieran nerviosos, porque nunca se sabía qué podía dar de sí un ataque de nervios.

– Pensaba que habías concentrado tu interés en Will Upman -comentó Lynley.

– Todo el mundo me interesa. Quiero que todos estén nerviosos -contestó Hanken-. Hay que ver lo que la gente recuerda cuando la tensión aumenta.

Lynley no le recordó que la experiencia de Andy Maiden en el SO10 le habría preparado para soportar mucha más presión de la resultante de esperar un cuarto de hora a dos colegas en una comisaría. Al fin y al cabo, era el caso de Hanken, y estaba demostrando ser un colega adaptable.

– Lamento no haberla encontrado esta tarde -dijo Lynley a Nan Maiden cuando ella y su marido fueron conducidos a la sala 4, donde Hanken y él aguardaban de pie a ambos lados de una gran mesa de pino. La detective Stewart, apostada junto a la puerta con una libreta en la mano, había depositado sobre ella las pertenencias de Nicola.

– Fui a dar un paseo en bicicleta -dijo Nan.

– Andy dijo que fue a Hathersage Moor. ¿Es un paseo difícil?

– Me gusta el ejercicio, y hay sendas para ciclistas por todas partes. No es tan duro como parece.

– ¿Se cruzó con alguien mientras estuvo allí? -preguntó Hanken.

El brazo de Andy Maiden rodeó a su mujer, que replicó sin vacilar.

– Hoy no. Tenía el páramo para mí sola.

– Sale a menudo, ¿verdad? ¿Por las mañanas, por las tardes? ¿Por las noches también?

Ella frunció el entrecejo.

– Perdone, pero ¿me está preguntando…?

Un apretón de su marido bastó para hacerla callar.

– Pensaba que nos habían llamado para examinar las pertenencias de nuestra hija, inspector -dijo Andy Maiden.

Hanken y él se observaron, separados por la mesa. Junto a la puerta, Patty Stewart paseó la mirada entre ellos, con el bolígrafo preparado. En la calle, la alarma de un coche se disparó de repente.

Hanken fue el único que parpadeó.

– Adelante -dijo, y señaló con un cabeceo los artículos esparcidos sobre la mesa-. ¿Falta algo? ¿Hay algo que no sea de ella?

Los Maiden inspeccionaron cada objeto con detenimiento. Nan Maiden alargó la mano, vacilante, y acarició un jersey azul marino con una franja color marfil que definía el cuello.

– El cuello no le caía bien… -dijo-. Yo quise cambiarlo, pero ella no me dejó. Dijo: «Tú lo has hecho, mamá, y eso es lo que importa.» Ojalá lo hubiera arreglado. No me habría costado nada. -Parpadeó varias veces y su respiración se alteró, como si le faltara el aire-. Lo siento. No soy de gran ayuda.

Andy Maiden apoyó la mano en la nuca de su mujer.

– Solo unos momentos más, amor mío. -La animó a seguir mirando. Fue él, no obstante, quien reparó en lo que faltaba entre los objetos recogidos en el lugar del crimen-. El impermeable -dijo-. Es azul, con capucha. No está aquí.

Hanken dirigió una mirada a Lynley. La corroboración de tu teoría, dijo su expresión.

– El martes por la noche no llovió, ¿verdad?

Nadie contestó a la pregunta de Nan Maiden. Todos sabían que cualquiera que se aventurara en los páramos debía ir preparado para un súbito e inesperado cambio de tiempo.

Andy se concentró en los útiles de acampada: la brújula, la cocina, la olla, el estuche del plano, la palita. Cuando hubo examinado todo, su frente se arrugó.

– También falta su navaja de bolsillo.

Era una navaja multiusos que le había pertenecido, dijo. Se la había regalado a Nicola una Navidad, cuando había empezado su afición a las excursiones y el camping. Siempre la guardaba con el resto de los útiles. Y siempre se la llevaba cuando iba a los Picos.

Lynley presintió, más que vio, la mirada que le dirigía Hanken. Reflexionó en cómo podía afectar la navaja desaparecida a su conjetura.

– ¿Estás seguro, Andy? -preguntó.

– Aunque la hubiera perdido -dijo Maiden-, habría comprado otra antes de salir de acampada. -Su hija era una excursionista experimentada, explicó. Nick no corría riesgos gratuitos en los páramos o en los Picos. Nunca marchaba sin estar preparada-. ¿Quién iría de acampada sin una navaja?

Hanken pidió una descripción. Maiden se explayó sobre los detalles de la navaja multiusos. La hoja más grande medía siete centímetros y medio, dijo.

Cuando los Maiden hubieron terminado su tarea, Hanken pidió a Stewart que les diera una taza de té. Se volvió hacia Lynley en cuanto la puerta se cerró tras ellos.

– ¿Estás pensando lo mismo que yo? -preguntó.

– La longitud de la hoja coincide con las conclusiones de la doctora Miles sobre el arma que mató a Cole. -Lynley examinó con aire pensativo los objetos esparcidos sobre la mesa, y reflexionó sobre la vuelta de tuerca que Andy Maiden, sin saberlo, había dado a su teoría.

– Podría ser una coincidencia, Peter. Podría haberla perdido antes de ese día.

– Pero si no, ya sabes lo que significa.

– Tenemos a un asesino en los páramos que persigue a Nicola Maiden, y por algún motivo la persigue sin un arma.

– Lo cual significa…

– No hubo premeditación. Un encuentro casual en que las cosas se torcieron.

Hanken resopló.

– ¿Adónde coño nos conduce eso?

– A tener que volver a pensar muy seriamente todo -contestó Lynley.

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