CAPÍTULO I

– No creo que el alto tenga muchas posibilidades -refunfuñó el centurión Macro.

– ¿Y eso por qué, señor? -¡Mírale, Cato! Ese hombre está en los huesos. No durará mucho frente a su adversario. -Macro señaló con la cabeza hacia el otro lado de la improvisada arena donde estaban armando a un prisionero bajo y fornido con un escudo y una espada corta. El hombre tomó de mala gana aquellas armas con las que no estaba familiarizado y estudió a su oponente. Cato examinó al alto y delgado britano que no llevaba puesto nada más que un diminuto taparrabos protector hecho de cuero. Uno de los legionarios que estaban de servicio en la arena le puso un largo tridente en las manos. El britano sopesó el tridente a modo de prueba y buscó el punto de agarre que mayor equilibrio le proporcionaba. Parecía ser un hombre que conocía sus armas y se movía con cierto aplomo.

– Apostaré por el alto -decidió Cato. Macro giró sobre sus talones. -¿Estás loco? Mírale. -Ya he mirado, señor. Y respaldaré mi opinión con dinero.

– ¿Tu opinión? -el centurión arqueó las cejas. Cato se había alistado a la legión recientemente, el invierno anterior; era un joven sin experiencia que provenía del servicio imperial en Roma. Hacía menos de un año que era legionario y ya iba expresando sus opiniones por ahí como un veterano.

– Pues haz lo que quieras. -Macro sacudió la cabeza y se acomodó para esperar que empezara la lucha. Era el último combate de los juegos del día ofrecidos por el legado, Vespasiano, en una pequeña hondonada en medio del campamento de marcha de la segunda legión. Al día siguiente las cuatro legiones y sus tropas de apoyo volverían a estar en camino, dirigidas por el general Plautio, que estaba decidido a tomar Camuloduno antes de que llegara el otoño. Si la capital enemiga caía, la coalición de tribus britanas, con Carataco de los catuvelanios al frente, se rompería. Los cuarenta mil hombres a las órdenes de Plautio eran los únicos de los que el emperador Claudio podía prescindir en su audaz invasión de las neblinosas islas situadas a poca distancia de la costa de la Galia. Todos los miembros del ejército eran conscientes de que los britanos les superaban ampliamente en número.

Pero hasta el momento, el enemigo se hallaba disperso. Sólo con que los romanos pudieran atacar con rapidez el centro de la resistencia británica, antes de que el desequilibrio numérico fuera un factor en contra de las legiones, lograrían la victoria. El deseo de avanzar estaba en todos sus corazones, aunque los cansados legionarios agradecían aquel día de descanso y el entretenimiento que proporcionaban las luchas.

Veinte britanos habían sido emparejados uno contra otro, provistos de varias armas. Para hacer las cosas más interesantes, las parejas se habían elegido a suertes extrayendo los nombres del casco de un legionario y algunos de los combates habían resultado poco equilibrados pero entretenidos. Igual que, al parecer, lo iba a ser aquel último.

El portaestandarte del águila de la legión hacía de maestro de ceremonias y salió al centro de la arena dando grandes zancadas al tiempo que agitaba los brazos pidiendo silencio. Los ayudantes del portaestandarte se apresuraron a aceptar las últimas apuestas y Cato volvió a tomar asiento junto a su centurión con unas probabilidades de cinco a uno. No eran buenas, pero se había jugado la paga de un mes y si el hombre ganaba Cato se haría con una considerable suma. Macro había apostado por el musculoso oponente con espada y escudo. Mucho menos dinero con una proporción mucho más ajustada, lo cual reflejaba la opinión general sobre los luchadores.

– ¡Silencio! ¡Vamos, guardad silencio! -bramó el portaestandarte.

A pesar del ambiente festivo' el automático control disciplinario se impuso sobre los legionarios allí reunidos. En unos momentos, más de dos mil soldados que gritaban y gesticulaban cerraron la boca y se sentaron a esperar que empezara la lucha.

– ¡Bien, éste es el último combate! A mi derecha os presento a un mirmillón, un fornido y experto guerrero, o al menos eso dice él.

La multitud estalló en aullidos de burla. Si el britano era tan condenadamente bueno, ¿por qué demonios estaba allí luchando por su vida como prisionero de los romanos? El mirmillón miró con desdén a los espectadores y de repente alzó los brazos y soltó un desafiante grito de guerra. Los legionarios lo abuchearon. El portaestandarte permitió que continuara el griterío unos instantes antes de volver a pedir silencio.

– A mi izquierda tenemos a un reciario. Dice que es escudero de algún que otro jefe. Su oficio es llevar las armas, no utilizarlas. Así que este combate debería ser bueno y rápido. Y ahora, cabrones perezosos, recordad que el servicio se normalizará justo después del toque de mediodía.

La multitud se quejó más bien demasiado como para que resultara convincente y el portaestandarte sonrió de manera afable.

– Muy bien, gladiadores: ¡a vuestros puestos! El portaestandarte retrocedió y se alejó del centro de la arena, un terreno cubierto de césped con brillantes manchas carmesí allí donde habían caído los anteriores combatientes. Condujeron a los contendientes tras dos trozos de tierra levantada en la hierba y los situaron uno frente a otro. El mirmillón alzó su espada corta y su escudo y se agachó hasta quedarse en cuclillas, con el cuerpo en tensión. En cambio, el reciario sostuvo su arma en posición vertical y casi parecía estar apoyado en ella, con su delgado rostro totalmente inexpresivo. Un legionario le dio un puntapié y le indicó que tenía que prepararse. El reciario se limitó a frotarse la espinilla haciendo muecas de dolor.

– Espero que no hayas apostado mucho dinero por ése -comentó Macro.

Cato no respondió. ¿Qué diablos estaba haciendo el reciario? ¿Dónde estaba el aplomo de hacía un momento?

El hombre parecía indiferente, casi como si durante toda la mañana se hubiera realizado una aburrida instrucción en lugar de una serie de combates a muerte. Mejor sería que estuviera fingiendo.

– ¡Adelante! -gritó el portaestandarte. Al oír aquella palabra el mirmillón soltó un aullido y se precipitó a toda velocidad hacia su oponente, que se encontraba a unos quince pasos de distancia. El reciario bajó el astil de su arma y encaró las terribles puntas a la garganta del hombre más bajo. El grito de guerra se fue apagando cuando este último se agachó, apartó el tridente de un golpe y dio una estocada para matar rápidamente a su adversario. Pero la reacción de éste fue muy hábil. En vez de intentar recuperar la punta del tridente, el alto britano simplemente dejó que el extremo girara en redondo y golpeara al mirmillón en un lado de la cabeza. Su oponente cayó al suelo momentáneamente aturdido. El reciario dio la vuelta al arma rápidamente y avanzó dispuesto a matar.

Cato sonrió. -¡Levántate, cabrón adormilado! -gritó Macro haciendo bocina con las manos.

El reciario hizo ademán de ir a lancear la figura que había en el suelo, pero un desesperado golpe de espada apartó las puntas de su cuello. El tridente le hizo sangre igualmente, pero sólo le causó un corte poco profundo en el hombro. Aquellos espectadores que habían apostado su dinero en la proporción más desigual gruñeron consternados cuando el mirmillón se hizo a un lado rodando sobre sí mismo y se levantó. jadeaba y tenía los ojos muy abiertos, toda su arrogancia había desaparecido al ver que lo habían engañado con tanta habilidad. Su alto adversario arrancó el tridente del suelo y se puso en cuclillas, con una feroz expresión que le crispaba el rostro. A partir de aquel momento ya no se fingiría más, sería sólo una prueba de fuerza y destreza.

– ¡Adelante! -gritó Macro-. ¡Clávasela en las tripas a ese cabrón!

Cato se quedó sentado en silencio, era demasiado tímido para unirse al griterío pero, con los puños apretados a los lados, deseó con todas sus fuerzas que su hombre ganara, a pesar de la aversión que sentía por aquel tipo de lucha.

El mirmillón se hizo a un lado rápidamente y comprobó las reacciones del otro hombre para ver si el anterior movimiento había sido una casualidad. Pero al cabo de un instante las puntas del tridente volvían a estar alineadas con su garganta. La multitud aplaudió en señal de apreciación. Después de todo, aquello tenía todos los ingredientes de una buena pelea.

De pronto el reciario hizo una finta a la que su oponente correspondió con un equilibrado salto hacia atrás, y la muchedumbre volvió a gritar entusiasmada.

– ¡Buen movimiento! -Macro se dio un puñetazo en la palma de la otra mano-. Si nos hubiésemos enfrentado a más combates como éste, seríamos nosotros los que estaríamos luchando ahí fuera. Esos dos son buenos, muy buenos.

– Sí, señor. -respondió Cato con tensión y los ojos fijos en los dos luchadores que en aquellos momentos daban vueltas uno alrededor del otro sobre la hierba manchada de sangre. El sol caía de lleno sobre el espectáculo. Los pájaros que cantaban en los robles que rodeaban la hondonada parecían estar totalmente fuera de lugar. Por un instante Cato se sintió impresionado por el contraste entre los soldados enloquecidos por la lucha que animaban a otros hombres matarse entre ellos y la plácida armonía de la vasta naturaleza. Cuando vivía en Roma siempre había estado en contra de los espectáculos de gladiadores, pero era imposible expresar ese desagrado estando en compañía de soldados que vivían según un código de sangre, batalla y disciplina.

Se oyó un sonido metálico y hubo un frenético intercambio de ruidosos golpes. Sin haber obtenido ventaja, ambos luchadores reanudaron el movimiento circular. Los gritos de los legionarios que miraban pusieron de manifiesto un clima de descontento cada vez mayor y el portaestandarte hizo una señal a los que llevaban los hierros candentes para que se situaran detrás de los gladiadores, unas barras negras con las puntas al rojo vivo que oscilaban al surcar el aire. Por encima del hombro del mirmillón, el reciario vio el peligro que se aproximaba y se lanzó en furioso ataque golpeando la espada del hombre más bajo para tratar de quitarle el arma de la mano de un golpe. Para salvar la vida el mirmillón paró la embestida utilizando tanto la espada como el escudo y se vio obligado a retroceder hacia uno de los lados de la arena, directo a los hierros candentes.

– ¡Venga! -gritó Cato al tiempo que agitaba el puño, llevado por la excitación-. ¡Ya es tuyo!

Un chillido desgarrador atravesó el aire cuando el hierro al rojo entró en contacto con la espalda del mirmillón, el cual retrocedió instintivamente y fue directo a las puntas de presa del tridente. Dio un alarido cuando una de las puntas le penetró el muslo, cerca de la cadera, y volvió a salir junto con un gran chorro de sangre que le bajó por la pierna y goteó sobre la hierba. Con un movimiento rápido el mirmillón se echó a un lado para alejarse del hierro candente e intentó distanciarse un poco de las terribles puntas del tridente. Los que habían apostado por él le gritaban su apoyo mientras deseaban con todas sus fuerzas que acortara las distancias y arremetiera contra el reciario mientras aún pudiera.

Cato vio que el reciario sonreía, consciente de que el tiempo estaba de su lado. Sólo tenía que mantener a distancia a su oponente el tiempo suficiente para que la pérdida de sangre lo debilitara. Luego sólo tenía que acercarse para matarlo. Pero la multitud no estaba de humor para esperar y prorrumpió en un enojado abucheo cuando el reciario se alejó de su sangrante enemigo.,. Volvieron a alzarse los hierros candentes. Aquella vez el mirmillón trató de conseguir ventaja a sabiendas de que le quedaba muy poco tiempo para poder actuar con eficacia. Se abalanzó sobre el reciario con una lluvia de golpes dados con la punta de su arma y obligó al britano a retroceder. Pero el reciario no iba a caer en la misma trampa. Deslizó la mano por el mango de su arma, la blandió de pronto contra las piernas del mirmillón y corrió hacia un lado, lejos de los hierros. El hombre más bajo dio un salto torpe, perdió el equilibrio y se cayó.

De vez en cuando resonaban una serie de embestidas y rechazos y Cato se dio cuenta de que el mirmillón se tambaleaba y sus pasos se volvían cada vez más inseguros al tiempo que la vida abandonaba su cuerpo. Fue repelido otro ataque del reciario, pero por los pelos. Entonces las fuerzas del mirmillón parecieron agotarse y cayó lentamente de rodillas con la espada temblorosa en la mano.

Macro se puso en pie de un salto. -¡Levántate! ¡Levántate antes de que te destripe! El resto de los espectadores se alzaron de sus asientos intuyendo que se acercaba el final de la lucha y muchos de ellos exhortaban desesperadamente al mirmillón a que se pusiera en pie.

El reciario arremetió con su arma y atrapó la espada entre sus puntas. Un giro rápido y la hoja salió despedida de la mano del mirmillón, dando vueltas en el aire hasta caer a varios metros de distancia. Dándose cuenta de que todo estaba perdido, el mirmillón se dejó caer de espaldas y aguardó un rápido final. El reciario lanzó su grito de guerra y subió la mano por el mango de su arma mientras avanzaba para cernirse sobre su oponente y asestarle el último golpe. Colocó una pierna a cada lado del mirmillón, que sangraba abundantemente, y levantó su tridente. De pronto, el escudo del mirmillón se alzó con salvaje desesperación y golpeó al hombre más alto en la entrepierna. Con un profundo quejido el reciario se dobló en dos. La multitud gritó entusiasmada. Un segundo golpe de escudo le dio en la cara y le hizo caer sobre la hierba; el arma se le escapó de las manos cuando se agarró con ellas la nariz y los ojos. Dos golpes más con el escudo en la cabeza y el reciario estuvo acabado.

– ¡Maravilloso! -Macro saltaba arriba y abajo-. ¡Condenadamente maravilloso!

Cato sacudió la cabeza con amargura y maldijo la petulancia del reciario. No convenía dar por sentado que habías derrotado a tu enemigo simplemente porque lo pareciera. ¿No había probado el reciario el mismo truco al principio de la pelea?

El mirmillón se puso en pie, con mucha más facilidad con la que podría hacerlo un hombre herido de gravedad, y rápidamente recuperó su espada. El final fue misericordioso, el reciario fue enviado junto a sus dioses mediante una profunda estocada que se le clavó en el corazón por debajo del tórax.

Entonces, mientras Cato, Macro y la multitud observaban, ocurrió algo muy extraño. Antes de que el portaestandarte y su asistente pudieran desarmar al mirmillón, el britano alzó los brazos y gritó un desafío. En un latín con tosco acento, exclamó:

– ¡Romanos! ¡Romanos! ¡Mirad! La espada descendió dando la vuelta, el mango quedó rápidamente invertido y, con ambas manos, el britano se clavó el arma en el pecho. Se tambaleó unos instantes con la cabeza colgando hacia atrás y luego se desplomó sobre la hierba hacia el cuerpo del reciario. Se hizo el silencio entre la multitud.

– ¿Por qué carajo ha hecho eso? -refunfuñó Macro entre dientes.

– Quizá sabía que sus heridas eran mortales. -Podría haber sobrevivido -replicó Macro de mala gana--. -Nunca se sabe.

– Sobrevivir sólo para convertirse en un esclavo. -Tal vez quería eso, señor. -Entonces es que era idiota.

El portaestandarte, preocupado por el incierto cambio de humor del público, avanzó apresuradamente con los brazos levantados.

– Muy bien, muchachos, se acabó. La lucha ha terminado. Declaro vencedor al mirmillón. Pagad las apuestas ganadoras y luego volved a vuestras obligaciones.

– ¡Espera! -gritó una voz-. ¡Hay un empate! Los dos están muertos.

– Ganó el mirmillón -le respondió con un grito el portaestandarte.

– Estaba acabado. El reciario hubiera dejado que se desangrara hasta morir. -Tal vez lo hubiera hecho -asintió el portaestandarte -si no la hubiese cagado al final. Mi decisión es inapelable. El mirmillón ganó y todo el mundo tiene que pagar sus deudas o tendrán que vérselas conmigo. ¡Y ahora, volved a vuestras obligaciones!

Los espectadores se dispersaron y afluyeron en silencio por entre los robles a las hileras de tiendas mientras los ayudantes del portaestandarte levantaban los cadáveres y los metían en la parte posterior de un carromato, donde se unieron a los vencidos en los anteriores combates. Mientras Cato esperaba, su centurión salió corriendo a cobrar sus ganancias del portaestandarte de su cohorte, el cual se hallaba rodeado de una pequeña multitud de legionarios que agarraban fuertemente sus resguardos. Macro regresó poco después sopesando alegremente las monedas de su faltriquera.

– No es la apuesta más lucrativa que he hecho pero, de todas formas, ganar está muy bien.

– Supongo que sí, señor. -¿A qué viene esa cara tan larga? Ah, claro. Tu dinero se fue con ese gilipollas fanfarrón del tridente. ¿Cuánto has perdido?

Cato se lo dijo y Macro soltó un silbido. -Bueno, joven Cato, parece ser que todavía tienes mucho que aprender sobre los luchadores. _Sí, señor.

– No importa, muchacho. Todo llegará a su debido tiempo. -Macro le dio una palmada en el hombro-. Vamos a ver si alguien tiene algún vino decente para vendernos. Después tenemos trabajo que hacer.

Bajo las sombras veteadas de un enorme roble, mientras observaba cómo sus hombres abandonaban la hondonada, el comandante de la segunda legión maldijo en silencio al mirmillón. A los soldados les hacía mucha falta algo que les alejara el pensamiento de la campaña que se preparaba y el espectáculo de los prisioneros británicos matándose unos a otros tendría que haber sido entretenido. Lo había sido, en efecto, hasta el último combate. Los hombres estaban muy animados. Entonces, el maldito britano había escogido el momento más inoportuno para aquel absurdo gesto desafiante. o acaso no fuera tan absurdo, reflexionó el legado con gravedad. Tal vez el sacrificio del britano había sido deliberado y tenía como objetivo desvirtuar la diversión que pretendía levantarles la moral.

Con las manos a la espalda, Vespasiano salió de entre las sombras y caminó lentamente hacia la luz del sol. Sin duda aquellos britanos no carecían de espíritu. Al igual que la mayoría de culturas guerreras, se aferraban a un código de honor el cual garantizaba que aceptaban la guerra con una imprudente arrogancia y una ferocidad terrible. Más preocupante aún era el hecho de que la relajada coalición de tribus Británicas estaba encabezada por un hombre que sabía utilizar bien las fuerzas. Vespasiano sentía un respeto forzado por el líder de los britanos, Carataco, jefe de los catuvelanios. Ese hombre todavía tenía algo reservado y sería mejor que el ejército romano del general Aulo Plautio tratara al enemigo con más respeto de lo que hasta entonces había sido el caso. La muerte del mirmillón ilustraba a la perfección la despiadada naturaleza de aquella campaña.

Dejando a un lado de momento los pensamientos sobre el futuro, Vespasiano se dirigió a la tienda hospital. Había un desafortunado asunto que no podía posponer por más tiempo. El centurión al mando de la segunda legión había resultado herido de muerte en una reciente emboscada y quería hablar con él antes de que muriera. Bestia había sido un soldado ejemplar que a lo largo de su carrera militar se había ganado los elogios, la admiración y el temor de todos. Había combatido en muchas guerras por todo el Imperio y en su cuerpo tenía las cicatrices que lo demostraban. Y ahora había caído a manos de una espada británica en una refriega de poca importancia que ningún historiador haría constar en sus anales. Así era la vida militar, meditó Vespasiano con amargura. ¿Cuántos héroes olvidados más estaban ahí fuera esperando para diñarla mientras los políticos vanidosos y los lacayos imperiales se llevaban todo el mérito?

Vespasiano pensó en su hermano, Sabino, que había acudido a toda prisa desde Roma para entrar al servicio del general Plautio mientras todavía hubiera algo de gloria que ganar. Sabino, al igual que la mayoría de sus iguales políticos, consideraba el ejército únicamente como el próximo peldaño en el escalafón de su carrera. El cinismo de la alta política llenaba a Vespasiano de una gélida furia. Era más que probable que el emperador Claudio estuviera utilizando la invasión para afianzar su posición en el trono. Si las legiones conseguían someter a Britania, habría prebendas y sinecuras en abundancia para allanar el camino al estado. Algunos hombres harían una fortuna mientras que a otros les concederían un alto cargo y el dinero entraría a raudales en las sedientas arcas imperiales. Se consolidaría la gloria de Roma y sus ciudadanos tendrían aún más pruebas de que el destino de la ciudad contaba con la bendición de los dioses. Sin embargo, había hombres para los cuales los grandes logros como aquéllos significaban poco, porque ellos consideraban los hechos sólo bajo el punto de vista de las oportunidades que les ofrecían para su ascenso personal.

Tal vez llegara un día en el que a aquella isla salvaje, con sus inquietas y belicosas tribus guerreras, se le ofrecerían todas las ventajas del orden y la prosperidad que el dominio romano confería. Semejante extensión de la civilización era una causa por la que valía la pena luchar, y era en pos de aquella visión de futuro por lo que Vespasiano servía a Roma y toleraba, al menos de momento, a aquellos que Roma situaba por encima de él. Pero antes de eso debía ganarse esta campaña. Había que cruzar dos ríos importantes a pesar de la feroz resistencia por parte de los nativos. Al otro lado de aquellos ríos se encontraba la capital de los catuvelanios, la más poderosa de las tribus britanas contrarias a Roma. Gracias a su imparable expansión en los últimos años, los catuvelanios habían absorbido a los trinovantes y a su próspera ciudad comercial de Camuloduno. En aquellos momentos, muchas de las otras tribus sentían por Carataco el mismo terror que les infundían los romanos. Por lo tanto, Camuloduno debía caer en su poder antes del otoño para demostrar a aquellas tribus que todavía vacilaban que la resistencia a Roma era inútil. Aun así habría más campañas, más años de conquista, antes de que todos los rincones de aquella gran isla fueran incorporados al Imperio. Si las legiones no conseguían ocupar Camuloduno, entonces Carataco bien podría ganarse la lealtad de las tribus no comprometidas y reclutar a hombres suficientes para aplastar al ejército romano.

Con un suspiro de cansancio, Vespasiano se agachó bajo el faldón de la entrada de la tienda-hospital y saludó con un Movimiento de cabeza al cirujano jefe de la legión.

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