CAPÍTULO XXVI

El sol caía de lleno sobre los soldados apiñados en el barco de transporte de baos anchos. Las túnicas de lana bajo la pesada armadura hacían sudar a los hombres y la tela húmeda se les pegaba a la piel de forma muy molesta. El olor resultante, combinado con los residuos del pantano, hacía que la atmósfera a bordo del transporte fuera fétida hasta la náusea. El calor, el miedo y el agotamiento nervioso habían conseguido hacer que uno o dos hombres devolvieran, lo que sumó por tanto el hedor de su vómito a los demás olores.

A un lado, el Támesis seguía su curso cristalino, perturbado únicamente por el monótono chapoteo y el borboteo agitado del movimiento del agua contra la proa y la popa del transporte cuando la tripulación se esforzaba para mantener la embarcación alineada con el barco de guerra que iba justo delante. Perfectamente sincronizados, los enormes remos del trirreme se elevaban sobre la superficie del río derramando brillantes cascadas de agua y se deslizaban hacia delante antes de volver a sumergirse en el río para hacer avanzar la roda puntiaguda hacia la otra orilla.

Desde la pequeña cubierta de proa Cato recorrió con la mirada las concentradas filas del enemigo que lo esperaba para recibirles. Durante toda la mañana los britanos se habían ido agrupando para repeler el asalto que todos podían ver que se preparaba en la orilla romana del Támesís. La reunión de los transportes y el barco de guerra y la densa aglomeración de legionarios dispuestos a embarcar hacían que los últimos planes de Plautio fueran evidentes para todo aquel que los viera.

Por consiguiente, el puñado de exploradores de la caballería britana se había marchado a toda prisa para transmitir la noticia del inminente asalto por el río. Las dispersas tropas del ejército de Carataco volvieron a formar rápidamente y se dirigieron hacia la ribera frente a los barcos romanos.

El ataque ya se había visto retrasado por la necesidad de descargar los suministros que llevaban los transportes y a los legionarios les irritó profundamente tener que trasladar a pulso la carga pesada y difícil de manejar sobre el burdo embarcadero y quitarla luego de en medio. Mientras ellos trabajaban, más y más britanos iban llegando para reforzar la otra orilla. Para los que constituían la primera oleada de ataque, la perspectiva de enfrentarse a un contingente aún mayor les inquietaba y maldecían a los compañeros que se ocupaban de descargar los barcos de transporte, exhortándolos a que terminaran el trabajo más deprisa.

El primer barco de transporte se hallaba aún a cierta distancia de la orilla cuando los britanos pusieron voz a su grito de guerra, una nota que iba aumentando progresivamente de intensidad, luego bajaba y volvía a subir. Para el inexperto Cato, las fuerzas del enemigo parecían contarse por miles, pero era imposible hacer una estimación exacta de aquel hervidero de gente. Lo que sí estaba claro era que los britanos superaban claramente en número al primer grupo de ataque de la segunda legión y el creciente volumen de su desafío era enervante. Cato se puso de espaldas a ellos y se obligó a sacudir la cabeza y a sonreír.

– Les gusta la música, ¿verdad? -le dijo al soldado de su centuria que tenía más cerca-. Luego entonarán otra melodía diferente.

Uno o dos de los hombres le devolvieron la sonrisa, pero muchos sólo mostraban la resignación en su rostro o se esforzaban por ocultar el miedo que les hacía poner de manifiesto toda clase de nerviosos gestos reveladores. Pocas horas antes, aquellos mismos hombres parecían tener muchas ganas de vengar a su centurión, pero Cato se dio cuenta de que las aspiraciones causadas por la ira tendían a moderarse en gran medida ante la perspectiva inminente de llevarlas a cabo.

Mientras permanecía ahí de pie por encima de ellos, Cato vio que la mayoría de los hombres le estaba mirando y una repentina sensación de estar siendo juzgado le abrumó pesadamente. Sabía que incluso en aquellos momentos algunos de ellos todavía se sentían agraviados por su nombramiento como optio.

Aquél era el momento en el que Macro les hubiera dirigido unas últimas palabras de ánimo antes de entrar en acción. Le vinieron al pensamiento unas cuantas frases que podría extraer de las historias que había leído, pero ninguna parecía apropiada y, peor aún, ninguna parecía ser el tipo de cosa que un joven de diecisiete años podía decir sin aparecer como un auténtico pretencioso.

Por un momento los legionarios y su centurión interino se quedaron frente a frente en un silencio que cada vez era más incómodo. Cato miró por encima de su hombro y vio que ya podía distinguir claramente los rasgos individuales de los britanos. Fuera lo que fuera lo que dijera, tenía que decirlo enseguida. Se aclaró la garganta.

– Sé que el centurión tendría algo bueno que deciros en estos momentos. La verdad es que ojalá estuviera él aquí para decirlo. Pero Macro no está y sé que yo no puedo ocupar su lugar. Tenemos esta oportunidad de hacerles pagar caro su muerte y quiero ver cómo muchos de ellos se van a hacerle compañía al infierno.

Unos cuantos soldados respaldaron ese sentimiento y Cato sintió que se establecía algún tipo de conexión entre él y aquellos endurecidos veteranos.

– Dicho esto, debéis saber que Caronte no hace descuentos para grupos, así que… ¡ahorrad el dinero y permaneced vivos!

Era un mal chiste, pero unos hombres con su vida en juego valoran hasta la más mínima palabra de alivio.

Algo cayó al agua muy cerca del transporte y Cato se volvió hacia el lugar de donde había venido el sonido justo cuando una dispersa descarga de proyectiles de honda pasaba vibrando a cierta distancia de la proa y cortaba la tranquila superficie del río.

– ¡Poneos los cascos! -gritó Cato, y rápidamente se abrochó la correa bajo la barbilla al tiempo que se agachaba bajo la amurada de la cubierta de proa. Por delante de ellos, el trirreme giró río arriba y dejó que la distancia recorrida fuera la adecuada antes de echar el ancla. El primer barco de transporte se deslizó bajo su popa y se dirigió hacia la orilla del río situada a unos cien pasos más allá. Los proyectiles de las hondas seguían golpeando la embarcación, pero tanto la tripulación como los legionarios se agacharon lo suficiente para hacer que la descarga resultara inofensiva.

– ¡Tranquilos los remos! -bramó el capitán del barco de transporte; los remeros se apoyaron en los mangos de las palas y esperaron a que los demás transportes se acercaran y formaran una línea de manera que pudieran alcanzar la orilla al mismo tiempo, y las tropas desembarcaran a la vez. Bajo la lluvia de proyectiles de los honderos y arqueros, los torpes transportes maniobraron para ponerse en posición y aguardaron a que el trirreme iniciara el bombardeo del enemigo concentrado en la ribera del río.

Una súbita serie de fuertes chasquidos cortaron el aire cuando se soltaron los brazos de torsión de las ballestas y se dispararon las pesadas flechas hacia los britanos de la orilla. El movimiento de sus filas señaló el paso de las flechas y los gritos y chillidos de los heridos se sumaron al sonido de su grito de guerra. Instantes después, los arqueros auxiliares del trirreme empezaron a añadir sus descargas al ataque y los britanos escasamente protegidos cayeron como hojas. Mientras que el fuego de apoyo empezaba a abrir huecos en la orilla, el capitán del transporte que iba en cabeza dio la señal para que empezara el asalto y los remeros se inclinaron sobre sus palas. Los transportes avanzaron y-los legionarios de a bordo se pusieron los escudos encima de la cabeza para protegerse de la lluvia de flechas y proyectiles de honda. A las tripulaciones no se les había proporcionado protección y mientras el primer transporte se acercaba a la orilla, el remo de babor cayó al río cuando los dos miembros de la tripulación que lo manejaban se desplomaron: uno de ellos había sido alcanzado por dos flechas y yacía en cubierta dando alaridos mientras que su compañero quedó tendido sin moverse, muerto por un proyectil de honda que le entró por un ojo hasta el cerebro. La resistencia del remo de babor pronto empezó a hacer girar la proa de la embarcación. Al darse cuenta del peligro, Cato dejó el escudo y la jabalina, agarró el mango suelto y sacó del agua la pala del remo. Al no estar acostumbrado a su peso y dificultad de manejo, intentó como pudo mantener la proa del transporte alineada con la orilla mientras los proyectiles de honda chocaban contra ella con un vibrante repiqueteo y las flechas golpeaban la cubierta haciendo saltar astillas.

Se arriesgó a mirar por la borda y vio que la orilla estaba cerca, que en cualquier momento el barco tomaría tierra y empezaría el asalto. Una repentina sensación de frenado indicó que la quilla había entrado en contacto con la superficie del lecho del río. El transporte cesó su avance y el capitán ordenó a la tripulación que se pusiera a cubierto. Cato dejó el remo y recuperó el escudo y la jabalina, consciente de que todos los ojos de la centuria estaban clavados en él.

– Recordad, muchachos -gritó-, esto es por Macro… Jabalinas en ristre!

Los hombres se pusieron en pie y los primeros subieron a la cubierta de proa dispuestos a arrojar sus jabalinas.

– ¡Lancen a discreción! El resto de la centuria pasó sus jabalinas hacia delante para dárselas a los que estaban en la cubierta de proa y los continuos disparos fueron derribando a más enemigos hasta que se terminaron las lanzas. Cato se volvió para mirar y vio que el trirreme había dejado de lanzar proyectiles.

Ese era el momento. Por un instante su mente empezó a considerar los terribles riesgos y la absurdidad de lo que estaba a punto de hacer y supo que si se retrasaba un poco más le faltaría el coraje. Tensó los músculos y saltó Por la borda de la embarcación al tiempo que les gritaba a los demás que le siguieran. El agua le llegaba al pecho y las botas le resbalaban sobre el blando légamo del fondo del río. A su alrededor el resto de la centuria saltó al agua y se precipitó hacia la orilla.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -gritó Cato por encima de todo el alboroto.

Los britanos sabían que debían ganar la lucha antes de que los romanos pudieran afirmarse en la orilla y se metieron en el río para enfrentarse al ataque. Los dos bandos cayeron precipitadamente uno sobre otro a poca distancia de los transportes. Un hombre enorme avanzó por el agua y fue directo hacia Cato con la lanza levantada por encima de la cabeza, lista para atacar. Cato empujó su escudo hacia adelante cuando le sobrevino el golpe y mandó la lanza a un lado. El contraataque se realizó con una precisión que hubiera llenado de orgullo al centurión Bestia, y la espada con mango de marfil del centurión muerto se clavó profundamente en el costado del britano. Cato la retiró de un tirón justo a tiempo para golpearle la cabeza al próximo enemigo. Mientras luchaba se fue abriendo camino hacia la costa paso a paso, con los dientes fuertemente apretados al tiempo que un aullido inhumano en su garganta desafiaba a todo aquel que se encontraba por delante. El agua revuelta emitía unos destellos blancos y plateados bajo la brillante luz del sol, y unas motas color carmesí se elevaban centelleando como rubíes antes de caer de nuevo y salpicar a los combatientes.

El agua que rodeaba las piernas de Cato se iba volviendo de un turbio color rojo a medida que más romanos se abrían camino por el bajío y trataban de unirse a los legionarios que habían desembarcado momentos antes. Los transportes ya estaban siendo empujados de nuevo hacia el río y se dirigían en busca de la segunda oleada de asalto con toda la rapidez que le permitían sus remos. Cato y los demás estarían solos hasta que el siguiente grupo pudiera sumarse a la batalla y lo único que importaba era vivir hasta entonces. Ahora el agua ya sólo le llegaba al tobillo y debía tener cuidado de no resbalar en el barro. Paraba los golpes con su escudo y arremetía con su espada a un ritmo constante, rechinando los dientes para soportar el dolor de sus quemaduras. El resto de la centuria combatía cerca de él y formó una pared de escudos de forma automática mientras los años de incesante entrenamiento daban fruto. La demencial confusión inicial se había terminado y el combate empezó a tomar un cariz más familiar para los romanos.

– ¡Moveos a la izquierda, conmigo! -gritó Cato al tiempo que divisaba a los soldados más cercanos de otro de los transportes. Lentamente, su centuria fue avanzando hacia la hierba corta de la orilla del río y empezaron a avanzar lateralmente para acercarse a sus compañeros. Durante todo ese tiempo los britanos no dejaron de golpear sus escudos con espadas, hachas y lanzas. El soldado que estaba junto a Cato se desplomó con un grito agudo cuando la hiriente punta de una lanza siniestramente dentada le atravesó la pantorrilla. El britano que se hallaba al otro extremo de la lanza arrancó ésta de un salvaje tirón y el legionario cayó de espaldas, chillando. La centuria cerró filas y siguió adelante, y los gritos de su compañero cesaron de pronto cuando los britanos lo masacraron sin perder ni un minuto. Poco a poco, los pequeños grupos de legionarios se juntaron unos con otros hasta que pudieron formar una línea sólida de unos cuatrocientos o quinientos hombres. Sin embargo, los britanos seguían apiñándose a su alrededor a miles, tratando desesperadamente de hacerlos retroceder hacia el río.

– ¡Cuidado, muchachos! -gritaba una y otra vez Cato mientras cortaba y daba estocadas a cualquier cara o cuerpo que se ponía al alcance de su espada. El escudo con el que se enfrentaba al enemigo vibraba y se estremecía con un ruido sordo con el impacto de los golpes; un esfuerzo inútil que ponía de manifiesto el pobre entrenamiento de aquellos guerreros britanos que luchaban con una furia desatada y que simplemente arremetían contra cualquier parte del invasor que se pusiera delante de sus armas. Pero los britanos compensaban su falta de calidad con su número y, aunque el suelo estaba literalmente cubierto de sus muertos y moribundos, ellos seguían adelante como si estuvieran poseídos por demonios. Tal vez lo estaban. Al dar un rápido vistazo Cato vio una dispersa línea de hombres de extrañas vestimentas y enmarañadas barbas que animaban a los britanos con los brazos alzados al cielo a modo de súplica mientras lanzaban salvajes maldiciones. Con un estremecimiento de horror, Cato se dio cuenta de que aquellos hombres debían de ser druidas, cuyas proezas se les relataban a los niños romanos para asustarlos.

Pero sólo tuvo tiempo de echar una brevísima mirada antes de tener que afrontar el siguiente momento difícil Un bloque de britanos, mejor armados y más decididos que sus compañeros, se enfrentó de pronto a la sexta centuria y la obligó a retroceder hacia el río. Cayeron varios hombres de Cato, a otros los atropellaron, otros perdían el equilibrio en el barro resbaladizo y de pronto la pared de escudos empezó a desmoronarse. Antes de que Cato pudiera volver a formar a sus hombres, notó una presencia a su lado. Sólo tuvo tiempo de mirar a la derecha y vislumbrar el rostro gruñón de un britano de cabello negro antes de que éste chocara con su costado y ambos cayeran al bajío del río.

Un destello cegador de la luz del sol. Después, una brillante rociada que duró un instante y el mundo se oscureció ante los ojos de Cato. La boca y los pulmones se le llenaron de agua cuando, de forma instintiva, trató de coger aire. El britano todavía estaba encima de él y movía frenéticamente las manos tratando de agarrarlo del cuello. Cato había soltado la espada y el escudo al caer; se aferró a su atacante con la intención de valerse de él para impulsarse fuera del agua que, de un modo extraño, carecía de los sonidos de la batalla. Pero el britano poseía un físico poderoso y lo sujetó con fuerza hacia abajo. El angustioso anhelo por respirar y la inminencia de su muerte le proporcionaron a Cato una desesperada reserva de fuerza. Sus manos buscaron a tientas la cara del britano y le metió los dedos en los ojos. De repente el hombre soltó la garganta de Cato y éste salió a la superficie, resoplando agua y tratando de recuperar el aliento. Sus dedos seguían aferrados al rostro de aquel hombre; el britano dio un grito de dolor y trató de agarrar a Cato de los brazos antes de que algún instinto le hiciera propinar un puñetazo a su oponente. El golpe alcanzó a Cato en la mejilla y todo se volvió blanco por un instante antes de volver a encontrarse bajo el agua con el peso de aquel hombre otra vez sobre él.

Esa vez Cato pensó que seguramente se ahogaría. Sentía que la cabeza le iba a estallar y no conseguía nada con sus frenéticas contorsiones. Miraba fijamente la plateada superficie del agua. El aire que proporcionaba la vida, apenas a treinta centímetros de distancia, bien podría haber estado a más de un kilómetro y, mientras todo se iba borrando, el último pensamiento de Cato fue para Macro: la pesadumbre por no haber conseguido vengar al centurión. Entonces, el agua se tiñó de rojo y la sangre espesa atenuó la luz del sol. Las manos del britano seguían aferradas a su cuello, pero ahora otra mano se metió en el agua, lo agarró por el arnés, tiró de él hacia arriba y lo sacó a la brillante luz del sol. Cato salió a la superficie en medio de un charco de color rojo y llenó de aire sus ardientes pulmones. Entonces vio el cuerpo del britano. Tenía la cabeza casi cercenada, sólo un poco de cartílago y nervio la unían al torso.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó el legionario, que seguía sujetándolo del arnés, y Cato consiguió asentir con la cabeza mientras tragaba más aire. Un pequeño grupo de hombres de la centuria montaba guardia junto a ellos y rechazaban los golpes de los britanos más próximos.

– ¿Mi espada? -Aquí la tiene, señor. -El legionario la sacó del agua-. Es una buena espada. Debería cuidarla.

Cato asintió con un movimiento de la cabeza. -Gracias.

– No es nada, señor. La centuria no puede permitirse el lujo de perder más de un centurión por día.

Con una última sacudida para que se le despejara la cabeza, Cato recuperó su escudo y alzó su espada. El ritmo de la batalla se había aflojado de forma notable al notarse los efectos del cansancio. Ni los romanos ni los britanos parecían tan entusiasmados por aquel martirio como lo habían estado poco antes y había lugares en los que pequeños grupos se hallaban unos frente a otros, todos esperando que el otro hiciera el primer movimiento. Al volver la vista hacia el río, Cato vio que el segundo grupo de ataque casi había terminado de embarcar en los transportes.

– ¡Ahora ya queda poco, muchachos! -exclamó en voz alta, tosiendo con el esfuerzo de gritar con agua todavía alojada en los pulmones-. ¡El segundo grupo ya viene hacia aquí!

Una serie de golpes descomunales que provenían del trirreme llamaron su atención y, al seguir con la mirada el arco que describían los proyectiles, vio que una nueva columna de guerreros britanos se acercaba por la orilla del río. En medio de la columna había un carro de guerra, ampulosamente ornamentado incluso para ser britano, sobre el cual había un alto jefe con una larga y suelta cabellera rubia. Levantó su lanza y dio un grito y sus hombres contestaron con un rugido que surgió de lo más profundo de sus gargantas. Había algo en su atuendo y en la confiada manera que tenían de no hacer caso de los misiles lanzados desde el barco que era horriblemente familiar.

– ¿Son los hijos de puta que nos atacaron anoche?

– Podría ser. -El legionario entrecerró los ojos-. No me quedé el tiempo suficiente para memorizar los detalles.

Los druidas trataban frenéticamente de lanzar a sus guerreros contra el primer grupo de ataque de los romanos. Cuando vieron aparecer la nueva columna chillaron de alegría y animaron a sus hombres con renovada ferocidad.

– ¡Cuidado, muchachos! ¡Un nuevo enemigo por el flanco izquierdo!

Se hizo correr la voz rápidamente por la línea y el centurión más próximo a la nueva amenaza organizó a sus hombres para proteger el flanco, cerrando filas sobre lo que quedaba del primer grupo de ataque y justo a tiempo, puesto que los recién llegados ni siquiera intentaron desplegarse, sino que se precipitaron a una carga desenfrenada y se lanzaron contra la línea romana. Con un grito salvaje y un agudo choque de armas, los britanos trataron de abrirse camino entre los romanos a golpes de espada y fue evidente para todo el mundo que la lucha se estaba decantando a favor de los nativos.

Una ansiosa mirada hacia el río mostró a Cato que el primer transporte ya había salido y los remos se movían furiosamente para alcanzar la orilla opuesta. El grito de guerra de las nuevas tropas y las exhortaciones de los druidas hicieron renacer el espíritu guerrero de los britanos que, una vez más, cargaban contra los escudos romanos.

– ¡Contenedlos! -gritó Cato-. ¡Sólo un poco más! ¡Contenedlos!

Los restos de la sexta centuria se unieron con otro puñado de legionarios y resistieron con todas sus fuerzas en el pedazo de terreno que habían ocupado a orillas del Támesis. Uno a uno fueron cayendo, y la pared de escudos se cerró en un grupo aún más apretado de hombres hasta que pareció que su destrucción estaba próxima. El flanco izquierdo (si es que podía decirse que las mal echas agrupaciones de desafiantes romanos constituían una línea) se derrumbó bajo el feroz ataque de los guerreros de élite britanos. Dado que no había ninguna posibilidad de rendirse o escapar, los romanos luchaban hasta morir allí donde se encontraban.

De los mil hombres más o menos que habían llevado a cabo el primer asalto no quedaban más de la mitad y Cato se horrorizó al ver que a los transportes se los llevaba la corriente río abajo. Tomaron tierra a unos doscientos pasos más allá de la desesperada lucha de sus compañeros y la segunda oleada desembarcó sin encontrar oposición, tan concentrados estaban los britanos en destruir los restos del primer ataque. Cato alcanzó a ver la cimera escarlata del legado y, tras él, el estandarte del águila cuando los recién llegados se apresuraron a formar en línea de batalla y marcharon río arriba con rapidez. Los britanos vieron el peligro y se volvieron para enfrentarse a ellos. Cato observó desesperado cómo el avance de Vespasiano se ralentizaba y luego se detenía para vérselas con la feroz resistencia a unos cincuenta pasos de distancia de donde se encontraba el malparado primer grupo de ataque.

Por la izquierda, los romanos se habían visto obligados a retroceder y formaban un arco compacto cuya base era el río, y los britanos intuían una victoria inminente. Sus gritos de guerra sonaban entonces con un nuevo tono exacerbado mientras arremetían a golpes de hacha y espada contra los legionarios. En un momento todo habría terminado, pisotearían a los últimos hombres de la primera oleada de ataque y los hundirían en el fango.

Pero el final no llegó. Un cuerno de guerra britano hizo sonar una serie de notas por encima de la cacofonía de la batalla y, para asombro de Cato, los britanos empezaron a retirarse.

Con un último intercambio de golpes, el guerrero con el que luchaba retrocedió con cuidado hasta que estuvo fuera del alcance del arma de Cato. Entonces se dio la vuelta y subió corriendo por la orilla, y por todas partes los brillantes colores de los britanos se apartaron de los escudos romanos y se alejaron hacia los druidas agrupados en torno al jefe, que estaba montado en su carro. Luego, en buen orden defensivo, el enemigo marchó por la ligera elevación de la ribera y desapareció, bajo el renovado acoso del trirreme.

Cato recorrió con la mirada el campo de batalla, sobre el que se desparramaban los cuerpos destrozados de los muertos y los gritos de los heridos, y apenas podía creer que siguiera vivo. A su alrededor, los restantes miembros de su centuria se miraban con asombro los unos a los otros.

– ¿Por qué carajo se han ido? -dijo alguien entre dientes. Cato sacudió la cabeza cansinamente y enfundó su espada.

Los recién llegados encabezados por Vespasiano cambiaron la dirección de su avance y formaron una cortina entre los britanos que se retiraban y el lamentablemente pequeño número de supervivientes del primer grupo de ataque. _¿Los hemos echado? ¿No han podido aguantarlo?

– ¡Piensa un poco! -exclamó Cato con brusquedad-. Tiene que haber sido otra cosa. Tiene que haberlo sido.

– ¡Mirad allí! A la izquierda. Cato miró y vio unas diminutas formas oscuras que subían por la curva del río: caballería.

– ¿Es nuestra o de ellos? Me imagino que debe de ser nuestra.

En efecto, al frente de la columna se divisaba un banderín de la caballería romana. El despliegue de fuerzas de Plautio río arriba en busca de un vado no había sido en vano. Algunas cohortes bátavas habían llegado al flanco britano a tiempo para salvar a la vanguardia de la segunda legión. Pero a los recién llegados no se les recibió con gritos de triunfo. Los hombres simplemente se sentían aliviados de haber sobrevivido y estaban demasiado cansados para poder hacer otra cosa que no fuera dejarse caer en la orilla del río y descansar sus miembros exhaustos. Pero Cato se dio cuenta de que aún no podía hacer eso. Su sentido del deber no se lo permitía. Primero tenía que pasar lista a su centuria, comprobar si se encontraban en condiciones de continuar luchando y entonces presentar su informe al legado. Sabía que eso era lo que tenía que hacer pero, ahora que el peligro inmediato había pasado, su mente se había quedado atontada a causa de la fatiga. Lo que más ansiaba era tomarse un descanso. Incluso parecía que sólo el hecho de pensarlo aumentaba infinitamente su necesidad física de dormir. Los párpados se le cerraron lentamente antes de que se diera cuenta, empezó a inclinarse hacia delante y se hubiera caído al suelo de no haber sido por un par de brazos que lo agarraron de los hombros y lo sujetaron, devolviéndolo a su posición.

– ¡Cato! -¿Qué? ¿Qué? -consiguió responder mientras intentaba con todas sus fuerzas abrir los ojos.

Las manos lo sacudieron para tratar de sacarlo de su exhausto estupor.

– ¡Cato! ¿Qué demonios le has hecho a mi centuria?

Tal vez la pregunta sonara severa, pero bajo ella había el familiar tono refunfuñón al que se había acostumbrado durante los últimos meses. Se obligó a levantar la cabeza, a abrir los ojos que le escocían y a encararse con aquel que le había preguntado.

– ¿Macro?

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