10

Sostenido por el comisario, Mordent cojeaba para reunirse con el resto del equipo. La teniente Froissy había relevado a Lamarre y enseguida se había ocupado del aprovisionamiento y de la instalación de la comida en la mesa del jardín. Se podía contar con Froissy, abastecía como en tiempos de guerra. Flaca, famélica, su obsesión por la comida la había conducido a instalar escondites repletos de alimentos en el seno de la Brigada. Se sospechaba que eran más numerosos que los escondites de vino del comandante Danglard. Había quien afirmaba que aún se encontraría comida dos siglos después, en los escondrijos disimulados en los recovecos del edificio, mientras que las botellas de Danglard llevarían mucho tiempo vacías.

El teniente Noël tenía su idea sobre Froissy. Noël era el miembro más brutal del equipo, vulgar con las mujeres, primitivo con los hombres, despectivo con los acusados. Creaba más problemas que bondades, pero Danglard consideraba necesaria su presencia y afirmaba que Noël catalizaba lo peor de lo que todo madero lleva dentro y que, de este modo, permitía a los demás ser mejores. Noël asumía su papel con complacencia. Pero, sorprendentemente, estaba mejor informado que cualquiera de los secretos íntimos de sus colegas. Ya fuera porque su manera rudimentaria de abordar a los demás rompiera los diques, o porque a uno no le diera vergüenza dejarle echar una ojeada a sus aguas turbias, dado que Noël era un especialista reconocido. Noël afirmaba, pues, que la falta de seguridad alimentaria de la teniente Froissy estaba relacionada con el hecho de que, siendo un bebé, su madre cayó sin conocimiento y la había dejado cuatro días sin amamantar. Que Froissy, resumía él con guasa, buscaba la mamada y la daba simultáneamente, sin ganar un solo kilo para sí.

Eran las tres de la tarde. Hubo que esperar hasta el tiempo de la saciedad para que la gente se animara y se informara de lo que había pasado fuera exactamente. Se sabía que Retancourt perseguía a un tipo -lo cual auguraba un mal futuro para el tipo-, escoltada por una brigada de Garches, tres coches y cuatro motos. Pero no mandaba noticias, y Adamsberg acababa de precisar que la teniente había despegado con más de tres minutos de retraso y un golpe en el plexo. Y que el tipo, Émile el Apaleador, once años de talego y ciento treinta y ocho combates oficiales, era capaz de escapar a Retancourt. Resumió sin dar detalles la discrepancia que lo había enfrentado a Mordent y había provocado la huida del sospechoso. A nadie se le pasó por la cabeza preguntar por qué Émile no había golpeado también al comisario, ni por qué Adamsberg no participaba en la persecución. Retancourt corría el doble de rápido que cualquier hombre de la Brigada, todos encontraban normal que la hubieran dejado ir sola. Mordent limpiaba su plato con una expresión sombría que se atribuía a su preocupación por el estado de sus testículos. En el expediente de Émile, recorrido rápidamente, a nadie se le había pasado por alto que el apaleador había aniquilado la virilidad de un piloto de carreras de un único codazo. Sólo esa pelea ya le había valido un año de cárcel y unos daños y perjuicios para los que era insolvente.

Adamsberg observaba a sus agentes dudar, tantear, vacilar entre un apoyo instintivo al colega tocado en sus partes vivas y una prudencia ponderada. Porque todos eran conscientes, incluido Estalère, de que Mordent había infringido las reglas de un modo incomprensible, puesto en marcha el arresto domiciliario sin informar a Adamsberg y espantado al sospechoso con precipitación de aficionado.

– ¿Quién guardó las últimas muestras en el camión esta mañana? -preguntó Adamsberg.

Vació mecánicamente el fondo de una botella en su vaso, que se llenó de un líquido ocre y opaco.

– Es sidra de mi tierra -le explicó Froissy-. No aguanta más que una hora después de la apertura, pero es excelente. Pensé que nos animaría.

– Gracias -dijo Adamsberg tragando el líquido áspero.

Porque, aparte de su afán de alimentar, Froissy tenía el de mantener el humor general en un nivel como mínimo cordial, ardua tarea en un equipo de investigación criminal crónicamente privado de sueño.

– Froissy y yo -respondió Voisenet.

– Habría que sacar el estiércol de caballo. Quisiera verlo.

– Salió ayer para el laboratorio.

– Ése no, Voisenet, la muestra tomada esta mañana en la furgoneta de Émile.

– Ah -dijo Estalère-, el otro, el estiércol de Émile.

– Eso es pan comido -dijo Voisenet levantándose-, está clasificado entre las muestras prioritarias.

– ¿Ponemos vigilancia en la residencia de la madre? -preguntó Kernorkian.

– Para hacer el paripé. Hasta el más cretino sabría que la residencia está bajo vigilancia.

– Es un cretino -dijo Mordent, que seguía limpiándose el plato.

– No -dijo Adamsberg-, es un nostálgico. Y la nostalgia produce cantidad de ideas.


Adamsberg vaciló. Existía una manera casi segura de recuperar a Émile en la granja donde vivía Cupido. Bastaba poner allí a dos hombres, y lo atraparían esa misma semana o la siguiente. Él era el único en conocer la existencia de Cupido, de la granja, en saber aproximadamente su emplazamiento y el nombre de los propietarios, milagrosamente conservado por su memoria. Los primos Gérault, tres cuartos de leche, un cuarto de carne. Abrió los labios, pero calló, acosado por las incertidumbres. Si creía inocente a Émile, si quería vengarse de Mordent, si llevaba dos horas -o desde Londres- basculando francamente hacia el otro lado de la barrera, con el flujo de emigrantes que quería pasar la muralla, apoyando a los maleantes, impidiendo el paso a las fuerzas del orden. Las preguntas pasaron rápidamente por su cabeza como un vuelo de estorninos sin que intentara responder a una sola. Mientras todos se levantaban, alimentados e informados, Adamsberg retrocedió e hizo una seña al teniente Noël. Si alguien lo sabía, tenía que ser él.

– ¿Qué le pasa a Mordent?

– Está jodido.

– Ya me imagino. ¿Cómo de jodido?

– No tengo por qué decírselo.

– Es vital para el caso, Noël. Ya lo ha visto usted con sus propios ojos. Cuente.

– A su hija, su hija única, el sol de sus días, un cardo en mi opinión, la pillaron hace dos meses en compañía de seis soplagaitas ciegos hasta las cejas en un edificio okupa de La Vrille, uno de los antros más apestosos del periférico sur para niños bien caídos en las drogas.

– ¿Y?

– Seis soplagaitas, entre los cuales estaba su novio, un pelagatos mugriento, más malo que la quina. Bones es su nombre de pandilla. Tiene doce años más que ella, mucha práctica en agresiones a viejos, un desgraciado más bien guaperas, influyente en el tráfico de colombiana. La chica se había fugado del domicilio, dejando una nota, y el bueno de Mordent los tiene por corbata.

– ¿Cómo los tiene, por cierto?

– Ha llamado al médico, dice que se sabrá pasado mañana. Es de esperar que los recupere, cosa que no es fácil con el Apaleador. No es que Mordent los use mucho: su mujer se tira al profesor de música y lo humilla como un gusano en el estiércol.

– ¿Por qué no me dijo nada cuando se fue su hija?

– El viejo cuentacuentos es así. Nos cautiva con sus historias pero se guarda la puta realidad para él. Recuerde que entonces estábamos en plena vorágine con las tumbas abiertas. Y, tómeselo como quiera, pero la gente no tiende a contarle a usted sus confidencias.

– ¿Por qué?

– Porque no está segura de que escuche. Y si escucha, uno supone que lo olvidará. Así que ¿para qué? Mordent no busca descolgar nubes. Usted, en cambio, está sentado encima.

– Ya sé lo que dicen. Pero yo creo que tengo los pies en el suelo.

– Entonces no debe de ser el mismo suelo.

– Eso es posible, Noël. ¿Y entonces, la chica?

– Se llama Elaine. Mordent fue al edificio okupa alertado por los colegas de Bicêtre, y fue un infierno, ya conoce el espectáculo. Hasta había chavales comiendo latas para perros. Fue uno de ellos el que se asustó y llamó a la pasma porque había un tío con sobredosis. Dicho esto, al parecer no están mal las latas para perros, no deja de ser estofado. La niña de Mordent estaba totalmente sonada, encontraron suficiente coca para una acusación de tráfico. Lo malo es que había armas, dos pistolas y navajas de muelle. Una de las pistolas sirvió para matar a Stubby Down, el jefe de la zona norte, hace nueve meses. Y resulta que los testigos dijeron que había dos asaltantes, de los cuales una chica de pelo castaño largo hasta el culo.

– Mierda.

– Al final, metieron a tres jóvenes en preventiva, uno de ellos era Élaine Mordent.

– ¿Dónde está?

– En Fresnes, con metadona. Le pueden caer entre dos y cuatro años seguro, y mucho más si participó en lo de Stubby Down. Mordent dice que, cuando salga, estará acabada. Danglard intenta animarlo regándolo con vino blanco como si fuera una planta, pero tiene efectos nocivos en él. En cuanto puede escaparse, se pasa la vida allí, en Fresnes, dentro o fuera, mirando los muros. O sea que claro…

Noël se volvió y señaló la casa con un gesto de barbilla, con los brazos en jarras.

– Y con esta carnicería encima, es normal que quede uno tocado. A lo mejor sería bueno que Danglard viniera a tomar el relevo, ahora que está todo desmontado. Voisenet lo busca, ha encontrado el estiércol de Émile, como dice el pobre cretino de Estalère.

Voisenet había dejado la muestra en la mesa blanca del jardín. Pasó unos guantes a Adamsberg. El comisario abrió la bolsa y respiró el contenido.

– La etiqueta dice «estiércol de caballo», pero podría ser otra cosa.

– No, es estiércol -dijo Adamsberg deslizando una plaquita parda en su mano-, pero no es como el de la casa. No está en pelotilla.

– Las pelotillas son porque el estiércol había quedado moldeado en los relieves de las suelas de las botas. Con toda la sangre de las alfombras, se despegó.

– De todos modos, Voisenet, no es el mismo caballo. Quiero decir: no es el mismo estiércol, luego no es el mismo caballo.

– Igual tiene dos caballos -aventuró Justin.

– Lo que quiero decir es que no es el mismo criadero de caballos. Luego no es el mismo calzado. Creo.

Adamsberg se apartó un mechón de pelo de la frente. Resultaba irritante volver siempre a esos asuntos de zapatos. Le sonaba el móvil. Retancourt. Lanzó rápidamente la muestra encima de la mesa.

– Comisario, la cosa se ha puesto chunga. Émile me ha despistado en el parking del hospital de Garches, dos ambulancias se interpusieron. Lo siento muchísimo. Los motoristas están allí, no logran localizarlo.

– No se preocupe, teniente. Salió usted con desventaja.

– Joder -dijo Retancourt-, con dos desventajas: conoce la zona como la palma de su mano, pasaba de las callejuelas a los jardines como si los hubiera fabricado él. Debe de estar escondido en algún seto. Costará sacarlo de allí, aunque pronto tendrá hambre. Le dejo, que creo que el tipo me ha roto una costilla antes de salir corriendo.

– ¿Dónde está, Violette? ¿Sigue en el hospital?

– Sí, los policías han recorrido todos los escondites posibles.

– Entonces vaya a enseñar a un médico eso que tiene roto.

– Voy -dijo Retancourt colgando inmediatamente.

Adamsberg cerró su móvil con un chasquido. Retancourt no tenía ninguna intención de ir a consulta.

– Émile le ha roto una costilla -dijo-. Seguro que es muy doloroso.

– Al menos sale bien parada, no le ha dado en los cojones.

– Ya está bien, Noël.

– ¿No es el mismo criadero? -interrumpió Justin.

Adamsberg volvió a coger la placa de estiércol, tragándose su réplica. Noël nunca se había privado de meterse con Retancourt, de declarar a los cuatro vientos que aquello no era una mujer sino un buey de labranza o alguna criatura similar. Cuando para Adamsberg, si bien Retancourt no era exactamente una mujer en el sentido convencional del término era porque se trataba de una diosa. La diosa polivalente de la Brigada, con capacidades tan múltiples como los a-saber-cuántos brazos de Shiva.

– ¿Cuántos brazos tiene la diosa india? -preguntó a sus adjuntos mientras palpaba el pegote de estiércol.

Los cuatro tenientes sacudieron la cabeza.

– Siempre igual -dijo Adamsberg-. Cuando no está Danglard, aquí nadie sabe nada.

Adamsberg volvió a meter el estiércol en la bolsa, la cerró y se la pasó a Voisenet.

– No queda más remedio que llamarlo para saber la respuesta. Creo que este caballo, el que ha producido este estiércol, conocido como «estiércol de Émile», se ha criado en pleno campo y sólo come hierba. Creo que el otro caballo, el que excretó los pegotes de la casa, conocidos como «el estiércol del asesino», es criado en caballerizas a base de pienso.

– ¿Ah, sí? ¿Eso se ve?

– Me he pasado la infancia recogiendo estiércol por todas partes para abonar los campos. Y boñigas secas para alimentar el fuego. Todavía lo hago. Puedo asegurarle, Voisenet, que a diferente alimentación diferente excremento.

– De acuerdo -admitió Voisenet.

– ¿Cuándo tendremos los resultados del laboratorio? -preguntó Adamsberg marcando el número de Danglard-. Métanles prisa. Urgente: estiércol, pañuelo, huellas, dispersión del cuerpo.

Adamsberg se alejó. Tenía a Danglard en línea.

– Son casi las cinco, Danglard. Lo necesitamos para el revolcadero de Garches. Ya está desmontado, volvemos a la brigada y hacemos la primera síntesis. Ah, un segundo. ¿Cuántos brazos tiene la diosa india? La que está en un redondel, ¿Shiva?

– Shiva no es una diosa, comisario. Es un dios.

– ¿Un dios? Es un hombre -añadió Adamsberg dirigiéndose a sus adjuntos-. Shiva es un hombre. Y ¿cuántos brazos tiene? -preguntó volviendo a Danglard.

– Eso depende de las representaciones, porque los poderes de Shiva son inmensos y contrarios, recorren casi todo el espectro, desde la destrucción hasta los favores. Puede tener dos brazos, cuatro, pero también puede tener hasta diez. Depende de lo que encarne.

– Y grosso modo, Danglard, ¿qué encarna?

– Para resumir lo esencial, «en el vacío, en el centro de la Nirvana-Shakti, se halla el supremo Shiva, cuya naturaleza es vacuidad».

Adamsberg había puesto el altavoz. Miró a sus cuatro adjuntos, que parecían tan sobrepasados como él y hacían ademán de abandonar. Enterarse de que Shiva era un hombre era suficiente para ese día.

– ¿Qué tiene eso que ver con Garches? -preguntó Danglard-. ¿Les faltan brazos?

– Émile Feuillant hereda la fortuna de Vaudel, salvo la legítima de Pierre hijo de Pierre. Mordent ha mordido la línea amarilla anunciándole el arresto domiciliario. El Apaleador le ha hecho morder el polvo y se ha largado.

– ¿Retancourt no lo ha perseguido?

– Se le ha escapado. No debía de llevar puestos todos sus brazos, y además él le había roto una costilla antes de salir. Lo esperamos, comandante; Mordent anda más bien descarrilado.

– Ya me imagino. Pero mi tren no sale hasta las 21:12. No creo que pueda cambiar el billete.

– ¿Qué tren, Danglard?

– El que pasa por ese maldito túnel, comisario. No crea que me divierte la cosa. Pero he visto lo que quería ver. Y si no ha cortado los pies a mi tío poco le falta.

– Danglard, ¿dónde está usted? -preguntó lentamente Adamsberg sentándose en la mesa de jardín y cortando el altavoz.

– Donde le he dicho, hombre, en Londres. Y ahora están seguros: los zapatos son casi todos franceses, buenos o malos. Distintas clases sociales. Créame, nos va a caer encima todo el paquete, y ya se está Radstock frotando las manos.

– Pero bueno ¿cómo se le ocurre volver a Londres? -preguntó Adamsberg casi gritando-. ¿Cómo se le ocurre meter las narices en esos putos zapatos? ¡Déjelos en Jaijgueit! ¡Déjeselos a Stock!

– Radstock, comisario. Le avisé del viaje, y usted estuvo de acuerdo. Era necesario.

– ¡Tonterías, Danglard! Usted ha cruzado el canal a nado para ver a la mujer, Abstract.

– En absoluto.

– No me diga que no la ha visto.

– No digo eso. Pero no tiene que ver con los zapatos.

– Eso espero, Danglard.

– Si usted creyera que han cortado los pies a su tío, iría a echar una ojeada.

Adamsberg miró el cielo, que se estaba nublando, siguió con la mirada el vuelo de un pato y prosiguió con más calma.

– ¿Qué tío? No sabía que hubiera un tío.

– No le hablo de un tío vivo, no le hablo de un hombre que deambula sin pies. Mi tío murió hace veinte años. Era el segundo marido de mi tía, y yo lo adoraba.

– Sin ánimo de joder, comandante, nadie reconoce los pies muertos de su tío.

– No he reconocido sus pies, sino sus zapatos. Es lo que el amigo Clyde-Fox decía, con mucha razón.

– ¿Clyde-Fox?

– El lord excéntrico, ¿lo recuerda?

– Sí -suspiró Adamsberg.

– Volví a verlo anoche, por cierto. Bastante disgustado porque había perdido a su nuevo amigo cubano. Fuimos a tomar unas copas juntos, muy buen especialista de la historia de las Indias. Y, como bien decía, ¿qué puede meterse en unos zapatos? Pies. Y generalmente los propios. O sea que si los zapatos son de mi tío, hay muchas probabilidades de que los pies que están dentro le pertenezcan.

– Un poco como el estiércol y el caballo -comentó Adamsberg, que sentía la tensión del cansancio en la espalda.

– Como el continente y el contenido. Pero no sé si se trata de mi tío. Podría ser un primo, o un hombre del mismo pueblo. Allí son todos primos en mayor o menor grado.

– Bien -dijo Adamsberg dejándose caer de la mesa-. Aunque alguien coleccionara pies franceses, y aunque su camino se hubiera cruzado con el de su tío, ¿qué coño nos importa a nosotros?

– Usted dijo que nada impedía que nos interesáramos por el tema -dijo Danglard-. Usted es quien no quería soltar lo de los pies de Highgate.

– Allí, puede ser. Aquí, y en Garches, no. Y ha metido la pata con su viaje, Danglard. Porque, si esos pies son franceses, el Yard querrá colaborar. Podría haberle tocado a otro equipo, pero ahora, gracias a usted, nuestra brigada estará en primera línea. Y yo lo necesito a usted para la carnicería de Garches, más alarmante que un necrófilo que cortaba pies aquí y allí hace veinte años.

– «Aquí y allí» no. Creo que los eligió.

– ¿Lo dice Stock?

– Lo digo yo. Porque, cuando murió, mi tío estaba en Serbia, y sus pies también.

– ¿Y se pregunta para qué buscar pies en Serbia habiendo sesenta millones en Francia?

– Ciento veinte millones. Sesenta millones de personas son ciento veinte millones de pies. Comete usted el mismo error que Estalère, sólo que al revés.

– Pero ¿qué hacía en Serbia su tío?

– Era serbio, comisario. Se llamaba Slavko Moldovan.

Justin venía corriendo hacia Adamsberg.

– Fuera hay un tipo que exige explicaciones. Hemos desmontado las banderolas, pero no quiere saber nada, tiene intención de entrar.

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