CAPÍTULO XXXVI

– ¡Lavinia! -gritó Cato al tiempo que se abría paso entre el remolino de personajes del séquito del emperador, ajeno a las expresiones de asombro y las ásperas maldiciones que le seguían. Por delante de él, a poca distancia, vio pasar fugazmente la estola amarilla a través de un hueco entre la multitud y Cato siguió avanzando hacia ella, y volvió a gritar-: ¡Lavinia!

Ella oyó que pronunciaban su nombre, giró la cabeza para ver de dónde provenía la voz y su mirada se fue a posar en Cato al tiempo que éste se deslizaba entre un senador y su esposa a unos seis metros de distancia.

– Cato? junto a Lavinia, su ama, Flavia, se volvió y siguió su mirada. El rostro de Flavia esbozó una sonrisa cuando ella, también, vio al joven que había conocido en el palacio imperial años antes. Mientras fue una figura menor en la corte,

Flavia se había interesado en aquel tímido muchacho y se había encargado de que tuviera libre acceso a la biblioteca de palacio y lo protegió cuanto pudo de la bravuconería endémica que existía entre los esclavos imperiales. A cambio, Cato le había sido completamente leal desde entonces.

– ¡Eh! -protestó el senador-. ¡A ver si miras por dónde vas, muchacho!

Cato no le hizo caso y corrió los últimos pasos con los brazos extendidos en tanto que la expresión de Lavinia se transformaba en una sonrisa de alegría bajo unos ojos abiertos de par en par. Ella dejó escapar un chillido de bienvenida, levantó los brazos y, un instante después, quedó fundida en su abrazo. Cato se echó hacia atrás, llevó las manos a sus mejillas y le acarició la suave piel al tiempo que se maravillaba, una vez más, de la oscura y penetrante belleza de sus ojos. Ella sonrió y no pudo evitar reírse ante la pura dicha del momento, y él se rió con ella.

– ¡Oh, Cato! ¡Tenía tantas esperanzas de verte aquí! -Bueno, ¡pues aquí estoy! -Se inclinó y la besó en la boca antes de que su maldita timidez volviera y le hiciera tomar conciencia de la multitud que los rodeaba. Se echó atrás y miró a su alrededor. Había varias personas mirándolos fijamente, algunos con divertida sorpresa, otros con el ceño fruncido ante lo indecoroso de aquel comportamiento en público. El senador aún miraba enojado. Cato le dedicó una sonrisa de disculpa y volvió sus ojos a Lavinia.

– ¿Qué… qué estáis haciendo aquí? Creía que estabais de camino a Roma.

– Lo estábamos -dijo Flavia al tiempo que se acercaba a un lado de la pareja--. Acabábamos de llegar a Lutecia cuando recibí instrucciones de Narciso de volver a Gesoriaco y esperar allí al emperador.

– ¡Y aquí estamos! -concluyó Lavinia alegremente. Entonces bajó la mirada y vio la pálida cicatriz que Cato tenía en el brazo-. ¡Oh, no! ¿Qué te ha ocurrido? ¿Estás bien?

– Por supuesto que estoy bien. Es tan sólo una quemadura.

– Pobrecito mío -susurró Lavinia, y le besó la mano.

– ¿Te la han curado como es debido? -preguntó Flavia al tiempo que examinaba la cicatriz-. Sé cómo son estos matasanos del ejército. No confiaría ni en que supieran tratar un resfriado.

Aquellas atenciones estaban avergonzando a Cato y rápidamente insistió en que todo iba bien… sí, tenía mala pinta, pero se estaba curando; no, no tenía ninguna otra herida; sí, se aseguraría de tener más cuidado en el futuro; no, no fue culpa de Macro.

– ¿Y me echaste mucho de menos? -concluyó Lavinia en voz baja mientras observaba atentamente su expresión.

– ¿Viven los peces en el mar? -replicó Cato con una sonrisa.

_¡Oh, cómo eres! -Lavinia le dio un golpe en el pecho-. Podías limitarte a decir que sí.

– Bueno, pues sí. Sí que lo hice. Muchísimo. -Cato volvió a besarla y automáticamente deslizó la mano por su espalda hacia la suave curva de sus nalgas.

Lavinia soltó una risita. ~¡Por Júpiter! No puedes esperar, ¿verdad? Cato dijo que no con la cabeza. -Pues en ese caso -Lavinia se inclinó y le susurró al oído-, tendremos que organizar algo un poco más tarde…

– ¡Escuchad un momento! -se inmiscuyó Flavia-. Odio interrumpir este desagradable reencuentro amoroso, pero creo que sería apropiado un lugar más solitario, ¿no os parece?

Las tiendas dispuestas para el séquito del emperador tenían lujosos detalles y, para Cato, privado de aquel estilo de vida desde hacía casi un año, constituían un grato paliativo frente a los toscos y funcionales alojamientos de las legiones. Flavia, Lavinia y él estaban sentados en pesadas sillas de bronce colocadas alrededor de una mesa baja sobre la cual había pastelitos dulces y galletas saladas ingeniosamente dispuestos sobre bandejas de oro. Cato estaba junto a Lavinia, mientras que el ama de ésta se hallaba al otro lado de la mesa, donde la luz de la lámpara de aceite era débil.

– ¡Qué bonito! -Cato señaló con la cabeza el ornamentado refrigerio, consciente del abollado plato de campaña que le esperaba cuando volviera a su tienda.

– No es mío -dijo Flavia--. Mi marido no aprueba las fruslerías. Es parte del servicio que Narciso ha preparado para los acompañantes del emperador. Por si acaso nos entra añoranza.

– Son muy bonitos, ¿verdad? -Lavinia sonrió, mostrando sus perfectos dientes blancos a Cato. Tomó un pastelito relleno y le hincó el diente. Se le cayeron encima unas cuantas migas y pedacitos y Cato los siguió con la mirada hasta llegar a sus pechos. Entonces parpadeó y volvió los ojos a su rostro al tiempo que se ruborizaba.

– Muy bonitos, querida. -Flavia alargó la mano y hábilmente sacudió las migas de la estola de su sirvienta--. Pero no son mas que un refrigerio al fin y al cabo. Uno no debería preocuparse demasiado por las apariencias. Es la esencia de las cosas lo que importa. ¿No es cierto, Cato?

– Sí, mi señora -asintió Cato preguntándose por qué Flavia intentaba prevenirlo sobre Lavinia-. Pero, puesto que la esencia de las cosas es una conjetura, ¿no sería mejor que simplemente juzgáramos por las apariencias, mi señora?

– Piensa eso si lo prefieres. -Flavia se encogió de hombros, nada convencida por la sofistería simplista de Cato-. Pero la vida será una dura maestra si insistes en verlo así.

Cato asintió con la cabeza. No estaba de acuerdo con ella pero no tenía ningún interés en arriesgarse a perturbar la alegre atmósfera de la reunión.

– ¿Puedo tomar un poco más de vino, mi señora? Flavia señaló la copa de Cato con un gesto y un esclavo con una licorera se apresuró a salir de entre las sombras de la parte posterior de la tienda. Cato le tendió la copa y el esclavo la llenó con rapidez y se retiró discretamente, igual de silencioso y tranquilo que antes.

– Yo no bebería mucho de eso -dijo Lavinia con una sonrisa pícara al tiempo que le daba un suave codazo en las costillas a Cato.

– Por usted, mi señora. -Cato alzó su copa-. Por usted y por su marido.

Flavia hizo un gentil gesto con la cabeza y se reclinó en su asiento con la mirada clavada en el joven optio.

– ¿Y el legado disfruta de una campaña satisfactoria? Cato no respondió enseguida. Sin duda la campaña estaba siendo un éxito tal y como iban las cosas, pero la experiencia de cómo habían vencido las tropas de las legiones todavía era demasiado reciente como para tener una gran sensación de triunfo. Cualquier éxito al que pudieran aludir los futuros historiadores cuando escribieran sobre la invasión de aquella isla nunca reflejaría el dolor, la sangre, la inmundicia y el desmoralizador agotamiento que había causado. A Cato le pasó por la cabeza la imagen de Pírax, asesinado mientras intentaba salir del barro. Sabía que los historiadores considerarían la muerte de Pírax como un lamentable detalle sin importancia que no merecía ocupar un lugar en la historia.

– Sí, mi señora -respondió Cato con cautela-. El legado se ha ganado la gloria que le corresponde. La segunda ha desempeñado muy bien su papel.

– Tal vez. Pero me temo que la plebe quiere heroísmo y no eficiencia.

Cato sonrió con amargura. Su recién adquirida categoría de ciudadano romano técnicamente lo clasificaba como uno de los plebeyos de los que Flavia hablaba con tanto desprecio. No obstante, la acusación era muy válida.

– La segunda ha demostrado su valía en todas las batallas que ha llevado a cabo. Puede estar orgullosa de su marido. Además, no es lo mismo que si nadie ayudara a los britanos.

– ¿No? -No, mi señora. Una y otra vez nos hemos encontrado con que los britanos están utilizando espadas y proyectiles de honda romanos.

– ¿Se los quitan a nuestros soldados? -Eso es muy improbable. Hasta ahora hemos ganado todos los combates, ellos no han recogido nada del campo de batalla. Alguien debe de abastecerlos.

– ¿Alguien? ¿A quién te refieres? -No tengo ni idea, mi señora. Todo lo que sé es que el legado está investigando el asunto y dijo que informaría al general.

– Ya veo. -Flavia movió la cabeza en actitud pensativa al tiempo que retorcía el dobladillo de su manto. Sin levantar la mirada, siguió hablando-. Y bien, supongo que vosotros dos querréis poneros al día de unos cuantos asuntos. Hace una noche preciosa para dar un paseo. Un largo paseo, diría yo.

Lavinia tomó de la mano a Cato mientras se ponía rápidamente en pie y le dio un fuerte tirón. Cato se levantó y bajó la cabeza para inclinarse ante Flavia.

– Me alegro de verla de nuevo, mi señora. -Yo también de verte a ti, Cato. Lavinia lo condujo hacia el faldón de la tienda. Antes de que salieran, Flavia les dijo a sus espaldas:

– Divertíos, mientras podáis.

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