CAPÍTULO XLVII

Con ademán grandilocuente, Claudio retiró la sábana de seda que cubría la mesa. Debajo, iluminada por el brillo de docenas de lámparas de aceite colgantes, había una modelada reproducción del paisaje que los rodeaba, tan detallada como pudieron hacerla los oficiales del Estado Mayor en el tiempo que tuvieron disponible, basándose en los informes de los exploradores. Los oficiales de la legión se apiñaron alrededor de la mesa y examinaron el paisaje con detenimiento. Para aquellos que habían llegado tras la puesta de sol era la primera oportunidad de ver lo que tendrían ante ellos al día siguiente. El emperador dejó un breve momento a sus oficiales para que se familiarizaran con el modelo antes de empezar con el resumen de las instrucciones.

– Caballeros, mañana por la ma-mañana iniciaremos el final de la conquista de estas tierras. Una vez hayamos vencido a Carataco y acabado con su ejército ya no habrá na-nada entre nosotros y la capital de los catuvelanios. Con la ca-caída de Camuloduno, las demás tribus britanas se resignarán ante lo inevitable. Dentro de un año, cre-creo que puedo decirlo sin equivocarme, esta isla será una p-p-provincia tan pacífica como cualquier otra del Imperio.

Vespasiano escuchaba con silencioso desprecio y, a juzgar por las maliciosas miradas que intercambiaban, los demás oficiales compartían sus dudas. ¿Cómo iba a realizarse una conquista completa en tan sólo un año? Ni siquiera conocían la extensión de la isla; algunos exploradores afirmaban que sólo era la punta de una vasta masa de tierra. Si ése era el caso, las historias de las tribus salvajes del lejano norte eran ciertas. tardarían muchos años más en pacificar la provincia. Pero para entonces Claudio habría tenido su triunfo en Roma y la Plebe, entretenida por una interminable orgía de luchas de gladiadores, cacerías de bestias y carreras de cuadrigas en el circo Máximo, ya haría tiempo que se habría olvidado de la distante Britania. La última página de la historia oficial de conquista de Britania por Claudio se habría escrito y sería copiada en pergaminos para colocarse en las principales bibliotecas públicas de todo el Imperio.

Mientras tanto, Plautio y sus legiones seguirían ocupadas en sojuzgar las plazas fuertes secundarias que se empeñarían en mantenerse firmes contra el invasor. Y mientras quedara algún druida con vida, siempre habría una resistencia armada constante y brillante que a menudo terminaría en una rebelión armada. Ya desde su sangrienta persecución por parte de Julio César, los druidas sentían por Roma y por todo lo Romano un odio inextinguible y ferviente.

– Dentro de dos días -continuó diciendo Claudio- estaremos festejándolo en Ca-Camuloduno. ¡Pensad en eso y en los años venideros po-podréis contar a vuestros nietos la re-recia batalla en la que participasteis y que ganasteis al lado del emperador Claudio! -Con los ojos brillantes y una sonrisa torcida en la boca, miró los rostros de sus oficiales de estado Mayor. Rápidamente, el general Plautio juntó las manos e inició un aplauso que fue más automático que entusiasta.

– Gracias, gracias. -Claudio levantó las manos y el palmoteo se fue apagando obedientemente-. Y ahora dejaré que Narciso os hable de los detalles de mi p-plan de ataque. ¿Narciso?

– Gracias, César. El emperador se apartó de la mesa y su liberto de confianza ocupó su lugar con un largo y delgado bastón de mando en la mano. Claudio se acercó renqueando hasta una mesa lateral y empezó a comer algunos de los elaborados pastelitos y tartaletas que su equipo de jefes de cocina había conseguido hacer como por arte de magia. No prestó mucha atención a la presentación de Narciso y por lo tanto le pasó por alto el hosco resentimiento de los oficiales superiores del ejército ante el hecho de que las órdenes les fueran dadas por un burócrata civil que, además, no era más que un simple liberto.

Narciso saboreaba aquel momento y observó la maqueta en actitud pensativa antes de alzar el bastón de mando y empezar su alocución.

– El emperador ha decidido que se requieren tácticas atrevidas para un hueso tan duro de roer como éste. -Dio unos golpecitos a las ramitas que representaban la empalizada britana sobre las colinas--. No podemos valernos del terreno situado al sur debido al pantano y no podemos atravesar el bosque. Los exploradores han informado de que unos tupidos brezales crecen justo hasta el límite de la línea de los árboles.

– ¿Lograron penetrar en el bosque? -preguntó Vespasiano.

– Me temo que no. Los britanos enviaron carros de guerra para ahuyentar a los exploradores antes de que éstos pudieran echar un buen vistazo. Pero informan de que, por lo que pudieron ver, el bosque es impenetrable y no había señales de caminos abiertos.

Vespasiano no se quedó satisfecho.

– ¿No te parece sospechoso que los britanos no quisieran que los exploradores se acercaran demasiado al bosque?

Narciso sonrió. -Mi querido Vespasiano, que una vez a ti te tendieran una emboscada no es motivo suficiente para juzgar a otros sólo porque tú no reconociste el terreno de forma adecuada.

Se oyó una inhalación brusca por toda la tienda y los demás oficiales superiores esperaron la reacción de Vespasiano ante aquel indignante ataque a su profesionalidad. El legado apretó la mandíbula para reprimir el arrebato que le subía por la garganta. La acusación era extremadamente injusta; él había actuado según las órdenes directas de Plautio, pero sería de lo más indecoroso decirlo en esos momentos.

– Entonces sería prudente reconocer el terreno de forma adecuada en esta ocasión -respondió Vespasiano sin alterar la voz. -Ya se han encargado de ello. -Narciso agitó la mano con displicencia. Detrás de él, el emperador abandonó la tienda con una bandeja atiborrada de exquisiteces-. Y ahora, sigamos con los detalles. El convoy de los proyectiles se desplegará al amparo de la noche hasta tener las defensas enemigas a tiro. El ejército de tierra se alineará detrás de la guardia pretoriana, con los elefantes en nuestro flanco derecho. Las catapultas dispararán sobre la empalizada hasta que los pretorianos y los elefantes empiecen a avanzar por la pendiente. Yo diría que sólo con ver a los elefantes los britanos se pondrán nerviosos y se distraerán el tiempo suficiente para permitir que los pretorianos escalen las defensas. Tomarán y ocuparán la empalizada. La vigésima, decimocuarta y novena legiones atacarán por la brecha abierta por los pretorianos y se desplegarán en abanico al otro lado de las colinas. La segunda permanecerá en reserva tras dejar cuatro cohortes que, junto con las tropas auxiliares, vigilarán el campamento y el convoy de bagaje. En cuanto nos hayamos encargado de Carataco será sólo cuestión de seguir el camino hasta Camuloduno. Esto es todo, caballeros. -Narciso dejó que el bastón de mando se deslizara entre sus dedos hasta que golpeó contra el suelo de madera.

Aulo Plautio se dirigió rápidamente a la cabecera de la mesa de mapas.

– Gracias, una exposición de lo más sucinta. -Trato de no decir ni una palabra más de lo que es completa y estrictamente necesario -replicó Narciso.

– Perfecto. Y ahora, ¿hay alguna pregunta? -Si hubiera alguna pregunta -interrumpió Narciso- sólo sería indicio de que no han escuchado como es debido. Y estoy seguro de que tus hombres son tan profesionales como parecen. Hay un último punto en el orden del día. Me ha llegado la noticia de que alguien podría atentar contra la vida del emperador durante los próximos días. Continuamente tengo que ocuparme de rumores como éste y estoy convencido de que resultará ser otra falsa alarma. -Dirigió un leve gesto de la cabeza a Vespasiano y siguió hablando-. Pero nunca podemos estar seguros del todo. Les estaría de lo más agradecido si ustedes, caballeros, pudieran tener los ojos y oídos bien abiertos ante cualquier cosa que resulte remotamente sospechosa. General Plautio, ya puedes ordenarles que se retiren.

Por un instante Vespasiano estuvo seguro de que su general iba a explotar ante la insolencia del liberto y deseó que Plautio así lo hiciera. Pero en el último momento Plautio levantó la mirada, por detrás del hombro de Narciso, y vio a Claudio que los observaba detenidamente a través de una rendija de los faldones de entrada a la tienda mientras masticaba un pastelito, ajeno a las migas que le ensuciaban sus magníficas galas imperiales. De manera cortante, el general hizo una señal con la cabeza a sus oficiales y éstos desfilaron rápidamente fuera de la tienda, deseosos de evitar verse envueltos en un enfrentamiento entre Plautio y el primer secretario.

Vespasiano esperó junto a la mesa de los mapas, resuelto a dar su opinión, y no hizo caso de la mirada de advertencia y las señas que le dirigió Sabino, el cual se había detenido brevemente en el umbral. Al final sólo quedaron Vespasiano, Plautio, el emperador y su liberto.

– Me imagino que desaprueba mi plan, legado. -César -empezó a decir Vespasiano con cautela-, el plan es excelente. Quiere llevar a cabo esta guerra como un relámpago y abatir al enemigo con una deslumbrante ofensiva que lo aplastará antes de que pueda reaccionar. ¿Quién no querría luchar una guerra de este modo? Pero… -Miró a su alrededor para calibrar las expresiones de los rostros vueltos hacia él.

– Continúa, por favor -dijo Narciso con frialdad-. Tu silencio es atronador, ¿pero?

– El problema radica en el enemigo. Estamos dando por supuesto que se limitará a quedarse sentado en esas colinas para defenderlas. ¿Y si tienen tropas ocultas en el bosque? ¿Y si…

– Ya hemos hablado de esto, Vespasiano -respondió Narciso, como si le explicara algo una vez más a un colegial particularmente burro-. Los exploradores dicen que el bosque es infranqueable.

– Pero, ¿y si se equivocan? -¿Y si se equivocan? -lo imitó Narciso-. ¿Y si hay cuadrigas ocultas en zanjas esperando a saltar sobre nosotros en cuanto nos acerquemos? ¿Y si tienen a miles de soldados escondidos en los pantanos? ¿Y si se han aliado en secreto con una tribu de amazonas que alejen las ideas de invasión y conquista del pensamiento de nuestros hombres?

Su tono socarrón enfureció a Vespasiano. ¡Cómo se atrevía ese idiota a mostrar tanto desdén!

– Se ha reconocido el terreno a conciencia -siguió diciendo Narciso-. Conocemos las posiciones del enemigo, sabemos cómo aprovecharnos de nuestros puntos fuertes y de sus debilidades, hemos vencido a Carataco anteriormente y volveremos a hacerlo. En cualquier caso, ya se han dictado todas las órdenes, por lo que ahora es demasiado tarde para cambiar las cosas.

Plautio cruzó la mirada con Vespasiano y sacudió la cabeza para impedir cualquier otra polémica. La palabra del emperador era la ley, para los soldados aún más que para la mayoría, y no se podía discutir eso. Si Claudio deseaba librar esa guerra relámpago no había nadie que pudiera detenerle… excepto los britanos.

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