CAPÍTULO LII

La zona de reunión se fue quedando cada vez más tranquila una vez que la cola de la procesión hubo salido del campamento y descendía por el sendero hacia Camuloduno. Unos distantes gritos de entusiasmo y el sonido de las trompetas seguían llegando hasta las interminables hileras de las tiendas de las secciones. Esparcidos por todo el suelo de turba apisonada había pétalos de flores y guirnaldas pisoteadas que se alzaban en torbellinos cuando el viento soplaba por el campamento. En lo alto, unas dispersas nubes grises cruzaban raudas el firmamento y amenazaban lluvia.

Todavía había unas cuantas personas dando vueltas por la zona de reunión, tanto romanos como gente de la ciudad. Estos últimos habían venido para presenciar el inicio de las celebraciones en que Claudio había rendido un homenaje formal al éxito de sus legiones mientras éstas marchaban ante él, cohorte tras cohorte, con los equipos y uniformes brillantes y limpios tras muchas horas de trabajo. En aquellos momentos las legiones habían recibido la orden de retirarse. El emperador y los estandartes marchaban en procesión por las calles llenas de baches de Camuloduno, bajo la protección de las unidades de guardia pretoriana. Mientras sus nuevos amos pasaban, los britanos que se alineaban a lo largo del trayecto los observaban con el hosco resentimiento de un pueblo conquistado.

Cato se acercó a la zona de reunión por la vía Pretoria después de haber dejado la armadura y las armas en su tienda. Poco antes de que la sexta centuria formara para el desfile, había recibido un mensaje de Lavinia. Le había pedido que se encontraran junto a las tiendas del cuartel general después de que la procesión hubiera seguido adelante hacia la ciudad. El mensaje era breve y escueto, sin ningún indicio de lo que quería decirle ni ninguna terneza personal.

Entró en la zona de reunión y se dirigió hacia el cuartel general buscándola con la mirada. La divisó enseguida, sentada sola en uno de los bancos de madera colocados sobre el montículo de turba que se había levantado entre la tienda y el área de reunión. Ella no lo había visto, sino que parecía estar examinando algo que sostenía en el regazo entre los pliegues de su túnica. Mientras Cato se acercaba por un lado, percibió el destello rojo y dorado antes de que ella se diera cuenta de su presencia y escondiera rápidamente el objeto envolviéndolo en un pañuelo de cuello de color escarlata. _¡Cato! ¡Ya estás aquí! -dijo con un tono nervioso en la voz-. Ven y siéntate a mi lado.

Él se sentó lentamente, guardando cierta distancia entre los dos. Ella no hizo ademán de estrechar las distancias como hubiese hecho en otras ocasiones, no mucho tiempo antes. Se quedó en silencio un momento, poco dispuesta a cruzar la mirada con él. Al final, Cato no pudo más.

– Bueno, ¿qué era lo que querías decirme? Lavinia lo miró con una expresión amable que se acercaba peligrosamente a la compasión.

– No sé muy bien cómo decir lo que voy a decir, así que no me interrumpas.

Cato asintió con la cabeza y tragó saliva, nervioso. -He estado pensando mucho en nosotros estos últimos días, sobre lo alejados que están nuestros mundos. Tú eres un soldado, y uno muy bueno según mi señora. Yo sólo soy la esclava de una familia. Ninguno de nosotros tiene unas perspectivas particularmente buenas y eso significa que nunca podremos pasar mucho tiempo juntos… ¿Entiendes lo que quiero decir?

– ¡Oh, sí! Me plantas. Bonita manera de decirlo, pero el remate es el mismo.

– ¡Cato! No te lo tomes así. -¿Cómo tendría que tomármelo? ¿De una manera racional? ¿Dejar a un lado todos mis sentimientos y comprender lo razonable que estás siendo? -Algo parecido -respondió Lavinia con dulzura-. Es mejor eso que disgustarse de esta manera.

– ¿Tú crees que esto es estar disgustado? -replicó Cato con el rostro lívido mientras el amor, la amargura y la furia le invadían el corazón-. Tendría que haberme imaginado cómo iba a terminar. Ya me advirtieron sobre ti. Debería haber escuchado, pero tú me utilizaste.

– ¿Qué yo te utilicé? No recuerdo haber recibido ninguna queja sobre la manera como te traté aquella noche en Rutupiae. Me gustaste, Cato. Eso es todo. Lo demás sólo es la forma en que has interpretado la situación. Ahora que los dos nos hemos divertido es hora de seguir adelante.

– ¿Eso es todo? ¿Estás segura? Es decir, ¿no hay nada más que deberías contarme?

– ¿De qué estás hablando? -Lavinia lo miró con recelo.

– Exactamente no lo sé -respondió Cato con frialdad-. Solamente he pensado que podrías decir algo sobre el nuevo hombre que hay en tu vida.

– ¿Un nuevo hombre?

– Perdona, tendría que haber dicho la renovación de tu relación con el hombre de tu vida.

– No sé a qué te refieres. -¿En serio? Yo habría dicho que tus pequeñas sesiones con el tribuno Vitelio eran más memorables. Estoy seguro de que estaría de lo más dolido si supiera que puedes olvidarte de él con tanta facilidad. -Cato apretó el puño y, para evitar el impulso de golpear a Lavinia, lo metió en la túnica, encontró el vendaje de Niso y enrolló la mano con fuerza entre sus pliegues. Lo sacó y se lo quedó mirando sin ganas. Lavinia bajó la mirada con nerviosismo hacia las vendas y se apartó un poco; al cambiar de posición en el banco dejó más espacio entre los dos.

– Muy bien, Cato. Puesto que insistes en hacerte el ofendido, te lo contaré todo.

– Sería un cambio agradable. Ella no hizo caso de su sarcasmo y correspondió a su mirada de ardiente odio con una expresión gélida.

– Conocí a Vitelio antes de conocerte a ti. No diría que fuimos amantes. Yo sí que sentía algo por él pero dudo que a él le pasara lo mismo, al principio. Pero con el tiempo su amor creció y entonces ese idiota de Plinio nos descubrió y lo echó todo a perder. Entonces te conocí a ti.

– Y te dijiste: «He aquí alguien al que puedo utilizar». -Piensa lo que quieras, Cato -replicó Lavinia encogiéndose de hombros--. Por aquel entonces, toda la seguridad que tenía en el mundo quedó destrozada. Tenía miedo y me sentía sola, y lo único que quería era un poco de apoyo. Cuando me di cuenta de que te gustaba, me tiré sobre ti.

– Si quieres ser del todo exacta, la preposición no es necesaria.

Lavinia lo fulminó con la mirada y sacudió la cabeza lentamente.

– Es muy típico de ti. Siempre el comentario sabiondo. ¿De verdad crees que es gracioso?

– No se supone que tuviera que serlo. Ahora no.

– Ni nunca. No te imaginas la rabia que me daba hacer el papel de joven esclava ingenua e ignorante.

– Me preguntaba de dónde provenía el aumento repentino de tu facilidad de palabra. Se te debe de haber contagiado del tribuno.

– ¡Cato! ¡Haz el favor de no ser tan desagradable! Se fulminaron con la mirada el uno al otro durante unos instantes antes de que Cato apartara la vista y la dirigiera hacia la venda que había estado enrollándose en el brazo. Mientras la miraba se quedó inmóvil.

– Me gustabas -continuó diciendo Lavinia con tanta delicadeza como pudo-. Me gustabas de verdad, en cierto modo, pero los sentimientos que tenía por Vitelio eran mucho más profundos, y cuando él… ¿Cato?

Cato movía la venda alrededor de su brazo con desesperación y no estaba escuchando.

– ¿Cato? ¿Qué ocurre? -B… e… 1… -leyó en voz baja cuando las marcas que había en el vendaje empezaron a alinearse- o… n… i… o. Belonio.

Belonio. Cato frunció el ceño ante aquel nombre antes de recordar a tres representantes tribales que le habían sido presentados formalmente a Claudio al inicio de la ceremonia de aquella mañana. Se puso en pie de un salto, miró a su alrededor y se precipitó hacia el travesaño que se extendía a lo largo de la línea de bancos. Lavinia lo observó con asombro. Cato se desenrolló rápidamente la venda de la mano y empezó a envolver con ella el travesaño con cuidado, al tiempo que la ajustaba para que las marcas quedaran alineadas.

– ¡Cato! ¿Qué estás haciendo?

– ¡Salvarle la vida al emperador! -respondió con excitación mientras seguía dándole vueltas al vendaje al mismo tiempo que leía--. ¡Ven, échame una mano!

Lavinia miró a Cato con una mezcla de frustración y desconcierto. Luego, mientras decía que no con la cabeza, se agachó junto al travesaño y terminó de enrollar el vendaje cuidadosamente en la barra. En cuclillas, Lavinia leyó el mensaje despacio y ajustó la venda con esmero para que las palabras se alinearan con precisión. Frunció el ceño al intentar comprender qué era lo que tanto había excitado a Cato. Cuando dirigió la mirada hacia la parte inicial, sus ojos se detuvieron en un nombre romano.

– ¡Oh, no! -¿Qué pasa? -Nada -respondió Lavinia, incapaz de disimular su voz temblorosa.

Cato la apartó de un empujón y se inclinó sobre el travesaño. A sus espaldas, Lavinia se agachó. Antes de que Cato pudiera encontrar la frase que tanto la había alarmado, notó un movimiento brusco y levantó la vista… justo a tiempo de ver que Lavinia impulsaba el brazo en dirección a su cabeza. En la mano tenía una piedra grande y redonda.

No tuvo tiempo de agacharse, ni de proteger su cabeza. La piedra chocó contra un lado de su cráneo, el mundo estalló en una blancura brillante antes de volverse del color de la inconsciencia, negro como la brea.

– ¡Vamos, -muchacho!

Cato era vagamente consciente de que alguien lo sacudía, de una manera muy brusca. Lentamente la oscuridad se disipaba en una borrosidad lechosa; sentía una pesadez en la cabeza, como si fuera de madera. Poco a poco recuperó el sentido. Soltó un quejido.

– ¡Eso es! ¡Despierta, Cato! Parpadeó y abrió los ojos, tardó un momento en fijar la vista y vio los conocidos rasgos toscos del centurión Macro que se le venían encima. Macro lo agarró por las axilas, lo levantó y lo dejó sentado.

– ¡Ay! -Cato se llevó la mano a la cabeza e hizo un gesto de dolor cuando sus dedos tocaron un chichón del tamaño de un huevo pequeño.

– ¿Qué demonios te ha pasado? -No estoy seguro -masculló Cato que todavía tenía la cabeza embotada. Entonces, el revoltijo de acontecimientos se aclaró rápidamente-. ¡Lavinia! ¡Tiene la venda! _¿Venda? ¿De qué estás hablando?

– La venda que le encontré a Niso. ¡Se la ha llevado! -¿Te golpeó porque quería una venda? -Macro miró a su optio con expresión preocupada--. Debe de haber sido un golpe en la cabeza más fuerte de lo que yo pensaba. Vamos, muchacho, al hospital.

– ¡No! -Cato intentó ponerse en pie pero se mareó y tuvo que dejarse caer en el suelo otra vez-. En la venda hay un mensaje. Es una escítala.

– ¿Una «exci» qué? -Una escítala, señor. Un método criptográfico griego. Enrollas una tira de tela alrededor de un trozo de madera y escribes tu mensaje. Cuando se desenrolla parece que las marcas no tengan sentido.

– Entiendo. -Macro asintió con la cabeza-. ¡Típico de esos malditos griegos! Se pasan de listos. ¿Y qué había en ese mensaje que dices?

– Los detalles de un siniestro complot para asesinar al emperador.

– Ya comprendo, ¿y Lavinia te dejó sin sentido para robarte la venda?

– Sí, señor. -¡Qué inoportuno! Cato se encaró con su centurión. -¡Señor! Le juro, por todo lo que soy y por todo aquello en lo que creo, que había un mensaje en la venda. Debía de ser de Carataco. Decía que el emperador sería asesinado por Belonio durante las celebraciones de la victoria y que alguien tendría que proporcionarle un cuchillo después de que la escolta de Claudio lo hubiese registrado.

– ¿Quién? -Quienquiera que sea el destinatario del mensaje. -¿No lo sabes? -No lo leí entero -dijo Cato con desesperación-, Lavinia no me dejó.

Macro lo miró con el ceño fruncido, como si intentara descubrir si se trataba de algún tipo de broma rebuscada.

– Le ruego que me crea, señor. Es cierto. ¿Le he mentido alguna vez? ¿Lo he hecho, señor?

– Bueno, sí, lo has hecho. Cuando me dijiste que sabías nadar.

– ¡Eso era distinto, señor! -Mira, Cato. -Macro cedió-. Voy a creerte. Aceptaré que lo que dices es cierto. Pero si resulta que no lo es, entonces te romperé todos los huesos del cuerpo, ¿entendido?

Cato movió la cabeza en señal de afirmación. -Muy bien. Veamos, ¿dónde es probable que haya ido esa chica tuya con esa venda?

– A ver a Vitelio. Tiene que ser él. Tiene que ser él el que conspira con los britanos.

– ¡Ya anda otra vez con las tretas de siempre! -exclamó Macro con un suspiro- A ese tipo no le vendría nada mal una espada entre los omóplatos en una noche oscura. Será mejor que vayamos a ver si podemos encontrar a Lavinia. Vamos.

Volvieron a toda prisa a la zona del vasto campamento ocupada por la segunda legión y se dirigieron a la hilera de tiendas de los oficiales. La tienda del tribuno superior estaba al final de la línea, era la más próxima al cuartel general de la legión y los dos guardias que Vitelio tenía asignados se hallaban bajo los flecos del toldo, con las manos en el borde del escudo y las lanzas apoyadas en el suelo. Cuando Cato y su centurión se acercaron a los guardias, Macro esbozó una afable sonrisa y los saludó con la mano.

– ¿Todo bien, muchachos? Ellos asintieron cansinamente con la cabeza.

– ¿Está el tribuno? -Sí, señor. -Dile que tiene invitados. -Lo siento, señor, no puedo hacerlo. Son órdenes estrictas. Tiene una visita y no se le puede molestar.

– Entiendo. Una visita. -Macro les guiñó un ojo-. ¿Por casualidad no habrá recibido a una joven de pelo negro?

Los guardias cruzaron una rápida mirada. -Lo que yo pensaba. A Cato le entraron náuseas. Lavinia estaba allí, en la tienda de Vitelio, «de visita».

De pronto se dirigió a grandes pasos hacia la tienda, dispuesto a matar.

– ¡Lavinia! ¡Sal aquí fuera! Uno de los guardias, entrenado para reaccionar al instante ante cualquier amenaza hacia aquellos que protegía, dejó caer la lanza y la metió entre las piernas de Cato. Interceptó su tobillo y el optio tropezó y se cayó. Antes de que pudiera reaccionar, ya tenía encima al guardia con la punta de la lanza peligrosamente cerca de su garganta.

– ¡Tranquilo! -Macro calmó al guardia-. Tranquilo. El chico no es peligroso.

El faldón de entrada a la tienda se levantó y el tribuno Vitelio, con una toga de seda, salió fuera con la cabeza por delante al tiempo que gritaba enojado:

– ¿Qué es todo este maldito alboroto? -Vio a Cato tendido en el suelo y a Macro de pie junto al guardia que amenazaba con atravesar al joven-. ¡Vaya! ¡Pero si son mi Némesis y su pequeño acólito! ¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? Que sea breve. Tengo a una deslumbrante señorita esperando.

El calculado comentario provocó el efecto deseado y Cato agarró el astil de la lanza que tenía encima y se la arrancó de las manos al guardia. Echó hacia atrás el extremo con fuerza y le dio un fuerte golpe en la cara al soldado que le hizo un profundo corte en la frente y lo dejó sin sentido. Antes de que el otro guardia pudiera reaccionar Cato ya se había puesto en pie de un salto y levantaba la lanza, dispuesto a clavársela al tribuno en las tripas. Pero no llegó a hacerlo. Una rápida patada en la parte de atrás de la rodilla lo volvió a tirar al suelo. Pero en esa ocasión sobre su cuerpo había otro que lo sujetaba.

– ¡No te levantes! -dijo Macro entre dientes junto a su oído-. ¿Me oyes, maldita sea?

Cato trató de forcejear y enseguida recibió un rodillazo en la entrepierna. Se dobló en dos a causa del dolor y sintió que iba a vomitar. Macro se volvió a poner en pie rápidamente.

– Lo siento, señor. El muchacho está pasando una época de mucha tensión últimamente.

– No te preocupes, centurión -oyó Cato que respondía Vitelio-. Tiene un feo corte en la cabeza. Os daría una venda, pero resulta que acabo de quemar la última de las mías…

Hubo un momento de silencio; incluso Cato dejó de moverse. Entonces Macro tiró de él para levantarlo y lo alejó del tribuno de un empujón.

– Lamento que lo hayamos molestado, señor. Me encargaré de que el muchacho no vuelva a importunarle.

– No tiene importancia -respondió Vitelio cansinamente. -Vámonos -dijo Macro con dureza, y con otro empellón apartó a Cato de la tienda-. ¡Eso te enseñará a no faltarles al respeto a tus oficiales!

Cuando ya estaban lo bastante lejos para que no pudieran oírles, Macro se inclinó hacia Cato y le dijo entre dientes: -Has tenido una suerte endiablada de salir de ésta con vida. De ahora en adelante vas a escucharme y a obedecerme.

– Pero, el emperador… -¡Cierra el pico, idiota! ¿No te das cuenta de que intentaba que le pegaras? Ya sabes cuál es la pena por atacar a un oficial. ¿Quieres que te crucifiquen? ¿No? Pues quédate calladito.

Cuando estuvieron fuera del alcance de la mirada de Vitelio, Macro agarró a Cato por el cuello de la túnica y lo acercó a él. _¡Cato! ¡Espabila! Tenemos que hacer algo. Pronto empezará el banquete y tenemos que encontrar la manera de detener a Vitelio.

– ¡Que se joda Vitelio! -masculló Cato. -Más tarde. Ahora tenemos que salvar al emperador.

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