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Julian Britton podía imaginar lo que estaba haciendo su prima al otro extremo de la línea telefónica. Oía un rítmico «choc choc choc» que puntuaba sus frases, y el sonido le reveló que la joven estaba en la antigua y mal iluminada cocina de Broughton Manor, troceando algunas de las verduras que cultivaba al fondo de su jardín.

– No he dicho que no quisiera ayudarte, Julian. -El comentario de Samantha fue acompañado por un «choc» más decidido que los anteriores-. Solo he preguntado qué está pasando. No tiene nada de malo, ¿verdad?

Julian prefirió no contestar. No quería contarle lo que estaba pasando. Al fin y al cabo, Samantha nunca había ocultado su aversión hacia Nicola Maiden.

¿Qué podía decir? Muy poca cosa. Cuando la policía de Buxton había llegado a la conclusión de que tal vez sería conveniente telefonear al cuartel general de Ripley, cuando éste envió dos coches policiales para examinar el lugar en que estaban aparcados el Saab de Nicola y la vieja moto Triumph, y cuando Ripley y Buxton llegaron a la evidente conclusión de que se necesitaba la colaboración de Rescate de Montaña, una anciana que paseaba con su perro había entrado en el pueblo de Peak Forest, llamado a una puerta y contado una historia sobre un cadáver que había encontrado en Nine Sisters Henge. La policía había acudido al instante, mientras Rescate de Montaña esperaba en el punto de encuentro para recibir instrucciones. Cuando esas instrucciones llegaron, fueron bastante ominosas: Rescate de Montaña no era necesario.

Julian sabía todo esto porque, como miembro de Rescate de Montaña, había ido al encuentro de su equipo en cuanto se recibió la llamada, que Samantha le había comunicado aquella mañana, pues la había interceptado en su ausencia de Broughton Manor. Por lo tanto, se encontraba con su grupo revisando el equipo mientras el responsable leía una sobada lista de verificación, cuando el teléfono móvil sonó, y la verificación del equipo se interrumpió, para luego cancelarse hasta nueva orden. El líder del grupo transmitió la información recibida: la anciana, su perro, su paseo matutino, el cadáver, Nine Sisters Henge.

Julian había regresado de inmediato a Maiden Hall, pues quería ser el primero que comunicara la noticia a Andy y Nan, antes que la policía. Su intención era decir que, a fin de cuentas, solo se trataba de un cadáver. Nada indicaba que fuera el de Nicola.

Pero cuando llegó, había un coche de la policía aparcado delante del restaurante. Y cuando entró como una exhalación, encontró a Andy y Nan en un rincón del albergue, donde los cristales en forma de diamante de una ventana salediza proyectaban arco iris en miniatura sobre la pared. Estaban en compañía de un agente uniformado. Tenían el rostro ceniciento. Nan aferraba el brazo de Andy, que contemplaba con aire ausente la mesita auxiliar que les separaba del agente.

Los tres levantaron la vista cuando Julian entró. El agente dijo:

– Perdone, señor, pero si pudiera conceder unos minutos a los señores Maiden…

Julian comprendió que el agente había supuesto que era uno de los huéspedes de Maiden Hall. Nan aclaró su relación con la familia, y le identificó como el «novio de mi hija. Acaban de prometerse. Ven, Julian».

Extendió una mano y le obligó a sentarse en el sofá, los tres reunidos como la familia que no eran y nunca serían.

El agente había llegado a la parte más inquietante. El cuerpo de una mujer había sido encontrado en el páramo. Podía ser el de la hija desaparecida de los Maiden. Lo lamentaba, pero uno de ellos debía acompañarle a Buxton para la identificación.

– Yo iré -dijo impulsivamente Julian. Le resultaba inconcebible que los padres de Nicola padecieran una tortura tan espantosa, que la identificación del cadáver de Nicola recayera en alguien que no fuera él: el hombre que la amaba y deseaba.

El agente dijo con pesar que debía ser un miembro de la familia. Cuando Julian se ofreció a acompañar a Andy, este se negó. Alguien debía quedarse con Nan, dijo.

– Telefonearé desde Buxton si… -dijo a su mujer.

Cumplió su palabra. La llamada se demoró unas cuantas horas, debido al tiempo que tardaron en trasladar el cadáver hasta el hospital donde se practicaría la autopsia. Pero cuando hubo visto el cadáver de la joven, telefoneó.

Nan no se derrumbó, como Julian suponía.

– Oh, no -dijo, entregó el auricular a Julian y salió corriendo del hostal.

Julian confirmó con Andy lo que ya sabía. Después fue en busca de la madre de Nicola. La encontró arrodillada en el huerto de Christian-Louis, situado detrás de la cocina de Maiden Hall. Estaba removiendo puñados de tierra recién regada, como si deseara enterrarse.

– No, no -decía, pero no lloraba.

Se revolvió cuando Julian apoyó las manos en sus hombros y empezó a ponerse en pie. Julian no sospechaba que una mujer tan menuda tuviera tanta fuerza, y tuvo que pedir ayuda a gritos. Las dos mujeres de Grindleford acudieron a toda prisa. Junto con Julian, lograron arrastrar a Nan hasta el hostal y subirla por la escalera. Julian la obligó a beber dos tragos de coñac. Fue entonces cuando la mujer rompió a llorar.

– ¡He de…! -gritó-. ¡Dadme algo que hacer! -Las últimas palabras fueron un aullido lastimero.

Julian comprendió que había llegado al límite. Necesitaban un médico. Fue a telefonear a uno. Habría podido encargar la tarea al dúo de Grindleford, pero se dio cuenta de que la decisión de llamar a un médico le alejaría del dormitorio de Nan y Andy, un espacio repentinamente tan asfixiante que le robaría el aliento antes de que transcurriera un minuto más.

Por lo tanto, bajó la escalera y pidió el teléfono. Llamó a un médico. Y por fin llamó a Broughton Manor y habló con su prima.

Pertinentes o no, las preguntas de Samantha eran lógicas. Julian no había vuelto a casa a dormir, como lo probaba su ausencia a la hora del desayuno. Ya era mediodía. Le estaba pidiendo que asumiera una de sus responsabilidades. Por lo tanto, ella quería saber qué había ocurrido para impulsarle a adoptar comportamientos tan peculiares como misteriosos.

No quería decírselo. No podía hablar con ella sobre la muerte de Nicola en aquel momento.

– Se ha producido una emergencia en Maiden Hall, Samantha -dijo-. Tengo que quedarme. ¿Te encargarás de los cachorros?

– ¿Qué clase de emergencia?

– Venga, Samantha… ¿Quieres hacerme este favor?

Su amada Cass había parido hacía poco, y era preciso cuidar tanto de la madre como de los cachorros.

Samantha conocía la rutina. Le había visto llevarla a cabo con mucha frecuencia. No le estaba pidiendo, en consecuencia, algo imposible, ni siquiera desacostumbrado o ignoto. Pero cada vez estaba más claro que ella no cedería hasta saber por qué se lo pedía.

– Nicola ha desaparecido -dijo Julian-. Sus padres están muy nerviosos. Me necesitan aquí.

– ¿Qué quieres decir con «ha desaparecido»?

Un «chop» puntuó la frase. Debía de estar ante la encimera de madera situada bajo la ventana alta hasta el techo de la cocina, donde generaciones de cuchillos dedicados a cortar hortalizas habían dejado profundas huellas en el roble.

– Ha desaparecido. El martes se fue de excursión y no regresó anoche, tal como estaba previsto.

– Lo más probable es que se encontrara con alguien -sugirió Samantha con su sentido práctico-. El verano aún no ha terminado. Hay miles de personas que todavía deambulan por los Picos. De todos modos, ¿cómo es posible que haya desaparecido? ¿No teníais una cita?

– Ésa es la cuestión -dijo Julian-. Teníamos una cita, pero no estaba cuando fui a buscarla.

– Muy propio de ella -señaló Samantha.

Lo cual dio ganas a Julian de darle un puñetazo en su cara pecosa.

– Maldita sea, Samantha.

Ella debió de advertir que estaba a punto de perder la calma.

– Lo siento -dijo-. Lo haré. ¿Qué perra?

– La única que ha dado a luz hace poco. Cass.

– De acuerdo. -Otro «chop»-. ¿Qué le digo a tu padre?

– No hace falta decirle nada -respondió Julian. Lo último que necesitaba o deseaba era que Jeremy Britton se pusiera a pensar en el asunto.

– Bien, supongo que no vendrás a comer, ¿verdad? -La pregunta estaba impregnada de aquel tono particular que bordeaba la acusación: una mezcla de impaciencia, decepción e irritación-. Tu padre preguntará por qué no has venido a comer, Julian.

– Dile que me han convocado para una misión de rescate.

– ¿En plena noche? Una operación de rescate no explica tu ausencia a la hora del desayuno.

– Si papá estaba como una cuba, como suele suceder, tal como habrás observado, dudo que notara mi ausencia a la hora del desayuno. Si está en condiciones de darse cuenta de que no estoy presente en la comida, dile que Rescate de Montaña me llamó a media mañana.

– ¿Cómo? Si no estabas aquí para recibir la llamada…

– Joder, Samantha, ¿quieres olvidarte de la condenada lógica? Me da igual lo que le digas. Solo ocúpate de los cachorrillos, ¿de acuerdo?

Los «chops» cesaron. La voz de Samantha cambió. Su acritud desapareció para dar paso a las disculpas, la doblez y un tono ofendido.

– Solo intento hacer lo mejor para la familia.

– Lo sé. Lo siento. Eres un verdadero apoyo, y no saldría adelante sin ti. De veras.

– Me alegro de hacer todo lo posible.

Pues haz esto sin convertirlo en un caso para los tribunales, pensó Julian. En cambio, dijo:

– El historial de los perros está en el cajón de arriba de mi escritorio del despacho, no en el de la biblioteca.

– El escritorio de la biblioteca se vendió en subasta -le recordó Samantha. Esta vez, Julian recibió el mensaje subliminal. La situación económica de la familia Britton era peligrosa. ¿Deseaba Julian comprometerla todavía más, dedicando su tiempo y energías a otra cosa que no fuera la rehabilitación de Broughton Manor?

– Sí. Por supuesto. Claro -dijo-. Trata bien a Cass. Querrá proteger a la carnada.

– Creo que a estas alturas ya me conoce bien.

¿De veras llegamos a conocer a alguien?, se preguntó Julian. Colgó. Poco después llegó el médico. Quiso administrar un sedante a Nan Maiden, pero la mujer no lo consintió. De ninguna manera, si eso significaba dejar que Andy se enfrentara solo a las terribles primeras horas de dolor. El médico extendió una receta, que una de las mujeres de Grindleford fue a buscar a la farmacia más cercana, en Hathersage. Julian y la segunda mujer de Grindleford se quedaron para custodiar Maiden Hall.

Fue un esfuerzo titánico. Había huéspedes que aguardaban la comida, así como turistas que habían visto el letrero del restaurante en la carretera del desfiladero y seguido el serpenteante camino con la esperanza de comer decentemente. Las camareras no tenían experiencia en la cocina, y las chicas del servicio tenían que hacer las habitaciones. Por lo tanto, Julian y sus acolitas de Grindleford tuvieron que sustituir a Andy y Nan Maiden en sus quehaceres habituales: bocadillos, sopa, fruta fresca, salmón ahumado, paté, ensaladas… Julian descubrió al cabo de cinco minutos que las circunstancias le superaban, y solo después de escuchar la sugerencia de que era preciso llamar a Christian-Louis, nada más dejar caer una bandeja de salmón ahumado, comprendió que existía una alternativa a la tarea de intentar capitanear el buque en solitario.

Christian-Louis llegó farfullando algo en un francés incomprensible. Expulsó a todo el mundo de su cocina sin más ceremonias. Un cuarto de hora después, Andy Maiden regresó.

– ¿Y Nan? -preguntó a Julian. Su palidez estaba mucho más acentuada que antes.

– Arriba. -Julian intentó leer la respuesta antes de formular la pregunta. De todos modos, la hizo-: ¿Qué puedes decirme?

La respuesta de Andy fue dar media vuelta y empezar a subir la escalera con paso cansado. Julian le siguió.

El hombre no fue a la habitación que compartía con su esposa, sino que entró en el cubículo anexo, una parte del desván reconvertida en una combinación de estudio y guarida. Se sentó ante un antiguo escritorio de caoba. Contaba con una tapa de secreter, que bajó y convirtió en una superficie para escribir. Estaba sacando un rollo de pergamino de una de las tres gavetas, cuando Nan entró.

Nadie se había atrevido a aconsejarle que se lavara o cambiara, de modo que tenía las manos sucias y las rodilleras de los pantalones cubiertas de tierra. Llevaba el cabello tan desaliñado como si se lo hubiera mesado.

– ¿Qué? -dijo-. Dime, Andy, ¿qué ha pasado?

Andy alisó el rollo sobre la tapa del secreter. Sujetó el extremo superior con una Biblia y el inferior con el brazo izquierdo.

– ¿Andy? -repitió Nan-. Cuéntame. Di algo.

Él cogió una goma de borrar, roma y marcada con los restos ennegrecidos de cientos de borraduras anteriores. Se inclinó sobre el rollo. Y cuando se movió, Julian pudo ver que el rollo contenía un árbol genealógico. En la parte superior estaban impresos los apellidos Maiden y Llewelyn, con fecha de 1722. En la parte inferior se leían los nombres Andrew, Josephine, Mark y Philip, emparejados con los nombres de sus esposas, y debajo aparecían sus descendientes. Solo había un nombre debajo de Andrew y Nancy Maiden, aunque quedaba espacio para el marido de Nicola, y tres pequeñas líneas que partían del nombre de Nicola indicaban las esperanzas de Andy en el futuro de su familia inmediata. Carraspeó. Daba la impresión de estar estudiando la genealogía desplegada ante él. O tal vez solo se estaba armando de valor. Porque al instante siguiente borró las líneas reservadas a la generación futura. Luego, cogió una pluma, la mojó en un tintero y empezó a escribir debajo del nombre de su hija. Formó dos pulcros paréntesis. Dentro dibujó la letra «f». Y a continuación, escribió el año.

Nan rompió a llorar.

Julian se quedó sin respiración.

– Fractura de cráneo -fue todo cuanto dijo Andy.


El inspector detective Peter Hanken se llevó una desagradable sorpresa cuando el comisario de Buxton le informó que Scotland Yard había enviado un equipo para colaborar en la investigación de las dos muertes de Calder Moor. Nativo del distrito de los Picos, albergaba una desconfianza instintiva hacia cualquiera oriundo de más al sur de los Peninos o más al norte de Deer Hill Reservoir. Primogénito de un picapedrero de Wirksworth, también albergaba un desagrado instintivo hacia cualquiera cuya clase social pudiera hacerle suponer que era mejor que él. Por lo tanto, los dos hombres que componían el equipo de Scotland Yard se ganaron al instante su animosidad.

Uno era un inspector llamado Lynley, un sujeto bronceado, delgado y con un pelo tan dorado que debía de ser por cortesía de la botella de blanqueador más cercana. Tenía espalda de remero y una voz elegante de escuela privada. Vestía prendas de Savile Row, Jermyn Street, y el olor a rancio abolengo se le pegaba como una segunda piel. ¿Qué demonios estaba haciendo en la policía?, se preguntó Hanken.

El otro era un negro, un detective llamado Winston Nkata. Era tan alto como su superior, pero con una energía más flexible que musculosa. Lucía una larga cicatriz facial que recordó a Hanken las ceremonias de virilidad a que eran sometidos los jóvenes africanos. De hecho, aparte de su voz, que sonaba con una curiosa mezcla de acentos africano, caribeño y orilla sur del Támesis, le recordó a un guerrero tribal. Su aire de confianza sugería que había superado satisfactoriamente las pruebas más severas dictadas por los ancianos.

Aparte de sus propios sentimientos al respecto, a Hanken no le hacía gracia el mensaje que la intromisión de Scotland Yard enviaba al resto de su equipo. Si existía alguna duda sobre su competencia o la competencia de sus agentes, habría preferido que se lo dijeran en la cara. Daba igual que contar con dos profesionales más significaba que tal vez pudiera cerrar el caso con tiempo de preparar el regalo sorpresa para Bella (un columpio), antes de su cuarto cumpleaños, que sería la semana siguiente. No había pedido ayuda a su superior, y estaba más que irritado por recibirla a la fuerza.

Lynley pareció caer en la cuenta de la irritación de Hanken al medio minuto de conocerle, lo cual elevó un poco la opinión de Hanken sobre el tipo, pese a su voz cursi.

– Andy Maiden ha solicitado nuestra ayuda -explicó Lynley-. Por eso estamos aquí, inspector Hanken. Su comisario le dijo que el padre de la chica muerta es un agente jubilado de la Met, ¿verdad?

Así era, pero ¿qué tenía que ver el hecho de que alguien hubiera trabajado para la Met en su juventud con la capacidad de Hanken para llegar al fondo de la verdad?

– Lo sé -dijo-. ¿Fuman? -Ofreció el paquete de Marlboro. Ambos agentes declinaron. El negro puso cara de que le hubiera ofrecido estricnina-. A mis muchachos no les hará mucha gracia que Londres se entrometa.

– Espero que se adapten -dijo Lynley.

– No lo creo.

Hanken encendió el cigarrillo. Dio una profunda calada y observó a los dos agentes por encima del cigarrillo.

– Obedecerán sus órdenes.

– Sí. Como ya he dicho.

Lynley y el negro intercambiaron una mirada. Transmitió que se imponía guante de seda. Lo que no sabían era que ningún tipo de guantes, ya fueran de seda o guanteletes, cambiaría el recibimiento que les aguardaba en el despacho de Hanken.

– Andy Maiden era agente del SO10 -dijo Lynley-. ¿Se lo dijo su comisario?

Esto sí era una novedad. Hanken derivó de inmediato la leve animosidad que sentía por los agentes de Londres hacia sus superiores, que al parecer le habían ocultado la información de forma deliberada.

– Lo ignoraba, ¿verdad? -dijo Lynley. Dirigió el siguiente comentario a Nkata-: Ah, la política.

El agente asintió con expresión de disgusto y cruzó los brazos. Aunque Hanken les había ofrecido sillas en cuanto entraron en el despacho, el negro había preferido seguir de pie. Se había acercado a la ventana, desde la cual podía ver la desolada vista del campo de fútbol, al otro lado de Silverlands Street. Era un edificio en forma de estadio, rodeado de alambradas. No podía ser una perspectiva menos agradable.

– Lo siento -dijo Lynley a Hanken-. No entiendo por qué ocultan información al agente que está al mando. Supongo que es una especie de juego de poder. Lo han practicado conmigo demasiadas veces para que me guste. -Proporcionó la información que faltaba. Andy Maiden había trabajado de topo. Se había ganado un amplio respeto y cosechado grandes éxitos durante su carrera de treinta años-. Así que el Yard se siente obligado con uno de los suyos. Nosotros hemos venido para cumplir esa obligación. Nos gustaría trabajar en equipo con usted, pero Winston y yo nos quedaremos al margen siempre que sea posible si así lo desea. Somos conscientes de nuestro papel de entrometidos.

Desgranaba cada afirmación con tal elegancia que Hanken sintió diluirse un poco su actitud hostil. No tenía muchas ganas de que le cayera bien, pero dos muertes y un cadáver sin identificar eran circunstancias inusuales en esa parte del mundo, y Hanken sabía que solo un idiota se opondría a contar con dos mentes más que escudriñaran los datos de la investigación, sobre todo si las dos mentes en cuestión tenían muy claro quién daba las órdenes y asignaba las funciones en el caso. Además, el detalle del SO10 era muy intrigante, y Hanken estaba agradecido de haberse enterado. Decidió reflexionar sobre la circunstancia en cuanto tuviera un momento libre.

Apagó el cigarrillo en un cenicero impoluto, que después vació y limpió concienzudamente con un pañuelo de papel, tal como era su costumbre.

– Vengan conmigo -dijo, y condujo a los londinenses hasta el centro de investigaciones.

Allí había dos mujeres policía uniformadas sentadas ante ordenadores (sin hacer otra cosa, en apariencia, que charlar entre sí), y un agente masculino que anotaba algo en una pizarra, donde Hanken había escrito por la mañana las tareas del día. El agente salió de la habitación cuando Hanken condujo a los de Scotland Yard hasta la pizarra. Al lado, un amplio diagrama del lugar del crimen colgaba junto a dos fotos de la hija de Maiden, viva y muerta, así como varias fotos del segundo cadáver, de momento sin identificar, y una serie de fotos del lugar de los hechos.

Lynley se puso unas gafas de leer para examinarlas, mientras Hanken les presentaba a las policías.

– ¿El ordenador aún está KO? -preguntó a una de las mujeres.

– Para variar -fue la lacónica respuesta.

– Maldito invento -masculló Hanken. Dirigió la atención de los londinenses al diagrama de Nine Sisters Henge. Señaló el lugar, dentro del círculo, donde habían encontrado el cadáver del chico. Indicó una segunda zona, a cierta distancia del círculo-. La chica estaba aquí-dijo-. A 157 metros del bosquecillo de abedules donde están las piedras erectas. Le habían aplastado la cabeza con un pedazo de piedra caliza.

– ¿Y el chico? -preguntó Lynley…

– Múltiples puñaladas. No se encontró el arma. Hemos buscado huellas dactilares, pero sin resultado. Tengo a un grupo de agentes peinando el páramo en este momento.

– ¿Acamparon juntos?

– No -contestó Hanken.

La chica había ido sola a Calder Moor, según sus padres, y los datos recogidos en el lugar de los hechos lo avalaban. Al parecer, eran sus pertenencias (indicó la fotografía que documentaba sus palabras) las que estaban diseminadas en el interior del círculo de piedras. Por su parte, el muchacho no llevaba nada encima, aparte de la ropa. Por lo visto, todo apuntaba a que no intentaba reunirse con ella para pasar la noche bajo las estrellas.

– ¿No han identificado al muchacho? -preguntó Lynley-. Mi superior me dijo que nadie lo ha conseguido.

– Se está investigando la matrícula de una moto, una Triumph encontrada cerca del coche de la chica, detrás de un muro de la carretera, en las afueras de Sparrowpit. -Señaló la aldea en un plano catastral desplegado sobre un escritorio apoyado contra la pared que sustentaba la pizarra-. Hemos buscado al dueño de la moto desde que los cadáveres fueron encontrados, pero nadie se ha presentado a reclamarla. Debía de pertenecer al chico. En cuanto nuestros ordenadores se pongan en marcha de nuevo…

– Dicen que dentro de un momento -anunció una de las mujeres.

– Perfecto. -Hanken frunció el entrecejo-. Conseguiremos la información del registro.

– Podría ser robada -murmuró Nkata.

– También saldrá en el ordenador.

Hanken encendió otro cigarrillo.

– Ten compasión, Pete -dijo una de las agentes-. Nos pasamos todo el día aquí.

Hanken hizo caso omiso de la súplica.

– ¿Cuál es su opinión hasta el momento? -preguntó Lynley, una vez finalizado su estudio de las fotografías.

Hanken buscó debajo del plano catastral un sobre de papel manila grande. Contenía fotocopias de cartas anónimas encontradas a los pies del muchacho muerto. Se guardó una.

– Échenles un vistazo -dijo, y tendió el sobre a Lynley.

Nkata se acercó a su superior, mientras Lynley empezaba a ojear las cartas.

Había ocho comunicados en total, cada uno confeccionado con palabras y letras mayúsculas recortadas de periódicos y revistas y después pegadas a hojas en blanco. Todos los mensajes eran parecidos, empezando con vas a morir más pronto de lo que crees, continuando con ¿qué tal sienta saber que tienes los días contados?, y terminando con vigila tu espalda porque cuando menos te lo pienses, atacaré y morirás. no hay lugar adonde huir ni lugar donde esconderse.

Lynley leyó las ocho misivas y luego alzó la cabeza y se quitó las gafas.

– ¿Fueron encontradas en alguno de los cuerpos? -preguntó.

– Dentro del círculo de piedras. Cerca del chico, pero no encima.

– Podrían estar dirigidas a cualquiera, ¿no? Tal vez no estén relacionadas con el caso.

Hanken asintió.

– Fue lo primero que pensé. Pero al parecer estaban dentro de un sobre grande encontrado en el lugar de los hechos. Con el nombre «Nikki» escrito con lápiz fuera. Y estaban manchadas de sangre. Son esas manchas oscuras, por cierto. Nuestra fotocopiadora no las registró en rojo.

– ¿Huellas?

Hanken se encogió de hombros.

– El laboratorio está en ello.

Lynley asintió y volvió a examinar las cartas.

– Son bastante amenazadoras, pero ¿las enviaron a la chica? ¿Por qué?

– El porqué es el móvil del crimen.

– ¿Cree que el chico estaba implicado?

– Creo que era un capullo en el lugar y el momento equivocados. Complicó el asunto, pero nada más.

Lynley devolvió las cartas al sobre y lo entregó a Hanken.

– ¿Complicó el asunto? ¿Cómo?

– Provocó que se pidieran refuerzos. -Hanken había tenido todo el día para analizar el lugar del crimen, examinar las fotografías, estudiar las pruebas y hacerse una idea de lo sucedido. Explicó su teoría-. Tenemos a un asesino que conoce los páramos muy bien, y que sabía exactamente dónde encontrar a la chica. Pero cuando llegó, vio algo inesperado: ella no estaba sola. Él solo llevaba un arma…

– El cuchillo desaparecido -apuntó Nkata.

– Exacto. De modo que tenía dos alternativas. Separar al chico de la chica de alguna manera y apuñalarles de uno en uno…

– O llamar a un segundo asesino -concluyó Lynley-. ¿Es eso lo que piensa?

– En efecto -dijo Hanken. Tal vez el otro asesino estaba esperando en el coche. Tal vez él, o ella, partió hacia Nine Sisters Henge en compañía del otro. En cualquier caso, cuando se hizo evidente que había dos víctimas en potencia en lugar de una sola, y un único cuchillo para realizar el trabajo, el segundo asesino tuvo que entrar en acción. Y utilizó la segunda arma, el pedazo de piedra caliza.

Lynley volvió a examinar las fotos y el plano del lugar.

– Pero ¿por qué señala a la chica como la víctima principal? ¿Por qué no el chico?

– Por esto.

Hanken le entregó la hoja de papel que había separado de las demás cartas anónimas, anticipándose a la pregunta de Lynley. De nuevo se trataba de una fotocopia. Y de nuevo estaba tomada de otra nota. Esta, sin embargo, estaba escrita a mano: «esta puta se ha llevado su merecido.” Con la última palabra subrayada tres veces.

– ¿La encontraron con las demás? -preguntó Lynley.

– La llevaba encima -dijo Hanken-. Metida en un bolsillo.

– Pero ¿por qué dejar las cartas después de cometer el crimen? ¿Y por qué dejar la nota?

– Para enviar un mensaje a alguien. Es el propósito habitual de las notas.

– Lo acepto en el caso de la nota dejada en su cuerpo, pero ¿por qué dejaron las cartas hechas a base de palabras y letras recortadas y pegadas?

– Piense en el estado del lugar del crimen. Había basura por todas partes. Y estaba oscuro. -Hanken apagó el cigarrillo-. Los asesinos ni siquiera sabían que las cartas estaban allí. Cometieron una equivocación.

Al fondo de la habitación, el ordenador resucitó por fin.

– Ya era hora -dijo una de las mujeres, y empezó a introducir datos y esperar respuestas. La otra agente la imitó, trabajando con las hojas de actividades y los informes que el equipo de investigación ya había entregado.

Hanken continuó.

– Piense en el estado mental del asesino, me refiero al asesino principal. Sigue a nuestra chica hasta el círculo de monolitos, decidido a llevar a cabo el trabajo, y la encuentra acompañada. Ha de conseguir ayuda, lo cual le desconcierta. La chica logra huir, lo cual le desconcierta todavía más. Después, el chico opone feroz resistencia, y el campamento queda patas arriba. Lo único que le preocupa, me refiero al asesino, es eliminar a las dos víctimas. Como el plan se ha ido al carajo, no se le ocurre pensar que la Maiden llevaba las cartas encima.

– ¿Por qué lo hizo? -Al igual que su superior, Nkata había vuelto a examinar las fotos del lugar de los hechos. Se volvió hacia ellos-. ¿Para enseñárselas al chico?

– Nada indica que conociera al chico antes de que murieran juntos -dijo Hanken-. El padre de la chica vio el cadáver del muchacho, pero no lo reconoció. Dijo que nunca le había visto. Y conoce a los amigos de ella.

– ¿Pudo matarla el chico? -preguntó Lynley-. ¿Para convertirse después en otra víctima, sin comerlo ni beberlo?

– No, a menos que mi forense haya errado en la hora de las muertes. Calcula que murieron con una hora de diferencia. ¿Cuántas probabilidades existen de que dos asesinatos sin la menor relación ocurran en el mismo sitio una noche de un martes de septiembre?

– No obstante, eso parece, ¿no? -dijo Lynley.

A continuación preguntó dónde se hallaba el coche de Nicola Maiden en relación con el círculo de monolitos. ¿Habían tomado huellas de yeso de los neumáticos en aquel lugar? ¿Habían encontrado huellas de pisadas dentro del círculo? En cuanto al rostro del muchacho, ¿qué opinaba Hanken de las quemaduras?

Hanken contestó de manera satisfactoria a las preguntas, con la ayuda del plano y los informes que sus hombres habían redactado. Desde el fondo de la habitación, la agente Peggy Hammer, cuyo semblante siempre había recordado a Hanken una pala con pecas, gritó:

– ¡Pete, ya la tenemos!

Copió algo que aparecía en el monitor.

– ¿La Triumph? -preguntó Hanken.

– Exacto. La tenemos.

Le tendió una hoja.

Hanken leyó el nombre y la dirección del propietario de la moto, y entonces comprendió que los detectives de Londres iban a convertirse en un regalo del cielo. Porque la dirección era de Londres, y utilizar a Lynley o a Nkata para ocuparse de la conexión con Londres le ahorraría efectivos humanos. En estos tiempos de recortes presupuestarios y el tipo de contabilidad que le hacía gritar «no soy un jodido contable, por el amor de Dios», desplazar a alguien de la localidad era una maniobra que debía ser justificada hasta en la Cámara de los Lores. Hanken no tenía tiempo para esas memeces. Los londinenses las hacían innecesarias.

– La moto está registrada a nombre de un tal Terence Cole -les dijo.

Según la Dirección de Tráfico de Swansea, el tal Terence Cole vivía en Chart Street, en Shoreditch. Y si a uno de los detectives de Scotland Yard no le importaba ocuparse de esa conexión, le enviaría de inmediato a Londres para encontrar a alguien en dicha dirección capaz de identificar al segundo cadáver hallado en Nine Sisters Henge.

Lynley miró a Nkata.

– Tendrás que regresar ahora mismo -dijo-. Yo me quedaré. Quiero hablar con Andy Maiden.

Nkata pareció sorprenderse.

– ¿No quiere ir a Londres? Tendría que pagarme una fortuna para quedarme aquí si tuviera sus motivos para volver a Londres.

Hanken paseó la mirada entre los dos hombres. Vio que Lynley se ruborizaba levemente, lo cual le sorprendió. Hasta ese momento le había parecido de lo más flemático.

– Supongo que Helen podrá aguantar unos días sin mí -dijo Lynley.

– Ninguna esposa debería pasar por esa prueba -replicó Nkata. Explicó a Hanken que «el inspector se ha casado hace tres meses y está recién salido de la luna de miel».

– Basta ya, Winston -dijo Lynley.

– Recién casado. -Hanken asintió-. Felicidades.

– Me temo que es un sentimiento discutible -contestó oscuramente Lynley.


No habría dicho eso veinticuatro horas antes. Entonces era feliz. Si bien había que suavizar numerosas aristas con el fin de establecer una vida en común, Helen y él no habían descubierto hasta el momento nada tan arduo que no pudiera solucionarse mediante la discusión, la negociación y el compromiso. Hasta que se había presentado la situación de Havers.

Durante los meses transcurridos desde el regreso de su luna de miel, Helen había mantenido una discreta distancia de la vida profesional de Lynley, y se había limitado a decir «Tommy, tiene que haber una explicación» cuando él regresó de su única visita a Barbara Havers e informó sobre los motivos de su suspensión de empleo. Helen se había guardado su opinión sobre el asunto. Habló por teléfono con Barbara y otras personas interesadas en la situación, pero siempre mostró hacia su marido una lealtad incuestionable. Al menos, eso había supuesto Lynley.

Su mujer le desengañó de esa idea cuando regresó de casa de St. James aquel mismo día. Lynley estaba haciendo el equipaje para el viaje a Devonshire, lanzando algunas camisas dentro de la maleta, así como desenterrando un viejo chaquetón y unas botas de excursión para ir a los páramos, cuando Helen llegó y, en lugar de elegir una forma más oblicua de abordar un tema delicado, cogió el toro por los cuernos.

– Tommy -dijo-, ¿por qué has escogido a Winston Nkata para trabajar en este caso contigo, en lugar de Barbara Havers?

– Ah, has hablado con Barbara, por lo que veo -dijo él.

– Y ella casi te defendió -replicó su esposa-, por lo que está claro que le has roto el corazón.

– ¿Quieres que me defienda yo también? -repuso Lynley apaciblemente-. Barbara necesita pasar desapercibida en el Yard durante un tiempo. Llevarla a Devonshire no le habría hecho ningún favor. Winston es la elección lógica cuando Barbara no está disponible.

– Pero ella te adora, Tommy. Oh, no me mires así. Ya sabes a qué me refiero. A ojos de Barbara, siempre eres infalible.

Lynley había metido la última camisa en la maleta, encajado sus útiles de afeitar entre los calcetines y extendido la chaqueta encima de todo. Se volvió hacia su mujer.

– ¿Has venido a interceder por ella?

– No adoptes esa actitud condescendiente, Tommy. Sabes que no puedo soportarlo.

Lynley suspiró. No quería discutir con su mujer, y por un momento pensó en los compromisos que suponía la vida en común. Nos conocemos, se dijo, nos deseamos, nos perseguimos y nos conseguimos. Pero se preguntó si existía algún hombre que, cegado por su deseo, se detenía a pensar en si podía vivir con el objeto de su pasión. Dudoso.

– Helen -dijo-, es un milagro que Barbara conserve todavía su empleo, considerando las acusaciones a que se enfrenta. Webberly se la ha jugado por ella, y solo Dios sabe lo que ha tenido que prometer, ceder o comprometer. En este momento debería estar dando gracias a su ángel de la guarda por no haber sido despedida. Lo que no debería hacer es buscar apoyos atacándome a mí. Y si quieres que te diga la verdad, la última persona a la que no debería intentar poner en mi contra es a mi mujer.

– ¡No está haciendo eso!

– ¿No?

– Fue a ver a Simon, no a mí. Ni siquiera sabía que estaba en su casa. Cuando me vio, estuvo a punto de huir. Y lo habría hecho si yo no lo hubiera impedido. Necesitaba hablar con alguien. Se sentía fatal y necesitaba un amigo, lo que tú siempre has sido para ella. Lo que quiero saber es por qué no te comportas como un amigo con ella en este momento.

– Helen, no es una cuestión de amistad. No hay espacio para la amistad en una situación en la que todo depende de que un agente obedezca una orden. Barbara no lo hizo. Y aún peor, estuvo a punto de matar a alguien.

– Pero tú sabes lo que pasó. ¿Cómo es posible que no comprendas…?

– Lo que sí comprendo es que la cadena de mando tiene un propósito.

– Barbara salvó una vida.

– Pero no le competía decidir si una vida estaba en peligro.

Su mujer avanzó hacia él.

– No lo entiendo -dijo-. ¿Cómo puedes ser tan inflexible? Ella sería la primera que te lo perdonaría todo.

– En las mismas circunstancias, yo no lo esperaría. No tendría que haber esperado eso de mí.

– Ya te has saltado las normas en otras ocasiones. Me lo dijiste.

– No puedes pensar que un intento de asesinato equivale a saltarse las normas, Helen. Es un acto ilícito. Debido al cual, por cierto, la gente puede ir a la cárcel.

– Y debido al cual, en este caso, tú te has erigido en juez, jurado y verdugo. Entiendo.

– ¿De veras? -Estaba empezando a enfadarse y tendría que haberse mordido la lengua. ¿A qué se debía que Helen le sacara de sus casillas como nadie más?-. Entonces te pediré que entiendas esto también. Barbara Havers no es tu problema. Su comportamiento en Essex, la investigación posterior, y la medicina que ha debido tragar como resultado de ese comportamiento e investigación no es tu problema. Si has descubierto que tu vida está tan limitada últimamente que te resulta imprescindible defender una causa para mantenerte ocupada, tal vez deberías pensar en la posibilidad de sumarte a mi bando. Para ser sincero, me gustaría encontrar en casa apoyo, no subversión.

Ella obedeció a su irritación con tanta celeridad como él, y la expresó con idéntica ferocidad.

– No soy esa clase de mujer. No soy esa clase de esposa. Si querías casarte con una obsequiosa lameculos…

– Eso es una redundancia -replicó Lynley.

Y esa sucinta afirmación concluyó la discusión. Helen le espetó «Eres un cerdo» y le dejó terminar su equipaje. Cuando concluyó y fue en su busca, no la encontró en ninguna parte. Maldijo: a él, a ella y a Barbara Havers por haber predispuesto a su mujer contra él. Sin embargo, el trayecto hasta Devonshire le había dado tiempo para calmarse, así como para reflexionar sobre lo propenso que era a los golpes bajos. Así había sido con Helen esa última vez, y tuvo que admitirlo.

Parado ante la comisaría de policía de Buxton en compañía de Winston Nkata, Lynley comprendió que solo había una forma de disculparse con su mujer. Nkata estaría esperando a que él le asignara otro agente que le acompañara en Londres, y los dos sabían cuál era la elección lógica. No obstante, Lynley descubrió que estaba contemporizando con su subordinado cuando le cedió el Bentley. No podía ordenar a la policía de Buxton que facilitara un coche a su detective para regresar a Londres, explicó a Nkata, y la única otra alternativa era ordenarle que volviera a Londres desde Manchester en avión o en tren. Pero iría más deprisa en coche, teniendo en cuenta que para coger el avión debería desplazarse hasta el aeropuerto y confiar en encontrar un vuelo más o menos inmediato, y en el caso del tren, incluso podría complicarse más con algún transbordo.

Lynley esperaba que Nkata fuera más delicado con el coche que Barbara Havers la última vez, cuando había arrollado un mojón y desajustado la suspensión delantera. Informó al agente que debía conducir el Bentley como si llevara un litro de nitroglicerina en el maletero.

Nkata sonrió.

– ¿Cree que no sé cómo tratar un motor tan delicado?

– Preferiría que sobreviviera a la aventura contigo incólume.

Lynley desconectó el sistema de seguridad del automóvil y le entregó las llaves.

Nkata indicó la comisaría con un gesto.

– ¿Cree que seguirá nuestras reglas de juego, o que nosotros seguiremos las suyas?

– Es demasiado pronto para decirlo. Nuestra presencia le disgusta, pero a mí también me pasaría, en su caso. Hemos de proceder con cautela.

Lynley consultó su reloj. Eran casi las cinco. La autopsia se había fijado para primera hora de la tarde. Con suerte, ya habría finalizado, y el patólogo podría informarles sobre sus conclusiones preliminares.

– ¿Qué opina de sus deducciones?

Nkata rebuscó en el bolsillo de su chaquetón y sacó dos Opal Fruits, su vicio favorito. Examinó los envoltorios, eligió el sabor que más le apetecía y pasó el otro a Lynley.

– ¿Cómo ve el caso Hanken? -Lynley desenvolvió el caramelo-. Tiene ganas de hablar. Es una buena señal. Me parece capaz de cambiar de opinión. Eso también es positivo.

– Parece un poco nervioso -indicó Nkata-. Me pregunto qué le reconcome.

– Todos tenemos nuestras propias preocupaciones, Winnie. Hemos de procurar que no interfieran en nuestro trabajo.

Nkata tuvo la habilidad de lanzar una última pregunta incisiva.

– ¿Quiere que trabaje con alguien concreto en la ciudad?

Lynley la esquivó.

– Puedes pedir ayuda si crees que la necesitas.

– ¿Debo elegir yo, o quiere hacerlo usted?

Lynley contempló al otro hombre. Nkata había formulado las preguntas con tal indiferencia que era imposible captar en ellas otra cosa que una solicitud de directrices. Y la solicitud era de lo más razonable, teniendo en cuenta que Nkata tal vez debería volver a Derbyshire poco después de su llegada a Londres, acompañado de alguien que pudiera identificar el segundo cadáver. Si eso sucedía, otro agente debería ocuparse de investigar en Londres los antecedentes y ocupaciones de Terence Cole en la ciudad.

Había llegado el momento. Ante Lynley se presentaba la oportunidad de tomar la decisión que Helen aprobaría. Pero no lo hizo. En cambio dijo:

– No sé quién está disponible. Lo dejo en tus manos. Samantha McCallin había averiguado muy pronto, durante su prolongada visita a Broughton Manor, que su tío Jeremy no discriminaba en lo tocante a beber. Se atizaba cualquier cosa capaz de obnubilar sus sentidos con celeridad. Daba la impresión de decantarse por la ginebra Bombay, pero en un atolladero, cuando el bar más cercano estaba cerrado, no le hacía ascos a nada.

Por lo que Samantha sabía, su tío bebía como un cosaco desde la adolescencia, aunque había renunciado al alcohol durante unos años de su tercera década de vida para dedicarse a las drogas. En un tiempo, Jeremy Britton había sido, según la leyenda familiar, la estrella rutilante del clan Britton. Pero su matrimonio con una hippie, la cual tenía lo que la madre de Samantha llamaba eufemística y arcaicamente «un pasado», había provocado que se ganara la desaprobación de su padre. No obstante, las leyes de la primogenitura no podían impedir que Jeremy heredara Broughton Manor y todo su contenido tras la muerte de su padre, y la certeza de que había vivido como una «buena niña» para nada, mientras que Jeremy se lo pasaba en grande atiborrándose de sustancias alucinógenas con sus correligionarios, había plantado en el pecho de la madre de Samantha más semillas de desarmonía entre ella y su hermano. Dicha desarmonía no había hecho más que aumentar a lo largo de los años, mientras Jeremy y su mujer fabricaban tres hijos en rapidísima sucesión, bebían y arruinaban Broughton Manor, al tiempo que la única hermana de Jeremy, Sophie, contrataba en Winchester a detectives privados que le entregaban periódicos informes sobre la vida disoluta de su hermano, que recibía entre llanto y rechinar de dientes.

«Alguien ha de hacer algo con él -gritaba-, antes de que destruya toda la historia familiar. A este paso, no podremos legar nada a nadie.»

No era que Sophie Britton McCallin necesitara el dinero de su hermano, que de todas maneras ya se había pulido hacía mucho tiempo. Estaba bien provista, puesto que su marido se había cavado una tumba prematura para tenerla siempre abastecida.

Durante el período en que el padre de Samantha había gozado de buena salud para cumplir un horario, que habría resultado mortal de necesidad para cualquiera, en la fábrica de la familia, Samantha había hecho caso omiso de los soliloquios de su madre sobre el tema de su hermano Jeremy. Dichos soliloquios, no obstante, cambiaron de tono y contenido cuando Douglas McCallin contrajo un cáncer de próstata. Enfrentada a la sombría realidad de la mortalidad terrenal, su esposa había desarrollado de nuevo una creencia fervorosa en la importancia de los lazos familiares.

– Quiero tener a mi hermano conmigo -sollozaba vestida de viuda en la comitiva fúnebre-. Mi único pariente vivo. Mi hermano. Quiero que esté aquí.

Era como si Sophie olvidara que tenía dos hijos, aparte de los de su hermano, también parientes consanguíneos. Pero se aferró a la reconciliación con Jeremy como el único consuelo de su dolor.

De hecho, su dolor se prolongó hasta tal punto que parecía decidida a superar el luto de Victoria por Alberto. [3] Cuando Samantha se dio cuenta por fin, llegó a la conclusión de que la única forma de encontrar la paz en Winchester era tomar medidas drásticas. Por lo tanto, había ido a Derbyshire para recoger a su tío, en cuanto dedujo, después de mantener varias llamadas telefónicas incoherentes con el hombre, que no estaba en condiciones de viajar al sur sin ayuda. Y en cuanto hubo llegado y comprobado sus condiciones por sí misma, Samantha fue consciente de que conducirle hasta su madre en su estado actual la llevaría a la tumba.

Además, para Samantha significaba un alivio alejarse de Sophie durante un tiempo. El drama de la muerte de su marido le había proporcionado más carne de cañón de la que tenía normalmente, y la utilizaba con una fruición que había agotado a Samantha mucho tiempo antes.

No se trataba de que Samantha no lamentara la muerte de su padre, pero había comprendido hacía muchos años que el principal amor de Douglas McCallin era la fábrica de galletas de la familia, no la familia en sí, y en consecuencia su muerte parecía más una prolongación de sus horas de trabajo habituales que una ausencia definitiva. Su vida siempre había sido su trabajo. Y le había concedido la dedicación de un hombre bendecido con el descubrimiento del verdadero amor a la edad de veinte años.

Por su parte, Jeremy había elegido como amante la bebida. Aquel día en concreto había empezado con un jerez muy seco a las diez de la mañana. Durante la comida se había pulido una botella de algo llamado Sangre de Júpiter. Samantha supuso por su color que era vino tinto. Y durante la tarde se zampó un gin-tonic tras otro. El hecho de que todavía se tuviera en pie constituía para Samantha una hazaña memorable.

Por lo general, pasaba los días en la pieza de recibo, donde corría las cortinas y utilizaba el prehistórico proyector de 8 mm para entretenerse con interminables vagabundeos por los senderos de la memoria. Durante los meses que Samantha pasó en Broughton Manor había repasado la historia cinematográfica de los Britton al menos tres veces. Siempre seguía la misma pauta: empezaba con las primeras películas que algún Britton había rodado en 1924, y las miraba en orden cronológico, hasta el momento en que ya no quedaba ningún Britton lo bastante interesante para documentar sus actividades. Por lo tanto, la historia fílmica de cacerías de zorros, expediciones de pesca, vacaciones, cacerías de faisanes, cumpleaños y bodas terminaba más o menos el día del decimoquinto cumpleaños de Julian. Lo cual, según los cálculos de Samantha, coincidía con la época en que Jeremy Britton cayó de su caballo y se rompió tres vértebras, y desde entonces se mimaba religiosamente tanto con sedantes como con intoxicantes.

«Si no le vigilas acabará matándose con esa mezcla de pastillas y alcohol -le había dicho Julian poco después de su llegada-. ¿Me ayudarás, Sam? Si tú me ayudas podré trabajar más en la finca. Hasta podría poner en práctica algunos proyectos… si tú me ayudas, claro.”

Y al cabo de pocos días de conocerle, Samantha supo que haría cualquier cosa con tal de ayudar a su primo. Cualquier cosa.

Y eso era algo que Jeremy Britton sabía sin la menor duda. En cuanto oyó que volvía del huerto a última hora de la tarde y atravesaba el patio con sus botas incrustadas de tierra, salió de la pieza de recibo y fue a buscarla a la cocina, donde estaba empezando a preparar la cena.

– Ah, estás aquí, florecilla mía.

Se inclinó hacia adelante, con aquella postura contraria a la ley de la gravedad que parece consustancial a los bebedores. Llevaba un vaso en la mano: dos cubitos de hielo y una raja de limón, todo lo que quedaba de su último gin-tonic. Como de costumbre, iba de punta en blanco, el auténtico caballero rural. Pese al calor de finales de verano, vestía una chaqueta de tweed, corbata y unos bombachos de lana gruesa que habría resucitado del ropero de algún antepasado. Habría podido pasar por un excéntrico aunque próspero terrateniente borracho como una cuba.

Se detuvo ante la vieja encimera de madera, precisamente donde Samantha quería estar. Removió el hielo del vaso y apuró el escaso líquido que pudo recuperar de los cubitos fundidos. Luego, dejó el vaso junto al enorme cuchillo de cocina que la joven había sacado de su sitio. Paseó la vista entre ella y el cuchillo, y volvió a mirarla. Y entonces, esbozó una lenta y satisfecha sonrisa de borracho.

– ¿Dónde está nuestro chico? -preguntó con voz plácida, aunque arrastró las palabras. Sus ojos eran de un gris tan claro como si los iris no existieran, y hacía tiempo que los blancos se habían teñido de amarillo, un color que amenazaba con invadir toda su piel-. No he visto a Julie en todo el día, ¿sabes? De hecho, no creo que nuestro pequeño Julie haya pasado la noche en casa, porque no recuerdo haber visto su tazón durante el desayuno.

Jeremy esperó la reacción a sus comentarios.

Samantha empezó a vaciar el contenido de la cesta de hortalizas. Depositó en el fregadero una lechuga, un pepino, dos pimientos verdes y una coliflor. Empezó a lavarlas para quitarles la tierra. Prestó especial atención a la lechuga, y se inclinó sobre ella como una madre que examinara a su bebé.

– Bien -continuó Jeremy con un suspiro-, supongo que los dos sabemos en qué estaba ocupado Julie, ¿verdad, Samantha? Ese chico no ve lo que tiene ante las narices. No sé qué vamos a hacer con él.

– No te habrás tomado ninguna de tus pastillas, ¿verdad, tío Jeremy? -preguntó ella-. Si las mezclas con licores podrías tener problemas.

– Yo nací para los problemas -dijo él.

Samantha intentó discernir si arrastraba las palabras más que de costumbre, una indicación de que su mente empezaba a resentirse. Eran más de las cinco, así que arrastraría las palabras de todos modos, pero lo último que Julian necesitaba era encontrarse a su padre en estado de coma. Jeremy avanzó junto a la encimera hasta detenerse al lado de Samantha.

– Eres una mujer muy atractiva, Sammy -dijo. Su aliento delataba la mezcla de bebidas ingeridas durante el día-. No creas que estoy tan borracho como para no darme cuenta. La cuestión es que has de hacérselo comprender a nuestro pequeño Julie. Es absurdo que vayas exhibiendo esas magníficas piernas si el único que las mira es este viejo verde. No es que su visión me moleste, ni mucho menos. Tener a una jovencita como tú correteando por la casa con esos pantaloncitos apretados es justo lo que…

– Son pantalones de correr -interrumpió Samantha-. Los llevo porque hace calor, tío Jeremy. De lo cual te enterarías si salieras de la casa en algún momento. Y no son apretados.

– Solo era un cumplido, muchacha -protestó Jeremy-. Has de aprender a aceptar los cumplidos. ¿Y qué mejor maestro que tu tío carnal? Vaya, es fantástico tenerte aquí, muchacha. ¿Te lo había dicho? -No se molestó en esperar la respuesta. Se acercó más para decir con un susurro confidencial-: Ahora hemos de pensar qué vamos a hacer con Julie.

– ¿Qué pasa con Julian? -preguntó Samantha.

– Los dos sabemos de qué estamos hablando, ¿no? Se está tirando a esa Maiden desde que tenía veinte años…

– Por favor, tío Jeremy.

Samantha notó que su garganta empezaba a arder.

– Por favor tío Jeremy ¿qué? Hemos de afrontar los hechos, para saber qué hacer con ellos. Y el hecho número uno es que Julie se ha beneficiado a la ovejita de Padley Gorge siempre que ha tenido ocasión. O mejor dicho, siempre que ella le ha dejado.

Es muy observador para estar borracho, pensó Samantha.

– No quiero hablar de la vida sexual de Julian, tío Jeremy -dijo con un tono más dengue de lo que deseaba-. Es su problema, no el nuestro.

– Ah. ¿Es un tema demasiado desagradable para Sammy McCallin? ¿Por qué será que no me parece así, Samantha?

– No he dicho que fuera desagradable -contestó la joven-. He dicho que no era nuestro problema. Y no lo es. De modo que no hablaré de ello.

No era que tuviera manías respecto al sexo. Ni mucho menos. Había practicado el sexo siempre que le era posible desde que había solventado la molesta inconveniencia de la virginidad, mediante el expediente de arrinconar a un amigo de su hermano en el lavabo cuando era una adolescente. Pero esto… hablar de la vida sexual de su primo… No quería hablar de ello. No podía permitirse el lujo de hablar de ello y correr el riesgo de delatarse.

– Escucha, cariñín -dijo Jeremy-. He visto cómo le miras, y sé lo que quieres. Estoy contigo. Joder, conservar la familia para la familia en la familia es mi lema. ¿Crees que le quiero encadenado a la puta de la Maiden, cuando hay una mujer como tú a mano, esperando el día en que el chico se despierte?

– Te equivocas -dijo Samantha, aunque los violentos latidos de su corazón desmentían sus palabras-. Quiero mucho a Julian. ¿Quién no? Es un hombre maravilloso…

– Exacto. Lo es. Pero ¿crees que la Maiden ve eso en nuestro Julie? Ni por asomo. Solo es una diversión, que está bien para echar un polvo de vez en cuando.

– Pero -continuó ella, como si Jeremy no hubiera hablado- no estoy enamorada de él y no puedo imaginarme enamorada de él. Dios mío, tío Jeremy. Somos primos hermanos. Pienso en Julian como pienso en mi hermano.

Jeremy guardó silencio un momento. Samantha aprovechó la oportunidad para alejarse, con la coliflor y los pimientos en ristre. Los depositó sobre el tajo, donde cuatrocientos años de verduras habían sido troceadas. Empezó a romper la coliflor en ramitos.

– Ah -dijo Jeremy con tono astuto, lo cual reveló a Samantha que no estaba tan borracho como aparentaba-. Tu hermano. Entiendo. Sí. Lo entiendo muy bien. De modo que no te interesaría de la otra forma… Me pregunto de dónde habré sacado la idea… Pero da igual. Dale un consejo a tu tío Jer, pues.

– ¿Sobre qué?

Samantha cogió un colador y dejó caer la coliflor dentro. Dedicó su atención a los pimientos verdes.

– Sobre cómo curarle.

– ¿De qué?

– De ella. La gata. La yegua. La cerda. Lo que tú quieras.

– Julian no ha de curarse de nada -dijo Samantha en un último y desesperado esfuerzo por alejarlo del tema-. Hace lo que quiere, tío Jeremy.

– Y un huevo. Es un hombre colgado de una cuerda, y todos sabemos dónde está atada. Ella le maneja como a una marioneta.

– No seas tan duro.

– Ésa es la palabra, dura. La tiene dura desde hace tanto tiempo que su cerebro se ha instalado en su polla de manera permanente.

– Tío Jeremy…

– Solo piensa en chuparle esas gloriosas tetas sonrosadas. Y en cuanto se la mete hasta el fondo y empieza a gemir como una…

– ¡Basta! -Samantha partió el pimiento verde como si utilizara una cuchilla de carnicero-. Te has expresado con la más absoluta claridad, tío Jeremy. Ahora me gustaría seguir preparando la cena.

Jeremy sonrió poco a poco, la sonrisa de un borracho.

– Estás hecha para él, Sammy. Tú lo sabes tan bien como yo. ¿Qué vamos a hacer para que suceda?

De repente la miró fijamente, como si no estuviera borracho. ¿Cuál era la figura mitológica capaz de fulminar con la mirada? El basilisco, pensó. Su tío era un basilisco.

– No sé de qué estás hablando -dijo, menos segura y más asustada.

– No, claro.

Jeremy sonrió, y cuando salió de la cocina caminaba como un hombre sobrio.

Samantha siguió troceando los pimientos hasta que oyó sus pasos en la escalera y el pestillo de la puerta de la cocina cerrarse a su espalda. Después, con un cuidadoso dominio del que se sintió orgullosa dadas las circunstancias, dejó el cuchillo a un lado. Apoyó las manos sobre el borde de la encimera, se inclinó sobre las verduras, inhaló su aroma, concentró sus pensamientos en un mantra de creación propia («El amor me llena, me abraza. El amor me realiza») y trató de recuperar algo de serenidad. Claro que no había conocido la serenidad desde la noche anterior, cuando se había dado cuenta de la equivocación cometida en conjunción con el eclipse lunar. Tampoco había conocido la serenidad desde que se había dado cuenta de lo que Nicola Maiden significaba para su primo. Pero obligarse a susurrar el mantra era una costumbre, y la utilizó ahora, pese al hecho de que el amor era el último sentimiento de que se sentía capaz en ese momento.

Aún estaba concentrada en la meditación, cuando oyó que los perros ladraban en sus perreras, situadas en los bloques de establos reconvertidos, al oeste del caserón. El sonido de sus agudos y emocionados ladridos le reveló que Julian estaba con ellos.

Samantha consultó su reloj. Era hora de dar de comer a los perros adultos, hora de observar a los cachorrillos, y hora de los juegos en que los cachorros de mayor edad iniciaban el proceso de socialización. Julian estaría con ellos una hora, como mínimo. Samantha tenía tiempo de sobra para prepararse.

Se preguntó qué diría a su primo. Se preguntó qué le diría él. Y se preguntó qué más daba, con Nicola Maiden de por medio.

Nicola había caído mal a Samantha desde el primer momento. Su desagrado no se fundaba en lo que la mujer más joven representaba para ella, la principal competidora por el afecto de Julian, sino en lo que Nicola era. Su soltura era irritante y sugería una autoconfianza que se contradecía con las raíces consternantes de la muchacha. La hija de poco más que un hotelero, graduada en una escuela secundaria de Londres y una universidad de tercera categoría, comparable a una politécnica vulgar, ¿quién se creía que era para moverse con tanta desenvoltura por las habitaciones de Broughton Manor? Pese a su decrepitud, todavía representaban cuatrocientos años de posesión ininterrumpida por la familia Britton. Y ese era el tipo de linaje que Nicola Maiden no podía reclamar para sí.

Pero este conocimiento no parecía perturbarla en lo más mínimo. Y había una buena razón para ello: el poder inherente a su aspecto inglés. El cabello de Ginebra, [4] de piel perfecta, ojos de pestañas oscuras, esqueleto delicado, orejas en forma de concha marina… Había recibido todas las ventajas físicas que una mujer podía percibir. Y cinco minutos en su presencia habían bastado a Samantha para comprender que ella lo sabía muy bien.

«Es fantástico conocer por fin a un pariente de Julian -había confiado a Samantha durante su primer encuentro, siete meses antes-. Espero que lleguemos a ser buenas amigas.”

A mitad del trimestre se había ido de vacaciones con sus padres. Telefoneó a Julian la mañana de su llegada, y por la forma en que él apretó el auricular contra el oído, Samantha comprendió en qué dirección soplaba el viento, y a favor de quién. Pero no había conocido la fuerza de ese viento hasta conocer a Nicola.

La sonrisa luminosa, la mirada franca, la carcajada alegre, la conversación sencilla… Aunque sentía por ella algo más que un tibio desagrado, Samantha había necesitado varios encuentros con Nicola para llevar a cabo un análisis completo de la amada de su primo. Y cuando lo hizo, sus conclusiones no hicieron más que aumentar la incomodidad de Samantha cada vez que se encontraban. Porque veía en Nicola Maiden a una joven satisfecha de sí misma, que se ofrecía al mundo sin importarle si sería aceptada. No albergaba las dudas, los temores, las inseguridades y las crisis de confianza de la hembra en busca del varón que la definía. Debía de ser por eso, pensaba Samantha, que Julian Britton estaba tan dispuesto a hacerlo.

Más de una vez, durante el tiempo que llevaba en Broughton Manor, Samantha había sorprendido a Julian en una actitud que testimoniaba la atracción que Nicola Maiden ejercía sobre un hombre. Encorvado sobre una carta que le estaba escribiendo, resguardando el auricular de posibles oídos curiosos cuando hablaba con ella, mirando sin ver por encima del muro del jardín hacia el puente peatonal que salvaba el río Wye mientras pensaba en ella, sentado en su despacho con la cabeza apoyada en las manos mientras la recreaba en su mente, el primo de Samantha era poco más que la presa de una cazadora a la que ni siquiera comprendía.

No había forma de que Samantha consiguiera hacerle ver a su amada tal como era. Solo quedaba la opción de dejar vía libre a su pasión, para culminar en el matrimonio que él anhelaba con desesperación, o bien forzar una ruptura permanente entre él y la mujer que deseaba.

Tener que aceptar esta última alternativa había enfrentado a Samantha con su propia impaciencia, que la acosaba en todos los rincones de Broughton Manor. Reprimía su deseo de meter la verdad en la cabeza de su primo. Una y otra vez rechazaba el ansia de menospreciarla que sentía siempre que se tocaba el tema de Nicola. Sin embargo, estos virtuosos esfuerzos de autocontrol pasaban factura. Y el precio que empezaba a pagar era la angustia, el resentimiento, el insomnio y una rabia ciega.

Tío Jeremy no ayudaba en absoluto. Samantha recibía de él diarias insinuaciones lascivas y agresiones directas, todas las cuales giraban en torno o apuntaban a la vida amorosa de Julian. Si no se hubiera percatado nada más llegar a Broughton Manor de lo necesaria que era su presencia, si no hubiera necesitado un respiro de las incesantes exhibiciones de dolor lúgubre de su madre, Samantha habría tirado la toalla meses antes. Pero se había mantenido en sus trece y guardado silencio (casi siempre) porque había sido capaz de imaginar la perspectiva fundamental: la sobriedad de Jeremy, la bendita distracción que la reconciliación con él proporcionaría a su madre, y el gradual descubrimiento de Julian de la contribución que estaba efectuando Samantha a su bienestar, su futuro y su esperanza de transformar la mansión y la propiedad en un negocio boyante.

– ¿Samantha?

La joven alzó la cabeza. Se había concentrado tanto en su intento de aliviar la tensión tras la conversación con su tío, que no había oído a su hijo entrar en la cocina.

– ¿No estás con los perros, Julian? -preguntó como una estúpida.

– Una confesión breve -dijo a modo de explicación-. Necesitan más, pero ahora no se la puedo dar.

– Me ocupé de Cass. ¿Quieres que…?

– Ha muerto.

– Dios mío, Julian, no puede ser -exclamó Samantha-. Fui a verla en cuanto terminé de hablar contigo. Estaba bien. Había comido, todos los cachorros estaban dormidos. Tomé notas de todo y las dejé en la tablilla. ¿No las has visto? Las colgué del gancho.

– Nicola -dijo Julian con voz inexpresiva-. Ha muerto, Samantha. En Calder Moor, donde había ido de acampada. Nicola ha muerto.

Samantha le miró mientras la palabra «muerta» parecía resonar en toda la habitación. No está llorando, pensó. ¿Qué significa el que no llore?

– Muerta -repitió, mimando la palabra, convencida de que decirla de la manera errónea daría una impresión que no quería transmitir.

Julian tenía los ojos clavados en ella, y Samantha deseó que no lo hiciera. Deseó que hablara. O chillara, llorara o hiciera algo que indicara lo que estaba sintiendo, para de esa manera saber cómo debía comportarse con él. Cuando se movió por fin, se acercó a la encimera donde Samantha había troceado los pimientos. Los examinó como si constituyeran una curiosidad para él. Después levantó el cuchillo de carnicero y lo examinó con atención. Por fin, apretó el pulgar con fuerza contra la afilada hoja.

– ¡Julian! -gritó Samantha-. ¡Te vas a cortar!

Una fina línea púrpura apareció en su dedo.

– No sé cómo explicar lo que siento -murmuró.

Samantha no tenía ese problema.

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