CAPÍTULO XX

Vespasiano decidió que se estaba perdiendo rápidamente el control sobre el avance hacia el Támesis. Las cohortes de los bátavos habían efectuado muy mal la persecución de los britanos. En vez de concentrarse en despejar la línea de marcha a través del próximo río, las cohortes auxiliares habían caído víctimas de la sed de sangre tan típica de su raza. Así, se habían dispersado por un ancho frente para dar caza a todos los britanos que se les pusieran delante, como si todo el asunto no fuera más que una gran cacería de venados.

Bajo la cresta de la colina, la densa maleza se sumergía para perderse en otro más de los pantanos que parecían abarcar una parte demasiado grande de aquel paisaje. Desperdigados entre las matas de aulaga se hallaban las cimeras de los cascos y el extraño estandarte mientras los bátavos, cuya sed de sangre al parecer no habían saciado todavía, se abrían paso a través de las aulagas y avanzaban como podían a lo largo de estrechos senderos, en persecución de los desafortunados britanos. El pantano se extendía, monótono y apagado, antes de dejar paso a la ancha y brillante vastedad del gran Támesis que serpenteaba adentrándose en el corazón de la isla. El camino por el que marchaba la segunda legión descendía directamente por la ladera y seguía adelante hacia un rudimentario paso elevado que terminaba en un pequeño embarcadero. En la otra orilla del río había otro embarcadero similar.

Vespasiano se dio una cachetada de frustración en el muslo al ver la naturaleza de la tarea que tenían por delante. Su caballo, entrenado para la batalla, hizo caso omiso del ruido y se puso a pacer con satisfacción en la suculenta hierba que crecía al lado del camino. Irritado por la ignorante complacencia de la bestia, Vespasiano tiró de las riendas e hizo girar al animal para que volviera a ponerse de cara a la línea de la legión. Los hombres estaban quietos y en silencio, a la espera de recibir la orden de ponerse en marcha. Una oscura masa ondulante a unos kilómetros de distancia revelaba el avance de la decimocuarta legión, que se acercaba al Támesis por un camino más o menos paralelo situado a unos pocos kilómetros río arriba.

Según Adminio, tendría que haber un puente delante de la decimocuarta, pero Vespasiano no veía ni rastro de él. Carataco debía de haberlo destruido. Si no había más puentes o vados, la legión tendría que marchar río arriba en busca de una vía alternativa hacia el otro lado y extender al mismo tiempo las endebles líneas de abastecimiento hasta el depósito que había en la costa. Otra posibilidad sería que Plautio se arriesgara a realizar un desembarco en el otro lado. En dirección este, allí donde el Támesis se ensanchaba hacia el lejano horizonte 'se veían las definidas formas de los barcos mientras la flota se esforzaba por mantener el contacto con las legiones que avanzaban. A pesar de que Adminio afirmaba que los britanos no poseían una flota con la que enfrentarse a los romanos, el general Plautio no iba a correr ningún riesgo. Las elegantes siluetas de los trirremes guiaban a los bajos transportes de baos anchos que trataban por todos los medios de mantener la formación. Sólo cuando aquellos barcos hubieran vuelto a unirse al ejército podría empezar el asalto del río.

Pero, por el momento, todas aquellas consideraciones eran puramente teóricas. Las órdenes que les tenían entonces eran muy simples: la segunda debía desplegarse en abanico y despejar aquel tramo de la ribera sur de cualquier formación enemiga que quedara. órdenes simples. Lo bastante simples como para haber sido escritas por un hombre que no había visto con sus propios ojos el terreno que pisaban. Vespasiano sabía que la legión no sería capaz de mantener la línea de batalla mientras sorteaba los matorrales de aulagas. Peor todavía era el pantano que se tragaría a los soldados a menos que tuvieran la fortuna de dar con los caminos que usaban los nativos. Para cuando cayera la noche Vespasiano esperaba encontrarse a su legión totalmente dispersa y empantanada, estancada en aquella ciénaga inmunda hasta que la luz del día les ofreciera a los hombres la oportunidad de volver a formar.

– ¡Dad la señal! -les gritó a los trompetas del cuartel general. A continuación tuvo lugar un coro de escupitajos cuando los hombres se aclararon la boca y fruncieron los labios contra su instrumento. Un gesto con la cabeza apenas perceptible por parte del primer corneta fue seguido al instante por las notas discordantes que mandaban ejecutar una orden. Con una muy ejercitada precisión la primera cohorte marchó junto a su legado. El centurión jefe señaló el lugar donde tenían que desviarse, bramó la orden de cambio de formación y las filas de vanguardia avanzaron hacia la derecha, perpendiculares al camino. Inmediatamente se toparon con el primer grupo de matas de aulaga, la cohorte rompió la formación para sortear el obstáculo y el ritmo regular de la marcha se convirtió en un arrastrar de pies a trompicones mientras que las cohortes que iban detrás trataban de no amontonarse en la retaguardia de la cohorte que iba delante. Vespasiano cruzó la mirada con Sexto, el cano prefecto de campamento de la segunda legión, e hizo una mueca. El soldado profesional más antiguo de la legión inclinó la cabeza para dar a entender que estaba completamente de acuerdo sobre la idiotez de la mayoría de las órdenes que emanaban del cuartel general del ejército.

La maniobra, que con tanta eficiencia podía ejecutarse en la plaza de armas, degeneró hasta convertirse en una antiestética maraña de hombres que maldecían y que se abrieron camino como pudieron a través del agreste terreno durante gran parte de una hora antes de que la segunda legión hubiera dado la vuelta y estuviera lista para avanzar ladera abajo hacia el lejano Támesis. En cuanto las cohortes estuvieron en posición, Vespasiano dio la orden de avance y la línea se puso en marcha, supervisada por los centuriones que blandían sus varas e imprecaban a los soldados para que mantuvieran una línea recta.

Una vez más, las espesas zonas cubiertas de aulagas abrieron brechas en la línea y al cabo de muy poco la legión se desintegró en grupos de hombres que avanzaban como podían. Aquí y allá la línea se detenía cuando los hombres se tropezaban con los britanos, la mayoría heridos, y los desarmaban antes de enviarlos escoltados hacia la retaguardia. A aquellos cuyas heridas eran tan graves que no les permitían andar los liquidaban con una estocada en el corazón y los romanos seguían adelante trabajosamente. A menudo los britanos trataban de salir corriendo y los romanos, con gritos de excitación, salían a trompicones tras ellos para aumentar el botín del fondo común de la campaña. En el terreno parcialmente despejado situado antes de la densa frondosidad de las aulagas, una variopinta multitud de prisioneros iba aumentando de volumen mientras que a un lado, a cierta distancia, un pequeño grupo de heridos crecía gracias al goteo de bajas que regresaban de los enfrentamientos que tenían lugar, ocultos a la vista, en los páramos que había más allá. Ésos eran los únicos indicios de la manera en que se -estaba desarrollando la batalla.

Hacia media tarde, bajo la desesperada mirada del legado de la legión y sus oficiales de Estado Mayor, la segunda legión había sido reducida a pequeños grupos que se abrían camino entre la maleza con poca o ninguna noción de dónde estaban sus compañeros. Circulando entre ellos había algún que otro puñado de britanos que también trataba de llegar al río con la esperanza de escapar y por la ladera subían los débiles gritos de guerra y el sonoro choque de las espadas. Vespasiano y los miembros de su Estado Mayor habían desmontado y estaban sentados a la sombra de un pequeño bosquecillo no muy lejos del camino, mientras observaban la caótica refriega con silenciosa frustración. A última hora de la tarde, la mayor parte de los soldados de la legión no podía verse y sólo la centuria de escolta del legado estaba formada en una delgada línea a unos cien pasos cuesta abajo. Más adelante se hallaba el patético grupo de prisioneros, rodeados por un entramado de espinosas matas de aulaga, cortadas y apiladas en círculo para formar una burda empalizada. Al otro lado del cercado de matorrales, una dispersa línea de legionarios montaba guardia. El tribuno Vitelio bajó a caballo para inspeccionar a los cautivos. Cuando hubo terminado de interrogar a su cabecilla, le dio un último coscorrón en la cabeza, subió de un salto a su montura y la espoleó para subir de nuevo la ladera.

– ¿Has descubierto algo útil? -preguntó Vespasiano. -Sólo que algunos de los mejor educados de entre estos salvajes tienen nociones de latín, señor.

– ¿Pero no hay vados ni puentes cerca? -No, señor.

– Valía la pena intentarlo, supongo. -Con un parpadeo, Vespasiano posó la mirada en la centuria de guardia del legado que se asaba al sol.

– Diles que se sienten -le dijo Vespasiano entre dientes al prefecto del campamento-. Dudo que los britanos nos den ninguna sorpresa ahora mismo. No hay motivo para que los hombres sigan de pie bajo este calor.

– Sí, señor. Mientras Sexto daba la orden a gritos a la centuria de guardia, el tribuno Vitelio cruzó la mirada con la del legado y le hizo un gesto con la cabeza hacia atrás, señalando el camino. Un mensajero subía al galope. Cuando divisó el grupo de mando del legado, dirigió su caballo por la cresta hacia ellos.

– ¿Y ahora qué pasa? -se preguntó Vespasiano. Sin aliento el mensajero bajó deslizándose de su caballo y fue corriendo hacia el legado, con el parte ya en la mano.

– De parte del general, señor -dijo jadeando al tiempo que alzaba la mano para saludar.

Vespasiano le respondió con un seco movimiento de la cabeza, tomó el pergamino y rompió el sello. Sus oficiales de Estado Mayor se quedaron allí sentados esperando con impaciencia a que su legado lo leyera. El mensaje era muy breve e inmediatamente Vespasiano se lo pasó a Vitelio.

Vitelio frunció el ceño mientras lo leía. -Según esto, parece que ya deberíamos estar abajo en la orilla y preparándonos para asaltar el río esta noche. La armada nos llevará al otro lado y nos proporcionará fuego de apoyo. -Levantó la mirada-. Pero, señor. Con el brazo señaló ladera abajo hacia las aulagas y el pantano que se habían tragado a la segunda legión.

– Exactamente, tribuno. Ahora lee en voz alta el último trozo.

Vitelio así lo hizo.

– Con relación a las primeras órdenes, debe tenerse en cuenta que las cohortes de bátavos han tenido problemas con el terreno pantanoso y se os aconseja que limitéis vuestro avance solamente a los caminos y senderos ya creados…

Uno de los tribunos subalternos rechifló con desdén y burla y el resto se rió amargamente. Vespasiano levantó la mano para acallarlos antes de volverse de nuevo hacia Vitelio.

– Parece que los muchachos del cuartel general del ejército no han caído del todo en la cuenta de las dificultades prácticas que conllevan las órdenes que ellos dictan con tanta rapidez. Pero dada tu reciente experiencia en el Estado Mayor estoy seguro de que tú debes de saberlo todo sobre esto.

Los demás tribunos hicieron lo que pudieron por ocultar sus sonrisas y Vitelio se sonrojó.

– De todos modos, no podemos cumplir esta orden. Para cuando la legión vuelva a reunirse en el río ya será bien entrada la noche. Y la armada todavía se encuentra a unos cuantos kilómetros río abajo. No hay posibilidad de realizar un ataque hasta mañana -concluyó Vespasiano-. Más vale que el general lo sepa. Tribuno, tú sabes cómo funciona todo en el cuartel general y conoces cuál es nuestra situación aquí. Regresa con el mensajero a donde está Aulo Plautio, hazle saber nuestra posición y dile que no podré llevar a cabo el asalto hasta mañana. También podrías describirle el terreno con un poco de detalle para que así entienda nuestra situación. Ahora, vete.

– Sí, señor. --Vitelio saludó y se dirigió a grandes zancadas hacia su caballo, enojado por la perspectiva de una larga y calurosa cabalgada y resentido por la sarcástica forma en que lo había tratado el legado delante de los tribunos de menor rango.

Vespasiano miró divertido cómo el tribuno arrancaba las riendas de la mano del palafrenero y se arrojaba sobre el lomo de su caballo. Con un salvaje puntapié en las costillas del animal, salió al galope en dirección al cuartel general del ejército. No había podido resistirse a tomarle el pelo a Vitelio, pero todo el júbilo que podía haber sentido al bajarle los humos al petulante tribuno se evaporó rápidamente, y se maldijo a sí mismo por permitirse una conducta que estaba muy por debajo de la dignidad de su rango. Afortunadamente, el prefecto del campamento no había oído la conversación; mientras aquel duro y antiguo veterano regresaba del lugar donde se hallaba la guardia del legado y subía por la ladera a grandes pasos, frunció el ceño ante las divertidas expresiones que había en los rostros de los jóvenes tribunos.

– ¿Hay nuevas órdenes, señor? -Léelo. -Vespasiano le tendió el pergamino. Sexto le echó un rápido vistazo al documento. -Hay un joven caballero en el Estado Mayor de Plautio que va a tener que soportar unas duras palabras cuando lo pille, señor.

– Me alegra oírlo. Mientras tanto necesitamos reagrupar la legión. No tiene sentido tocar retreta. A estas alturas se han adentrado tanto en el pantano que será más fácil seguir adelante que volver atrás.

– Muy cierto -murmuró Sexto al tiempo que se acariciaba la barbilla.

– Llevaré al grupo de mando y a la centuria de guardia por el paso elevado hacia ese pantanal. -Vespasiano señaló cuesta abajo-. Una vez allí empezaré a tocar a retreta. Entretanto, tú y los tribunos subalternos encontrad y reunid a todos los soldados que podáis y explicadles lo que pasa. Necesitamos que el grueso principal de la legión esté reunido en aquella cuesta que hay junto al embarcadero antes del amanecer si queremos tener suficientes hombres para atacar por la mañana.

– Muy bien, señor -dijo Sexto. Se volvió hacia los tribunos subalternos que habían oído todas las órdenes del legado y a los que no les hacía ninguna gracia la incomodidad de su tarea-. ¡Ya habéis oído al legado! Moved el culo y a vuestros caballos, señores. ¡Venga, rápido!

Con unas demostraciones de reticencia casi intolerables, los jóvenes tribunos subieron con gran esfuerzo a sus caballos, bajaron al trote por la ladera y se dispersaron por la miríada de senderos y caminos que entrecruzaban la densa masa de aulagas y terreno pantanoso. Vespasiano los siguió con la mirada hasta que se perdieron de vista. Entonces se volvió hacia su propia montura y llevó a la guardia del legado y al resto del grupo de mando hacia el camino que conducía al paso elevado.

Aquella no era manera de llevar a cabo una batalla, reflexionó enojado. Apenas había recuperado la segunda legión, su amor propio, cuando una maldita orden negligente precipitaba a los hombres hacia un desastre de mil demonios, dispersos y sin mando a través de los condenados páramos de aquella condenada isla de mierda. Cuando consiguiera reagrupar a la legión, los hombres estarían exhaustos, sucios y hambrientos, con la carne y la ropa hechas jirones por los arbustos de aulaga. Sería un milagro si conseguía hacer que consideraran siquiera algo que fuera la mitad de peligroso que la orden del general de un ataque anfibio sobre la otra orilla del río.

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