VI

Jeremy Pearson se sentía a punto de caer enfermo. Se había sentido bien mientras lo preparaban para la operación, pero ahora que estaba en la mesa de operaciones con la gente reunida a su alrededor, las máquinas pitando y zumbando, y esa enorme luz circular colgada sobre él, empezaba a sentir náuseas y se le iba la cabeza. Se debería haber decidido por una anestesia general y no local, pensó para sí mismo cuando vio aproximarse al doctor Panesar, el cirujano. «Ya estoy pagando bastante por la operación tal cual, una anestesia general habría costado mucho más…»

– De acuerdo, señor Pearson -dijo Panesar a través de la mascarilla verde-, ¿cómo se encuentra?

– No demasiado bien -murmuró Pearson, demasiado asustado para moverse. Tenía el cuerpo tenso bajo la sábana y la toalla que lo cubría.

– Esto no nos va a llevar demasiado tiempo -explicó el doctor Panesar, ignorando los nervios de su paciente-. La suya será la cuarta vasectomía que practico hoy y ninguna de ellas ha durado más de media hora. Lo sacaremos de aquí antes de que se dé cuenta.

Pearson no contestó. Se estaba mareando. Quizás era por el calor del quirófano o sólo era el pensar en lo que estaba a punto de ocurrirle lo que le hacía sentir de esa manera. ¿Era normal? ¿Estaba teniendo una reacción al anestésico que habían utilizado para amortiguar la sensibilidad de sus huevos?

– No me siento… -intentó decirle a la enfermera que tenía al lado, cogiéndola del brazo. Ella lo miró y, viendo que se estaba moviendo, le puso una máscara de oxígeno sobre la cara.

– Todo irá bien -le animó-. Tome un poco de aire e intente pensar en otra cosa.

Pearson intentó responder pero sus palabras se perdieron bajo la máscara. ¿Cómo puedo pensar en otra cosa cuando alguien está a punto de cortarme los huevos?

– ¿Es usted aficionado al críquet? -preguntó un enfermero mayor al otro lado. Pearson asintió-. ¿Ha visto hoy el reportaje? No lo hemos hecho mal del todo.

El oxígeno estaba empezando a aliviarle las náuseas. Eso estaba mejor. Ahora empezaba a sentirse más relajado…

– De acuerdo, señor Pearson -dijo alegremente el doctor Panesar, levantando la vista de la zona a operar-. Ya estamos listos para empezar. En la consulta ya le expliqué lo que voy a hacer, ¿no? Se trata de un procedimiento muy pequeño. Sólo voy a hacer dos incisiones, una a cada lado de su escroto, ¿de acuerdo?

Pearson asintió. «No quiero saber lo que vas a hacer -pensó-, sólo hazlo de una maldita vez».

– ¿Se siente un poco mejor? -preguntó la enfermera, acariciando con amabilidad el dorso de su mano.

Volvió a asentir y ella le quitó la máscara de oxígeno. Ahora podía sentir cómo trabajaba el cirujano. Aunque sus genitales estaban anestesiados, podía seguir sintiendo movimientos alrededor de sus piernas y de vez en cuando alguien rozaba las yemas de sus dedos, que sobresalían de la mesa de operaciones. Más náuseas. Empezaba a sentirse mal de nuevo. «Jesús, piensa en algo para alejar la mente de todo esto», se gritaba a sí mismo en silencio. Intentó llenar la cabeza con imágenes y pensamientos: los niños, su esposa Emily, las vacaciones que habían reservado para dentro de unas semanas, el coche nuevo que había recogido la semana pasada… cualquier cosa. Mientras más lo intentaba, menos podía olvidar el hecho de que alguien estaba cortando su escroto con un escalpelo.

«¿Así es como me tengo que sentir? -pensó Pearson-. Tengo frío. No me encuentro bien. ¿Tiene que ser así o algo va mal?»

– No me encuentro bien… -murmuró.

La enfermera lo miró y le colocó de nuevo la máscara de oxígeno sobre la cara. El movimiento repentino hizo que el doctor Panesar levantase la mirada.

– ¿Todo bien por ahí? -preguntó con una voz artificialmente alegre y animada-. ¿Se encuentra usted bien, señor Pearson?

– Está bien -contestó la enfermera, su voz también despreocupada y artificial-, un poco mareado, eso es todo.

– Nada de qué preocuparse -comentó el cirujano al dar un paso alrededor de la mesa y mirar su paciente a la cara. Los ojos de Pearson, muy abiertos y asustados, danzaban alrededor de la sala, bizqueando bajo la luz intensa que caía sobre su cuerpo tendido. El doctor Panesar se quedó parado, mirándolo fijamente.

– ¿Doctor Panesar? -preguntó la enfermera.

Nada.

– ¿Está todo en orden, doctor Panesar?

Panesar se tambaleó hacia atrás, hasta el otro extremo de la mesa, los ojos aún fijos en el rostro de Pearson.

– ¿Se encuentra bien, doctor Panesar? -preguntó su asistente. No hubo respuesta-. ¿Doctor Panesar -preguntó de nuevo-, se encuentra bien?

Panesar se volvió a mirar a su colega y aferró con más fuerza el escalpelo. Volviéndose a inclinar dio un tajo de través a los genitales expuestos de Pearson, cortándole los testículos y el paquete escrotal. La sangre empezó a manar de las venas y arterias seccionadas, salpicando toda la mesa de operaciones.

– ¿Qué demonios está haciendo? -preguntó el asistente. Empujó a un lado a Panesar e intentó agarrarle la mano y quitarle el escalpelo. Delirando de pánico, Panesar se giró y cortó al hombre con la hoja en una línea diagonal desde el hombro derecho.

El pánico se adueñó del quirófano. El equipo se alejaba a medida que el cirujano se les acercaba. Pearson estaba tendido, indefenso en la mesa de operaciones, girando la cabeza desesperadamente de un lado al otro, intentando ver lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Cubierto de sangre y blandiendo aún el escalpelo, Panesar huyó del quirófano. Pearson vio que corría. ¿Qué demonios estaba pasando? Joder, de repente se sintió raro. Se sentía frío y tembloroso, pero sus piernas estaban calientes. ¿Y por qué estaba todo el mundo tan asustado? ¿Por qué todos esos movimientos súbitos? ¿Por qué se han ido las enfermeras al otro extremo de la mesa y de dónde sale toda esa sangre?

Aún anestesiado, ajeno e ignorante del caos que se estaba extendiendo rápidamente por el hospital privado y del hecho que se estaba desangrando con rapidez, Pearson miró hacia la luz e intentó pensar en algo que no juera el hecho de que su cirujano acababa de desaparecer en medio de su vasectomía.


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