SEPTIEMBRE DERBYSHIRE
1

Julian Britton era un hombre consciente de que su vida, hasta el momento, no valía nada. Cuidaba sus perros, administraba la ruina desmoronada que era la propiedad familiar, y trataba a diario de alejar a su padre de la botella. Eso era todo. No había triunfado en otra cosa que en tirar ginebra por el desagüe, y ahora, a sus veintisiete años de edad, se sentía marcado a fuego por el fracaso. Pero esta noche no podía permitir que eso le afectara. Esta noche tenía que imponer su voluntad.

Empezó con su apariencia, y se dedicó un severo escrutinio en el espejo de cuerpo entero de su dormitorio. Enderezó el cuello de la camisa, sacudió un hilo del hombro y frunció el entrecejo. Escudriñó su rostro y ordenó a sus facciones que compusieran la expresión adecuada. Debía adoptar un aspecto muy serio, decidió. Preocupado, sí, porque la preocupación era razonable. Pero no debía parecer angustiado. Y sobre todo, no debía traslucir que estaba desgarrado por dentro, preguntándose cómo había llegado a aquella situación, en este preciso momento, con su mundo hecho añicos.

En cuanto a lo que iba a decir, dos noches de insomnio y dos días interminables le habían deparado suficiente tiempo para ensayar los comentarios pertinentes que desgranaría cuando llegara la hora convenida. De hecho, Julian había pasado la mayor parte de las dos noches y los dos días posteriores al inverosímil anuncio de Nicola Maiden inmerso en complejas pero silenciosas conversaciones, matizadas con la preocupación justa para sugerir que no tenía nada personal en el asunto. Ahora, después de cuarenta y ocho horas enfrascado en interminables soliloquios mentales, Julian estaba ansioso por tirar adelante, aunque no estuviera seguro de que sus palabras transmitirían la convicción que deseaba. Se volvió y buscó las llaves del coche sobre la cómoda. La fina capa de polvo que solía cubrir su superficie de nogal había desaparecido, lo cual reveló a Julian que su prima, una vez más, se había entregado a las furias de la limpieza, una clara señal de que había vuelto a conocer la derrota en su decidida cruzada contra la ebriedad de su tío.

Samantha había llegado a Derbyshire con esa intención ocho meses antes, un ángel de misericordia que había aparecido un día en Broughton Manor con la misión de reunir a una familia separada desde hacía más de tres décadas. Sin embargo, no había realizado muchos progresos en ese sentido, y Julian se preguntaba cuánto tiempo más iba a soportar la adicción de su padre a la bebida.

«Hemos de apartarle del alcohol, Julie -le había dicho Samantha aquella misma mañana-. Es fundamental en este momento.»

Nicola, por su parte, como conocía a su padre desde hacía ocho años en lugar de ocho meses, se había decantado por la fórmula de vive y deja vivir. Había dicho en más de una ocasión, «Si la elección de tu padre es beber hasta matarse, no podrás hacer nada al respecto, Jule. Ni tampoco Sam». Claro que Nicola ignoraba lo que significaba ver al propio padre deslizarse de una forma cada vez más inexorable hacia el desenfreno, absorto en fantasías alcohólicas sobre la novela de su pasado. Ella, a fin de cuentas, había crecido en una casa donde la apariencia de las cosas era idéntica a la realidad de las cosas. Tenía unos padres cuyo amor nunca había flaqueado, y jamás había sufrido la doble deserción de una madre hippie, que se había fugado para «estudiar» con un gurú ataviado con túnicas la noche previa a su duodécimo cumpleaños, y de un padre cuya devoción a la botella excedía con mucho a cualquier afecto que hubiera mostrado por sus tres hijos. De hecho, si Nicola se hubiera tomado la molestia de analizar las diferencias entre sus respectivas educaciones, pensó Julian, tal vez habría reparado en que todas y cada una de las malditas decisiones que tomaba…

Interrumpió sus pensamientos. No quería apuntar en esa dirección. No se lo podía permitir. No podía permitir que su mente se apartara de la tarea inminente.

– Escúchame -se dijo en voz alta. Cogió su billetero y lo guardó en el bolsillo-. Tú vales mucho. Ella se acojonó. Tomó una decisión equivocada. Punto. Recuérdalo. Y recuerda que todo el mundo sabe la buena pareja que hacíais.

Tenía fe en este punto. Nicola Maiden y Julian Britton eran amigos íntimos desde hacía años. Todos sus conocidos habían llegado a la conclusión, mucho tiempo antes, de que acabarían juntos. Pero al parecer, era Nicola la que nunca había tenido en cuenta este dato.

– Sé que nunca estuvimos prometidos -le había dicho a su amiga dos noches antes, en respuesta a su anuncio de que se marchaba de los Picos para siempre y solo volvería para breves visitas-. Pero siempre existió una armonía entre nosotros, ¿no? No me habría acostado contigo si no pensara en serio… Venga, Nick. Joder, ya me conoces.

No era la propuesta de matrimonio que había pensado hacerle, y ella tampoco la había tomado como tal.

– Jule -replicó-, me gustas muchísimo. Eres un encanto y has sido un verdadero amigo. Y nos lo pasamos bien, me lo he pasado mucho mejor contigo que con cualquier otro tío.

– Por eso…

– Pero no te quiero -prosiguió ella-. El sexo no equivale al amor. Solo en las películas y los libros.

Al principio, se había quedado estupefacto. Era como si su mente se hubiera convertido en una pizarra y alguien hubiera empleado un borrador antes de que empezara a tomar notas. Así que ella había continuado.

Seguiría siendo, dijo, su novia en el distrito de los Picos, si eso quería él. Vendría a visitar a sus padres de vez en cuando, y siempre tendría tiempo para ver a Julian, y con mucho gusto. Seguirían siendo amantes cuando ella estuviera en la zona, si él lo deseaba. Por ella, encantada. Pero en cuanto a casarse, eran dos personas muy diferentes, explicó Nicola.

– Sé cuánto deseas salvar Broughton Manor -dijo-. Es tu sueño, y lo convertirás en realidad. Pero yo no comparto ese sueño, y no voy a hacer daño a ninguno de los dos fingiendo que lo comparto. No sería justo para nadie.

Fue entonces cuando Julian recobró la lucidez suficiente para decir con amargura:

– Es el jodido dinero. Y el hecho de que yo estoy en la miseria, o al menos no tengo tanto dinero como tú desearías.

– No es eso, Julian. No exactamente. -Se volvió en su asiento para mirarle y exhaló un largo suspiro-. Deja que te lo explique.

Había escuchado durante lo que se le antojó una hora, aunque ella solo habló diez minutos. Al final, cuando todo estuvo dicho, y ella bajó del Rover y desapareció en el oscuro porche provisto de gabletes de Maiden Hall, él volvió a casa aturdido, transido de dolor, confusión y sorpresa, pensando: No, ella no pudo… no quiso decir… No. Después de la Noche de Insomnio I, cayó en la cuenta, pese al dolor, de que era urgente entrar en acción. Había telefoneado, y ella había accedido a verle. Siempre sería un placer para ella verle, dijo.

Julian dirigió una última mirada al espejo antes de salir del cuarto, y se dispensó una última afirmación:

– Siempre hicisteis una buena pareja, tío. No lo olvides.

Recorrió el oscuro pasillo superior del caserón y echó un vistazo a la pequeña estancia que su padre utilizaba como pieza de recibo. Las circunstancias económicas de la familia, cada vez más adversas, habían provocado una retirada general de las salas más grandes de la planta baja, que poco a poco se habían hecho inhabitables, a medida que se vendían antigüedades, pinturas y objetos artísticos para poder sobrevivir. Ahora, los Britton vivían exclusivamente en el primer piso de la casa. Había habitaciones en abundancia, pero estrechas y oscuras.

Jeremy Britton estaba en la pieza de recibo. Como eran las diez y media, ya estaba cocido por completo, con la barbilla apoyada sobre el pecho y un cigarrillo encendido entre los dedos. Julian cruzó la sala y le quitó el cigarrillo. Jeremy no se movió.

Julian maldijo en silencio y le miró: la promesa de inteligencia, vigor y orgullo seguía erradicada por la adicción. Algún día su padre pegaría fuego a la casa, y había momentos, como este, en que Julian pensaba que sería lo mejor. Apagó el cigarrillo de Jeremy y buscó en el bolsillo de su chaqueta el paquete de Dunhill. Se lo quitó, así como el encendedor. Agarró la botella de ginebra y salió de la sala.

Estaba tirando la ginebra, los cigarrillos y el encendedor en el cubo de la basura, detrás del caserón, cuando oyó su voz.

– ¿Le has pillado otra vez, Julie?

Miró alrededor, sobresaltado, pero no la vio en la oscuridad. Entonces, la joven se levantó de donde había estado sentada: sobre el borde del muro de piedra que separaba la entrada posterior del caserón del primero de sus descuidados jardines, invadidos por malas hierbas. Una glicina sin podar, que empezaba a perder las hojas ante la proximidad del otoño, la había cobijado. Se sacudió el polvo de sus pantalones cortos y corrió hacia él.

– Empiezo a pensar que quiere matarse -dijo Samantha, con aquel tono práctico tan natural en ella-. Aún no he discernido el motivo.

– No necesita un motivo -replicó Julian-. Solo el medio.

– Intenté apartarle del alcohol, pero tiene botellas en todas partes. -Miró hacia el oscuro caserón, que se alzaba junto a ellos como una fortaleza-. Lo he intentado, Julian. Sé que es importante. -Echó un vistazo a su ropa-. Te has engalanado mucho esta noche. Yo no me he puesto nada especial. ¿Debía hacerlo?

Julian la miró con ojos inexpresivos, y sus manos se palmearon la camisa, en busca de algo que no estaba.

– Lo has olvidado, ¿verdad? -dijo Samantha. Sus intuiciones raramente fallaban.

Julian aguardó la explicación.

– El eclipse -dijo ella.

– ¿El eclipse? -Pensó en ello y se dio una palmada en la frente-. Dios. El eclipse. Joder, Samantha. Me había olvidado. ¿El eclipse es esta noche? ¿Irás a algún sitio para verlo mejor?

Ella indicó con la cabeza el lugar del que acababa de salir.

– Traje provisiones para los dos. Queso y fruta, un poco de pan, un trozo de salchichón y vino. Pensé que nos apetecería si debíamos esperar más de lo que pensabas.

– ¿Esperar…? Joder, Samantha… -No sabía cómo decirlo. No había querido inducirla a pensar que quería ver el eclipse con ella. Ni siquiera había querido inducirla a pensar que quería ver el eclipse.

– ¿Me he equivocado de fecha?

Su voz denotaba decepción. Ya sabía que no se había equivocado de fecha, y que si quería ver el eclipse desde Eyam Moor, tendría que ir sola.

Julian había hablado del eclipse sin concederle importancia. Al menos, ésa había sido su intención.

– Se ve muy bien desde Eyam Moor. Calculan que sucederá a eso de las once y media. ¿Te interesa la astronomía, Samantha?

Ella lo había interpretado como una invitación, y Julian se sintió molesto por la presunción de su prima, pero lo disimuló porque estaba en deuda con ella. El motivo de sus largas visitas a Broughton Manor desde Winchester, durante los últimos ocho meses, era reconciliar a su madre con su tío, el padre de Julian. Cada estancia había sido más larga que la anterior, a medida que encontraba más trabajo en la propiedad, tanto en la renovación de la casa propiamente dicha como en la gestión de los torneos, fiestas y representaciones de acontecimientos históricos que Julian organizaba en los jardines, otra forma de conseguir ingresos para los Britton. Su útil presencia había sido una auténtica bendición, pues los hermanos de Julian ya hacía tiempo que habían huido del nido familiar, y su padre no había movido ni un dedo desde que Jeremy había heredado la propiedad (además de poblarla con sus amigos hippies y arruinarla) tras cumplir veinticinco años.

De todos modos, pese a lo agradecido que estaba por la ayuda de Samantha, deseaba que su prima no diera por sentadas tantas cosas. Se había sentido culpable por el enorme trabajo que ella realizaba, impulsada solo por la bondad de su corazón, y había pensado en alguna forma de compensarla. Carecía de dinero en metálico para ofrecerle, aunque ella ni lo necesitaba ni lo habría aceptado, pero tenía sus perros, sus conocimientos y su entusiasmo por Derbyshire. Como quería que se sintiera lo más cómoda posible en Broughton Manor, le había ofrecido lo único que poseía: actividades ocasionales con los lebreles y conversación. Y ella había malinterpretado su conversación acerca del eclipse.

– No había pensado… -Pateó la grava, donde crecía un diente de león-. Lo siento. Voy a Maiden Hall. -Oh.

Era curioso, pensó Julian, que una sola sílaba pudiera transmitir el peso de tantas cosas, desde censura a placer.

– Estúpida de mí -dijo ella-. No sé cómo se me ocurrió que querías… Bien, da igual…

– Te compensaré de alguna manera. -Confió en parecer sincero-. Si no hubiera planeado ya… Ya sabes cómo son las cosas.

– Oh, sí. No debes decepcionar a nuestra Nicola, Julian.

Le dedicó una breve y fría sonrisa y volvió al hueco de la glicina. Un cesto colgaba de su hombro.

– ¿En otro momento? -dijo Julian.

– Cuando te vaya bien.

No le miró cuando pasó a su lado, traspuso la puerta y desapareció en el patio interior de Broughton Manor.

Julian notó que soltaba el aliento convulsivamente. No se había dado cuenta de que lo había contenido.

– Lo siento -dijo en voz baja a la ausencia de su prima-, pero esto es importante. Si supieras cuán importante es lo comprenderías.

Cubrió el trayecto hasta Padley Gorge con rapidez, en dirección noroeste hasta Bakewell, donde giró por el viejo puente medieval que salvaba el río Wye. Utilizó el viaje para realizar un ensayo final de sus comentarios, y cuando llegó al camino de Maiden Hall, estaba seguro de que sus planes darían fruto antes de que la velada terminara.

Maiden Hall estaba asentado a mitad de una pendiente boscosa de robles de hoja sésil, y la cuesta que ascendía hasta Maiden Hall estaba cubierta con un dosel de castaños y limeros. Julian inició la subida, dominó las curvas serpenteantes con la habilidad de una larga práctica y frenó junto a un Mercedes deportivo en el cercado de grava reservado a los invitados.

Desechó la entrada principal y entró por la cocina, donde Andy Maiden estaba observando a su chef, el cual iba a flambear una fuente de crème brûlée. El chef, un tal Christian-Louis Ferrer, había llegado de Francia cinco años antes para mejorar la sólida aunque no inspirada reputación de la comida de Maiden Hall. Sin embargo, en aquel momento, con el encendedor de cocina en ristre, Ferrer parecía más un pirómano que un grand artiste de la cuisine. La expresión de Andy sugería que compartía los pensamientos de Julian. Solo cuando Christian-Louis hubo convertido la cobertura en una perfecta y delgada capa de glaseado, al tiempo que decía «Et là voilà, Andée» con la sonrisa condescendiente que se dedica a un dudoso santo Tomás, que una vez más ha comprobado lo infundado de sus dudas, levantó la vista Andy y vio a Julian mirando.

– Nunca me ha gustado ver llamas en mi cocina -admitió con una sonrisa avergonzada-. Hola, Julian. ¿Qué noticias nos traes de Broughton y de las regiones más alejadas?

Era el recibimiento habitual. Julian le dio la respuesta habitual.

– Todo va bien para los honrados y virtuosos, pero en cuanto al resto de la humanidad… Olvídalo.

Andy se alisó su bigote grisáceo y observó al joven con afecto, mientras Christian-Louis pasaba la fuente de crème brûlée por una ventanilla de servicio que daba al comedor.

– Maintenant, on en a fini pour ce soir -dijo, y empezó a quitarse el delantal blanco, manchado con las salsas de la noche.

– Vive la France -dijo con ironía Andy cuando el francés desapareció en el pequeño vestuario, y puso los ojos en blanco-. ¿Vienes a tomar un café? -propuso a Julian-. Tenemos un grupo en el comedor, y todos los demás están en el salón, para tomar las copas y todo eso.

– ¿Algún huésped esta noche? -preguntó Julian.

Maiden Hall, una antigua casa de campo utilizada en otro tiempo como pabellón de caza por una rama de la familia Saxe-Coburg, contaba con diez habitaciones. Todas habían sido decoradas de forma diferente por la esposa de Andy cuando los Maiden escaparon de Londres una década antes. Ocho fueron reservadas para viajeros inteligentes que desearan la privacidad de un hotel combinada con la intimidad de un hogar.

– Todo completo -contestó Andy-. Hemos tenido un verano récord, gracias al buen tiempo. Bien, ¿qué será? ¿Café? ¿Coñac? ¿Cómo está tu padre, por cierto?

Julian se encogió por dentro ante la asociación mental implícita en las palabras de Andy. Sin duda, todo el maldito condado emparejaba a su padre con algún tipo de licor.

– No quiero nada -dijo-. He venido a buscar a Nicola.

Andy no se habría sorprendido por la hora en que Julian había aparecido para encontrarse con su hija. Cuando Nicola llegaba del colegio solía ayudar en la cocina o el comedor, de modo que la historia de su relación con Julian se había distinguido por citas que muy pocas veces empezaban antes de las once de la noche. Pero Andy pareció perplejo.

– ¿Nicola? -dijo-. ¿Os habíais citado? Porque aquí no está, Julian.

– ¿Que no está aquí? No se habrá marchado ya de Derbyshire, ¿verdad? Dijo…

– No, no. -Andy empezó a colocar los cuchillos de cocina en los huecos del colgador de madera, mientras continuaba hablando-. Se ha ido de camping. ¿No te lo dijo? Se fue ayer, a media mañana.

– Pero hablé con ella… -Julian se esforzó en recordar la hora-. Ayer por la mañana, temprano. No se habría olvidado con tanta rapidez.

Andy se encogió de hombros.

– Pues parece que sí. Las mujeres son así, ya sabes. ¿Qué estabais tramando?

Julian esquivó la pregunta.

– ¿Se fue sola?

– Como siempre -contestó Andy-. Ya conoces a Nicola. Y muy bien.

– ¿Adónde? ¿Se llevó el equipo adecuado?

Andy se volvió. Era evidente que había captado algo preocupante en el tono de Julian.

– No se habría ido sin su equipo. Sabe que el tiempo cambia con brusquedad en la zona. En cualquier caso, yo mismo le ayudé a subirlo al coche. ¿Por qué? ¿Qué está pasando? ¿Os peleasteis?

Julian podía proporcionar una respuesta sincera a la última pregunta. No se habían peleado, al menos Andy no lo habría considerado así.

– Andy, ya debería haber vuelto -dijo-. Íbamos a ir a Sheffield. Quería ver una película…

– ¿A esta hora de la noche?

– Una sesión golfa.

Julian notó que enrojecía mientras explicaba la tradición de The Rocky Horror Picture Show, [2] pero los años que Andy había servido en la policía secreta (lo que siempre denominaba su «otra vida») le habían permitido conocer la película muchos años antes, de modo que desechó las explicaciones con un ademán. Esta vez, cuando se tiró con aire pensativo del bigote, arrugó el entrecejo.

– ¿Estás seguro de que era hoy? Quizá pensó que te referías a mañana.

– Habría preferido verla anoche -dijo Julian-. Fue Nicola quien fijó la cita para esta noche. Y estoy seguro de que dijo que volvería esta tarde. Estoy seguro.

Andy dejó caer la mano. Su expresión era seria. Miró hacia la ventana que había sobre el fregadero. Solo vio sus reflejos, pero Julian comprendió por su expresión que Andy pensaba en lo que había al otro lado, en la oscuridad. Vastos páramos habitados solo por ovejas, canteras abandonadas reclamadas por la naturaleza, riscos de piedra arenisca que se iban desintegrando, fortalezas prehistóricas de piedra derruida. Había centenares de cuevas de piedra arenisca donde quedar atrapado, minas de cobre que podían derrumbarse, montículos de piedras con los que un excursionista desprevenido podía partirse el tobillo, crestas de piedra arenisca desde las que un escalador podía caer y permanecer perdido durante días o semanas. El distrito se extendía desde Manchester a Sheffield, desde Stoke-on-Trent hasta Derby, y cada año, más de una docena de veces, los equipos de rescate localizaban a alguien que se había roto un brazo o una pierna, o algo peor, en los Picos. Si la hija de Andy Maiden se había extraviado o hecho daño por allí, sería preciso el esfuerzo de más de dos hombres charlando en una cocina para encontrarla.

– Llamemos a la policía, Julian -dijo Andy.

El impulso inicial de Julian también había sido telefonear a la policía. No obstante, tras reflexionar, temió todo lo que implicaba esa llamada, pero en ese breve momento de vacilación Andy actuó. Se encaminó hacia el mostrador de recepción para hacer la llamada.

Julian corrió tras él. Encontró a Andy encorvado sobre el teléfono, como si intentara protegerse de posibles escuchas. De todos modos, en la recepción solo estaban Julian y él, pues los huéspedes del hotel se encontraban en el salón, con sus cafés y licores, al otro lado del pasillo.

Nan Maiden se acercó desde esa dirección justo cuando comunicaban a Andy con la policía de Buxton. Salió del salón con una bandeja en la que llevaba un servicio de café para dos. Sonrió y dijo:

– ¡Caramba, Julian! Hola. No esperábamos… -Enmudeció cuando reparó en la postura subrepticia de su marido, encorvado sobre el teléfono como alguien que efectuara una llamada ilícita, y en la actitud cómplice de Julian-. ¿Qué pasa?

Julian experimentó la sensación de llevar la palabra «culpable» tatuada en la frente. Cuando Nan insistió, «¿Qué ha pasado?», no dijo nada y esperó a que Andy tomara las riendas de la situación. Por su parte, el padre de Nicola habló en voz baja por teléfono y dijo «Veinticinco», sin hacer caso de las preguntas de su mujer.

De todos modos, «veinticinco» pareció informar a Nan de lo que Julian no se atrevía a traducir en palabras y Andy esquivaba.

– Nicola -susurró. Se acercó al mostrador de recepción, dejó la bandeja encima y sin querer tiró al suelo una cestita de mimbre con tarjetas del hotel. Nadie la recogió-. ¿Le ha pasado algo a Nicola?

La respuesta de Andy fue serena.

– Julian y Nick tenían una cita esta noche, que al parecer ella ha olvidado -dijo a su mujer, con la mano izquierda sobre el auricular del teléfono-. Estamos intentando localizarla. -Lanzó la mentira con la habilidad de un hombre que, en otro tiempo, había convertido la falsedad en su principal virtud-. Estaba pensando que tal vez pasó a ver a Will Upman camino de casa, para ir preparando otro trabajo para el verano que viene. ¿Va todo bien con los huéspedes, cariño?

Los ojos grises de Nan pasaron de su marido a Julian.

– ¿Con quién estás hablando, Andy? -preguntó.

– Nancy…

– Dímelo.

No lo hizo. Alguien habló al otro extremo de la línea, y Andy consultó su reloj.

– Por desgracia -dijo-, no estamos del todo seguros… No. No hay antecedentes de eso… Gracias. Estupendo. Se lo agradezco.

Colgó y cogió la bandeja que su mujer había dejado sobre el mostrador. Se dirigió hacia la cocina. Nan y Julian le siguieron.

Christian-Louis estaba a punto de irse, vestido con tejanos, zapatillas de deporte y una sudadera de la Universidad de Oxford con las mangas cortadas. Cogió una bicicleta que estaba apoyada contra la pared, dedicó un momento a calcular la tensión que embargaba a las otras tres personas de la cocina, y dijo:

– Bonsoir, à demain.

Se marchó a toda prisa. Vieron por la ventana el resplandor del faro de la bicicleta mientras se alejaba.

– Andy, quiero la verdad.

Su mujer se plantó delante de él. Era una mujer menuda, casi veinticinco centímetros más baja que su marido. Pero su cuerpo era fuerte y de músculos firmes, el físico de una mujer dos décadas más joven de sus sesenta años.

– Ya te he dicho la verdad -contestó Andy con tono conciliador-. Julian y Nicola tenían una cita. Nick la olvidó. Julian se enfadó y quiso localizarla. Le estoy ayudando.

– Pero no estabas hablando con Will Upman, ¿verdad? -preguntó Nan-. ¿Para qué iría Nicola a ver a Will Upman a las…? -Echó un vistazo al reloj de la cocina, que colgaba sobre un platero. Eran las once y veinte, una hora improbable para ir a visitar al patrón, pues eso había sido Will Upman para Nicola durante los últimos tres meses-. Dijo que iba de camping. No me digas que te creíste que se detuvo a charlar con Will Upman a mitad del viaje. ¿Cómo es que Nicola olvidó una cita con Julian? Nunca lo ha hecho. -Nan dirigió su mirada penetrante hacia Julian-. ¿Os habéis peleado?

La incomodidad de Julian tenía dos motivos: tener que responder a la pregunta otra vez, y llegar a la conclusión de que Nicola no había hablado a sus padres de su intención de abandonar Derbyshire para siempre. Era difícil que estuviera buscando empleo para el verano siguiente, si su deseo era abandonar el condado y no volver más que para breves visitas.

– De hecho, estuvimos hablando de matrimonio -decidió decir Julian-. Estuvimos hablando del futuro.

Los ojos de Nan se dilataron. Algo parecido al alivio borró la preocupación de su rostro.

– ¿Matrimonio? ¿Nicola ha accedido a casarse contigo? ¿Cuándo? Quiero decir, ¿cuándo lo decidisteis? Nunca dijo ni una palabra. Es una noticia estupenda, absolutamente maravillosa. Cielos, Julian, me siento aturdida. ¿Se lo has dicho a tu padre?

Julian no quería mentir, pero tampoco se decidía a contar toda la verdad. Se afianzó en un precario terreno medio.

– En realidad, solo habíamos empezado a hablar. De hecho, esta noche teníamos que continuar hablando.

Andy Maiden observaba a Julian con recelo, como si supiera muy bien que cualquier conversación sobre matrimonio entre su hija y Julian Britton sería tan improbable como una discusión sobre la cría de ovejas.

– Un momento. Creí que ibais a Sheffield.

– Exacto, pero pensábamos hablar por el camino.

– Bien, Nicola no se olvidaría de eso -declaró Nan-. Ninguna mujer olvidaría que tiene una cita para hablar de matrimonio. -Se volvió hacia su marido-. Cosa que tú deberías saber muy bien, Andy. -Guardó silencio un momento, absorta al parecer en aquel pensamiento final, mientras Julian reflexionaba en el inquietante hecho de que Andy aún no había contestado a las preguntas de su mujer sobre la llamada telefónica que acababa de hacer. Nan llegó a una conclusión sobre ello-. Dios. Acabas de llamar a la policía, ¿verdad? Crees que le ha pasado algo, porque no se ha presentado a la cita con Julian. Y no querías que yo me enterara, ¿verdad?

Ni Andy ni Julian contestaron. No hacía falta.

– ¿Y qué iba a pensar cuando llegara la policía? -preguntó Nan-. ¿Creíste que seguiría sirviendo café sin preguntar qué pasaba?

– Sabía que te preocuparías -dijo su marido-. Puede que sin motivo.

– Podría ser que Nicola estuviera ahí fuera, en la oscuridad, herida, atrapada o Dios sabe qué, y tú, los dos, ¿pensasteis que no debía enterarme? ¿Porque me preocuparía?

– Ya te estás poniendo nerviosa. Por eso no quise decírtelo hasta que fuera preciso. Puede que no sea nada. Lo más probable es que no sea nada. Julian y yo estamos de acuerdo en eso. Todo se habrá solucionado en un par de horas, Nan.

Ella intentó encajarse un mechón detrás de la oreja. Cortado de una manera extraña que ella llamaba boina (largo por arriba y corto a los lados), era demasiado corto para hacer otra cosa que volver a su sitio.

– Saldremos a buscarla -decidió-. Uno de nosotros ha de empezar a buscarla ahora mismo.

– Que uno de nosotros vaya a buscarla no servirá de mucho -señaló Julian-. Nadie sabe adonde fue.

– Pero todos conocemos sus lugares predilectos. Arbor Low, Thor's Cave, Peveril Castle.

Nan mencionó media docena de lugares más, y todos sirvieron para subrayar de forma inadvertida lo que Julian intentaba aclarar: no existía la menor correlación entre los lugares favoritos de Nicola y su emplazamiento en el distrito de los Picos. Estaban tan al norte como los arrabales de Holmfirth, tan al sur como Ashbourne y la parte inferior de la Tissington Trail. Haría falta un equipo de rescate para encontrarla.

Andy sacó una botella de la alacena, junto con tres vasos. Vertió en cada uno un chorro de coñac. Distribuyó los vasos.

– Bebed -dijo.

La mano de Nan rodeó el vaso, pero no bebió.

– Algo le ha pasado.

– No sabemos nada. Por eso la policía viene hacia aquí.

La policía, en la persona de un agente llamado Price, llegó antes de media hora. Les hizo las preguntas de rigor: ¿Cuándo se había ido la chica? ¿Cómo iba equipada? ¿Se había ido sola? ¿Parecía deprimida, desdichada, preocupada? ¿Qué intenciones había anunciado? ¿Había dicho cuándo regresaría? ¿Quién fue la última persona que habló con ella? ¿Había recibido alguna visita? ¿Cartas? ¿Llamadas telefónicas? ¿Algo ocurrido en fecha reciente habría podido impulsarla a huir?

Julian secundó a Andy y Nan en sus esfuerzos por dejar claro al agente Price la gravedad de que Nicola aún no hubiera regresado a Maiden Hall, pero Price parecía decidido a atenerse a sus métodos, que eran de una lentitud exasperante. Escribía en su libreta con parsimonia, y pidió una descripción detallada de Nicola. Quiso conocer con exactitud el equipo que llevaba. Les obligó a repasar sus actividades de las dos últimas semanas. Y dio la impresión de quedar fascinado por el hecho de que, la mañana previa a la excursión, Nicola había recibido tres llamadas telefónicas de personas que no quisieron revelar su nombre cuando Nan se puso.

– ¿Un hombre y dos mujeres? -preguntó por cuarta vez Price.

– No lo sé, no lo sé. ¿Qué más da? -se obstinó Nan-. Puede ser la misma mujer que llamara dos veces. ¿Qué más da? ¿Qué tiene que ver eso con Nicola?

– Pero ¿sólo un hombre? -dijo el agente.

– Santo cielo, ¿cuántas veces he de…?

– Un hombre -interrumpió Andy.

Nan apretó los labios con irritación. Sus ojos taladraron a Price.

– Un hombre -repitió.

– ¿No fue usted quien telefoneó? -preguntó a Julian.

– Conozco la voz de Julian -dijo Nan-. No fue Julian.

– Pero usted mantenía relaciones con esa joven, señor Britton, ¿no es así?

– Estaban prometidos -dijo Nan.

– No exactamente -se apresuró a clarificar Julian, y maldijo en silencio cuando un sudor acusador se elevó de su cuello hasta sus mejillas.

– ¿Discutieron, tal vez? -preguntó Price con voz artera-. ¿Otro hombre se interponía entre ustedes?

Joder, pensó Julian, malhumorado. ¿Por qué todo el mundo suponía que se habían peleado? No habían intercambiado palabras fuertes. De hecho no habían tenido tiempo.

No se habían peleado, informó Julian con estoicismo, y no sabía nada acerca de otro hombre. Absolutamente nada, recalcó.

– Tenían una cita para hablar de sus planes de boda -dijo Nan.

– Bien, en realidad…

– ¿Conoce a alguna mujer que dejaría pasar semejante oportunidad?

– ¿Y están seguros de que su intención era volver esta noche? -preguntó Price a Andy. Repasó un momento sus notas y continuó-. Su equipamiento sugiere que tal vez previese una estancia más larga.

– No había pensado en eso hasta que Julian apareció para llevarla a Sheffield -admitió Andy.

– Ah. -El agente miró a Julian con más suspicacia de la que Julian consideraba pertinente. Luego cerró su libreta. Un chorro de cháchara incomprensible brotó del receptor de radio que colgaba de su hombro. Bajó el volumen. Guardó la libreta en el bolsillo-. Bien. Ya se fugó de casa una vez, y espero que esto sea parecido. Esperaremos hasta…

– ¿De qué está hablando? -interrumpió Nan-. No estamos denunciando la fuga de una adolescente. Tiene veinticinco años, por el amor de Dios. Es una adulta responsable. Tiene un empleo, un novio, una familia. No se ha fugado. Ha desaparecido.

– De momento, tal vez -admitió el agente-, pero como ya se dio el piro una vez, lo cual consta en nuestros archivos, señora, no emprenderemos su búsqueda hasta estar seguros de que no se trata de una nueva fuga.

– Tenía diecisiete años la última vez que se fugó -replicó Nan-. Acabábamos de llegar de Londres. Se sentía sola y desdichada. Concentramos todos nuestros esfuerzos en poner a punto el hotel y no le prestamos la atención que necesitaba. Solo necesitaba un poco de guía para…

– Nancy.

Andy apoyó una mano con suavidad en su nuca.

– ¡No podemos quedarnos de brazos cruzados!

– No hay otro remedio -dijo el agente, implacable-. Hemos de seguir nuestros procedimientos. Haré mi informe, y si mañana a esta hora no ha aparecido, enfocaremos el problema desde otra perspectiva.

Nan giró en redondo hacia su marido.

– Haz algo. Telefonea a Rescate de Montaña.

Julian intervino.

– Nan, Rescate de Montaña no puede iniciar una búsqueda hasta hacerse una idea…

Señaló hacia las ventanas y confió en que la mujer llenara los puntos suspensivos. Como miembro de Rescate de Montaña, había participado en docenas de casos, pero los rescatadores siempre tenían una idea de por dónde empezar la búsqueda. Como Julian y los padres de Nicola ignoraban el punto de partida de Nicola, la única posibilidad era esperar a que amaneciera, cuando la policía pudiera solicitar un helicóptero.

Debido a la hora y la falta de información, Julian sabía que la única diligencia posible que habría podido derivarse de su encuentro con Price habría sido una llamada de éste a la organización de rescate más cercana para pedir que reunieran voluntarios al amanecer, pero estaba claro que no habían logrado impresionar al agente. Si hubiera experimentado alguna preocupación, se habría puesto en contacto con sus superiores y solicitado la intervención de Rescate de Montaña. Como no lo había hecho, estaban atados de pies y manos. Rescate de Montaña solo respondía ante la policía. Y la policía, al menos de momento, y en la persona del agente Price, tampoco respondía.

Hablar con aquel hombre era perder el tiempo. Julian leyó en la expresión de Andy que había llegado a la misma conclusión.

– Gracias por venir, agente -dijo, y continuó antes de que su mujer protestara-: Le telefonearemos mañana por la noche si Nicola no ha aparecido.

– ¡Andy!

Rodeó su espalda con el brazo y ella se apretó contra su pecho. No habló hasta que el agente salió por la puerta de la cocina, subió al coche y encendió el motor y los faros delanteros. Y entonces habló a Julian, no a Nan.

– Le gusta ir de acampada al Pico Blanco, Julian. Hay planos en recepción. ¿Quieres ir a buscarlos, por favor? Cada uno querrá saber dónde está buscando el otro.

Загрузка...