CAPÍTULO X

Una lejana concentración de infantería y caballería formaba tras las fortificaciones britanas mientras Vitelio miraba ansiosamente hacia el nordeste. Era casi mediodía, el cielo era de un azul intenso y el sol caía de lleno sobre los dos ejércitos que se encontraban frente a frente, uno a cada lado del río. Desde donde se encontraba, Vitelio tenía una gloriosa vista del paisaje ligeramente ondulado, gran parte del cual se había despejado para el cultivo de cereales que se mecían suavemente en la brisa como sábanas de seda verde. Aquella tierra iba a ser una excelente provincia para el Imperio, decidió él, una vez sus habitantes se hubieran sometido a Roma y adaptado a las costumbres civilizadas. Pero aquella sumisión no estaba próxima. En realidad, aquellas gentes estaban resultando ser un hueso algo más duro de roer de lo que al ejército le habían dado a entender. Carecían completamente de conocimientos técnicos sobre la guerra, pero luchaban con un brío que resultaba impresionante.

En cuanto los barcos de guerra romanos hubieron agotado su munición incendiaria, los britanos habían salido disparados de detrás de sus terraplenes y habían levantado una cortina de cestos de mimbre llenos de escombros para protegerse de las ballestas- mientras reparaban los daños causados por el fuego. Muchos más hombres fueron abatidos durante el proceso, pero los britanos se limitaron a amontonar los cadáveres en los terraplenes. Un guerrero en particular había resultado sumamente enervante para los soldados de las ballestas romanas. Se trataba de un hombre inmenso, con un casco alado sobre su cabello rubio que, desnudo, se quedó de pie al borde del agua y les gritaba improperios a los barcos de guerra romanos mientras agitaba de forma desafiante un hacha de dos hojas. De vez en cuando se daba la vuelta y le enseñaba el trasero al enemigo, desafiándoles a que lo hicieran lo peor que pudieran. La armada se irritó por su altanera provocación y las ballestas de los trirremes mas próximos se habían girado en redondo para apuntar hacia el guerrero britano. Estaba resultando ser extraordinariamente ágil y hasta el momento había conseguido evitar las flechas que le disparaban. De hecho, cuanto más ofensivo se tornaba, peor apuntaban los ballesteros, desesperados por darle.

– ¡Idiotas! -dijo el general Plautio entre dientes-. ¿Es que esos imbéciles no se dan cuenta de lo que está haciendo?

– ¿Señor? -Mira, Vitelio. -El general señaló con el dedo. El barco que concentraba su fuego sobre el rubio guerrero protegía a su vez a los britanos de los demás trirremes y los trabajos de reparación de aquellos continuaban a un ritmo acelerado-. ¡Maldita armada! Dejando que el orgullo se anteponga a la inteligencia, como siempre.

– ¿Quiere que mande un hombre al prefecto de la flota, señor?

– No servirá de nada. Cuando le alcancemos y le haga llegar el mensaje al capitán de ese barco, los malditos britanos habrán terminado su trabajo y estarán acomodándose para echar una siestecita. Todo porque algún susceptible oficial de marina no puede soportar que un bárbaro mueva su condenado culo delante de sus narices.

Vitelio percibió el deje de crispación en la voz del general y se dio cuenta de que el plan de la noche anterior empezaba a venirse abajo. La armada no tan sólo no había conseguido destruir las defensas, sino que ni siquiera habían logrado dañarlas lo suficiente para abrirle camino al subsiguiente ataque de infantería. Y además, lejos de desmoralizar a los britanos, la armada había hecho que los romanos parecieran idiotas después de descargar su ira sobre un único guerrero desnudo. Cuando los hombres de la novena cruzaran el vado, se iban a encontrar con un enemigo envalentonado y protegido tras unas fortificaciones. El éxito del ataque ya no estaba cantado. A este problema se añadía el hecho de que no había habido ningún informe sobre el avance de la segunda legión desde que había cruzado el río al alba. Si Vespasiano estaba maniobrando de acuerdo con el plan, en esos momentos se hallaría casi en posición, dispuesto para lanzar un ataque sobre el flanco derecho de los britanos.

Desde el otro extremo del campo de batalla había llegado un mensaje de parte del prefecto al mando de las cohortes de los bátavos informando de que habían cruzado el río con éxito. Habían pillado desprevenido al enemigo y todos los hombres habían formado en la otra orilla antes de que los britanos pudieran realizar cualquier contraataque serio. Y lo que era aún mejor, los bátavos se habían topado con una numerosa unidad de carros de guerra. Sin dejarse intimidar por aquellas imponentes pero anticuadas armas, los bátavos se habían echado encima de ellas atacando primero a los caballos, tal como había ordenado el general Plautio. Sin caballos, los carros eran inútiles y lo único que quedó por hacer fue reducir a los desmontados lanceros y a los conductores.

Hasta ahí, todo bien. Pero entonces Carataco se dio cuenta de la debilidad que las fuerzas romanas presentaban por su flanco izquierdo y se estaba moviendo con rapidez para rodear a los bátavos y hacerles retroceder hacia el río. Si eran capaces de conseguirlo con la suficiente prontitud, podrían cambiar la disposición de sus tropas para hacer frente al siguiente ataque que Plautio había preparado. Había llegado el momento de que la novena legión realizara su movimiento, eliminara la presión ejercida sobre los bátavos y arrastrara a más britanos hacia la defensa de las fortificaciones que había alrededor del vado. Entonces, cuando las últimas reservas de Carataco se hubieran involucrado, la segunda legión saldría del bosque al sudoeste y aplastaría al enemigo como un torno de hierro.

– ¡Oh, señor! -Vitelio soltó una repentina carcajada-. ¡Mire allí!

El guerrero desnudo finalmente había pagado el precio de su valentía y estaba sentado, con las piernas abiertas y estiradas hacia delante, mientras forcejeaba con una flecha que se le había clavado en la cadera. A juzgar por la cantidad de sangre que manaba y corría por el barro revuelto que lo rodeaba, la flecha debía de haberle roto una arteria principal. Mientras ellos miraban, fue alcanzado por otra flecha que le dio en la cara, con lo que casco y cabeza le estallaron en pedazos sanguinolentos al tiempo que el impacto le arrojaba el torso hacia atrás.

– ¡Bien! -El general asintió con la cabeza--. Eso tendría que ser suficiente para la armada. Tribuno, es hora del ataque principal. Será mejor que alguien te dé un escudo.

– ¿Señor? -Me hace falta un buen par de ojos sobre el terreno, Vitelio. Ataca con la primera oleada y toma nota de todas las defensas con las que te tropieces, de la naturaleza del suelo por el que pases y de si hay alguna zona de la que nos podamos aprovechar si tuviéramos que volver a pasar por allí. Me informarás cuando regreses.

«Si es que regreso», reflexionó Vitelio con amargura al evaluar la tarea a la que se enfrentaba la novena legión. Habría peligro ahí abajo, demasiado peligro. Aunque sobreviviera, siempre existía la posibilidad de sufrir una herida que lo desfigurara hasta el punto de hacer que la gente apartara la mirada. Vitelio era tan vanidoso que quería afecto y admiración además de poder. Se preguntó si podría convencer al general de que mandara a un oficial más prescindible en su lugar y levantó la mirada. Plautio lo estaba observando detenidamente.

– No hay ningún motivo para esperar, tribuno. Vete. -Sí, señor. -Vitelio saludó e inmediatamente requisó un escudo de uno de los soldados de la escolta del general antes de dirigirse hacia las dos cohortes de la novena legión asignadas para el primer ataque. Las otras ocho cohortes estaban sentadas sobre la pisoteada hierba que descendía hacia el río. Disfrutarían de una espectacular vista del ataque y animarían a sus compañeros a voz en grito cuando llegara el momento (más que nada por un sentido de la conservación, puesto que si la primera oleada no tenía éxito, muy pronto les tocaría a ellos enfrentarse a los britanos). Vitelio anduvo con mucho cuidado entre la unidad y se dirigió hacia las equilibradas líneas de la primera cohorte (la punta de lanza de toda legión, una unidad doble a la que se confiaban las tareas más peligrosas de cualquier campo de batalla) Más de novecientos hombres se pusieron 'en posición de firmes, con las lanzas en el suelo, examinando en silencio los peligros que tenían ante ellos.

El legado de la novena, Hosidio Geta, se hallaba justo detrás de la primera centuria. A su lado se encontraba el centurión jefe de la legión y, tras ellos, el grupo de abanderados que rodeaban el estandarte del águila.

– Buenas tardes, Vitelio -lo saludó Geta-. ¿Te unes a nosotros?

– Sí, señor. El general quiere que alguien analice el terreno mientras se lleva a cabo el ataque.

– Buena idea. Haremos lo posible para asegurarnos de que puedas hacer tu informe.

– Gracias, señor. Unas cuantas cabezas se volvieron ante la fuerte dosis de ironía de la respuesta del tribuno, pero el legado era todo un caballero y lo pasó por alto.

justo entonces las trompetas del cuartel general tocaron a todo volumen la señal indicativa de la unidad seguida de una breve pausa y, a continuación, el toque de avance.

– Ésos somos nosotros. -El legado le hizo un gesto con la cabeza al centurión jefe. Geta se apretó la correa de su casco vistosamente decorado y tomó aire para bramar sus órdenes.

– ¡La primera cohorte se preparará para avanzar! -Hizo una pausa, el tiempo de marcar el ritmo hasta tres, y luego gritó-: ¡Adelante!

Con el centurión jefe marcando el paso, la cohorte se puso en marcha en forma de una susurrante nube de cascos de bronce, cotas de malla que tintinaban y resplandecientes puntas de lanza, y los hombres marcharon línea tras línea directamente hacia el borde del río donde el agua se extendía por una orilla llena de guijarros y maleza.

Vitelio ocupó su puesto justo detrás del legado y se concentró en seguir el paso del grupo de abanderados. Luego ya estaba en el río, chapoteando al adentrarse en la agitada agua de color marrón que se arremolinaba al paso de la primera centuria. A su derecha, el trirreme más cercano parecía una vasta fortaleza flotante que se alzaba a una distancia de tan sólo unos cincuenta pasos. Los rostros de la tripulación eran claramente visibles en cubierta mientras intensificaban el lanzamiento de proyectiles a la otra orilla para debilitar cuanto pudieran a los defensores antes de que sus compañeros de infantería cayeran sobre el objetivo. Los golpes de las catapultas y los chasquidos más secos de los brazos de las ballestas llegaban claramente al otro lado del agua y se oían incluso por encima del revuelo producido por los legionarios al atravesar el río.

El agua enseguida les llegó a las caderas y Vitelio levantó la mirada para comprobar con alarma que había recorrido menos de un tercio del camino hasta el otro lado. El aumento de la profundidad entorpeció el avance y hasta las primeras líneas empezaban a amontonarse. Los centuriones de las unidades que seguían aflojaron el paso y la cohorte avanzó luchando por mantenerse a flote mientras el agua seguía subiendo a un ritmo constante hasta que les llegó a la mitad del pecho. Vitelio vio que se acercaban a la otra orilla, a unos cincuenta pasos de distancia, y más allá vio la masa imponente de los terraplenes britanos que protegían el vado.

De pronto se oyó un grito agudo delante, luego unos cuantos más, cuando la primera fila se topó con la primera serie de obstáculos sumergidos: varias hileras de estacas puntiagudas clavadas en el lecho del río.

– ¡Rompan filas! -gritó el centurión jefe a voz en grito-. ¡Romped filas y estad atentos a esas jodidas estacas! ¡Cuando las encontréis, tirad de ellas hacia arriba y seguid adelante!

El avance se ralentizó y luego se detuvo mientras los hombres de la primera cohorte avanzaban a tientas por el agua, deteniéndose para sacar las estacas, dos o tres soldados a la vez. Poco a poco se fue abriendo un camino hasta la otra orilla y el avance continuó pasando junto a los heridos, a los que estaban ayudando a situarse en la retaguardia. La primera centuria ya había salido del río y alineaba sus filas en la embarrada orilla cuando las unidades siguientes pasaron por el espacio abierto entre las estacas.

Geta se volvió hacia Vitelio esbozando una sonrisa irónica.

– Me temo que está a punto de animarse el asunto, así que… ¡mantén ese escudo en alto!

Los trirremes dejaron de disparar y cesó el ruido de las flechas y piedras volando por los aires. En esos momentos la plana trayectoria de sus proyectiles pasaba demasiado cerca de las cabezas de la infantería como para seguir lanzándolos. En cuanto se detuvieron se oyó un enorme rugido y el estruendo de los cuernos de guerra que provenían de los britanos que estaban detrás de los terraplenes. A lo largo de toda la empalizada el enemigo se alzó y se preparó para hacer frente a sus atacantes. Un extraño zumbido inundó el aire y antes de que los romanos pudieran reaccionar, una primera descarga de proyectiles de honda cayó sobre las primeras filas de la cohorte y dejó a los soldados tirados en el suelo cuando la feroz mezcla de proyectiles de plomo y piedras alcanzó sus objetivos. Vitelio levantó su escudo justo a tiempo de que un proyectil golpeara en el tachón y el abrumador impacto le sacudió todos los huesos y nervios hasta el codo. Al echar un vistazo a su alrededor vio que la primera cohorte se había echado al suelo y se protegía lo mejor que podía contra aquella descarga cerrada. Pero la línea curva que describían las fortificaciones implicaba que el fuego provenía de tres flancos, y continuaba mermando en número a los atacantes. Mientras tanto, la segunda cohorte salía del río. A menos que se hiciera algo inmediatamente el ataque se disgregaría, convirtiéndose en una masa informe que proporcionaría a los honderos britanos un blanco perfecto.

Geta estaba en cuclillas junto a Vitelio en medio de los abanderados. Comprobó la correa de su casco, sostuvo el escudo contra su cuerpo y se puso en pie.

– ¡Primera cohorte! ¡Formación de testudo por centurias!

El centurión jefe transmitió la orden a voz en grito, como si estuviera en un campo de desfile, y los hombres de cada centuria fueron acosados por sus centuriones hasta que se pusieron de nuevo en pie. Los soldados se dieron cuenta de que la formación de tortuga era su mejor oportunidad de sobrevivir al asalto y rápidamente formaron la pared y el tejado de escudos protectores. Los abanderados se pusieron a cubierto tras los escudos de la escolta de Geta y observaron cómo la formación se iba acercando a los- terraplenes bajo un fuego constante, pero en gran parte ineficaz. A medida que las siguientes cohortes iban subiendo por la orilla se les fue dando la misma orden, y cada formación se mandó a una sección de las defensas distinta Entre la orilla y las fortificaciones. El suelo enfangado estaba cubierto de muertos y heridos. Aquellos que podían se mantenían a cubierto bajo sus escudos de los proyectiles britanos que cruzaban el aire como una exhalación. A Vitelio le embargó una horrible sensación de miedo y entusiasmo cuando la primera cohorte llegó a la zanja exterior y, con gran esfuerzo para mantener la formación, cruzó al otro lado describiendo un movimiento ondulante.

Cuando el testudo llegó a la pendiente que subía hasta la empalizada se dio una orden repentina. La formación se disolvió y todos los soldados treparon por los terraplenes hacia los guerreros enemigos que proferían gritos de guerra bajo sus estandartes en los que aparecía una serpiente. Con la empinada pendiente en su contra y cargados con el pesado equipo, los legionarios salieron malparados. Muchos de ellos fueron acuchillados por las espadas largas y las hachas de los britanos y cayeron en la zanja, derribando a sus compañeros al caer.

Aquí y allá un puñado de hombres trataba de entrar por la fuerza a través o por encima de la empalizada pero eran muy pocos en comparación con los defensores y aquellos valientes atacantes fueron arrollados y arrojados de nuevo cuesta abajo.

La lucha se extendió a lo largo de todo el muro pero a las demás cohortes no les fue mucho mejor y el número de cadáveres romanos desparramados por la pendiente de los terraplenes aumentaba a un ritmo constante.

– ¿No deberíamos retirarnos, señor? -le preguntó Vitelio al legado.

– No. Las órdenes eran claras. Debemos continuar el ataque hasta que Vespasiano pueda atacar su retaguardia.

Los oficiales de Estado Mayor del legado intercambiaron unas miradas de preocupación. La novena estaba siendo cruelmente castigada por su precipitado asalto, estaban muriendo desangrados mientras esperaban el ataque de la segunda legión. Al mirar a su alrededor, Geta intuyó que sus hombres dudaban.

– De un momento a otro. En cualquier momento la segunda atacará. Mantengámonos firmes hasta entonces.

Pero Vitelio ya detectó un cambio en la lucha a lo largo de la empalizada. Los legionarios ya no se precipitaban cuesta arriba sino que eran allí conducidos por sus centuriones, intimidados a golpes de bastón de vid para que atacaran.

En varios lugares los soldados se caían del muro, agotados por el esfuerzo, y de una manera lenta pero segura iban perdiendo la voluntad de seguir luchando. Para todos los miembros del grupo de abanderados los indicios eran inconfundibles.

El asalto se desmoronaba ante sus ojos.

Si Vespasiano no lanzaba su ataque inmediatamente, el sacrificio de la novena habría sido en vano.

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