CAPÍTULO L

Los soldados de las legiones acampadas en el exterior de Camuloduno estaban de muy buen humor. A pesar de estar cubiertos de barro endurecido y extenuados por haber tenido que avanzar tan precipitadamente tras una batalla campal, se respiraba una palpable sensación de celebración en la atmósfera. Se había alcanzado una victoria decisiva y tanto Carataco como los restos del ejército britano se hallaban en plena huida hacia los territorios de aquellas tribus que seguían leales a la confederación que se oponía a Roma. Los representantes tribales que habían estado aguardando el resultado del último combate se habían dirigido a toda prisa a Camuloduno para jurar su lealtad a Roma. El peligro de verse enfrentados a todas las tribus de la isla ya había pasado ahora que los más poderosos clanes nativos habían sido totalmente derrotados por las legiones. Hasta la campaña del año siguiente, el ejército romano tendría las manos libres para consolidar su triunfo sin encontrar resistencia. La capital de Carataco había abierto sus puertas al emperador y las festividades de los próximos días marcarían el fin de la sangrienta campaña de aquel año. Claro que la conquista de la isla estaba muy lejos de haberse completado pero, en el clima de celebración reinante, pocos eran los soldados que hablaban de ello.

Para decepción de algunos veteranos endurecidos, los trinovantes se habían salvado de que saquearan su capital, pero ya había un abundante botín de guerra en forma de los miles de britanos que habían hecho prisioneros y que se venderían como esclavos. Cada legionario podía llegar a ganar una considerable suma de dinero si su parte del botín se sacaba de la venta de prisioneros. Pero todavía iba a haber más cosas.

– ¡Corre el rumor de que el emperador nos va a dar una gratificación! -Macro sonrió al tiempo que se dejaba caer sobre la hierba en el exterior de su tienda, con los ojos brillándole ante la posibilidad de una cuantiosa dádiva procedente del erario imperial.

– ¿Por qué? -preguntó Cato. -Porque es una buena manera de tenernos contentos. ¿Qué te creías? Además, nos lo merecemos. ha logrado convencer a los trinovantes para que nos proporcionen bebida y así podamos celebrarlo por todo lo alto tras las ceremonias de mañana. Sé que no es más que esa mierda de cerveza celta que se empeñan en fabricar, como esa cosa que tuvimos que beber en la Galia, pero sea lo que sea, no es muy difícil agarrar una buena cogorza. ¡Y luego iremos a visitar algunos lugares de interés! -Al centurión se le vidriaron los ojos mientras recordaba las borracheras que había disfrutado con sus compañeros en otros tiempos.

Cato no podía remediar sentirse un poco nervioso ante aquella perspectiva. Su cuerpo no toleraba bien el alcohol y el más mínimo exceso provocaba que la cabeza le diera vueltas y le hacía maldecir el día en que los hombres fermentaron su primera bebida. Siempre acababa vomitando y no paraba de devolver hasta que sentía la boca del estómago como si estuviera en carne viva y los músculos doloridos por el esfuerzo. Luego tenía un sueño agitado y se despertaba con la boca seca y un asqueroso sabor en la lengua, con la cabeza a punto de estallarle. Si lo que había oído decir sobre la bebida local era exacto, los efectos posteriores iban a ser más desagradables todavía. Pero, a menos que se presentara voluntario para los turnos de guardia, no habría forma de eludir la juerga.

– ¿Es prudente ponerse a beber estando Carataco por aquí cerca? -preguntó.

– No te preocupes por él. Pasará mucho tiempo antes de que pueda causarnos más problemas. Además, una de las legiones estará de servicio mientras tanto. Tú reza para que no sea la nuestra.

– Sí, señor -dijo Cato en voz baja. -¡Relájate, muchacho! Lo peor ya ha pasado. El enemigo ha huido, se prepara una fiesta y ha mejorado el tiempo. -Macro se tumbó en la hierba, se puso las manos detrás de la cabeza y cerró los ojos-. La vida es bella, así que disfrútala.

A Cato le hubiese gustado compartir el buen humor del centurión y los demás legionarios, pero no podía sentirse contento. No mientras lo atormentara el fantasma de Vitelio seduciendo a Lavinia. El séquito del emperador se había unido al ejército a mediodía y estaban atareados levantando el campamento en una esquina de las fortificaciones que el general Plautio les había asignado. El hecho de saber que Lavinia estaba cerca hacía que a Cato se le acelerara el pulso, pero, al mismo tiempo, la perspectiva de encontrarse de nuevo con ella lo llenaba de terror. Seguro que en esa ocasión ella le diría lo que él más temía, que ya no quería volver a verlo. Aquella idea lo torturaba de tal forma que al final Cato ya no pudo soportarlo más, y la necesidad de saberlo se impuso al miedo a descubrirlo.

Dejando a Macro tranquilamente dormido bajo el sol, Cato se fue andando por el campamento hacia las elaboradas tiendas de los seguidores del emperador. Cada paso que daba hacia Lavinia le costaba un gran esfuerzo y, por todas partes, el buen humor de los legionarios aumentaba el peso del sufrimiento que soportaba. No tardó mucho en encontrar la tienda de la esposa del legado y de los miembros de su servicio, pero sí le llevó un rato armarse de valor para acercarse a la entrada. Un esclavo fornido al que no había visto nunca montaba guardia y en el interior se oía una apagada cháchara de voces femeninas. Cato aguzó el oído para ver si distinguía el timbre de la voz de Lavinia.

– ¿De qué se trata? -preguntó el esclavo, a la vez que se interponía entre el faldón de la entrada y el joven optio.

– Es un asunto personal. Deseo hablar con una esclava de la señora Flavia. _¿Mi señora le conoce? -preguntó el esclavo en tono desdeñoso.

– Sí. Soy un viejo amigo. El esclavo frunció el ceño, no sabía si echar a ese mugriento soldado o arriesgarse a interrumpir a su señora, que estaba desempacando.

– Dile que soy Cato. Y dile también que me gustaría hablar con Lavinia.

El esclavo entrecerró los ojos antes de tomar una decisión a regañadientes.

– Muy bien. Quédese aquí. Entró en la tienda y dejó solo a Cato. Éste se giró y echó un vistazo al campamento mientras esperaba que volviera el esclavo. Un susurro de la lona a sus espaldas hizo que se diera la vuelta rápidamente. En lugar del esclavo se encontró ante él a la señora Flavia, que con una sonrisa crispada en el rostro le tendió la mano para saludarlo.

– Mi señora. -Cato inclinó la cabeza. -¿Cómo te encuentras?

– Muy bien, mi señora. -Alzó los brazos y dio una vuelta rápida con la esperanza de hacerla reír--. Como bien puede observar.

– Estupendo… Se hizo un silencio incómodo y cuando el habitual humor alegre de Flavia no se materializó, Cato sintió que lo invadía una fría sensación de terror. _Mi señora, ¿podría hablar con Lavinia?

La expresión de Flavia adoptó un aspecto apenado. Dijo que no con la cabeza.

– ¿Qué ocurre, mi señora? ¿Le pasa algo a Lavinia?

– No. Está bien. La preocupación de Cato se calmó rápidamente. -Entonces, ¿puedo verla? -No. Ahora no. No está. -¿Dónde puedo encontrarla, mi señora? -No lo sé, Cato. -Entonces esperaré a que vuelva. Bueno, si a usted no le importa.

Flavia se quedó callada y no respondió. En lugar de eso, lo miró a los ojos y su semblante se volvió afligido.

– Cato, ¿respetas mi opinión como solías hacerlo?

– Por supuesto, mi señora. -Pues olvídate de Lavinia. Olvídala, Cato. No es para ti. ¡No! Déjame terminar. -Alzó la mano para acallar las quejas de Cato-. Ha cambiado de opinión sobre ti durante las últimas semanas. Tiene… aspiraciones más elevadas.

Cato rehuyó a Flavia y ella se quedó consternada por la gélida furia que endurecía su joven rostro.

– ¿Por qué no me contó lo de Vitelio, mi señora? -preguntó con una voz forzada--. ¿Por qué?

– Por tu propio bien, Cato. Tienes que creerme. No deseo herirte innecesariamente.

– ¿Dónde está Lavinia? -No puedo decírtelo. Cato pudo imaginarse perfectamente dónde podría estar Lavinia. Miró fijamente a Flavia, apretando la mandíbula mientras luchaba por controlar las emociones que se arremolinaban en su interior. De pronto apretó los puños, dio media vuelta y se alejó de la tienda a grandes zancadas. _¡Cato! -Flavia avanzó unos pasos hacia él y se detuvo con la mano medio levantada, como si quisiera detenerlo. Se quedó mirando con tristeza el cuerpo delgado y casi frágil del joven que se alejaba rígidamente con paso enérgico, mientras que el dolor que sufría quedaba de manifiesto en los puños fuertemente apretados junto a su cuerpo. Puesto que, para empezar, ella era la responsable de haber permitido que la relación entre los dos jóvenes prosperara y la había utilizado para sus propios fines políticos, Flavia sintió que el peso de la culpa se abatía sobre ella. A pesar de los motivos personales que justificaran sus acciones, el coste humano que éstas conllevaban era difícil de soportar.

Flavia se preguntó si una simple y brutal declaración de dónde se encontraba Lavinia en aquellos momentos no hubiese sido una manera más rápida y gentil de ayudar a Cato a superar su juvenil adoración por Lavinia.

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