CAPÍTULO VI

Las sombras se alargaban mientras Cato permanecía apoyado en el tronco de un árbol sin moverse, con su sencilla capa marrón colocada a modo de cojín protegiéndole de la áspera corteza. En la mano izquierda tenía el arco de caza que había sacado de los pertrechos y apuntaba con una pesada flecha colocada en la cuerda. Había descubierto un sinuoso sendero que se cruzaba con un camino lleno de baches y lo había seguido hasta llegar a un claro. La senda serpenteaba a través de los bajos helechos y se adentraba en los árboles que había al otro lado del claro. Más allá, el río refulgía al pasar entre hojas y ramas y brillaba con el reflejo de la luz del sol que se ponía. Como él era un muchacho de ciudad, antes de dirigirse hacia el bosque había tenido la sensatez de pedirle algún consejo a Pírax, un veterano acostumbrado desde hacía mucho tiempo a salir en busca de comida. Habían dejado aquella zona libre de enemigos y la rodeaban los campamentos de marcha del ejército de Plautio, por lo que el joven optio pensó que no corría peligro si salía a probar cómo se le daba la caza. Con un poco de suerte, los hombres de la sexta centuria no tendrían que cenar carne de cerdo en salazón aquella noche y entrarían en combate con una buena comida en el estómago.

Cuando a la sexta centuria le fue comunicada la noticia del inminente ataque, Macro había maldecido su suerte. Dados sus escasos efectivos, lo último que necesitaban eran unas peligrosas maniobras de flanqueo. Una vez de vuelta en su tienda, él y Cato hicieron los preparativos para el ataque de la mañana siguiente.

– Toma nota -le ordenó Macro a su optio-. Todos los soldados tienen que dejar aquí el equipo no esencial. Si tenemos que nadar no debemos llevar nada más que lo necesario. También necesitaremos algo de cuerda. Toma unos noventa metros de soga ligera de los pertrechos. Tendría que bastar para alcanzar la otra orilla en caso de que encontremos un vado.

Cato levantó los ojos de la tablilla encerada en la que anotaba las cosas.

– ¿Y qué pasa si no hay ningún vado? ¿Qué hará entonces el legado?

– Eso es lo mejor de todo -refunfuñó Macro-. Si no encontramos un vado antes del mediodía, la orden es cruzar el río a nado. Tendremos que quedarnos sólo con las túnicas puestas y llevar el-equipo al otro lado sobre vejigas infladas. Apunta que a cada uno de los soldados le proporcionen una.

Hizo una pausa al ver que Cato no respondía. -Lo siento, muchacho. Olvidé tu aversión al agua. Si resulta que tenemos que cruzar a nado, no te separes de mí y procuraré que llegues al otro lado sin ningún percance.

– Gracias, señor.

– Tú asegúrate de tomar unas malditas lecciones de natación en cuanto tengas oportunidad.

Cato asintió con la cabeza baja, avergonzado. Bueno, ¿por dónde íbamos? -Vejigas, señor.

– ¡Ah, sí! Esperemos que no nos hagan falta. Si no encontramos un vado no me gustaría enfrentarme a los britanos con sólo una túnica de lana entre ellos y mis partes.

Cato estuvo totalmente de acuerdo.

En aquellos momentos el sol ya se encontraba a poca altura sobre el horizonte occidental y cato volvió a mirar hacia el río, que parecía más ancho que nunca. Se estremeció ante la idea de tener que cruzarlo a nado; su técnica natatoria ni siquiera podía llamarse así.

La brillante luz del sol penetraba directamente entre los árboles y proyectaba por todo el claro un enredo de sombras con los bordes anaranjados. Un repentino y fugaz movimiento le llamó la atención a Cato. Sin mover el cuerpo, volvió la cabeza para seguirlo. Una liebre había saltado cautelosamente al camino desde un ortigal que se encontraba a menos de seis metros de donde estaba él. El animal se alzó sobre sus patas traseras y olisqueó el aire con prudencia. Con la cabeza y la parte superior del cuerpo rodeadas por el halo que provocaba el resplandor del sol distante, la liebre parecía un blanco tentador y Cato empezó a levantar lentamente el arco. Con ella no iban a comer todos los hombres de la centuria, pero serviría hasta que bajara por el camino algún otro animal de más tamaño.

Cato sujetó bien el arco y estaba a punto de soltar la cuerda cuando percibió otra presencia en-el claro. La liebre se dio la vuelta, salió disparada y se adentró de nuevo en la maleza.

De entre las sombras, un ciervo salió tranquilamente al claro y se dirigía hacia el otro lado, al punto donde el sendero penetraba en los árboles. Era un objetivo mucho más grande, incluso a veinte pasos de distancia, y, sin dudarlo, Cato apuntó teniendo en cuenta la caída y una tendencia a disparar alto y hacia la derecha. La cuerda zumbó, el ciervo se quedó inmóvil y un haz de oscuridad atravesó el aire y cayó en la parte trasera del cuello del animal con un fuerte ¡zas!

El animal se derrumbó, sacudiendo su largo cuello mientras la sangre salpicaba el sotobosque. Cato colocó rápidamente otra flecha en el arco y cruzó el claro a toda prisa. El ciervo, intuyendo el peligro y enloquecido por la afilada flecha que tenía profundamente clavada en el cuello, se levantó con gran dificultad y se fue dando saltos por el sendero que bajaba hasta el río. Haciendo caso omiso de la enmarañada vegetación que se extendía a ambos lados del camino, Cato persiguió a su presa cuesta abajo, quedándose atrás y volviéndola a alcanzar luego, cada vez que el ciervo tropezaba. El animal herido saltó precipitadamente a la orilla y se sumergió en el río. La superficie del agua, que fluía suavemente, estalló en multitud de gotitas que brillaban al atrapar la luz del sol de la tarde.

Cato lo seguía de cerca y se acercó al borde del río. Desde allí parecía mucho más ancho y peligroso que visto desde el claro de más arriba. El ciervo siguió adelante chapoteando y Cato levantó el arco, temiendo furioso que el animal pudiera aún escapar o ser arrastrado por la corriente.

El ciervo avanzó, luchando por mantenerse a flote, y en esos momentos ya se encontraba por lo menos a unos treinta pasos. La segunda flecha le dio justo en medio de la espalda y sus patas traseras se aflojaron, insensibles. Cato dejó el arco en la orilla del río y se metió en el agua. El lecho del río era firme, cubierto de guijarros y tenía menos de treinta centímetros de profundidad. El agua salpicaba a su alrededor mientras se dirigía hacia el ciervo con la daga desenvainada. La segunda flecha le había roto la columna vertebral al ciervo, que se retorcía aterrorizado, tratando desesperadamente de hacer uso de sus patas delanteras y seguir adelante a rastras y manchando el agua con su sangre.

Cato se detuvo, receloso de las pezuñas que se agitaban, y dio la vuelta para situarse delante del animal. Cuando la sombra de Cato cayó sobre la cara del ciervo, éste se quedó paralizado de terror y, aprovechando la oportunidad, Cato clavó la daga en su cuello y se lo cortó de cuajo. Fue un final compasivamente rápido y, tras un último y breve forcejeo, el ciervo quedó inmóvil, con la. mirada de sus ojos sin vida clavada en el vacío. Cato temblaba, por una parte a causa de la energía nerviosa que había liberado durante la desesperada persecución y muerte y, por otra, debido a una extraña sensación de desagrado y vergüenza por haber degollado al animal. Matar a un hombre era distinto. Totalmente distinto. Aunque, ¿por qué tendría que ser peor? Entonces Cato se dio cuenta de que nunca había -matado a un animal como éste. Sí, les había retorcido el pescuezo a algunos pollos, pero aquello le producía desasosiego y la sangre que se arremolinaba a su alrededor lo marcaba. Volvió a bajar la mirada. Luego la dirigió hacia la orilla del río por la que había bajado corriendo. Después volvió sus

Ojos hacia la otra orilla.

– Me pregunto… Cato se giró de espaldas al ciervo y se dirigió hacia la otra orilla, donde los árboles se veían absolutamente negros contra un cielo de un intenso color naranja. Entrecerró los ojos y trató de distinguir la profundidad del agua que tenía delante. Estaba demasiado oscuro y, a tientas, se abrió paso por el agua nerviosamente, asegurando cada paso que daba. La profundidad del río aumentaba gradualmente y la corriente se aceleraba pero, cuando estuvo situado en medio de su curso, el agua sólo le llegaba a la altura de la cadera. A partir de allí la profundidad disminuía de nuevo y pronto estuvo de pie en la otra orilla del río mirando de nuevo hacia el margen ocupado por las legiones.

Se agachó entre las sombras y esperó hasta que el sol se puso del todo y las estrellas salpicaron el cielo de primera hora de la noche, pero no había ni rastro de nadie. No había soldados de guardia, no había patrullas, sólo el sonido de las palomas torcaces y los suaves chasquidos causados por las criaturas de los bosques que se movían a su' alrededor en la oscuridad. Cuando se convenció de que estaba completamente solo, Cato regresó al río, se adentró en el agua hacia el cuerpo del ciervo y lo arrastró hasta el lugar donde había dejado el arco de caza.

El optio sonrió contento. Los hombres de la sexta centuria iban a comer bien aquella noche, y al día siguiente el resto de la legión tendría algo más que agradecerle.

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