CAPÍTULO XXI

– ¡Esto es una auténtica pesadilla de mierda! -gruñó el centurión Macro al tiempo que le daba un manotazo a un enorme mosquito que se estaba alimentando en su antebrazo. Apenas se había convertido en una mancha roja y negra entre los oscuros pelos bajo el dobladillo de su manga cuando varios insectos más, provenientes de la arremolinada nube que se cernía sobre él, decidieron arriesgarse y aterrizaron en el trozo de piel desnuda que tenían más cerca. Macro los ahuyentó con una mano mientras que con la otra intentaba darles a sus compañeros voladores-. Si algún día le pongo las manos encima al responsable de este jodido fiasco, no volverá a respirar.

– Me imagino que la orden vino del general, señor -respondió Cato con toda la suavidad de la que fue capaz.

– Bueno, en ese caso tendré que retomar el asunto en el infierno, donde estaremos en mayor igualdad de condiciones.

– Para entonces al general ya no le hará ninguna falta respirar, señor.

El centurión hizo una pausa en su guerra con los auxiliares nativos y se dio la vuelta hacia su optio.

– Pues podría darme el gusto ahora mismo con otra persona. Alguien que esté un poco por debajo en la jerarquía. A menos que éste sea el último de tus útiles comentarios.

– Lo siento, señor -contestó Cato mansamente. La situación era intolerable y la frivolidad no facilitaba las cosas.

Durante la última hora la sexta centuria había estado siguiendo un tortuoso sendero a través de los macizos de matorrales de aulagas, sin separarse de los trozos de terreno más sólidos del pantano que se extendía por todas partes. El sendero era lo bastante ancho para una persona y, con toda probabilidad, lo habían abierto las bestias salvajes. Habían perdido el contacto con el resto de la cohorte y el único indicio de otra presencia humana eran los gritos distantes y los sonidos de escaramuzas a pequeña escala que provenían de partes diferentes del pantano. Los únicos britanos que se habían encontrado eran un puñado de desaliñados de la infantería ligera armados con escudos de mimbre y lanzas de caza. Superados en número y aventajados por los legionarios, se habían rendido sin luchar y fueron escoltados hacia la retaguardia por ocho soldados de los que Macro mal podía permitirse prescindir, puesto que cada vez eran menos los que quedaban a sus órdenes. Cuando la escolta se fue, la centuria siguió adelante a duras penas.

Mientras el sol descendía hacia el horizonte, la quieta y cálida atmósfera se cernió sobre la centuria como una manta asfixiante y el sudor manaba de cada poro. Macro había dado la orden de detenerse para intentar averiguar en qué posición se encontraban respecto al río y al resto de la legión. Si el sol estaba a su izquierda, entonces el río tenía que encontrarse más o menos frente a ellos, pero el camino parecía llevarles hacia el oeste. El río ya tendría que estar cerca. Sería más fácil seguir adelante y encontrarlo que enfrentarse a la perspectiva de volver sobre sus pasos durante varias horas, en medio de la oscuridad de la noche que ya se aproximaba.

En tanto él consideraba las opciones que tenía, los hombres se sentaron en un hosco y sudoroso silencio, acosados por los miles de insectos que se agrupaban por encima de ellos. Finalmente, Cato ya no pudo soportar más sus picaduras y avanzó arrastrándose por el sendero para espiar el camino que tenían por delante. Una mirada de advertencia de Macro le conminó a que permaneciera a la vista mientras se movía con sigilo a lo largo de la senda. A corta distancia más adelante había una curva pronunciada a la derecha. Cato se puso en cuclillas y atisbó por la esquina. Había esperado ver otro trozo del camino pero, casi inmediatamente la senda volvía a girar a la izquierda y desaparecía de la vista. Consciente de la expresión del centurión, Cato se quedó donde estaba y aguzó el oído para ver si captaba el sonido de algún movimiento. Sólo eran audibles los rumores de una distante escaramuza por encima del zumbido de lo que sonaba como un enorme enjambre de moscas y sus parientes. Parecía que el terreno más cercano estaba libre de enemigos, pero Cato sintió poca sensación de alivio. Las molestias causadas por el calor y los insectos eran tales que cualquier distracción hubiera sido bienvenida, incluso unos britanos.

El zumbido de los insectos era inusitadamente fuerte y el sonido despertó la curiosidad innata de Cato. _¡Psss!

Se volvió y miró hacia el otro lado del camino donde el centurión trataba de atraer su atención. Macro alzó el dedo pulgar con una expresión inquisitiva. Cato se encogió de hombros y con la jabalina señaló hacia el recodo del sendero. Momentos después Macro se puso en cuclillas junto a él sin hacer ruido.

– ¿Qué pasa? -Escuche, señor. Macro ladeó la cabeza. Frunció el ceño. -No oigo nada. Al menos nada que venga de cerca.

– Señor, ese zumbido… los insectos.

– Sí, lo oigo. ¿Y bien? -Pues, es un poco demasiado fuerte, ¿no le parece, señor? -¿Demasiado fuerte? -Hay demasiados. Demasiados, demasiado juntos, señor. Macro volvió a escuchar y tuvo que admitir que el muchacho tenía razón.

– Quédate aquí, Cato. Si te llamo, trae a la centuria volando hasta este lugar.

– Sí, señor. El sol estaba bastante bajo, por lo que una buena parte del camino quedaba sumido en las sombras y su oscuridad contrastaba con el lustroso halo que ribeteaba las copas de los arbustos de aulaga. Macro se agachó y avanzó con cuidado por el camino, giró por el recodo y desapareció mientras Cato permanecía en cuclillas, tenso y listo para acudir en ayuda de su centurión en cuanto llamara. Pero no se oía su voz, ni ningún otro ruido que no fuera el zumbido de los insectos. La incertidumbre era terrible y, en su afán por no moverse, el escozor del calor y el sudor sobre su cuerpo le molestaba de una manera casi insoportable, como si no tuviera bastante con el dolor que le causaban las quemaduras.

De repente Macro volvió a aparecer y se acercó andando a grandes zancadas sin dar muestras de la anterior cautela. simplemente con una expresión de resignada adustez en el rostro.

– ¿Qué pasa, señor? -He encontrado a algunos de los auxiliares bátavos. Cato sonrió.

– Bien. Quizás ellos puedan decirnos dónde estamos, señor.

– No creo -replicó Macro en voz baja--. Ya les da lo mismo. Con un tono monocorde, Macro ordenó a los hombres de la sexta centuria que se levantaran y los condujo camino abajo, más allá de la doble curva, hacia un claro formado por una ligera elevación del terreno. El sendero y la hierba pisoteada estaban cubiertos con los restos de las tropas auxiliares de una de las cohortes bátavas. La mayoría había muerto luchando, pero a un buen número de ellos los habían degollado y estaban amontonados a un lado del camino. Los cadáveres estaban plagados de moscas y el empalagoso hedor de la sangre inundaba la calmada atmósfera. Había un puñado de guerreros britanos a los que habían colocado en línea recta, con los escudos sobre su cuerpo y una lanza que descansaba a su lado. Aquellos hombres llevaban casco y cotas de malla.

Macro se detuvo junto al cadáver de uno de los bátavos degollados y lo empujó suavemente con la punta del pie. Entonces habló en voz lo bastante alta para que lo oyeran todos sus hombres.

– Esto es lo que os podéis esperar si alguna vez sentís la tentación de rendiros a los nativos. No dejéis de echarles un buen vistazo y dad gracias a los dioses de que no seáis vosotros. Después, jurad que no moriréis de la misma forma. Estos bátavos eran idiotas, y si pillo a alguno de vosotros cometiendo las mismas estupideces me vengaré, en esta vida o en la otra. Podéis contar con ello. -Fulminó con la mirada a todos los miembros de la centuria, empeñado en que tuvieran más miedo de su centurión que del enemigo-. ¡Bien, recojamos entonces a estos de aquí! Cato, que nuestros muchachos se alineen al lado de los britanos. Quédate con cualquier cosa que les encuentres encima.

Mientras los legionarios realizaban aquella desagradable tarea, Macro apostó un guardia en cada extremo del claro y luego se sentó sobre la hierba, evitando las zonas que la sangre aún oscurecía. Se desabrochó la correa del casco y se lo sacó, contento de verse aliviado de su peso. Tenía el pelo mojado de sudor y aplastado contra el cuero cabelludo, y cuando trató de pasarse los dedos se le apelotonó en montones apelmazados. Levantó la mirada y vio a Cato de pie allí cerca.

El optio miraba fijamente los cadáveres de los britanos.

– Son gente con un aspecto impresionante, ¿verdad? Cato asintió con la cabeza. Estaba claro que aquellos no pertenecían a las tropas corrientes del enemigo. Eran hombres que estaban en la flor de la vida, fuertes y musculosos. La calidad de sus ropas y de su equipo era indicio de alguna categoría especial.

– ¿La escolta de alguien? -Yo diría que sí -asintió Macro-. Y a juzgar por el desigual resultado en cuanto al número de cadáveres, son una pandilla muy dura de pelar. Espero que no haya muchos de ellos ahí fuera.

Cato miró hacia las impenetrables aulagas que rodeaban el claro.

– ¿Supone que todavía están por aquí, señor? -Soy un centurión, muchacho, no un maldito adivino

– respondió Macro con brusquedad. Y al instante lo lamentó. El joven optio no hacía otra cosa que poner voz a los miedos de todos ellos, pero el calor y el cansancio del penoso avance a través de aquel enmarañado paisaje exacerbaba la creciente preocupación de Macro por su separación del resto de la legión-. No te preocupes, muchacho, ahí fuera hay más de los nuestros que de los suyos.

Cato asintió con un movimiento de cabeza, pero no quedó convencido. La cantidad no importaba en una situación como aquélla, sólo el conocimiento de la zona. La idea de un enorme grupo de guerreros britanos de élite dando caza a unidades de romanos aisladas era aterradora, y se avergonzó del pavor que aquella posibilidad le suscitaba. Lo que lo empeoraba todo era la inminente caída de la noche. Se horrorizaba sólo con pensar en pasar un solo minuto en aquel espantoso páramo durante las horas de oscuridad. El sol ya había descendido más allá del denso horizonte de follaje y el cielo resplandecía con su arrebol del color del bronce fundido. En él destacaban las oscuras formas de las golondrinas que surcaban el aire fugazmente al tiempo que se alimentaban de los insectos que había por encima del pantano. A su vez, los insectos buscaban la cálida descomposición de los muertos y la sangre de los vivos para nutrirse y, decididamente, aquel día el pantano estaba lleno de sustento.

Cato se dio un manotazo en la mejilla y se pilló un nudillo con la orejera del casco.

– ¡Mierda! -Me alegra ver que de vez en cuando esos pequeños cabrones van a por una cosecha más joven -comentó Macro, y ahuyentó a un enjambre de mosquitos que tenía delante de la cara-. No me importaría nada quitarme a éstos de encima y darme un baño en ese río.

– Sí, señor -contestó Cato con entusiasmo. No se le ocurría nada que le apeteciera más que quitarse a toda prisa el pesado e incómodo equipo que tanto le rozaba en las quemaduras que supuraban y sumergirse en la fresca y fluida corriente de un río. La imagen que había evocado era tan deseable que, por un momento, Cato se quedó completamente extasiado y ajeno a sus problemas inmediatos por lo que, en consecuencia, fue mucho más doloroso el retorno de su mente a ellos--. ¿Deberíamos intentar llegar al río esta noche, señor?

Macro se frotó los ojos con las palmas de las manos mientras debatía mentalmente las alternativas de las que disponían. La perspectiva de quedarse a pasar la noche en aquel claro, con los espíritus de los que acababan de morir rondando por ahí, le provocaba un hormigueo de repugnancia y terror. El río no podía estar muy lejos pero, en aquel pantano, cualquier avance por los estrechos senderos sería peligroso en la oscuridad. De pronto se le ocurrió algo.

– ¿No hay luna esta noche? -Sí, señor. -Bien. Entonces descansaremos aquí hasta que la luna esté lo bastante alta para que nos permita ver adónde vamos. Nos arriesgaremos a ir por este camino. Parece que va en la dirección adecuada. Destaca a dos centinelas de guardia y haz correr la voz entre los muchachos de que intenten dormir cuanto puedan.

– Sí, señor. -Cato saludó y se fue a grandes pasos para dar las órdenes. A su vuelta descubrió a su centurión tendido de espaldas, con los ojos cerrados y roncando con el estentóreo rezongo de un hombre profundamente dormido. Con una sonrisa afectuosa, Cato se dejó caer al otro lado del sendero, se quitó el casco y lo dejó con el resto de su equipo. Durante un rato observó el crepúsculo que pintaba el cielo con refulgentes tonos de color naranja, rojo, violeta y, por último, índigo. Luego, después de cambiar la guardia, también se tumbó y trató de abandonarse a su propio agotamiento. Pero el dolor que sentía en el costado, los despiadados silbidos de los insectos, el zumbido de las moscas, los ronquidos estruendosos del centurión y la perspectiva de encontrarse con algunos compañeros de los britanos muertos de enfrente echaron por tierra cualquier posibilidad de conciliar el sueño. Así que Cato se quedó tumbado en el suelo incómodo, exhausto y enojado consigo mismo por no poder dormir. Ya hacía rato que los cercanos ronquidos habían dejado de ser algo simpático y el joven optio hubiera asfixiado de buena gana a su centurión mucho antes de que la luna apareciera entre las nubes, dispersas por el cielo nocturno.

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