CAPÍTULO XXIX

En cuanto las fortificaciones estuvieron listas, tres de las otras legiones se trasladaron al otro lado del Támesis y se dirigieron a las áreas que se les habían asignado. Las cohortes auxiliares y la vigésima legión se quedaron atrás para vigilar a los animales de tiro del ejército que pastaban en todas las franjas de pradera disponibles, dispersos por una vasta extensión de terreno. Una sucesión de pequeños fuertes se extendía a lo largo de las líneas de comunicación por todo el camino que llevaba a Rutupiae y, de vez en cuando, los convoyes de suministros avanzaban lentamente hasta el frente y volvían vacíos, aparte de aquellos que llevaban a los inválidos destinados a una baja prematura y la subsiguiente dependencia del reparto de trigo en Roma. En aquellos momentos la mayor parte de los suministros se transportaban siguiendo la costa y, desde allí, río arriba en los barcos de la flota invasora.

Se había establecido un enorme depósito de abastecimiento en el campamento de la legión y cada día se descargaban más víveres, armas y equipo de repuesto que los jefes de intendencia anotaban con todo detalle y que luego se depositaban en el interior de la cuadrícula meticulosamente señalizada que habían preparado los zapadores. La próxima vez que el ejército se dirigiera al campo de batalla, estaría tan bien aprovisionado y armado como lo había estado al inicio de la campaña.

Los legionarios descansaron mientras esperaban la llegada del emperador y de los miembros de su círculo, aunque todavía había muchas cosas que hacer. Había que guarnecer los muros del fuerte, cavar las letrinas y ocuparse de su mantenimiento, mandar a un destacamento a conseguir leña, hacerse con cualquier suministro de grano o animales de granja que pudieran encontrar y otras muchas tareas rutinarias que formaban parte de la vida militar. Al principio las patrullas de aprovisionamiento se habían formado con cohortes enteras pero, como los exploradores de caballería continuaban informando de que había pocas señales del enemigo, se permitió que grupos menos numerosos de legionarios abandonaran el campamento durante el día.

Aunque Cato estaba exento de servicio hasta que se hubiera recuperado por completo de sus quemaduras, se encontró con que necesitaba ocupar el tiempo haciendo algo útil. Macro se burló de su petición de ayudarle a ponerse al día con la administración. La mayoría de veteranos trataban por todos los medios de tener el mayor tiempo libre posible, y habían aprendido todos las trampas y triquiñuelas posibles para abandonar el servicio. Cuando Cato se personó en la tienda del centurión y se ofreció a ayudar, el primer impulso de Macro fue preguntarle qué tramaba el optio en realidad.

– Sólo quiero hacer algo útil, señor. -Ya veo -respondió Macro al tiempo que se rascaba la barbilla con un aire meditabundo-. Algo útil, ¿eh?

– Sí, señor. -¿Por qué? -Me aburro, señor.

– ¿Te aburres? -contestó Macro con verdadero horror. La posibilidad de rechazar la oportunidad de disfrutar del abanico de actividades que un legionario podía desarrollar estando fuera de servicio era algo que nunca había considerado. Reflexionó unos momentos sobre el asunto. Cualquier optio normal hubiera ideado algún truco para hacerse con alguna ración extra o alguna paga de la contaduría de la centuria. Pero Cato había hecho gala de una integridad deplorable en su administración de los archivos de la centuria. En sus momentos más benévolos, Macro suponía que Cato debía de estar dirigiendo su poderosa inteligencia hacia alguna oportunidad, que hasta la fecha se le había pasado por alto, de enriquecimiento personal a costa del ejército. En sus momentos menos benévolos atribuía la escrupulosidad del muchacho a la ignorancia de juventud con respecto a las costumbres del ejército, una actitud que la experiencia acabaría enmendando. Pero allí estaba, disconforme con su situación de exención del servicio y, aunque pareciera mentira, solicitando algo que hacer. -Bueno, déjame pensar -dijo Macro-. Hace falta saldar las cuentas de los fallecidos. ¿Qué te parece eso?

– Muy bien, señor. Empezaré ahora mismo. Mientras el desconcertado centurión miraba, Cato abrió la tapa del arcón donde se guardaban los documentos de la centuria y con cuidado extrajo las cuentas financieras y los testamentos de todos los soldados señalados como «baja por defunción» en el resumen de efectivos más reciente. Antes de que pudieran validarse los testamentos, todas las cuentas de los fallecidos tenían que ponerse al día y deducir todos los gastos de los artículos del equipo de los ahorros acumulados. El valor neto del patrimonio del legionario se repartía de acuerdo con los términos establecidos en su testamento. Si no había ninguna declaración de últimas voluntades, ya fuera oral o escrita, entonces, estrictamente hablando, el patrimonio se concedía al pariente varón de más edad. Pero en la práctica, la mayoría de los centuriones afirmaban que el hombre había hecho un testamento oral en el que legaba sus bienes materiales a los fondos funerarios de la unidad. Tales fuentes de ingresos adicionales eran necesarias en el servicio activo para financiar la enorme cantidad de lápidas conmemorativas que hacían falta. El aumento de la demanda incrementaba los precios, y el dolor que sentían los mamposteros de la legión por la muerte de sus compañeros quedaba en cierta medida mitigado con las considerables sumas que podían ganar preparando sus lápidas.

Cato estaba sentado tranquilamente a la sombra del toldo frente a la tienda del centurión y pasaba el dedo de un artículo a otro mientras sumaba mentalmente las deudas y el total lo restaba de las cifras en la columna de ahorros. Muchos de los muertos habían dejado atrás más deudas que ahorros, lo cual indicaba que eran nuevos reclutas, que siempre tenían menos posibilidades de sobrevivir que los experimentados veteranos. La mayor parte de los nombres no le decían nada, pero algunos de ellos destacaban en la página y lo llenaban de tristeza: Pírax, el veterano de trato fácil que le enseñó a Cato cómo funcionaba todo cuando llegó al cuartel; Harmonio, ese asqueroso impasible y desinteresado que entretenía a sus compañeros con imitaciones de animales de corral y con pedos ensordecedores cuando se lo pedían (quizás eso último no representara una gran pérdida para la civilización, decidió Cato tras una reflexión). Todos eran personas como él, seres humanos que antes vivían, respiraban y reían, con sus compendios de virtudes y defectos. Hombres junto a los que había marchado durante los últimos meses, hombres que se conocían unos a otros mejor de lo que muchos conocen a sus propias familias. Ahora estaban muertos y su rica experiencia de la vida quedaba reducida a una hilera de cifras en un pergamino de registros financieros y a los pocos efectos personales que constituían su legado.

El estilo de Cato se agitaba sobre una tablilla encerada y temblaba entre sus dedos inseguros. Recordó que le habían dicho que la muerte sería su constante compañera durante todo su servicio en el ejército. Había creído comprender muy bien las implicaciones, pero ahora sabía que existía un amplio abismo entre los elegantes conceptos expresados con frases bien construidas y la sórdida realidad de la guerra.

Durante los días que pasaron mientras se recuperaba, tuvo dificultades para dormir normalmente. Se quedaba tumbado en la tienda de su sección con los ojos cerrados mientras que su mente trabajaba con fervor y unas terribles imágenes de carnicerías surgían espontáneamente de su imaginación, como si las estuviera viendo. Incluso cuando estaba despierto le asaltaban sin cesar las mismas imágenes, hasta que empezó a dudar de su cordura. A medida que el agotamiento nervioso lo iba invadiendo, empezó a oír sonidos procedentes de los márgenes de su mundo de vigilia: un apagado eco del choque de espadas, Pírax chillando su nombre o Macro bramándole que corriera para salvar la vida.

Cato necesitaba hablar con alguien, pero no podía desahogarse con Macro. Su alegre falta de sensibilidad y el carácter campechano que lo hacían tan admirable tanto en la vida diaria como en el fragor de la batalla eran precisamente lo que imposibilitaba que Cato se confiara a él. Sencillamente, no podía esperar que el centurión comprendiera el tormento por el que estaba pasando. Tampoco quería revelar lo que consideraba como una debilidad suya. La mera posibilidad de que Macro sintiera lástima por él, o peor aún, desprecio, lo llenaba de odio hacia sí mismo.

La imagen más espantosa de entre la atormentadora secuencia de batallas volvía a repetirse cuando al fin se dormía. Soñaría que el guerrero británico lo sujetaba bajo el agua otra vez. Sólo que en aquella ocasión el agua sería sangre, y su espesa rojez salada le llenaría los pulmones y lo asfixiaría. Y el guerrero no moriría, sino que miraría a través del río rojo con el rostro horriblemente mutilado por una salvaje herida, pero petrificado en una mueca espantosa mientras sus manos sujetarían a Cato bajo el agua, lejos de la superficie.

Cato se despertaría con un grito y se encontraría sentado muy erguido, con la piel cubierta de un sudor frío y pegajoso y avergonzado por las maldiciones que farfullarían en la tienda los soldados a los que habría molestado. No podría volver a dormirse y pasaría la larga noche tratando de apartar de su pensamiento aquellas terribles imágenes hasta que el grisáceo amanecer diluyera la densa oscuridad que lo envolvía en el interior de la tienda.

Por eso se había presentado en la tienda de su centurión, desesperado por tener alguna tarea que le exigiera fijar su atención durante largos intervalos de tiempo, lo bastante largos para expulsar a los demonios que acechaban en los límites de su conciencia. Completar las cuentas de los soldados muertos le exigía la concentración suficiente para mantener a raya los peores excesos de memoria e imaginación, pero se centraba en la tarea con tal determinación que terminó el trabajo mucho antes de lo deseado. De manera que Cato repasó los cálculos una vez más para cerciorarse de que eran correctos, o al menos eso fue lo que se dijo.

Al final ya no quedaron más excusas para dudar de su competencia matemática, por lo que enrolló ordenadamente los pergaminos y los volvió a colocar con cuidado en el arcón de documentos. Ya terminaba cuando una sombra cayó sobre el escritorio de campaña.

– Hola, optio -dijo Niso-. Veo que ese negrero que tienes por centurión sigue haciéndote trabajar.

– No, lo hago porque quiero. Niso ladeó la cabeza y la apoyó sobre una larga y fina lanza con tres puntas.

– ¿Porque quieres? Creo que se me debió de pasar por alto un poco de conmoción cerebral cuando te examiné. O eso o que la fiebre se está adueñando de ti. Sea como sea, te iría bien un descanso. Y, mira por dónde, a mí también.

– ¿A ti? -No pongas esa cara de asombro. Algunos de nuestros heridos sobreviven a mi tratamiento hasta varios días. No puedo hacer que se mueran lo bastante deprisa. Así que lo que hace falta es un poco de diversión. En mi caso eso significa pescar. Y ya que estamos acampados junto a un río no quiero desperdiciar la oportunidad. ¿Quieres venir conmigo?

– ¿A pescar? No sé. Nunca lo he probado. -¿Nunca has pescado? -Niso retrocedió fingiendo estar horrorizado-. ¡Pero, hombre! ¿Qué pasa contigo? La antigua práctica de separar del agua a nuestros primos con escamas es un derecho inalienable del ser humano. ¿Dónde te has equivocado?

– He vivido en Roma casi toda mi vida. No se me ocurrió ir a pescar.

– ¿Ni siquiera con el poderoso Tíber rugiendo a través del corazón de tu ciudad?

– Lo único que alguien sacó nunca del Tíber fue un repugnante acceso de eso que llaman la Venganza de Remo. _Ja! -Niso dio una palmada con sus enormes manos-. Aquí no existe esa posibilidad, así que venga, vámonos. Al atardecer estarán comiendo y la verdad es que podríamos atrapar alguno.

Tras vacilar sólo un momento, Cato asintió con la cabeza, cerró la tapa del arcón y volvió a deslizar el pestillo en su sitio. Entonces, la pareja se dirigió hacia la puerta del muro este.

Macro volvió a levantar el faldón de su tienda para observarlos y sonrió. Había estado sumamente preocupado por el humor sombrío del muchacho durante los últimos días. Más de una vez había pasado a ver a Cato y había visto su mirada perdida y el ceño fruncido que apenas cambiaba, y que evidenciaban una silenciosa angustia que él había visto en muchísimos legionarios tras una dura lucha. La mayoría de los hombres se sobreponían bastante pronto, pero Cato aún no era un hombre, y Macro poseía suficiente sensibilidad como para darse cuenta de que el joven no tenía alma de soldado. Puede que fuera un optio de la magnífica segunda legión, pero bajo la armadura y la túnica reglamentaria del ejército había una persona de carácter completamente distinto. Y esa persona estaba sufriendo y necesitaba hablar de ello con alguien que no perteneciera al mundo cerrado de la sexta centuria.

Por mucho que le desagradara la despreocupada falta de respeto de Niso, Macro era consciente de que el cirujano y Cato compartían una sensibilidad similar, y de que el muchacho quizá hallara un poco de consuelo hablando con él. Desde luego, Macro esperaba que así fuera.

Загрузка...