CAPÍTULO XXXIV

Aunque sólo habían pasado dos meses desde que la segunda legión había tomado tierra en Rutupiae, el fuerte construido a toda prisa para vigilar la playa durante el desembarco había sido transformado en un inmenso depósito de suministros. Había montones de barcos anclados en el canal que esperaban su turno para acercarse al embarcadero y descargar sus mercancías. Más de una docena de embarcaciones estaban amarradas junto al muelle y cientos de tropas auxiliares se llevaban los sacos y ánforas de las profundas bodegas de los cargueros de manga ancha para amontonarlos en los carros y transportarlos en grandes cantidades hasta el depósito.

En lo alto de la corta cuesta que ascendía desde la costa se alzaba una puerta muy fortificada y, más allá, la rampa de tierra y la empalizada invadían el paisaje. Unos graneros construidos sobre bajos pilares de ladrillo se extendían en largas hileras hasta llegar a uno de los lados del depósito. Junto a ellos había unos montones cuidadosamente diferenciados de ánforas tapadas llenas de aceites, vino y cerveza. También había otras zonas destinadas a las reservas militares de jabalinas, espadas, botas, túnicas y escudos.

Un pequeño recinto cercado contenía una apretada multitud de prisioneros britanos que llevaban varios días agachados bajo el sol que caía implacable. A su debido tiempo los conducirían a todos a las bodegas de algún barco que volviera a la Galia y, tras un largo viaje, acabarían en el gran mercado de esclavos de Roma.

A poca distancia de los muros del enorme depósito se encontraba el matadero de campaña, donde los hábiles carniceros mataban cerdos y bueyes. A un lado de aquellas instalaciones había un gigantesco montón de intestinos, órganos y otras partes de desecho de los animales muertos. El montón refulgía bajo la brillante luz del sol y una bandada de gaviotas y otros carroñeros se atiborraban entre un frenesí de aleteos y agudos chillidos. El sonido llegaba claramente al otro lado del canal, transportado por una ligera brisa que, lamentablemente, también arrastraba con ella el hedor despedido por el amontonamiento de vísceras.

El fétido olor se fue intensificando a medida que el transporte se iba acercando al embarcadero y más de un soldado de Macro sintió que se le revolvía el estómago. Pero más o menos a unos treinta metros del embarcadero el hedor del montón de despojos dejó de llegar directamente hasta el barco y el aire se volvió más respirable. Cato se agarró a la barandilla de madera y tomó aire unas cuantas veces para limpiarse los pulmones. Con mano experta, el timonel hizo girar el ancho gobernalle que estaba suspendido sobre la aleta: el barco de transporte se deslizó con fluidez y giró de manera que el bao quedó frente al embarcadero.

– ¡Remos! -bramó el capitán haciendo bocina con las manos, y la tripulación rápidamente recogió los remos palmo a palmo y los puso sobre la cubierta. De proa a popa había hombres con rollos de cabo de amarre y, cuando el barco se acercó lentamente al embarcadero, les lanzaron las cuerdas a otros que esperaban junto a los amarraderos. Estos últimos tiraron del transporte y lo arrimaron a los pilares de madera con una suave sacudida antes de atar las amarras.

Inmediatamente se colocó una pasarela con bisagras por encima de la borda y un tribuno subalterno se acercó corriendo desde la cuesta que había junto al embarcadero, donde montones de soldados yacían sobre camillas y parihuelas. Cerca de ellos había algunos auxiliares hispanos en cuclillas. El tribuno miró por la cubierta, se cruzó con la mirada de Macro y se le acercó a toda prisa. _¡Centurión! ¿Qué cargamento tienes?

– Mi centuria y algunas bajas médicas, señor. -Macro saludó y sacó una tablilla de cera plegada del morrón que colgaba de su cinturón-. Éstas son mis órdenes, señor. Tenemos que recoger a los reemplazos para la segunda legión y conducirlos hasta el Támesis.

El tribuno echó un vistazo a la tablilla y movió la cabeza en señal de aprobación al ver la marca del sello de la segunda legión en la cera.

– Muy bien. Haz desembarcar a tus hombres y dirigíos al cuartel general. Allí os suministrarán algunas tiendas y víveres para pasar la noche. Venga, en marcha. -Agitó la mano con impaciencia y se quedó de pie junto a la pasarela mientras tamborileaba con los dedos sobre la barandilla hasta que el último miembro de la centuria de Macro hubo pisado tierra. Cato observó cómo el tribuno gritaba una orden y los auxiliares empezaban a acarrear la larga hilera de camillas a bordo del barco de transporte. Muchos de los heridos tenían muñones vendados allí donde antes había habido piernas y brazos, mientras que un soldado con la cabeza envuelta con una tela ensangrentada pronunciaba a gritos palabras sin sentido que dirigía a todos los que le rodeaban. Cato se quedó mirando a aquel hombre y se estremeció.

– Habrá más como él antes de que se termine esta campaña -dijo Macro en voz baja. _Creo que yo preferiría morirme.

Macro observó al hombre, que de pronto empezó a retorcerse de forma violenta, amenazando con caerse de la pasarela y arrastrar con él a los que llevaban la camilla, con lo que todos irían a parar al agua que había debajo de ellos.

– Yo también, muchacho. Macro gritó la orden de marcha al tiempo que recogía su arnés, y los soldados se dirigieron colina arriba y cruzaron la puerta principal del depósito. En el cuartel general, un administrativo civil de voz melosa aceptó a regañadientes las solicitudes de equipo nuevo que el intendente de la segunda le había entregado a Macro. El administrativo hizo un rápido recuento de la centuria y les asignó algunas tiendas en la esquina más alejada.

– ¿Y nuestros víveres? -Puedes coger unas galletas de los almacenes de la octava.

~¡Galletas! No quiero galletas. Mis hombres y yo queremos un poco de carne fresca y pan. Encárgate de ello.

El administrativo dejó la pluma, se echó hacia atrás y se cruzó de brazos.

– La carne fresca y el pan no están disponibles. Son para los soldados del frente. Y ahora, centurión, si no te importa, tengo trabajo de verdad con el que seguir.

– ¡Esto ya es el colmo, maldita sea! -explotó Macro al tiempo que dejaba caer su mochila y alargaba la mano para agarrar de la túnica al administrativo. Con un fuerte tirón arrastró al administrativo hacia el otro lado de la mesa; sus papeles se desparramaron y el tintero se volcó.

– Y ahora escúchame, mierdecilla -le dijo Macro con los dientes apretados,. ¿Ves a estos soldados? Son todo lo que queda de mi centuria. El resto murió en el frente. ¿Te enteras? ¿Y dónde demonios estabas tú cuando los mataron? -Resopló y lentamente desenroscó los puños de la túnica del administrativo-. Bien, sólo voy a decirlo una vez. Quiero carne fresca y pan para mis hombres. Quiero que nos lo lleven a las tiendas. Si no está allí antes del toque de guardia nocturno, volveré aquí y te destriparé personalmente. ¿Lo has entendido?

El administrativo agitó la cabeza en señal de afirmación, con los ojos de par en par a causa del terror.

– No te oigo. Habla alto, y con energía. -Sí, centurión. -¿Sí qué? -Sí, me encargaré de la comida de tus soldados y… ¿os apetecería un poco de vino?

Por detrás de Macro los hombres dieron gritos de aprobación, Macro se permitió esbozar apenas una sonrisa y asintió con la cabeza.

– Es muy considerado por tu parte. Creo que podríamos llevarnos bien después de todo.

Se volvió hacia sus hombres, que profirieron una irregular ovación antes de que los condujera a las tiendas. Cato le dedicó una sonrisa de triunfo al administrativo y, acto seguido, se dio la vuelta y se reunió con su centurión.

Mientras disfrutaba un poco con las aclamaciones de sus soldados, Macro reconoció que debía vigilar su genio. Arremeter contra un mero administrativo de ninguna manera aumentaba su autoridad. El cansancio y los restos de su resaca eran los responsables, y tomó nota mentalmente de ser prudente con el vino aquella noche. Entonces recordó que el vino era gratis; sería una grosería a la vez que una estupidez dejar pasar una oportunidad como aquélla. Decidió que lo compensaría bebiendo menos vino otra noche.

No pasó mucho tiempo antes de que Macro estuviera mordisqueando con satisfacción un tierno pedazo de carne de vacuno, asado vuelta y vuelta sobre las brasas de una hoguera. Cato estaba sentado enfrente. Se limpió cuidadosamente los jugos de la carne que rodeaban sus labios y volvió a meterse el trapo en el cinturón.

– Los reemplazos que nos van a dar mañana, señor.

– ¿Qué pasa con ellos?

– ¿Cómo lo haremos? -Según la vieja costumbre del ejército. -Macro tragó un bocado antes de continuar-. Nosotros escogemos primero. Los mejores nos los quedaremos para nuestra centuria. Cuando tengamos de nuevo todos los efectivos, los mejores de entre los que queden irán a las otras centurias de la cohorte, luego a las otras cohortes y los que queden se los daremos a las demás legiones.

– Eso no es muy justo, señor. -No, no lo es -asintió Macro-. No es justo en absoluto, pero ahora mismo es condenadamente estupendo. Ya va siendo hora de que nuestra centuria tenga un respiro, y aquí está. Así que vamos a alegrarnos y a sacar el mejor provecho del asunto, ¿de acuerdo? _Sí, señor.

La idea de compensar las bajas sufridas por su tristemente mermada centuria era de lo más gratificante, y Macro apuró de un trago su abollada taza, la llenó de nuevo y la volvió a vaciar rápidamente. Entonces se detuvo para soltar un eructo desgarrador que hizo volver la cabeza a los que estaban cerca y se tumbó de espaldas en el suelo con los brazos cruzados bajo la cabeza. Sonrió, bostezó y cerró los ojos.

Al cabo de unos momentos, unos ronquidos familiares retumbaban entre las sombras al otro lado del resplandor de la hoguera y Cato maldijo su suerte por no haber podido dormirse primero. Los demás miembros de la centuria también habían comido hasta saciarse y habían bebido más vino del que les convenía puesto que aquella noche, al menos, no tenían servicio de guardia. Casi todos estaban dormidos y durante un rato Cato se quedó sentado con los brazos en torno a las rodillas, cerca del fuego. En el vacilante centro de la hoguera, el anaranjado resplandor se ondulaba y fluía de un modo hipnótico y se encontró con que su mente, embotada por el vino, se dejaba llevar por un ensueño elíseo. Una visión de Lavinia se interpuso sin esfuerzo delante de las llamas y se permitió contemplar la belleza de aquella imagen antes de apoyar la cabeza en su capa doblada y abandonarse al sueño.

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