CAPÍTULO XV

Cuando el amanecer inundó el ondulado paisaje de Britania, sus habitantes lanzaron un contraataque desesperado para retomar el control del vado. Fue un esfuerzo inútil puesto que los mismos barcos que se habían utilizado para trasladar a los heridos de vuelta a la orilla oriental del río habían regresado cargados con ballestas del convoy de proyectiles del ejército. Mucho antes de que despuntara el día, se habían montado muchas de estas armas en los terraplenes del lado oeste de las fortificaciones britanas y se habían cubierto todos los accesos.

Cuando los desafortunados britanos se alzaron de entre la bruma que envolvía el terreno bajo situado detrás del fuerte y aullaron su grito de guerra, muchos fueron aniquilados antes de que tuvieran oportunidad de volver a tomar aire. Se lanzaron a la carga con un insensato coraje, animados por el estruendo de sus cuernos de guerra y por el ejemplo de sus portaestandartes, que iban en cabeza bajo sus henchidas serpientes. Los romanos habían cerrado firmemente las puertas y formaron un sólido muro de escudos a lo largo de toda la longitud del terraplén. Disciplinados y decididos, los legionarios no cedieron ni un palmo de terreno y la oleada de britanos se hizo trizas contra las defensas.

A Cato lo estaban ayudando a subir a bordo de una de las embarcaciones de fondo plano de los zapadores cuando el sonido de los cuernos de guerra britanos se abrió paso en el aire del amanecer, un tanto apagado y distante, como si perteneciera a otro mundo. El rumor de la batalla descendió por la vítrea superficie gris del río, pero hubo muy pocos sentimientos de entusiasmo entre los que iban en el barco. Por un momento Cato se irguió y aguzó el oído para escuchar. Entonces bajó la mirada y vio la fatiga y el dolor grabados en los rostros de los hombres que había a su alrededor, demasiado cansados para prestar atención al desesperado combate que tenía lugar, y Cato se dio cuenta de que ya no era asunto suyo. Había cumplido con su deber, había sentido el fuego de la batalla corriendo por sus venas y había compartido la exultación de la victoria. Ahora, más que otra cosa, necesitaba descansar.

Mientras los zapadores llevaban la embarcación por el agua a un ritmo constante los demás cabeceaban adormilados, pero Cato se concentró en la actividad que había a su alrededor para distraerse y no pensar en el dolor de sus quemaduras. La pequeña chalana pasó a poca distancia de uno de los barcos de guerra y Cato levantó la mirada para encontrarse con un infante de marina con la cabeza descubierta que se apoyaba en uno de los lados con un pequeño odre de vino en sus manos. El hombre tenía el rostro y los brazos ennegrecidos debido al hollín de los proyectiles incendiarios que habían hecho llover sobre los britanos el día anterior. Alzó la cabeza al oír el sonido de los remos de los zapadores al chapotear en la tranquila superficie del río y se llevó un dedo a la frente a modo de informal saludo.

Cato respondió con un movimiento de la cabeza. -¿Una tarea peligrosa? -Tú lo has dicho, optio.

Cato miró fijamente el odre y se relamió de forma instintiva al pensar en su contenido. El infante de marina se rió.

– ¡Toma! Pareces necesitarlo más que yo, optio. Cato, que de tan exhausto estaba torpe, trató de atrapar el odre que le habían arrojado. En su interior, el contenido se agitó con fuerza.

– ¡Gracias! -¡Típico de la maldita infantería de marina! -refunfuñó uno de los zapadores-. Esos asquerosos no tienen nada mejor que hacer que beber todo el día.

– Mientras que la gente como nosotros hace todo el puñetero trabajo -se quejó su compañero, que llevaba el otro remo.

– ¡Ese es tu problema, amigo! -le gritó el infante de marina-. ¡Y vigilad lo que hacéis con esos remos o vais a enredar la cadena del ancla!

– ¡Vete a la mierda! -replicó agriamente uno de los zapadores, pero al mismo tiempo aumentó sus esfuerzos con el remo para conducir la embarcación lejos de la proa del barco de guerra.

El marinero soltó una carcajada y levantó una mano con la que parodió un saludo. Cato destapó el odre y tomó un buen trago de vino. Estuvo a punto de atragantarse cuando un repentino zumbido seguido de un chasquido rompió la calma. Una catapulta que había en la cubierta del barco acababa de lanzar a las alturas un receptáculo lleno de pedernal hacia una pequeña fuerza de carros de guerra situada más abajo de las fortificaciones siguiendo el río. Como tenía curiosidad por la precisión del arma, Cato observó mientras el proyectil describía un arco en el aire en la dirección aproximada de las formas espectrales del distante enemigo. Todas las miradas debían de estar fijas en la lucha por las fortificaciones puesto que no hubo ninguna señal de reacción ante aquel punto negro que se les venía encima. El receptáculo desapareció entre las formas apenas visibles de hombres, caballos y vehículos. Momentos después, desde el otro lado del agua llegó un apagado estrépito seguido de gritos de sorpresa y dolor. Cato podía imaginarse perfectamente el devastador impacto del proyectil y las heridas infligidas por el pedernal al salir despedido en todas direcciones. Al cabo de unos instantes los britanos se habían esfumado y sólo los muertos y heridos permanecían allí donde habían estado los carros de guerra britanos.

Mientras el casco del barco de guerra desaparecía bajo la luz lechosa, Cato se dejó caer de nuevo contra el duro lateral de la embarcación y cerró los ojos a pesar del martirio de las quemaduras. Todo lo que importaba entonces era aprovechar un momento de reposo. Ayudado por el vino, en cuanto cerró sus doloridos ojos y se abandonó al cálido confort del descanso, el joven optio cayó en un sueño profundo. Tan profundo era que apenas murmuró cuando lo sacaron de la embarcación y lo trasladaron a uno de los carros del hospital de la segunda legión para empezar con el traqueteo del viaje de vuelta al campamento. Tan sólo se despertó un momento cuando el cirujano de la legión lo desnudó y le palpó las quemaduras para evaluar los estragos. Se ordenó una nueva aplicación de ungüento y entonces Cato, al que habían inscrito en la lista de heridos que podían andar, fue llevado de vuelta a la línea de tiendas de la sexta centuria donde lo depositaron con cuidado sobre su basto saco de dormir.

– ¡Eh!… ¡Eh! Despierta.

A Cato lo arrancaron repentinamente de su sueño un par de manos que le sacudían la pierna con brusquedad.

– ¡Venga, soldado! No es el momento de hacerse el enfermo, hay trabajo que hacer.

Cato abrió los ojos y los entrecerró frente al resplandor de un sol de mediodía. A su lado, en cuclillas y sonriente, Macro sacudió la cabeza en señal de desesperación.

– Esta maldita generación de jóvenes se pasa la mitad del tiempo tumbada sobre su espalda. Te lo aseguro, Niso, es un panorama lamentable para el Imperio.

Cato miró por encima del hombro de su centurión y vio la figura imponente del cirujano. Niso tenía el ceño fruncido.

– Creo que el muchacho necesita más reposo. Ahora mismo no está en condiciones de entrar en servicio.

– ¿No está en condiciones de entrar en servicio? Al parecer no es eso lo que piensa el matasanos jefe. El optio es un herido que puede caminar y en estos momentos necesitamos todos los hombres disponibles de vuelta a la línea de batalla.

– Pero… -Nada de peros -dijo Macro con firmeza, y tiró de su optio hacia arriba-. Conozco el reglamento. El chico está en condiciones para combatir.

Niso se encogió de hombros; el centurión tenía razón en cuanto a lo que decía el reglamento y él no podía hacer nada sobre eso. Aun así, no quedaría bien en su hoja de servicios que uno de sus pacientes muriera a causa de una infección porque él no hubiera proporcionado el suficiente margen de tiempo para su recuperación.

– Lo que este muchacho necesita es un buen trago y una comida decente en su estómago y estará listo para enfrentarse a los britanos él solo. ¿No es cierto, Cato? A.

Cato se estaba incorporando, medio dormido aún, y muy irritado por la forma en que los otros dos seguían con su anterior discusión. En realidad, Cato se sentía muy lejos de poder enfrentarse al enemigo en aquellos momentos. Ahora que volvía a estar despierto, el dolor de sus quemaduras parecía peor que nunca y, al mirar hacia abajo vio que su costado era todo un cúmulo de ampollas y piel enrojecida bajo el brillante ungüento.

– ¿Y bien, muchacho? -preguntó Macro-. ¿Estás listo? Cato sólo deseaba volver a estar dormido, con el centurión y el resto del maldito ejército tan lejos de su mente como fuera posible. Detrás del centurión, Niso movía la cabeza suavemente y por un momento Cato estuvo tentado de estar de acuerdo con el consejo del cirujano y tomarse un descanso de sus obligaciones lo más largo que pudiera. Pero era un optio, con las responsabilidades de un optio para con el resto de los hombres de su centuria, y eso significaba que no podía permitirse el lujo de satisfacer ninguna debilidad personal. Fuera cual fuera el dolor que sentía en aquellos momentos, no era peor que el que había sufrido su centurión con cualquiera de sus innumerables heridas en campañas anteriores. Si quería ganarse el respeto de los hombres que tenía a su mando, el mismo respeto del que Macro gozaba con tanta soltura, entonces tendría que sufrir por ello.

Con los dientes apretados, Cato se levantó y se puso en pie. Niso dio un suspiro ante la obstinación de la juventud.

– ¡Bien hecho, muchacho! -espetó Macro, y le dio unas palmadas en el hombro al chico.

Una oleada de dolor bajó rozando todos los nervios del costado del optio y éste hizo una mueca al tiempo que dejaba el cuerpo quieto un momento. Niso se acercó a él de un respingo.

– ¿Cómo estás, optio? -Bien -logró decir Cato entre dientes-. Bien, gracias. -Ya veo. Bueno, si necesitas algo, baja hasta el hospital de campaña. Y si hay algún signo de infección, ven a verme enseguida.

El último comentario iba dirigido tanto al centurión como al optio y Cato asintió con la cabeza para hacerle ver que lo había entendido.

– No te preocupes. Seré prudente. -De acuerdo entonces. Me voy. Mientras Niso se alejaba, Macro lo criticó con desaprobación.

– ¿Qué les pasa a los cirujanos? o bien se niegan a creer que estás enfermo hasta que estiras la pata delante de ellos, o bien tratan el más ligero arañazo como si fuera una especie de herida mortal.

Cato estuvo tentado de decir que sus quemaduras eran algo más grave que un simple arañazo, pero consiguió morderse la lengua. Había asuntos más importantes. La presencia de su centurión en ese lado del río era preocupante y requería una explicación.

– ¿Qué ocurre, señor? ¿Por qué ha vuelto aquí la legión? ¿Nos hemos retirado al otro lado del río?

– Tranquilízate, muchacho. Las cosas van bien. El vado está en nuestras manos y la segunda ha sido relevada por la vigésima. Los chicos se están tomando un descanso antes de que el general Plautio traslade el ejército a la otra orilla.

– ¿Los britanos se han marchado? -¿Marcharse? -Macro soltó una carcajada--. Tendrías que haberlos visto esta mañana. Te lo aseguro, ese general britano debe de tener un admirable dominio sobre sus hombres. Se nos vinieron encima como locos, chillando y bramando al tiempo que se arrojaban contra la pared de escudos. Nos salvamos por los pelos, hubo un momento en el que estuvimos muy cerca de perder. Un puñado de ellos atravesó una de las puertas y hubieran podido abrir una brecha considerable en nuestra línea de no haber sido por Vespasiano. Ese condenado legado es un tipo dispuesto a todo, sí señor. -Macro soltó una risita-. Agarró a los abanderados y a los oficiales de Estado Mayor por el pescuezo y los arrojó al combate. Fue algo glorioso. Hasta los trompetas se vieron involucrados. Vi a uno de esos tipos coger su corneta y emprenderla a golpes con los britanos, blandiéndola por ahí como si fuera una maldita hacha de guerra. Pues bueno, en cuanto se volvió a cerrar la línea, los britanos se desanimaron y se retiraron.

– ¿Y el general simplemente va a dejar que se escapen? -Cato estaba consternado. ¿Qué sentido tenía entonces la pérdida de tantas vidas el día anterior si al enemigo se le permitía retroceder y fortificar el próximo río?

– Puede que sea general, pero no es tan tonto. Ha enviado a la caballería auxiliar tras ellos. Mientras tanto, la vigésima al fin ha movido el culo y está haciendo algo y nosotros hemos vuelto aquí para tomarnos un día de descanso. Luego seguiremos adelante otra vez. _¿Todo un día de descanso?

– No seas sarcástico, muchacho. Hemos desconcertado a esos cabrones y si podemos seguir avanzando, Carataco no tendrá oportunidad de volver a formar su ejército. Se trata de una cuestión de tiempo. Cuanto más tenga, más fuerte será su ejército. o nos esforzamos por avanzar ahora, o tendremos que luchar con muchos más después. En cualquier caso, lo vamos a pasar bastante mal.

– Me muero de ganas. Ambos se quedaron callados un momento mientras todos los recuerdos demasiado vívidos del día anterior se les agolpaban en la memoria. Cato sintió un escalofrío de horror que le recorrió la espina dorsal hasta llegarle a la nuca.

Costaba mucho esfuerzo poner en orden la confusión de impresiones y entender lo que había ocurrido. La ferocidad de la batalla acostumbraba a alterarle a uno la percepción y a Cato le parecía que el día anterior se había experimentado una intensidad de la vida imposible, con todo su terror y éxtasis. Le embargaba una profunda sensación de ser demasiado joven para las cosas que había presenciado. Incluso demasiado joven para las cosas que había hecho. Le sobrevino una oleada de repulsión.

Al dirigir la mirada hacia su optio, Macro vio la adusta expresión en el rostro del joven. En sus tiempos había visto a suficientes soldados jóvenes para imaginar lo que Cato estaba pensando.

– Ser soldado no es todo gloria, muchacho, ni mucho menos. Y aquellos que no han sido soldados nunca se dan cuenta de ello. Tú eres nuevo en esto, todavía te estás adaptando a nuestra manera de hacer las cosas. Pero ya te llegará.

– ¿Qué me llegará? -Cato levantó la mirada-. ¿En qué me voy a convertir?

– ¡Um! Es una pregunta peliaguda. -Macro hizo una mueca-. En soldado es en lo que te vas a convertir. Incluso ahora no estoy completamente seguro de lo que eso significa. Es tan sólo una manera de ser que tenemos. Una manera de ser que debemos tener… para poder superar un día tras otro. Imagino que debes de pensar que tanto yo como los demás somos un poco duros. No, «duro» no es la palabra apropiada. ¿Y esa palabra que leí el otro día? Te la pregunté, ¿recuerdas?

– Encallecido -respondió Cato en voz baja. -¡Eso es! Encallecido. Buena palabra. -¿Y usted lo está, señor? Macro suspiró y se sentó junto a su optio. Cato percibió la fatiga en sus movimientos y cayó en la cuenta de que Macro no había descansado durante casi dos días. Se maravilló ante la prodigiosa resistencia del centurión y por la manera en que hacía del bienestar de los hombres que tenía al mando su prioridad ante todo, tal como demostraba la actual situación.

– Cato, tienes ojos. Eres muy inteligente. Pero a veces haces unas malditas preguntas de lo más tonto. Claro, muchos soldados están encallecidos. Pero, ¿no lo están también algunos civiles? ¿No conociste a nadie encallecido cuando vivías en palacio? ¿Ese tipo de personas que matarían a sus propios hijos para conseguir un ascenso político? Cuando cayó Seyano, ¿no hubo alguien que ordenó al verdugo que violara a su hija de diez años porque la ley no permitía ejecutar a las vírgenes? ¿No consideras eso estar encallecido? Mira a tu alrededor. -Con un movimiento de la mano Macro señaló las hileras de tiendas que se extendían por todos lados, los centenares de hombres que descansaban tranquilamente en aquel cálido día de verano, entre los cuales había un puñado que jugaba a los dados, uno o dos que leían y algunos que limpiaban su equipo y armas.

_Son sólo hombres, Cato. Hombres normales y corrientes con todos sus vicios y virtudes. Pero mientras que otros hombres viven sus vidas con la muerte como un problema secundario, nosotros vivimos las nuestras con la muerte como constante compañera. Tenemos que aceptar la muerte.

Sus miradas se cruzaron y Macro asintió con la cabeza tristemente.

– Así es como es, Cato. Y ahora escúchame un momento: eres un buen muchacho y tienes potencial para convertirte en un buen soldado. Piensa en ello.

– Sí, señor. Macro se puso en pie y le dio unos tirones a su túnica para que le quedara recta bajo su cota de malla. Con una rápida sonrisa de ánimo se dio la vuelta para marcharse y entonces chasqueó los dedos ''irritado.

– ¡Mierda! Casi me olvido del motivo por el que vine a verte. -Metió la mano por debajo del correaje y sacó un pequeño pergamino, muy enrollado y sellado-. Es para ti. Han llegado algunas cartas con la columna de abastecimiento. Toma. Léelo y descansa un poco. Necesitaré que vuelvas al servicio esta noche.

Mientras el agotado centurión se dirigía hacia su tienda andando con rigidez, Cato examinó el pergamino. La dirección que había en el sello que lo cerraba había sido escrita con una caligrafía pulcra y clara. «Para Quinto Licinio Cato, optio de la sexta centuria, cuarta cohorte, segunda legión». La curiosidad se convirtió en deliciosa expectativa cuando leyó el nombre del remitente: Lavinia.

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