CAPÍTULO LIII

– No está mal -comentó Vespasiano con la boca llena de un pastelito salado-. Nada mal.

– Ten cuidado. Te están cayendo migas por todas partes. -Flavia las sacudió de los pliegues de la túnica de su marido-.

Francamente, diría que un hombre adulto tendría que dedicar un poco más de tiempo a pensar en las consecuencias de lo que elige comer.

– No me eches la culpa, cúlpalo a él. -Vespasiano agitó el pastelito hacia Narciso, que estaba de pie a un lado de la mesa del emperador mientras su amo picaba de un plato de setas con ajo-. -Él ha decidido el menú y lo ha hecho de primera. Por cierto, ¿esto qué es?

Flavia tomó una de las pastas y la olfateó con la refinada reflexión de aquellos que han sido educados para mirar por encima del hombro los esfuerzos de los demás.

– Es carne de venado (a lo que podría añadir que ha estado colgada más tiempo del necesario) adobada con salsa de escabeche de pescado antes de desmenuzarla, mezclarla con hierbas y harina y hornearla.

Vespasiano la miró con manifiesta admiración y luego volvió la vista a los restos de su pastelito.

– ¿Cómo sabes todo eso? ¿Sólo por el olor? -A diferencia de ti, yo me molesté en leer el menú. Vespasiano esbozó una sonrisa gentil. -¿Qué más hay en el menú, ya que tú eres la experta? -No tengo ni idea. Sólo llegué a leer los entrantes, pero me imagino que no es más que una repetición de todos los banquetes que Claudio ha celebrado hasta ahora.

– Un animal de costumbres, nuestro emperador. -De las costumbres de Narciso, por desgracia. El menú tiene su impronta por todas partes: elegido con escrupulosidad, pretencioso y con muchas posibilidades de dejarte una sensación de náusea en el estómago.

Vespasiano soltó una carcajada y, de forma espontánea, se acercó a su esposa y la besó en la mejilla. Ella aceptó el beso con una expresión de sorpresa.

– Lo siento. No pretendía asustarte -dijo Vespasiano-. Es que, por un momento, parecía como en los viejos tiempos.

– No tiene por qué parecer otra cosa, esposo. Si no me trataras con tanta frialdad.

– Frialdad -repitió Vespasiano, y la miró a los ojos-. Eso no es lo que tú me inspiras. Nunca te he querido más que ahora. -Se acercó más a ella y siguió hablando en voz baja-. Pero tengo la sensación de que no te conozco. Desde que me dijeron que estabas relacionada con los Libertadores.

Flavia le tomó la mano y la apretó con fuerza. -Te he contado todo lo que necesitas saber. Te he dicho que no tengo ningún contacto con esa gente. Ninguno.

– Tal vez ahora no. Pero, ¿y antes? Flavia sonrió tristemente antes de responder con una voz clara y queda:

– No tengo ningún contacto con ellos ahora. Esto es cuanto puedo decirte. Si te contara algo más podría ponerte en peligro, y tal vez a Tito también… y al otro niño.

– ¿El otro niño? -Vespasiano frunció el ceño antes de caer en la cuenta. Dejó de masticar la pasta, cogió aire para decir algo y de pronto empezó a ahogarse con las migas del pastelito. Se le puso la cara roja mientras tosía desesperadamente para intentar aclararse la garganta. Las cabezas empezaron a volverse y, en la mesa de honor, Claudio levantó la mirada, observó el espectáculo y volvió los ojos a su comida, aterrorizado. Narciso se acercó a él a toda prisa para tranquilizarlo y rápidamente mordisqueó una de las setas del plato de Claudio.

Flavia le daba golpes en la espalda a su marido, tratando de librarlo de la obstrucción hasta que, por fin, Vespasiano volvió a respirar y, con lágrimas saltándole de los ojos, atrapó las manos de Flavia para que dejara de vapulearle.

– Estoy bien. Estoy bien. -¡Creí que te morías! -Flavia estaba a punto de romper a llorar y, de pronto, se empezó a reír de los dos, con lo cual los demás comensales volvieron a quedarse tranquilos-. ¿Qué demonios te ha pasado?

– El bebé -logró decir Vespasiano antes de volver a toser--.

¿Estás esperando otro bebé?

– Sí -respondió Flavia con una sonrisa antes de mandar a Lavinia a buscar un poco de agua para su marido.

Vespasiano, todavía con la cara roja, se inclinó y rodeó a su mujer con los brazos, ocultando el rostro entre su hombro y su cuello.

– ¿Cuándo lo concebiste? -En la Galia, poco antes de que llegáramos a Gesoriaco. Hace más de cuatro meses. Espero el bebé para primeros del año que viene.

– ¡Vespasiano! -gritó Claudio por encima del barullo de las conversaciones que, de repente, se apagaron-. ¡Eh, Vespasiano!

Vespasiano soltó a su esposa y se volvió rápidamente. -¿César? -¿Te encuentras bien? -Perfectamente bien, César. -Se volvió hacia su esposa con una sonrisa-. En realidad, estoy de maravilla.

– Pues no lo pa--pa--parece. ¡Hace un m-mo-momento parecías estar a punto de estirar la pata! Estaba pensando que me había salvado de milagro, que alguien te había envenenado por error.

– Nada de veneno, César. Acabo de enterarme de que voy a tener otro hijo.

Flavia se ruborizó y fijó la mirada en sus manos con apropiada modestia. Claudio alargó la mano para coger su copa de oro llena de vino y la alzó en su dirección.

– ¡Un brindis! Que el próximo Flavio que ha de nacer viva para servir a su emperador con tanta distinción como su padre, y como su tío, por supuesto. -Claudio movió la cabeza en dirección a Sabino, que esbozó una débil sonrisa. El resto de invitados que había en el enorme e intensamente iluminado salón de los catuvelanios coreó el brindis y Vespasiano inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. Pero la desenfadada mención por parte del emperador de un posible intento de asesinato volvió a recordarle a Vespasiano sus temores sobre lo que Adminio le había contado y echó un vistazo por el salón al tiempo que observaba con recelo al contingente britano. Venutio, los patriarcas de los trinovantes y una veintena de otros nativos estaban sentados con cohibida incomodidad a la derecha del emperador, no muy lejos.

– ¿Por qué tardará tanto esa condenada de Lavinia? -masculló Flavia al tiempo que paseaba su mirada por el salón-. Sólo tenía que traerte un vaso de agua…

Un acre aroma a especias con un subyacente olor, más intenso, a salsas y a carne que se cocinaba, inundó el olfato de Cato cuando él y Macro entraron en la zona abierta de la cocina situada en la parte de atrás del gran salón. Unos enormes calderos hervían sobre los fogones de los que se ocupaban unos sudorosos esclavos mientras los cocineros trabajaban sobre unas largas mesas montadas sobre caballetes preparando la plétora de platos requeridos en un banquete imperial.

– ¿Y ahora qué? -susurró Cato. -Tú haz lo mismo que yo. El centurión se dirigió hacia la puerta de marco de madera que daba a uno de los lados del formidable salón. Un fornido esclavo de palacio vestido con una túnica de color púrpura levantó la mano mientras se acercaban.

– ¡Apártate de mi camino! -exclamó Macro con brusquedad.

– ¡Alto! -respondió el esclavo con firmeza-. No se puede entrar sin autorización.

– ¿Autorización? -Macro le devolvió una mirada fulminante-. ¿Quién dice que necesito autorización, esclavo?

– Por aquí sólo entran los esclavos de la cocina. Pruebe por la entrada principal del salón.

– ¿Quién lo dice? -Son las órdenes que tengo, señor. Directamente de Narciso en persona.

– Narciso, ¿eh? -Macro se le acercó y bajó la voz-. Tenemos que ver al legado de la segunda ahora mismo.

– No sin autorización, señor. -Vale, muy bien, ¿quieres ver mi autorización? -Macro metió la mano izquierda en su portamonedas y en el instante en que los ojos del esclavo siguieron aquel gesto, el centurión le propinó un tremendo gancho con la derecha. Al esclavo se le fue la mandíbula hacia atrás y cayó como un saco lleno de piedras. Macro se sacudió la mano al tiempo que miraba a la maltrecha figura que tenía a sus pies-. ¿Qué te parece esta autorización, bobo de mierda?

Los esclavos de la cocina observaban nerviosos al centurión.

– ¡Volved al trabajo! -gritó Macro-. ¡Ahora! Antes de que recibáis el mismo trato que él.

Por un momento no hubo ninguna reacción y Macro dio unos pasos hacia el grupo de cocineros más cercano mientras desenfundaba su espada lentamente. Volvieron al trabajo de inmediato. Macro echó un vistazo a su alrededor con el ceño fruncido, desafiando a todos los demás a que le retaran hasta que todos los cocineros volvieron a sus quehaceres.

– Vamos, Cato -dijo Macro con calma, y agachó la cabeza para cruzar la puerta hacia el gran salón. Cato lo siguió hacia las sombras, detrás de un contrafuerte de piedra. Los envolvió una cálida atmósfera viciada.

– Quédate aquí atrás -ordenó Macro-. Necesito tantear el terreno.

Macro atisbó por el contrafuerte. El inmenso espacio estaba iluminado por innumerables lámparas de aceite y velas de sebo sujetas en enormes travesaños de madera que colgaban mediante poleas de las oscuras vigas que había en lo alto. Bajo su luz ambarina, los cientos de invitados estaban tendidos sobre triclinios situados a lo largo de tres de los lados del salón. Ante ellos había unas mesas repletas de la mejor gastronomía que los cocineros imperiales pudieron procurar. El vocerío de las conversaciones y las risas abrumaba a los cantantes griegos que se esforzaban por hacerse oír desde una tarima situada detrás de la mesa principal, donde estaba recostado el emperador solo. En el espacio que quedaba entre las mesas había un oso encadenado a un perno del suelo. El oso gruñía y daba zarpazos a una jauría de perros de caza que daban vueltas a su alrededor y le mordían siempre que bajaba la guardia por algún lado. Uno de los perros fue alcanzado por una zarpa y, con un aullido agudo, salió volando por los aires y se estrelló estrepitosamente contra una mesa. Comida, platos, copas y vino saltaron por los aires mientras que una de las invitadas daba un chillido de horror cuando la sangre le salpicó la estola de color azul pálido que llevaba.

Al tiempo que los rugidos de ánimo dirigidos al oso se iban apagando, Macro volvió la mirada hacia el contingente britano que estaba sentado a un lado del emperador. La mayor parte de los britanos habían sucumbido a la debilidad celta por la bebida y se mostraban escandalosos y torpes mientras daban gritos de entusiasmo ante la pelea de animales. Sin embargo, había unos cuantos que estaban sentados en silencio, picando de la comida y observando el espectáculo con un desdén apenas disimulado. En el triclinio más próximo al emperador había un joven britano que mordisqueaba una hogaza de pan en forma de trenza a la vez que -miraba fijamente al suelo que tenía delante, completamente ajeno a la atmósfera que imperaba en el banquete.

– Allí está nuestro hombre… Belonio, quiero decir. -Macro le hizo un gesto con la mano a Cato para que se acercara--. ¿Lo ves?

– Sí, señor. -¿Crees que deberíamos saltarle encima? -No, señor. Ya no tenemos pruebas. Tenemos que intentar hablar con el legado, o con Narciso.

– El liberto no se separa un momento de su amo, pero no veo al legado.

– Allí. -Con un gesto de la cabeza, Cato señaló hacia el otro lado del salón. Vespasiano tenía la cabeza vuelta hacia otro lado y besaba a su mujer. De pie detrás de ellos estaba Lavinia, que reía alegremente mientras miraba al atormentado oso. Una hirviente mezcla de celosa aversión y recordado afecto le subió a Cato por la boca del estómago. Lavinia miró a un lado y sonrió. Cato siguió su mirada y vio a Vitelio, sentado con un grupo de oficiales del Estado Mayor enfrente de los britanos. El tribuno miraba por encima de su hombro y le devolvía la sonrisa a Lavinia, lo cual provocó que Cato apretara los puños y frunciera la boca.

– Allí está Vitelio, junto al emperador -susurró Macro. -Ya lo he visto. -¿Y ahora qué? -Macro volvió a situarse detrás del contrafuerte con cuidado y miró a su optio-. ¿Narciso o Vespasiano?

– Vespasiano -decidió Cato inmediatamente-. Hay demasiados de esos guardaespaldas germanos alrededor de Narciso. No tendríamos oportunidad de que nuestro mensaje llegara a su destino a través de todos ésos. Esperemos a que sirvan el próximo plato y utilicemos a los camareros para acercarnos al legado sin que nos vean.

– ¿Esperar? No podemos permitírnoslo. Esos de ahí fuera no tardarán en recuperar el valor para ir a buscar ayuda.

– Señor, ¿qué cree que ocurriría si nos descubren aquí sin invitación ni autorización y armados?

– De acuerdo. Esperaremos un poco más. Cuando se agacharon tras el contrafuerte, los salvajes gruñidos y rugidos de la pelea de animales llegaron a un punto culminante. Los invitados al banquete daban gritos de entusiasmo y aullaban como si ellos también fueran bestias mientras el oso y los perros se destrozaban mutuamente con una furia espantosa. Con un último aullido agudo que quedó ahogado de inmediato por el rugido triunfal del oso, la lucha llegó a su fin y las ovaciones de la audiencia terminaron convirtiéndose en ruidosas conversaciones. Cato se arriesgó a echar un vistazo tras el contrafuerte de piedra toscamente tallada y vio que una docena de fornidos britanos se llevaba con cadenas al oso, de cuyas fauces y numerosas heridas goteaba sangre. A sus destrozadas víctimas las sacaron de allí arrastrándolas con unos ganchos.

Se oyó un fuerte batir de palmas proveniente del exterior del salón y las puertas se abrieron de golpe para dejar paso a docenas de esclavos imperiales que empezaron a circular por los lados del salón. ~¡Vamos! -dijo Cato entre dientes al tiempo que le tiraba del brazo a Macro. Ambos se pusieron en pie y se unieron a los esclavos con disimulo, abriéndose paso entre la multitud de artistas e invitados. A Cato le latía con fuerza el corazón, sentía frío y tenía miedo ante el espantoso riesgo que estaba corriendo. Si los descubrían, lo más probable era que los mataran en el acto, antes de que tuvieran oportunidad de explicar su presencia. Cato vio a Lavinia de pie detrás de sus amos. Un poco más allá, Vitelio se había levantado de su triclinio y le hizo señas a Lavinia. Con una rápida mirada para asegurarse de que su ama no miraba, ésta corrió con ligereza hacia el tribuno. El corazón de Cato se endureció al ver esto y tuvo que obligarse a apartar a Lavinia de su pensamiento.

Con Macro a su lado, Cato se escurrió entre el gentío y se colocó detrás de Vespasiano. En ese preciso momento Flavia volvió la cabeza y frunció el ceño al ver a los dos soldados entre los esclavos. Entonces sonrió al reconocer a Cato. Le tiró de la manga a su marido.

Al otro extremo del enorme salón, el jefe de camareros dio unas palmadas y los esclavos se acercaron a las repletas mesas de los invitados.

– Señor -dijo Cato en voz baja--. Señor, soy yo, Cato.

Vespasiano levantó la vista y tuvo exactamente la misma reacción que su esposa.

– ¿Qué demonios ocurre, optio? ¿Y tú, Macro? ¿Qué estás haciendo aquí?

– Señor, no hay tiempo para explicaciones -susurró Cato en tono apremiante. Vio que Vitelio tomaba a Lavinia de la mano y la conducía hacia la mesa del emperador-. El asesino sobre el que nos advirtió Adminio está aquí.

– ¿Aquí? -Vespasiano puso los pies en el suelo y se levantó-. ¿Quién es?

– Belonio.

Los ojos del legado se dirigieron instantáneamente hacia el grupo de britanos, que en aquel momento estaban todos borrachos y dando gritos, todos excepto Belonio. Él también estaba de pie con una mano escondida entre los pliegues de su túnica.

– ¿Cómo sabes que es él? -Giró sobre sus talones para mirar a Cato-. ¡Rápido!

En la mesa del emperador, Claudio se relamía mientras recorría con la mirada a la atractiva esclava que tenía ante él. Lejos de estar nerviosa por la perspectiva de ser presentada a su emperador, la chica sonreía con timidez.

– ¡Qué mujer! -exclamó Claudio apreciativamente. -Ya lo creo, César -coincidió Vitelio-. Y es muy servicial. -No lo dudo. -Claudio le sonrió a Lavinia-. ¿Y de verdad estás dispuesta a entregarte a tu emperador?

Lavinia frunció el ceño y se volvió hacia Vitelio con inquietud, pero el tribuno miraba fijamente hacia delante, totalmente indiferente ante las insinuaciones del emperador.

– ¿Y bien, jo-jovencita? Vitelio dirigió una rápida mirada hacia los invitados tribales y luego se volvió hacia su emperador.

– Tal vez al César le gustaría echar un vistazo más de cerca a la mercancía.

Sin previo aviso, agarró la túnica de Lavinia por los hombros y le dio un fuerte tirón hacia abajo hasta dejar sus pechos al descubierto. Lavinia dio un grito y se resistió, pero Vitelio la sujetó con fuerza. Todas las miradas se volvieron hacia ellos.

Hubo un repentino movimiento a la derecha del emperador cuando Belonio salió disparado de repente y echó a correr hacia él, con una daga que brillaba en su mano bajada. Cato fue el primero en reaccionar: de un salto se subió a la mesa que había frente a su legado y se precipitó por el salón hacia Belonio.

– ¡Detenedle! -gritó Cato. Belonio lanzó una mirada de reojo, con los ojos encendidos de un fanático y un gruñido con el que enseñó los dientes, y siguió corriendo hacia el emperador. Cato se precipitó de cabeza sobre el asesino y lo agarró de la pierna. Sujetándola con fuerza, consiguió derribar a Belonio. Ambos cayeron hacia delante, pero Cato volvió a asir rápidamente al otro y le clavó los dedos por un momento antes de que Belonio pegara una patada con el pie que tenía libre, la cual impactó de lleno en la cara del optio. Cato soltó la mano instintivamente y Belonio se zafó, se puso en pie apresuradamente y volvió a lanzarse hacia el emperador.

Los guardaespaldas germanos, que se habían distraído momentáneamente con la exhibición de Lavinia por parte de Vitelio, corrieron a situarse entre su señor y Belonio. Claudio tenía las manos levantadas para taparse la cara y profirió un grito tembloroso. El britano siguió corriendo, con la daga preparada en la mano y sin levantar el brazo, directo hacia el emperador. Cuando alcanzó al primer guardaespaldas, el germano se echó hacia atrás y le pegó al britano con el escudo en la cabeza. Belonio se estrelló contra el suelo de piedra.

– ¡Guardias! -gritó Narciso-. ¡Guardias! Vitelio sólo tardó un segundo en darse cuenta de que el asesino había fallado. Le arrebató la daga del cinturón a uno de los guardaespaldas y él mismo se echó encima del britano. Los guardias se estaban acercando pero, cuando llegaron allí, todo había terminado. Vitelio se levantó y se quedó de rodillas, con la mejilla y la parte delantera de su túnica manchadas de sangre. Belonio yacía a sus pies, muerto, con el mango de la daga del guardaespaldas asomándole por debajo de la barbilla. La hoja le había atravesado el cuello y se había clavado en su cerebro, y los ojos se le salían de las órbitas, con una expresión de sorpresa. Un hilo de sangre oscura se formó en la comisura de su boca abierta y le bajó por la mejilla.

El britano tenía en la mano la empuñadura enjoyada de la daga celta que Lavinia había introducido a escondidas en el salón. Ella bajó la vista hacia la daga, luego miró a Vitelio con una expresión de terror y retrocedió poco a poco, apartándose de él, al tiempo que apretaba la estropeada túnica contra su pecho.

Los guardaespaldas avanzaron con las armas desenfundadas. Desde el otro extremo, los invitados a la cena y los esclavos que la servían se precipitaron hacia allí para verlo mejor. Cato se puso en pie y se encontró rodeado de personas que se agolpaban. Miró a su alrededor y vio que Claudio estaba a salvo. Narciso rodeaba al emperador con un brazo y gritaba órdenes para que despejaran el salón. Cato volvió la cabeza y buscó con la mirada a Lavinia, preocupado. Entonces la vio forcejeando con Vitelio, que la tenía agarrada e intentaba llevársela a un lado.

Los guardaespaldas del emperador obligaban a la muchedumbre a alejarse de Claudio a punta de espada. A la vista de las armas se oyeron gritos de pánico y la multitud retrocedió,, arrastrando a Cato, que perdió de vista al tribuno y a Lavinia. Alguien le agarró del brazo con fuerza, le hizo dar la vuelta y se encontró frente a Macro.

– ¡Salgamos de aquí! -gritó Macro-. Antes de que llegue la guardia pretoriana y algún idiota empiece una masacre.

– ¡No! ¡Antes tengo que encontrar a Lavinia!

– ¿A Lavinia? ¿Y para qué demonios quieres encontrarla? ¡Creía que esa puta colaboraba con Vitelio!

– ¡No voy a abandonarla, señor! -Ya la buscarás después. Ahora vámonos. -¡No! -Cato se soltó de un tirón y avanzó a empujones en dirección al lugar donde había visto a Lavinia forcejeando con Vitelio. Sin hacer caso de la gente que lo rodeaba, Cato se abrió camino a la fuerza. A sus espaldas oyó que Macro lo llamaba y le gritaba enojado que saliera del salón. Entonces, justo delante de él, una mujer dio un chillido y, por entre el gentío, vio a Vitelio empapado de sangre y sosteniendo un cuchillo del que caían gotas carmesíes. Su mirada se cruzó con la de Cato y frunció el ceño. Entonces Vitelio echó un vistazo a los rostros aterrorizados que lo rodeaban, le sonrió una vez a Cato, retrocedió hacia donde estaban los guardias del emperador y, una vez allí, dejó caer el cuchillo y levantó las manos. Claudio lo vio y al instante fue corriendo hacia él y lo tomó de las manos, con una radiante sonrisa de gratitud en su rostro.

Cato siguió adelante a empellones, esforzándose por vislumbrar a Lavinia. Se le enganchó el pie en algo y estuvo a punto de tropezar. Al mirar al suelo vio que lo tenía atrapado entre los pliegues de una túnica. La túnica envolvía la figura inmóvil de una mujer que estaba tendida en el suelo sobre un charco de sangre que se extendía y apelmazaba los largos mechones de oscuro cabello. Cato sintió que un escalofrío de horror le recorría el cuerpo.

– ¿Lavinia?

La apiñada muchedumbre se arremolinaba y se apretujaba por todas partes y Cato se arrodilló junto al cuerpo y le apartó el pelo de la cara con mano temblorosa. Los ojos sin vida de Lavinia estaban abiertos, sus pupilas grandes y oscuras, su boca ligeramente abierta que revelaba unos dientes blancos. Por debajo de la barbilla tenía un corte tan profundo en el cuello que a través de los tendones y arterias cercenadas se veía el hueso.

– Oh, no… ¡No! -¡Cato! -le bramó Macro al oído cuando al fin pudo abrirse paso hasta su optio-. Vamos… ¡Oh, mierda!

Durante un breve momento ninguno de los dos se movió y entonces Macro volvió a ponerse en movimiento rápidamente y con brutalidad obligó a Cato a ponerse en pie.

– Está muerta. Muerta, ¿entiendes lo que te digo? Cato movió la cabeza afirmativamente. -Debemos irnos. ¡Ahora! Cato se dejó arrastrar por Macro dentro de la multitud presa del pánico; el centurión apartaba a la gente a patadas y empujones en su desesperado intento por sacarlos a ambos del salón antes de que la guardia pretoriana se sumara a la confusión.

– ¡Rápido! -Macro agarró a Cato del brazo y tiró de él en dirección a la entrada lateral más próxima-. ¡Por aquí!

Apenas consciente de lo que ocurría, Cato notó que lo empujaban fuera del salón y la última imagen que ardió en su mente fue la del emperador estrechando a Vitelio entre sus brazos como su salvador.

Lavinia había muerto y Vitelio era un héroe. Lavinia había muerto asesinada por Vitelio. Cato se llevó la mano a la daga. Sus dedos se tropezaron con el mango y lo ciñeron con fuerza.

– ¡No! -le bramó Macro al oído, con dureza-. ¡No, Cato! ¡No vale la pena!

Macro lo alejó, a rastras, del gentío que gritaba y chillaba y lo empujó por la pequeña puerta lateral.

Una vez fuera del edificio, Macro se llevó a Cato hacia las sombras justo cuando los primeros pretorianos entraban en tropel en el salón y empezaban a reunir a los esclavos. Gritos y chillidos se alzaron en el aire.

Cato inclinó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra la tosca pared de piedra. Sobre él, en las alturas, sin que los lamentables detalles de la existencia humana lo molestaran o preocuparan, se hallaba el firmamento, con una plácida reunión de estrellas rutilantes. Pero tenía un aspecto muy frío, más frío incluso que la desesperación que, como si fuera un torno, le oprimía el corazón y le aplastaba toda voluntad de vivir.

– Venga, muchacho. Cato abrió los ojos y parpadeó tratando de contener las lágrimas. La figura de Macro, oscurecida contra las estrellas, se erguía por encima de él con la mano extendida. Por un momento Cato quiso quedarse allí, que los pretorianos lo descubrieran con su cuchillo y acabaran rápidamente con su agonía.

– Ella está muerta, Cato. Tú aún sigues vivo. ¡Así son las cosas! ¡Y ahora, vamos!

Cato dejó que lo pusiera en pie. Con un suave empujón, Macro lo alejó del salón de vuelta a la seguridad del campamento de la segunda legión.

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