CAPÍTULO III

– Descansen -ordenó Vespasiano.

Macro y Cato, de pie a un paso del escritorio, adoptaron la requerida postura informal. Se quedaron bastante impresionados al ver claras señales de agotamiento en su comandante cuando éste alzó el torso de los pergaminos que había sobre su escritorio y la luz de las lámparas de aceite que colgaban por encima de la cabeza cayó en su rostro lleno de arrugas.

Vespasiano los contempló unos instantes, sin estar muy seguro de cómo empezar.

Hacía unos días que al centurión, al optio y a un pequeño grupo de hombres de Macro cuidadosamente seleccionados los habían enviado a una misión secreta. Les habían asignado la tarea de recuperar un arcón de la paga que julio César se había visto obligado a abandonar en una marisma cercana a la costa casi cien años antes. El tribuno superior de la segunda legión, un fino y sofisticado patricio llamado Vitelio, había decidido hacerse él solo con el tesoro y, con una banda de arqueros a caballo a los que había sobornado, había caído sobre los hombres de Macro en medio de la neblina de las marismas. Gracias a las habilidades de combate del centurión, Vitelio fracasó y huyó del lugar. Pero las Parcas parecían estar a favor del tribuno: se había encontrado con una columna de britanos que intentaban flanquear el avance romano y había podido advertir del peligro a las legiones justo a tiempo. Como resultado de la subsiguiente victoria, Vitelio se había convertido en algo parecido a un héroe. Aquellos que conocían la verdad sobre la traición de Vitelio se sentían indignados por la lluvia de alabanzas que recibía el tribuno superior.

– Me temo que no puedo presentar cargos en contra del tribuno Vitelio. Sólo cuento con vuestra palabra para seguir adelante, y eso no basta.

Macro se erizó con ira apenas contenida. -Centurión, yo sé la clase de hombre que es. Dices que intentó hacer que te mataran a ti y a tus hombres cuando os mandé a buscar el arcón de la paga. Esa misión era secreta, totalmente secreta. Me imagino que solamente tú, yo y el muchacho aquí presente conocíamos el contenido del cofre. Y Vitelio, por supuesto. En este mismo momento sigue sellado y va camino de vuelta a Roma bajo fuerte vigilancia, y cuanta menos gente sepa que contiene oro en su interior, mejor. Así es como el emperador quiere dejar las cosas. Nadie nos va a dar las gracias por exponer el caso ante un tribunal si se formulan cargos en contra de Vitelio. Además, puede que no sepáis que su padre es un íntimo amigo del emperador. ¿Hace falta que diga más?

Macro frunció los labios y sacudió la cabeza. Vespasiano dejó que sus palabras hicieran mella, comprendiendo perfectamente la expresión de resignación que se asentó en los rostros del centurión y de su optio. Era una lástima que Vitelio tuviera que ser el que saliera de la situación oliendo a rosas, pero eso era algo típico de la suerte del tribuno. Aquel hombre estaba destinado a ocupar un alto cargo y las Parcas no iban a dejar que nada se interpusiera en su camino. Y, detrás de su traición, había muchas más cosas que las que Vespasiano podía dejar que supieran aquellos dos hombres. Aparte de sus responsabilidades como tribuno, Vitelio también era un espía imperial al servicio de Narciso, el primer secretario del emperador. Si alguna vez Narciso llegara a saber que Vitelio lo había engañado, la vida del tribuno quedaría a disposición del estado. Pero Narciso nunca se enteraría por boca de Vespasiano. Vitelio se había encargado de eso.

Mientras reunía información sobre la lealtad de los oficiales y soldados de la segunda legión, Vitelio había descubierto la identidad de un conspirador implicado en un complot para derrocar al nuevo emperador.

Flavia Domitila, la esposa de Vespasiano. Por el momento, entonces, existía un empate entre Vitelio y Vespasiano: ambos tenían información que podía herir mortalmente al otro si alguna vez llegaba a oídos de Narciso.

Consciente de que debía de haberse quedado mirando a sus subordinados con expresión ausente, Vespasiano enseguida se puso a pensar en la otra razón por la que había mandado llamar a Macro y Cato.

– Centurión, hay algo que debería animarte. -Vespasiano alargó la mano hacia un lado de la mesa y tomó un pequeño bulto envuelto en seda. Al desdoblar la seda con cuidado, Vespasiano dejó al descubierto un torques de oro que miró por un momento antes de sostenerlo bajo la tenue luz de las lámparas de aceite-. ¿Lo reconoces, centurión?

Macro miró un momento y luego movió la cabeza en señal de negación.

– Lo siento, señor. -No me sorprende. Probablemente tenías otras cosas en la cabeza la primera vez que viste esto -dijo Vespasiano con una sonrisa irónica-. -Es el torques de un jefe de los britanos. Pertenecía a un tal Togodumno, quien, afortunadamente, ya no se encuentra entre nosotros.

Macro soltó una carcajada al recordar de pronto el torques tal y como había estado, alrededor del cuello del enorme guerrero que había matado en combate unos días antes.

– ¡Toma! Vespasiano le lanzó el torques y Macro, al que pilló desprevenido, lo interceptó con torpeza--. Un pequeño obsequio como muestra del agradecimiento de la legión. Ha salido de mi parte del botín. Te lo mereces, centurión. Lo ganaste, así que llévalo con honor. _Sí, señor -respondió Macro al tiempo que examinaba el torques. Unas bandas de oro trenzadas brillaban bajo la temblorosa luz y cada uno de los extremos se enroscaba sobre sí mismo alrededor de un gran rubí que centelleaba como una estrella empapada de sangre. Tenía unos motivos extraños que se arremolinaban grabados en el oro que rodeaba los rubíes. Macro sopesó el torques y realizó un cálculo aproximado de su valor. Puso unos ojos como platos cuando cayó en la cuenta de la importancia del gesto del legado.

– Señor, no sé cómo darle las gracias. Vespasiano hizo un gesto con la mano.

– Entonces no lo hagas. Tal como he dicho, te lo mereces. En cuanto a ti, optio, no tengo nada que ofrecerte aparte de mi agradecimiento.

Cato se sonrojó y apretó los labios con una expresión amarga. El legado no pudo evitar reírse del joven.

– Es cierto que tal vez yo no tenga nada de valor para darte. Pero hay otra persona que sí lo tiene, o mejor dicho lo tenía. ~¿Señor?

– ¿Sabes que el centurión jefe ha muerto a causa de sus heridas?

– Sí, señor. -La pasada noche, antes de que perdiera la conciencia, hizo un testamento oral delante de testigos. Me pidió que yo fuera su albacea.

– ¿Un testamento oral? -Cato frunció el ceño. -Mientras haya testigos, cualquier soldado puede determinar de palabra cómo se han de distribuir sus pertenencias después de su muerte. Se trata de una costumbre más que de una norma consagrada por la ley. Al parecer Bestia quería que tu' tuvieras ciertos artículos de su propiedad.

– ¿Yo? -exclamó Cato-. ¿Él quería que yo tuviera algo, señor?

– Eso parece. -Pero, ¿por qué demonios? Si no me podía ni ver. -Bestia dijo que te había visto luchar como un veterano, sin armadura, con sólo el casco y el escudo. Haciendo tu trabajo tal como él te había enseñado. Me dijo que se había equivocado contigo. Había creído que eras un idiota y un cobarde. Se dio cuenta de que eras todo lo contrario y quiso que supieras que estaba orgulloso de la manera en que te habías formado.

– ¿Eso dijo, señor? -Exactamente eso, hijo. Cato abrió la boca, pero no le salieron las palabras. No podía creerlo, parecía imposible. Haber juzgado tan mal a alguien. Haber asumido que eran irremediablemente malos e incapaces de cualquier sentimiento positivo.

– ¿Qué quería que tuviera, señor? -Averígualo tú mismo, hijo -le contestó Vespasiano-. El cadáver de Bestia todavía está en la tienda hospital con sus efectos personales. El ayudante del cirujano sabe lo que tiene que darte. Quemaremos el cuerpo de Bestia al amanecer.

Podéis retiraros.

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