9

Aquella noche volvió a echar otra ojeada al diario de Marta. Entonces ya se trataba de una pieza de baja prioridad, pero no se podía concentrar en algo que fuera más técnico. Yelén lo había leído varias veces. Según su manera de operar, al pie de la letra, sus autones habían estudiado el texto con mucho más detalle, y después Lu había confirmado su análisis. Marta sabía que la habían asesinado, pero decía una y otra vez que no tenía más pistas que la descripción de la tarde del día de la partida. Según la documentación complementaria, era muy raro que en años sucesivos repitiera los detalles, y si alguna vez lo hacía, era evidente que sus primeros recuerdos eran mucho más exactos.

Wil leía a saltos las anotaciones de la primera época. Marta había permanecido en las inmediaciones de Ciudad Korolev durante más de un año. Aunque decía lo contrario, era obvio que esperaba ser rescatada al cabo de algún múltiplo bajito de noventa días. Aunque no llegara el rescate, tenía muchas cosas que preparar: planeaba llegar andando hasta el Canadá, la mitad de la vuelta al mundo.

«… pero kilómetro a kilómetro difícilmente puede considerarse un camino hacia la supervivencia.» —había escrito— «Requerirá años, y es posible que pierda una posible observación que hagáis aquí, en Ciudad Korolev, pero estoy conforme. A lo largo del camino, dejaré letreros en las minas de Punta Oeste y en la burbuja de los Pacistas. Cuando haya atraído vuestra atención, hacedme una señal, Lelya. Provocad explosiones atómicas en el cielo durante las noches de una semana. Buscaré un terreno abierto y esperaré a los autones.»

Marta conocía el territorio que estaba cerca de Korolev. Su refugio en el tiempo real, en el ala de su castillo, era seguro, con agua y caza adecuada en sus proximidades. Era un buen lugar para acumular fuerzas para la odisea que proyectaba. Probó las armas y herramientas que conocía por sus deportes de supervivencia. Al final se decidió por una pica con hoja de diamante, un cuchillo y un arco pequeño. Dejó en reserva las otras hojas de diamante: no iba a malgastarlas en hacer puntas de flecha. Construyó un trineo con un trozo del casco de Fred. Era suficiente para hacer algunas pruebas. Efectuó algunos viajes cortos, de unos pocos kilómetros, tomando precauciones., «Querida Lelya: Si alguna vez he de irme, supongo que ha de ser ahora. El plan es ir a vela hasta nuestras minas de Punta Oeste y luego poner rumbo norte hacia la burbuja de los Pacistas, y hacia Canadá, que está detrás de ella pero mucho más lejos. Mañana partiré hacia la costa. Esta noche acabaré de empaquetar. No lo vas a creer: he preparado tanto equipo, que he tenido que hacer listas: ¡Ha llegado la edad del procesador de datos!

»Espero verte antes de que pueda escribir más. —Te quiero, Marta.» Esto estaba en la última de las tablas de corteza que dejó en el castillo. Doscientos kilómetros más lejos, por la costa sur del mar, Yelén encontró el segundo montón de piedras de Marta: tenía tres metros de alto y estaba al borde de un bosque de Jacarandas. Era uno de los mejor conservados. Había construido una cabaña que todavía estaba en pie cuando Yelén la estudió, un siglo después.

Habían pasado seis meses desde que Marta había salido del castillo de las montañas. Todavía era optimista, aunque se había propuesto alcanzar las minas antes de detenerse. Había tenido problemas, uno de ellos muy doloroso y casi mortal. Durante su estancia en la cabaña, Marta explicó sus aventuras desde que salió del castillo.

«Seguí nuestro monorraíl hasta la costa. Recordarás que yo había dicho que era un despilfarro construirlo porque íbamos a abandonarlo. Pues bien, ahora me alegro de que siguieras los consejos de Genet y no los míos. Era un paso en línea recta que cortaba el bosque hasta la costa. Evité tener que trepar por alguna roca peligrosa haciendo resbalar el trineo a lo largo de los soportes del raíl. Fue como una marcha de entrenamiento, que me hacía más falta de lo que había supuesto.

»He olvidado muchas cosas, Lelya, ahora no me queda más que un pobre cerebro lleno de recuerdos. Si hubiera sabido que iba a quedarme abandonada, habría cargado otras cosas muy diferentes (¡Pero si lo hubiera— sabido de antemano, probablemente habría renunciado a toda esta aventura! Suspiro. Debería estar contenta de no haber prescindido de mis cursos de supervivencia.) A pesar de todo, mi mente está llena de nuestros planes para la colonia, de todo aquello en lo que yo estaba pensando la noche de la partida. Sólo tengo un somero recuerdo de los mapas. Recuerdo que habíamos hecho muchos estudios de la vida salvaje, que además entroncaban con el trabajo de Mónica. Pero todo esto ha desaparecido. Cuando las plantas son como las que había en la civilización, las puedo reconocer.

»En cuanto al resto, tengo retazos de memoria que algunas veces es peor que si fueran inútiles: veamos las arañas y los bosques de Jacarandas. Éstos no se parecen en absoluto a los árboles aislados y a las escasas telas de araña que hay en Ciudad Korolev. Aquí los árboles son enormes, y el bosque no se acaba nunca. Esto era obvio desde el terreno, cuando andaba a lo largo del monorraíl. Nos habíamos abierto paso a través de aquel bosque, pero éste descollaba por ambos lados. La maleza que había crecido a lo largo del paso ya estaba cubierta por un enmarañamiento de tela de araña. Ah, si hubiera recordado entonces lo que tuve que volver a aprender después, ¡ahora estaría en las minas!

»En vez de ello, me paseaba por debajo del raíl (donde por alguna razón no hay telas de araña) y admiraba la seda gris que se extendía por las Jacarandas. Para atravesar el bosque no me atrevía a pasar por donde había tela de araña, porque entonces todavía tenía miedo a estos anima— les. Son diminutas, iguales a las de la montaña, pero si observas cuidadosamente podrás ver millares de ellas que andan por su telas. Temía que fueran como las hormigas soldado, dispuestas a ahogar a quien destrozara su seda. Por fin logré dar con un agujero en la vegetación por donde pude salir sin tocar los hilos… Lelya, éste es un mundo diferente, más silencioso y más pacífico que el más espeso bosque de secoyas. Una luz verdosa amortiguada brilla por todas partes; las telas de araña, realmente espesas, están en las orillas de los bosques (y desde luego, no encontré la explicación de esto hasta mucho más tarde.) No hay matorrales bajos, ni animales; sólo hay un olor musgoso y una niebla verdosa en el aire. (Apuesto a que estás riéndote de mí porque tú ya sabes lo que genera tal olor). De todos modos, me impresionó. Es como una catedral… o una tumba.

»La primera vez, sólo pasé una hora allí; todavía me ponían nerviosa las arañas. Además la meta de aquella etapa era alcanzar el mar. Todavía planeaba construir una balsa y navegar a vela directamente hasta Punta Oeste. Si esto no resultaba, dando pequeños saltos de cabotaje podría llegar a las minas mucho antes que andando por tierra. Por lo menos así lo creía entonces.

»Eldía que llegué al mar, había tormenta. Sabía que habíamos destrozado la costa con nuestro tsunami, pero no estaba preparada para lo que vi. La jungla había sido arrancada de cuajo hasta varios kilómetros tierra adentro. Los troncos de los árboles formaban montones de tres o cuatro de alto, todos apuntando en la dirección opuesta al mar. Recuerdo que pensé que no me iba a faltar madera para mi balsa.

»Protegí el trineo como pude y emprendí el viaje por la llanura costera. La marcha era peligrosa. Las enredaderas podridas envolvían los troncos. La corteza de los árboles se deshacía debajo de mis pies. Los troncos que habían quedado encima de los otros estaban relativamente despejados pero eran resbaladizos a causa del légamo. Me arrastré o anduve de tronco en tronco. La tempestad empeoraba sin cesar. La última vez que había estado en la playa fue cuando fui a echar de allí a Wil Brierson…» El lector sonrió. ¡Ella se acordaba de mi nombre! En alguna parte de sus aventuras en los siguientes cuarenta años lo olvidó, pero hasta aquel momento lo recordaba.

«… Inmediatamente antes de que levantáramos a los Pacistas. Entonces era un sitio tibio y con niebla. Hoy era distinto: rayos, truenos, lluvia arrastrada por el viento. Aquella tarde no había forma humana de alcanzar la orilla. Me arrastré por encima del tronco de un árbol tumbado hasta sus raíces arrancadas del suelo para dar un vistazo. Aquello era la Tierra de la Fantasía. Había tres chorros de agua. Se desplazaban hacia adelante y hacia atrás, los más alejados eran claros y translúcidos. El tercero se había desplazado tierra adentro, creo que estaba alejado un par de kilómetros. Porquería y leña salían despedidos de su extremo. Arrastrándome, me aparté del viento y escuché su fragor. Mientras no fuese a más, podría estar a salvo de los rigores del cielo.

»Todo aquello despertó en mí serias dudas sobre la bondad de mi plan de atajar el camino a través del mar. Sin duda, aquella era una tempestad excepcional, pero ¿qué pasaría en las tempestades más normales? ¿Cuál era su frecuencia? El Mar Interior es muy parecido al Mar Mediterráneo. Pensé en un fulano llamado Ulises que se pasó la mitad de su vida siendo arrojado por los vientos de uno a otro sitio de esta charca. Deseé que nos hubiésemos tomado más en serio los deportes marítimos. El que hubiésemos navegado hasta Catalina no nos hacía perder nuestra categoría de novatos, ¡si ni tan siquiera tuvimos que construir el barco! Lo de ir dando saltos de cabotaje por la costa, tampoco me parecía bien. Recordé todo el cuadro: el tsunami había asolado toda la costa meridional. No quedaban playas ni calas en aquel lado del mar, sólo había millones de toneladas de madera rota y de barro. Me vería obligada a tener que llevar conmigo toda mi comida a pesar de ir por la orilla.

»Y así estaba yo: bastante desanimada y terriblemente mojada. Mis planes se habían esfumado. Y era para reírse: tenía todo el tiempo del mundo y aquél era el problema.

»Cayó un rayo muy cerca de mí. Por el rabillo del ojo vi algo que se me precipitaba encima. Y así sucedió, cayó sobre mi hombro y se me colgó del cuello. Un instante después, algo más aterrizó sobre mi cintura, y luego otro más en una pierna. Apuesto a que pegué el grito más fuerte de toda mi vida, pero se perdió entre los truenos.

»Eran monos pescadores, Lelya. Tres de ellos. Se me agarraban como sanguijuelas; uno de ellos tenía su cara escondida en mi cintura. Pero no mordían. Me quedé rígida durante unos instantes, preparada para empezar a pegar golpes a diestro y siniestro. El que estaba sujeto a mi pierna tenía los ojos cerrados como si los tuviera cosidos. Los tres estaban temblando, y me apretaban tanto que me hacían daño. Poco a poco me relajé gradualmente, y dejé caer mi mano sobre el amiguete que estaba abrazado a mi cintura. A través de su piel, que parecía de foca, pude apreciar que su temblor se había calmado un poco.

»Eran como niños pequeños, que acudían a su madre cuando los relámpagos les asustaban. Estuvimos refugiados, al socaire de aquellas raíces, mientras pasaba lo peor de la tempestad. Durante todo aquel tiempo apenas se movieron, sus cuerpos calientes seguían pegados a mis pierna, vientre y hombro.

»El temporal amainó hasta convertirse en una lluvia regular, y la temperatura subió hasta algunos grados sobre cero. No se escaparon, se quedaron sentados, mirándome solemnemente. Pero, hasta yo me niego a creer que la naturaleza esté llena de criaturas mimosas que precisamente están esperando que llegue un humano para amarle. Empecé a tener algunas sospechas desagradables. Me levanté y trepé sobre el lado del tronco. Los tres me siguieron, corrieron un poco hacia un lado, se detuvieron y empezaron a hacerme monerías. Me acerqué a ellos y volvieron a salir corriendo y volvieron a detenerse. Ya pensaba en ellos como Juanito, Jorgito y Jaimito. Desde luego, los monos pescadores no se parecen en nada a los patos jóvenes, ya sean reales o de dibujos animados. Pero en ellos había una locura cooperativa que hacía inevitable la asociación de nombres.

»Nuestro juego intermitente del «a ver si me coges», duró hasta unos cincuenta metros, que fue cuando llegamos a un montón que se había deslizado recientemente: podía ver dónde habían rodado los troncos porque se veía la madera que no había sufrido las inclemencias del tiempo. Los tres no intentaron subirse a aquellos troncos. Me guiaron dando la vuelta alrededor de ellos hasta donde un mono mayor que ellos estaba aprisionado por dos troncos. No era difícil adivinar lo que había sucedido. Un riachuelo de buen tamaño corría por debajo de los montones de troncos. Probablemente los cuatro habían estado pescando allí. Cuando llegó la tempestad, se escondieron en la oquedad que formaban los troncos. Sin duda el viento y el aumento de la corriente del agua, hicieron caer el montón.

»Los tres acariciaban y tiraban de su compañero, pero sin muchas ganas; el cuerpo no estaba caliente. Pude ver que su pecho estaba hundido. Tal vez era su madre. O tal vez era el macho dominante: siempre el Tío Donald.

»Aquello me puso más triste de lo que hubiera sido normal, Lelya. Sabía que nuestro rescate de los Pacistas iba a producir un fallo en el ecosistema. Ya había racionalizado los hechos, ya había llorado mis lágrimas. Pero… Me preguntaba cuantos monos pescadores habían quedado en la costa sur. Estaba segura de que se habían desperdigado en pequeños grupos por toda aquella jungla muerta y ahora, esto. Nosotros cuatro nos quedamos allí durante un tiempo, consolándonos mutuamente, supongo.»


«Si había que descartar el viaje por mar, mis opciones quedaban forzadas. La jungla sigue paralela a la costa y se extiende tierra adentro hasta los dos mil metros sobre el nivel del mar. Me llevaría un siglo entero dar la vuelta al mar si tenía que arrastrarme a través de todo aquello, con todos los ríos formando ángulo recto con mi itinerario. Sólo me quedaba la opción de los bosques de Jacarandas, allá arriba, donde el aire es más frío y las arañas tejen sus telas.

»Ah, me llevé los monos conmigo. La verdad es que no quisieron que los dejara atrás. Ahora yo era su madre o el macho dominante, o lo que fuera. Aquellos tres tenían la movilidad de los pingüinos. Durante el día, se pasaban casi todo el tiempo encima del trineo. Cuando me detenía a descansar, bajaban de él y se perseguían mutuamente, intentando animarme para que participara en su juego. Al cabo de un rato Jorgito se sentaba a mi lado. Era el macho desaparejado al que dejaban de lado. Exactamente hablando, Juanita era una chica y Jaimito el otro macho. (Me costó bastante llegar a esta conclusión. El aparato sexual de los pescadores está mucho mejor escondido que el de los monos de nuestro tiempo.) Todo era muy platónico, pero en algunas ocasiones Jorgito necesitaba otro amigo.

»Parece que te estoy viendo, Lelya, moviendo la cabeza y murmurando algo sobre la debilidad sentimental. Pero recuerda lo que ya te he dicho muchas veces: si puedo sobrevivir y seguir siendo una sentimental, la vida será mucho más divertida. Además, tenía mis propias razones egoístas, sopesadas fríamente, para cargar con mis amiguitos hasta el bosque de Jacarandas. Los pescadores no son enteramente animales marinos. El hecho de que puedan pescar en los ríos lo demuestra. Aquellos tres comían bayas y raíces. Las plantas no han cambiado tanto como los animales en estos cincuenta megaaños, pero algunos de sus cambios pueden ser inconvenientes. Por ejemplo, Jorgito y compañía no quisieron probar el agua que saqué de una palmera de viajero: aquella agua hizo que me sintiera enferma.» A partir de allí el diario tenía varias páginas de dibujos, mejorados por los autones de Yelén para lograr los colores originales de las tintas. No estaban dibujados con tanto arte como los que Wil había visto en el diario de años después, cuando Marta tenía ya más práctica, pero eran mejores que cualquier cosa que pudiera dibujar él. Ella había puesto breves anotaciones al lado de cada dibujo:

«Jorgito no los quiere ni tocar cuando están verdes, pero después son buenos…» o «Parece que sea trillium: hace ampollas como la hiedra venenosa.» Wil examinó cuidadosamente las primeras hojas, pero luego saltó hacia adelante, allí donde Marta entraba en el bosque de Jacarandas.

«Al principio estaba algo asustada, y les he contagiado mi miedo a los pescadores, que andan melancólicos al lado del trineo sollozando. Me parece que el paso a través del bosque de jacarandos es demasiado fácil. El ambiente es húmedo y lluvioso, pero no tan molesto como el de un bosque cuando llueve. La niebla, que ya había visto antes, siempre se halla presente. El olor musgoso, asfixiante, está allí, pero después de unos pocos minutos ya no lo percibes. La luz que atraviesa la cubierta del bosque es verdosa y sin sombras. De vez en cuando, caen desde lo alto unas hojas o unas ramitas. No hay animales; excepto en las orillas del bosque, las arañas se quedan en la fronda de cobertura. No hay otros árboles que las Jacarandas y no aparece la hiedra. El suelo está cubierto de una alfombra húmeda. En los centímetros superiores se advierten trozos de hojas y tal vez algunas pocas arañas. Al andar por él se levanta una sustancia más espesa de la que hay en el ambiente. Cuando te adentras unos mil metros en el bosque, los únicos sonidos que puedes oír, son los que tú haces. Es un sitio hermoso y da gusto andar por él.

»Pero, Lelya, ¿sabes por qué estaba nerviosa? Sólo unos metros más abajo de la pendiente está la jungla, que es una espesura enorme; allí la vida se ha desbordado hasta extremos de locura. Ha de haber algo que provoque un miedo terrible y mantenga alejados del bosque de Jacarandas a las plantas competitivas y a las plagas de animales. Todavía sufro visiones en las que ejércitos de arañas descienden por los troncos de los árboles para chupar los jugos de los intrusos.

«Durante los primeros días iba con mucho cuidado. Andaba muy cerca del extremo norte del bosque, lo bastante cerca para poder oír los sonidos de la jungla.

»Tardé poco en darme cuenta de que la frontera entre la jungla y el bosque de Jacarandas era una zona de guerra. Cuando te aproximas a la frontera, el suelo del bosque está roto por los árboles ordinarios muertos. La madera muerta que está algo alejada aparece como una masa informe casi irreconocible; más cerca de la separación puedes ver árboles enteros, algunos todavía en pie. Lo que habían sido sus partes verdes están ahogadas en antiguas telas de araña. Capas sobre capas de hongos cubren la madera. Son de bonitos colores pastel… y los pescadores nunca los tocarían.

»Si andas algo más lejos, ya saldrás de debajo de las Jacarandas. Allí la jungla está viva y en perpetua lucha para seguir viviendo. Allí las telas de araña son muy tupidas, forman una espesa capa sobre las partes altas de los árboles. Aquellas telas son seda kudzu, Lelya. La batalla crítica en esta guerra está entre la parte alta de la jungla, que trata de crecer más allá de la maleza; y las arañas, que todavía intentan cubrirla con más seda. Ya sabes lo aprisa que crece todo en un bosque cuando llueve; las mismas plantas aparecen de pronto y crecen doce centímetros en veinticuatro horas. Las arañas han de tener una actividad febril para ir por delante. Después de los primeros días, trepé hasta la fronda de cobertura por encima del bosque de Jacarandas y observé: en un día ajetreado, la parte superior de la tela de kudzu casi parecía que hacía espuma de tanta seda como estaban echando los bichitos.

»En los lugares donde todavía viven los árboles de la jungla, se advierte la presencia de animales. Las telas que van de árbol a árbol están negras a causa de la gran cantidad de insectos que han atrapado. Para los animales mayores, la seda no es una barrera. He podido ver serpientes, lagartos y predadores felinos en la zona de unos treinta metros de ancho que está a la sombra del kudzu de las arañas, pero nunca construyen sus madrigueras allí. Andan huyendo, o persiguiéndose, o están muy enfermos. No hay monstruos que les ahuyenten, pero no les gusta quedarse allí. Entonces ya tenía algunas teorías, pero tardé una semana en confirmarlas.

»Una o dos veces cada día, íbamos hasta el límite de la jungla. Allí podía cazar fácilmente y comíamos las bayas que tanto les gustaban a los pescadores. Por la noche nos internábamos unos centenares de metros entre las Jacarandas para dormir, que era mucho más de lo que los animales se atrevían a penetrar. Mientras estábamos bastante adentrados en el bosque, llevábamos muy buena marcha.

Los troncos viejos de las Jacarandas se enmohecen y desaparecen rápidamente, y el mantillo que está por todas partes allana casi todas las irregularidades del suelo. Los únicos obstáculos eran las muchas corrientes de agua que se cruzaban en nuestro camino. En el interior de la jungla, La maleza que se criaba al lado de estos cursos de agua los había convertido en prácticamente infranqueables. En cambio, allí el mantillo llegaba hasta la misma orilla del agua. Incluso el agua era clara, a pesar de que allí donde el cauce se ensanchaba y el agua se remansaba, había una espuma verdosa sobre la superficie. También había peces.

»Generalmente, no me importa beber en una corriente de agua, incluso en los trópicos. Cualquier parásito de la sangre o de las tripas es sólo un manjar sabroso para mis panfagos. Pero allí iba con más cuidado. La primera vez que llegamos hasta un arroyo, retrocedí y contemplé a mi comité de expertos. Empezaron a husmear por allí, tomaron uno o dos sorbos y se lanzaron al agua. Pocos segundos después ya habían comido. A partir de entonces ya no tuve reparo en cruzar las corrientes, haciendo flotar el trineo delante de mí.

»Pero al quinto día, Juanita empezó a arrastrarse por el suelo. Ya no quería salir del trineo para jugar. Jorgito y Jaimito la acariciaban y cortejaban, pero ella no se dejaba engatusar. A la tarde siguiente también ellos estaban exhaustos. Estornudaban y tosían. Era lo que yo temía. Pasemos a lo importante.

»Encontré un sitio para acampar al lado de la jungla, cerca de la divisoria. Comparado con la comodidad que habíamos disfrutado bajo las Jacarandas, era un infierno, pero era un lugar donde podíamos defendernos, y estaba al lado de un estanque. Mis tres amigos estaban ya tan débiles que tenía que pescar y buscar frutos para ellos.

»Los cuidé durante una semana, tratando de calcular las posibilidades, imaginando lo que en otro tiempo habría podido recordar en un instante. Era la niebla verduzca, estaba segura. Aquello caía sin cesar desde lo alto de las Jacarandas. También caían otras cosas, pero casi todas eran fáciles de identificar: hojas, trozos de araña, cosas que podían ser partes de orugas. Hice un cálculo aproximado de la biomasa de las arañas: en algunos lugares, las copas de las Jacarandas se doblaban debido a su peso. La niebla verde… era los excrementos de las arañas. Esto por sí mismo no era demasiado importante. Lo que ocurría era que si vivías en el bosque tenías que respirar mucha cantidad de aquella sustancia. Cualquier cosa que fuera tan fina podía fácilmente causar problemas de salud. Ahora quedaba bien claro que las arañas habían dado un paso más. Había algo en aquella niebla que era francamente venenoso. ¿Micotoxinas? La palabra me viene sola a la mente, pero, maldita, sea, no puedo recordar todo lo relacionado con ella. Ha de tratarse de algo más que de un irritante. Aparentemente nada ha producido una defensa para aquello. A pesar de todo no era de acción super-rápida. Los pescadores habían resistido varios días. La pregunta importante era: ¿Con qué rapidez podía atacar a un animal mayor (como por ejemplo a ésta su segura y afectísima servidora)? Y otra: para sanar, ¿bastaba con salir del bosque?

»Obtuve la respuesta a la segunda pregunta al cabo de un par de días. Los tres se repusieron. De vez en cuando, pescaban y alborotaban con tanto entusiasmo como antes. Y yo tenía que tomar la decisión que había pospuesto tantas veces, para lo que ahora disponía de más información: ¿debía continuar mi fácil marcha atravesando el bosque de Jacarandas para ir lo más rápido y más lejos posible?, ¿o debía abrirme paso cruzando un millar de kilómetros de jungla? Como mis conejitos de Indias estaban como nuevos, decidí continuar por la ruta del bosque de Jacarandas hasta que se declararan los síntomas.

»Aquello significaba dejar a Jorgito, Juanita y Jaimito. Me consolaba saber que los dejaba en mejores condiciones de las que estaban cuando los había encontrado. Aquel estanque estaba lleno de peces, tan buenos como los mejores que teníamos antes en la civilización. Los monos pescadores se metían rápidamente en el agua a la primera señal de depredadores de tierra. La única amenaza que había en al agua era la que procedía de algo grande y parecido a un cocodrilo que no parecía ser demasiado rápido. No era precisamente como la jungla que habían conocido antes al lado del mar, pero yo me quedaría el tiempo que hiciera falta para construirles un refugio.

»Me olvidaba de que mi aprendizaje de supervivencia procedía de una era diferente. En aquella ocasión, el ser sentimental era peligroso, podía ser mortal.

»La mañana del séptimo día, me di cuenta de que algo grande había muerto por allí cerca. El aire húmedo siempre estaba cargado con los aromas de la vida y de w muerte pero en aquella ocasión llevaba un fuerte hedor a putrefacción. Juanita y Jaimito no hicieron caso de él porque se perseguían mutuamente por la orilla del estanque. A Jorgito no se le veía por allí. Generalmente, cuando los otros le dejaban segregado, venía junto a mí, pero otras veces se marchaba enfadado. Le llamé. No hubo respuesta. Le había visto una hora antes, por tanto no podía ser su fallecimiento lo que anunciaba la brisa.

»Empezaba a preocuparme cuando Jorgito salió corriendo de los matorrales, saltando lleno de gozo. Sostenía entre sus manos una gran abeja negra.»

Un dibujo cubría el resto de la página. La criatura parecía ser un bicho con aguijón, pero según la documentación complementaria, medía más de diez centímetros de largo. Su enorme abdomen ocupaba la mayor parte de esta longitud. La cola era gruesa y negra, provista de una red de profundas ranuras.

«Jorgito se acercó corriendo hasta Juanita, empujando a un lado a Jaimito. Por una vez, tenía una ofrenda que le podía hacer ganar sus favores. Y Juanita estaba impresionada. Pinchó con su dedo aquella bola blindada, y saltó hacia atrás con sorpresa cuando el bicho emitió un silbido: tchuiiit. En cuestión de segundos, estaban haciéndolo rodar arriba y abajo, entre los dos, maravillados por los ruidos de tetera y las acres proyecciones de vapor que salían de aquella cosa.

»Yo también sentía curiosidad. Cuando me dirigía hacia ellos, Jorgito agarró la abeja para sostenerla delante de mí. De pronto, soltó un chillido y me arrojó aquel bicho. Cayó sobre el empeine de mi pie derecho… y explotó.

»No sabía que podía haber un dolor tan fuerte como aquél, Lelya. Y lo que era peor, no podía hacerlo cesar. No creo que perdiera la conciencia, pero durante unos momentos, el mundo que había además de aquel dolor, parecía no existir. Finalmente, me recuperé lo suficiente para poder notar que algo húmedo manaba de la herida. Los huesecillos de mi pie estaban destrozados. Trozos de la cola del bicho habían cortado profundamente mi pie y mi pantorrilla. Jorgito también sangraba, pero su herida era sólo un arañazo comparada con la mía.

»Les llamé abejas-granada. Ahora sé que comen carroña y que tienen un escudo digno de un armadillo del siglo veintiuno. Cuando luchan, su metabolismo les convierte en una enfadada olla a presión. No quieren morir: avisan con mucha anticipación. Ninguna criatura de esta región intentaría molestarles en lo más mínimo. Pero si se les provoca hasta el punto límite, su muerte es una explosión que puede matar inmediatamente a cualquier atacante pequeño y provocar la muerte lenta de casi todos los grandes.

»No recuerdo gran cosa de los siguientes días, Lelya. Tuve que hacerme todavía un daño mayor para intentar colocar bien los huesos de mi pie. Cuando tuve que sacarme los trozos de aguijón me dolió casi igual. Olían a podrido, a causa de los cadáveres en que había penetrado la abeja. Sólo Dios puede saber de cuántas infecciones me salvaron mis panfagos.

Los monos pescadores intentaron ayudarme. Me trajeron bayas y pescados. Mejoré. Ya podía arrastrarme, y hasta andar con una improvisada muleta, aunque me dolía como si mil demonios me atormentaran.

»Había otras criaturas que sabían que estaba herida. Algunas «cosas» metieron sus narices en mi refugio, pero los pescadores las ahuyentaron. Una mañana me desperté a causa de los fuertes chillidos de los monos pescadores. Algo grande pasó por mi lado y el grito del mono fue interrumpido por un horrible crujido.

«Aquella tarde, Juanita y Jaimito volvieron, pero ya no volví a ver más a Jorgito.

»La jungla no tolera a los convalecientes. Si no podía regresar al bosque de Jacarandas, moriría muy pronto. Y si los pescadores que quedaban eran tan fieles como Jorgito, también morirían. Por la tarde coloqué las bayas y el pescado más fresco en el trineo. Metro a metro lo remolqué hasta el bosque de Jacarandas. Juanita y Jaimito me siguieron durante parte del camino. Hasta su paso vacilante de pingüino bastaba para que no se quedaran atrás. Pero entonces ya temían al bosque, o tal vez no estaban tan locos como Jorgito, porque al final se quedaron rezagados. Todavía recuerdo que me llamaban cada vez desde más atrás.»

Aquella fue, durante muchos años, la vez que más cerca de la muerte se encontró Marta. Si no hubiera habido buena pesca en el primer curso de agua que encontró, o si el bosque de Jacarandas no hubiera sido tan benigno como ella se imaginaba, no hubiera sobrevivido.

Pasaron las semanas y luego un mes. Su destrozado pie sanó lentamente. Pasó casi un año al lado de aquella corriente de agua que estaba a la entrada del bosque, regresando a la jungla de vez en cuando a buscar frutos frescos, a vigilar a los monos pescadores, o para poder escuchar sonidos distintos de los que ella misma podía producir. Llegó a ser su segundo campamento importante, el que tenía la cabaña y el montón de piedras. Tuvo tiempo sobrado para poner al día su diario y para explorar el bosque. No era igual en todas partes. Había zonas en las que había Jacarandas más viejas que se morían. Las arañas colgaban sus telas de estos árboles, convirtiendo el color de la luz en azul y rojo. Muchas de sus descripciones del bosque, a Wil le recordaban a unas inacabables catacumbas, pero en realidad era una catedral, con los cristales teñidos por las telas de araña. Marta no lograba acordarse de cuál era el objeto del despliegue de aquellas telas. Se quedó varios días debajo de una de aquellas telas intentando llegar hasta el fondo de aquel misterio. Era algo sexual, suponía: ¿Pero lo era para las arañas… o para los árboles? Durante un momento embrujado, Wil se sintió impelido a buscar la respuesta, en su honor, puesto que ella más que nadie había merecido conocerla. Después movió la cabeza y deliberadamente ojeó los datos de sus propios archivos.

Marta había descubierto la mayor parte del ciclo vital de las arañas. Había visto las enormes cantidades de vida de insectos que quedaban atrapadas en las barreras perimetrales, y había hecho una estimación de las toneladas que eran capturadas en la fronda de cobertura. Había observado también la frecuencia con que las hojas caídas estaban fragmentadas, y supuso correctamente que las arañas mantenían granjas de orugas, parecidas a lo que hacen las hormigas con los afidos. Hizo lo que cualquier naturalista que no tuviera aparatos pudiera haber hecho.

«Pero el bosque nunca me hizo enfermar, Lelya. Es un misterio. ¿En cincuenta millones de años, la carrera de armas de la Evolución ha ido a parar tan lejos que he quedado fuera del alcance de la toxina de los excrementos de las arañas? No puedo creerlo, ya que parece ser que la toxina actúa sobre todo lo que se mueve. Lo más verosímil es que haya algo en mis sistemas médicos, los panfagos, o lo que sea que me proteja.» Wil alzó la vista de la transcripción. Había mucho más escrito, desde luego, casi tres millones de palabras más.

Se puso de pie, se acercó a la ventana y apagó las luces. Calle abajo, la casa de los Dasguptas todavía estaba a oscuras. La noche era clara, las estrellas eran como un polvillo oscuro en el cielo que hacía destacar la silueta de las copas de los árboles. Aquel día le parecía horrorosamente largo. Tal vez era por el viaje a Calaña y haber pasado por dos atardeceres en el mismo día. Pero era más fácil que fuera por el diario. Sabía que iba a seguir leyéndolo. Sabía que iba a concederle más atención de la que justificaba la investigación. ¡Maldita sea!

Загрузка...