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Hemos estado en marcha durante lo que parecen horas, pero sé que ha sido mucho menos. Paramos cinco veces más (quizás han sido seis) para recoger más gente, pero hace bastante rato que nos detuvimos por última vez. Creo que ahora somos veintiocho. Es un alivio estar con tanta gente como yo, pero el espacio es limitado y el lugar es jodidamente incómodo y caluroso. Supongo que el camión ya está lleno, pero ¿adónde demonios nos llevan? Mi hogar, mi familia y todo lo demás parecen a millones de kilómetros. Sé que la distancia con Ellis está aumentando con cada minuto que paso atrapado en este maldito camión.

La cubierta de lona bloquea la mayor parte de la luz, de manera que no se ve mucho dentro. He conseguido abrirme paso hasta una lateral del vehículo y alguien cerca de mí ha sido capaz de levantar un pequeño trozo de lona. No puedo ver gran cosa por el hueco, solo el arcén, que pasa con rapidez. No hemos aminorado para tomar ninguna curva durante un buen rato. Debemos estar en una carretera principal y debe estar prácticamente vacía. Estoy casi ciego y no puedo oír nada por encima del ruido del motor del camión y el retumbar de las ruedas sobre el asfalto. El mundo parece extraño y desolado, y la desorientación lo vuelve todo cien veces peor.

Los pocos rostros que puedo distinguir cerca de mí parecen abatidos, vacíos e inexpresivos. Nadie comprende lo que nos está ocurriendo o por qué. La gente está demasiado asustada y confundida para hablar, de manera que permanece callada. No hay ninguna conversación, apenas unas palabras susurradas. Me gustaría que hubiera alguna distracción. Con nada que ocupar mi mente lo único que puedo hacer es recordar a Ellis y pensar en lo que me puede estar esperando al final del viaje. ¿Adónde nos llevan y qué va a pasar con nosotros cuando lleguemos? Alguien cerca del otro extremo hace un intento de abrir la cubierta trasera del camión. Durante unos pocos segundos la huida parece posible, hasta que descubrimos que la lona está asegurada desde fuera. Estamos atrapados.

Hay una chica sentada a mi lado que está cada vez más agitada. Conscientemente he intentado no mirar a nadie en la semioscuridad pero he visto lo suficiente para saber que es joven y guapa, aunque su rostro parezca cansado, sucio y cubierto de lágrimas. Creo que está a finales de la adolescencia, o quizás sea un poco mayor. Está apoyada en mí y puedo sentir cómo le tiembla el cuerpo. Ha estado sollozando durante un rato. Dios santo, si yo estoy asustado, ¿cómo demonios debe sentirse ella? Levanta la vista hacia mí y por primera vez nos miramos a los ojos.

– Me encuentro mal -gimotea-. Creo que voy a vomitar.

No llevo nada bien los vómitos. «Por favor, no vomites», pienso para mí mismo.

– Respira hondo -sugiero-. Seguramente sólo son los nervios. Intenta respirar hondo.

– No son los nervios -responde-, me estoy mareando.

Estupendo. Sin pensarlo la cojo por un brazo y empiezo a masajearle la espalda con la otra mano. Es más un consuelo para mí que para ella.

– ¿Cómo te llamas? -pregunto, intentando distraerla para que no piense en lo mal que se encuentra.

– Karin -contesta.

Y ahora no sé qué más decir. ¿De qué puedo hablar con ella? Si ella es como yo ya se debe haber dado cuenta que se ha convertido en una asesina sin hogar, familia ni amigos. No tiene sentido intentar hablar de menudencias. Maldito idiota, desearía no haber dicho nada.

– ¿Crees que vamos a estar aquí mucho tiempo más? -pregunta con la respiración muy superficial.

– Ni idea -contesto sincero.

– ¿Adónde nos llevan?

– No lo sé. Mira, lo mejor que puedes hacer es no pensar en ello. Encuentra cualquier otra cosa en la que pensar y…

Es demasiado tarde, empieza a boquear. Aprieta mi mando cuando empiezan las convulsiones. Intento girarla para que pueda vomitar a través del pequeño hueco en la lona pero no hay suficiente espacio ni tiempo. Devuelve, salpicando el interior del camión, mis botas y mis pantalones de vómito.

– Lo siento -gime cuando me golpea el olor. Ahora el que trata de controlar su estómago soy yo. Noto el sabor de la bilis en la garganta y oigo que la gente a mi alrededor tiene arcadas y gruñe.

– No importa -murmuro.

El interior del camión, que ya estaba caliente y húmedo por la gran cantidad de personas atrapadas en su interior, ahora apesta. Es imposible huir del olor pero tengo que intentarlo o dentro de poco haré mi aporte. Me levanto, sosteniéndome en el lateral del camión para equilibrarme y, ahora que estoy de pie, me doy cuenta de un pequeño roto en la lona a la altura de mis ojos. Lo examino y veo que se trata de un zurcido que ha empezado a soltarse. Meto los dedos por el hueco e intento pasar la mano. Al separar los dedos el cosido que mantiene unido el material empieza a deshilacharse y deshacerse. Finalmente el camión se llena de la bienvenida luz del día y del muy necesario aire fresco y frío. Sin importarme las consecuencias, meto las dos manos en el roto y tiro con fuerza en ambas direcciones. El hueco aumenta de tamaño hasta medio metro y oigo el alivio de la gente a mi alrededor.

– ¿Puedes ver dónde estamos? -pregunta una voz al otro lado del camión. Todo lo que puedo ver son árboles al lado de la carretera por la que circulamos con rapidez.

– No tengo ni idea -respondo-. No puedo ver gran cosa.

– Puedes ver más que yo -me corta la voz-, sigue mirando.

Fuerzo mi cabeza por el agujero e intento mirar hacia el frente del camión. Estamos en una autopista, creo. La carretera larga y sin distintivos se curva hacia la izquierda y, por primera vez, veo que no estamos viajando solos. Tenemos otro camión delante. Espera, más de uno. Es difícil estar seguro, pero creo que puedo ver al menos otros cinco vehículos por delante del nuestro, todos ellos camiones de un tamaño similar, que mantienen entre ellos la misma distancia. Intentando no resbalar en el gran charco que hay a mis pies me giro para ver qué llevamos detrás. Cuento otros tantos camiones que nos siguen, probablemente más.

– ¿Y bien? -pregunta la voz cuando vuelvo a entrar la cabeza.

– No puedo ver dónde estamos -contesto lo suficientemente alto para que todos me puedan oír-, pero no estamos solos.

– ¿Qué?

– Hay un montón de camiones como éste -les explico-, al menos diez.

– ¿Adónde nos llevan? -pregunta otra voz asustada, sin que espere realmente una respuesta-. ¿Qué van a hacer con nosotros?

– No lo sé -oigo que contesta Patrick en su familiar tono resignado-, pero puedes apostar a que será jodidamente desagradable, sea lo que sea.

Vuelvo a sacar la cabeza por el lateral del camión para huir del hedor a vómito y de la nerviosa y asustada conversación que los comentarios, acertados pero insensibles, de Patrick acaba de desatar.


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