CAPÍTULO XII

_¿Dónde diablos está la segunda? -preguntó Vitelio con amargura, no por primera vez. El legado Geta cruzó la mirada con su centurión jefe y por un momento levantó los Ojos al cielo antes de acercarse más al tribuno, agazapado tras su escudo.

– Un consejo en privado: los oficiales deben tener siempre en cuenta de qué manera su comportamiento afecta a los hombres que le rodean. Si quieres forjarte una carrera fuera del ejército tienes que dar buen ejemplo. Así que dejémonos de esas tonterías sobre la segunda, ¿de acuerdo? Ahora levántate del:suelo y ponte en pie.

Al principio Vitelio no se lo acabó de creer. Allí estaban, justo en medio de un desastre militar de primera magnitud y Geta se preocupaba más por el protocolo que por otra cosa. Pero las miradas de desprecio que le dirigían los veteranos que formaban el grupo de mando le hicieron sentir vergüenza. Asintió con la cabeza, tragó saliva, y se puso en pie para ocupar su puesto junto al resto de oficiales y portaestandartes. Las descargas de las que al principio -habían sido objeto por parte de los honderos britanos habían disminuido en cuanto las cohortes cargaron contra la empalizada y en aquellos momentos únicamente enviaban algún disparo ocasional en su dirección.

Aun así, dos de los tribunos de la novena habían sido abatidos. Uno de ellos yacía muerto al pie del estandarte del águila con el rostro destrozado por el impacto de un proyectil de plomo. Al otro le acababan de dar en la espinilla. El hueso estaba hecho pedazos. El joven oficial se había quedado blanco del esfuerzo para no dejar escapar un grito mientras miraba el hueso que le asomaba por encima de la piel. Vitelio se sintió aliviado cuando un fornido legionario se echó al tribuno sobre los hombros y enfiló hacia el otro lado del río.

Y allí estaba la decimocuarta legión que bajaba en tropel por la cuesta y se metía en el agua. Por un instante a Vitelio se le levantó el ánimo, un sentimiento compartido por el resto del grupo de abanderados hasta que vieron que, poco a poco, la marea iba cubriendo el vado. Vitelio, incapaz de ocultar su inquietud, se volvió hacia el legado.

– ¿Qué se trae entre manos el general? -Todo forma parte del plan -respondió Geta con calma-. Tendrías que saberlo, estabas allí cuando se dieron las instrucciones.

– Pero, ¿y el río? No podremos volver a cruzar a menos que nos retiremos ahora, señor. -Vitelio volvió la mirada hacia los abanderados con desesperación. Alguno tendría que estar de acuerdo con él, pero el desdén de sus expresiones no hizo más que aumentar-. No podemos quedarnos aquí sentados, señor. Debemos hacer algo Antes de que sea demasiado tarde.

Geta lo contempló en silencio unos instantes y luego frunció la boca y asintió con un movimiento de la cabeza.

– Tienes razón, Vitelio, por supuesto. Debemos hacer algo -se dio la vuelta hacia los abanderados al tiempo que desenfundaba su espada--. Levantad el águila. Vamos a avanzar.

– ¿Qué? -Vitelio se lo quedó mirando con incredulidad y sacudió la cabeza mientras trataba desesperadamente de pensar en un modo de convencer al legado de que no tomara esa peligrosa decisión-. Pero, señor. El águila… ¿y si la perdemos?

– No la perderemos, una vez los hombres la vean al frente. Entonces lucharán hasta que no les quede una gota de sangre para seguirla hacia la victoria, o hasta morir defendiéndola.

– Pero sería más seguro dejarla donde está, señor -replicó Vitelio.

– Mira, tribuno -dijo Geta con severidad-. Lo que hay en lo alto del estandarte es un águila, no un maldito pollo. Se supone que debe servir de acicate para envalentonar a los soldados, no para que salven la piel. Ya me he empezado a hartar de tus gimoteos. Se supone que eres un héroe. ¡Creía que le habías salvado el pellejo a la segunda legión! Ahora tengo mis dudas… Pero ahora mismo estás con nosotros y necesito todos los hombres disponibles. Así que cierra la boca y desenvaina la maldita espada.

El temple del tono del legado era glacial. Sin decir una palabra más, Vitelio desenfundó su arma y formó detrás de los abanderados. Geta los condujo al trote hacia el lugar donde la primera cohorte luchaba para hacerse con un espacio en la empalizada. La pendiente de los terraplenes estaba cubierta por una alfombra de muertos y heridos. Cuando el grupo de abanderados se abrió paso entre la multitud en dirección a la empalizada, los guerreros británicos les amenazaron con sus hachas y espadas a la vez que lanzaban sus ensordecedores gritos de guerra. Por fin el águila de la novena se alzó por encima de la muchedumbre y los legionarios correspondieron a los gritos britanos con un enorme rugido propio.

– ¡Arriba la Hispania! Los romanos cayeron sobre sus enemigos con energía y agresividad renovadas y las centelleantes hojas de las espadas cortas romanas se clavaban con una eficiencia mortífera al tiempo que el grito de batalla se retomaba a lo largo de toda la empalizada.

– ¡Arriba la Hispania! Vitelio guardó silencio mientras que, con los dientes apretados, seguía adelante cuesta arriba con los abanderados.

De pronto se encontró justo frente a la empalizada (una hilera de postes toscamente labrados y clavados en el suelo). Por encima de su cabeza se alzaba un guerrero britano vociferante, oscurecido frente al azul brillante del cielo, con el hacha alzada y listo para caer sobre él. De forma instintiva Vitelio dirigió una estocada a la cara de ese hombre y se agachó tras el borde del escudo. Se oyó un agudo grito de agonía un instante antes de que el hacha golpeara contra el remate reforzado de la parte superior del escudo. A Vitelio le fallaron las piernas por un momento pero se volvió a levantar enseguida. Un gigantesco centurión estaba a su lado y con sus enormes brazos rodeaba una estaca de madera con la que forcejeaba para arrancarla del suelo.

– ¡Echad abajo la empalizada! -bramó el centurión a la vez que agarraba la siguiente estaca-'. ¡Echadla abajo!

Otros soldados siguieron su ejemplo, con lo que pronto se abrieron una serie de pequeñas brechas en la empalizada que la novena empezó a atravesar por la fuerza para salir al terraplén de tierra aplanada que había al otro lado. A la izquierda de Vitelio se erguía el águila y los britanos se precipitaron hacia ella, espoleados por un salvaje deseo de apoderarse del estandarte de la legión y aplastar la determinación de su enemigo. La lucha alrededor del águila se llevó a cabo con una intensidad terrible que Vitelio no hubiera creído posible por parte de unos seres humanos. Apartó la mirada de aquella espantosa escena y, mientras señalaba con su espada en dirección a los britanos, instó a los legionarios que lo rodeaban a que se abrieran paso por la empalizada.

– ¡Adelante, muchachos! ¡Adelante! ¡Matadlos! ¡Matadlos a todos!

Ni un solo hombre le dedicó una mirada mientras se lanzaban a la carga para cruzar. Sólo cuando estuvo seguro de que había suficientes romanos en el terraplén para formar una barrera viviente entre él y el enemigo, Vitelio atravesó la maltrecha empalizada hacia el bastión. Desde aquella altura tuvo una breve oportunidad para examinar el campo de batalla que tenía delante. La línea de combate se extendía a ambos lados a lo largo de las combadas fortificaciones. Por detrás de la novena legión, la primera cohorte de la decimocuarta salía del río y en breve añadiría sus fuerzas al asalto. Incluso entonces ya podría no ser necesario. El desesperado intento de Geta de forzar las defensas estaba dando resultado y, durante todo ese tiempo, se fueron apiñando cada vez más romanos en el terraplén, los cuales obligaron a retroceder a los britanos por la pendiente contraria hacia su campamento. Con la sensación de que la victoria estaba por fin a su alcance y empujados por un sanguinario deseo de venganza por el tormento que habían sufrido en aquel mortífero terreno junto al río, los hombres de la novena se abrieron camino a golpes de espada de una manera salvaje.

Vitelio fue con ellos, animando a los legionarios a seguir adelante mientras él trataba de reunirse con los abanderados. Los encontró en medio de un círculo de cuerpos, tanto romanos como britanos, desparramados a los pies del águila. Casi todos los oficiales estaban heridos tras la desesperada lucha en el terraplén y Vitelio vio que menos de la mitad del grupo original estaban todavía en pie. Geta estaba atareado dictando órdenes que tenían que hacerse llegar a los comandantes de la cohorte para evitar que sus unidades se dispersaran en una persecución generalizada del enemigo. Esa responsabilidad se otorgaría a las tropas de refresco de la decimocuarta, mientras que la novena aseguraría las fortificaciones que tantas vidas les habían costado conquistar.

– ¡Ahí lo tiene, señor! -gritó Vitelio con alegría-. ¡Lo logramos, señor! ¡Los hemos vencido!

– ¿Hemos? -Geta arqueó una ceja pero Vitelio siguió adelante. Enfundó su espada ensangrentada, agarró de la mano al legado y le dio un caluroso apretón.

– Una acción brillante, señor. Totalmente brillante. ¡Espere a que Roma se entere de esto!

– Creía que te habíamos perdido, tribuno -dijo Geta con calma.

– Quedé apartado entre la multitud, señor. Ayudé a los muchachos a irrumpir en el terraplén por ese lado de ahí.

– Ya veo. Los dos hombres se quedaron frente a frente durante un momento, el tribuno sonriendo efusivamente y el legado con una expresión fría y comedida. Vitelio rompió el silencio.

– ¡Y sin señales de la segunda legión! Esta victoria es sólo de la novena. Es su victoria, señor.

– Esto todavía no ha terminado, tribuno. Para ninguno de nosotros.

– Para ellos sí que ha terminado, señor. -Vitelio movió un brazo en dirección al campamento enemigo a través del cual los antiguos defensores retrocedían en tropel hacia las puertas traseras.

– Para ellos tal vez. Disculpa. -Geta se volvió hacia sus trompetas-. Tocad retirada y vuelta a la formación.

Ambos cornetas se llenaron los pulmones de aire y colocaron los labios en las boquillas. Las estridentes notas produjeron una breve melodía a todo volumen y luego siguieron repitiéndola. Lentamente los hombres de la novena se fueron retirando y buscaron los estandartes de su cohorte. No obstante, antes de que pudiera dar la orden para que cesara la señal, Geta fue consciente de un nuevo ruido, un susurrante rugido de gritos de guerra que emanaba del otro lado del campamento enemigo. Cuando los demás miembros del grupo de abanderados se apercibieron de aquel sonido, dirigieron la mirada hacia las colinas bajas situadas tras el campamento. A lo largo de toda la línea de combate, los hombres se quedaron quietos y escucharon, tanto romanos como britanos.

Entonces, mientras un gélido pavor se apoderaba de los exhaustos romanos, las reservas cuidadosamente administradas de Carataco irrumpieron en el campamento.

– ¡Oh, mierda! -murmuró Vitelio. El legado Geta sonrió y volvió a desenfundar su espada. -Me da la impresión de que tu anterior informe sobre nuestro triunfo era sumamente exagerado. Si vamos a salir en las columnas de la gaceta de Roma me temo que será en las notas necrológicas.

Загрузка...