23

Los peldaños de la vieja escalera, de baldosas de barro y madera, estaban fríos, y a Adamsberg no le importaba. Eran las seis y cuarto de la mañana, y él bajaba tranquilamente como cada día, habiendo olvidado todo acerca de sus acúfenos, de Kisilova y del mundo, como si el sueño lo devolviera a un estado nativo, absurdo y analfabeto, orientando sus pensamientos nacientes hacia el beber, el comer, el lavarse. Se detuvo en el penúltimo escalón al descubrir en la cocina a un hombre de espaldas, colocado en el cuadrado de sol matinal, enlazado en el humo de un cigarrillo. Un hombre de constitución delgada, pelo castaño con rizos sobre los hombros, joven seguramente, que llevaba una camiseta negra y nueva adornada con el dibujo en blanco de una caja torácica de cuyas costillas goteaba sangre.

No conocía esa silueta, y sus alarmas se dispararon en su cerebro vacío. El hombre tenía los brazos vigorosos y esperaba con una idea bien determinada. Y estaba vestido, mientras él estaba desnudo en la escalera, sin proyecto ni arma. Esa arma, la que Danglard le había recomendado que subiera a la habitación, yacía sobre la mesa al alcance de la mano del desconocido. Si Adamsberg hubiera podido girar sin ruido hacia la izquierda, habría podido recuperar su ropa en el cuarto de baño y el P 38 siempre metido entre la cisterna y la pared.

– Ve a buscar tus pingos, capullo -dijo el hombre sin volverse-. Y no busques tu pipa que la tengo yo.

Una voz bastante ligera y zumbona, demasiado zumbona, señalaba ostensiblemente el peligro. El tipo se levantó la parte trasera de la camiseta y exhibió la culata del P 38 metido en el vaquero, calzado contra su espalda de piel morena.


No había salida por el cuarto de baño, ninguna hacia el despacho. El hombre bloqueaba el acceso a la puerta exterior. Adamsberg se puso la ropa, desmontó la hoja de la maquinilla de afeitar y se la metió en el bolsillo. ¿Qué más? La pinza cortaúñas en el otro bolsillo. Era irrisorio, el tipo tenía dos pistolas. Y, si no se equivocaba, se encontraba frente al Zerquetscher. Ese pelo denso, ese cuello un poco corto. En ese día de junio se acababa su camino. No había seguido los consejos ansiosos de Danglard, y ahora el amanecer estaba allí, lleno del cuerpo del Zerquetscher, protuberante bajo la repulsiva camiseta. Justo esa mañana en que la luz de fuera recortaba delicadamente cada brizna de hierba, cada corteza de los troncos, con una precisión exaltante y común. El día anterior también había hecho eso la luz. Pero lo veía mejor esa mañana.

Adamsberg no era miedoso, por defecto de emotividad o por falta de anticipación, o por culpa de sus brazos abiertos a las vicisitudes de la vida. Entró en la cocina, rodeó la mesa. ¿Cómo era posible que en ese momento fuera capaz de pensar en el café, en las ganas que tenía de prepararlo y de tomárselo?

El Zerquetscher. Tan joven, maldita sea, fue su primer pensamiento. Tan joven, pero con un rostro marcado, con huecos y ángulos, huesudo y torcido. Tan joven, pero con los rasgos alterados por la elección de una salida definitiva. Cubría su ira con una sonrisa burlona, simplemente jactanciosa, simplemente la de un chaval que fanfarronea. Que fanfarronea también con la muerte, en un combate altivo que le confería una tez lívida, una expresión cruel y estúpida. La muerte ostensiblemente exhibida en su camiseta, con el tórax impreso en la parte delantera. Bajo el esternón, un texto plagiaba el estilo de los diccionarios: Muerte. 1. Fin de la vida marcado por la extinción de la respiración y la podredumbre de las carnes. 2. Estar muerto: estar acabado, no ser nada. Ese tipo ya estaba muerto y se llevaba a los demás consigo.

– Preparo el café -dijo Adamsberg.

– No te hagas el listo -contestó el joven dando una calada a su cigarrillo, poniendo la otra mano sobre el arma-. No me digas que no sabes quién soy.

– Claro que lo sé. Eres el Zerquetscher.

– ¿El qué?

– El Aplastador. El asesino con más saña del siglo que empieza.

El hombre sonrió satisfecho.

– Quiero un café -dijo Adamsberg-. Que me pegues un tiro ahora o luego, ¿qué más da? Tienes las armas, bloqueas la puerta.

– Sí -dijo el hombre acercando el revólver al borde de la mesa-. Me diviertes.

Adamsberg puso el filtro de papel en el portafiltros, lo llenó contando tres cucharadas colmadas de café molido, midió dos tazones de agua que vertió en una cacerola. Algo había que hacer.

– ¿No tienes máquina de café?

– Así sale mejor. ¿Has desayunado? Como quieras -añadió Adamsberg en el silencio-. Yo como de todos modos.

– Comes si me da la gana.

– Si no como no voy a entender lo que me digas. Supongo que has venido a decirme algo.

– Te haces el chulo, ¿eh? -dijo el tipo mientras el olor a café invadía la cocina.

– No. Preparo mi último desayuno. ¿Te molesta?

– Sí.

– Pues dispara.

Adamsberg puso dos tazones en la mesa, azúcar, pan, mantequilla, mermelada, leche. No tenía ninguna gana de palmar a manos de ese tipo lúgubre y bloqueado, como habría dicho Josselin. Ni de conocerlo. Pero hablar y hacer hablar, eso se aprendía antes que a disparar. «La palabra», decía el instructor, «es la más mortífera de las balas si sabéis alojarla en plena cabeza». Y añadía que era difícil encontrar el centro de la cabeza con palabras y que, si se erraba el tiro, el enemigo disparaba inmediatamente.

Adamsberg servía el café en los tazones, empujaba el azúcar y el pan hacia el adversario, cuyos ojos permanecían inmóviles, clavados bajo la barra de sus cejas oscuras.

– Dime al menos qué te parece -dijo Adamsberg-. Tengo entendido que sabes cocinar.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por Weill, en la planta baja. Es un amigo. Le caes bien, tú, el Zerquetscher. Yo digo Zerquetsch, sin ánimo de ofender.

– Sé lo que tramas, capullo. Tratas de que me raje, de que te cuente mi vida y todas esas gilipolleces como buen madero que eres. Luego me lías y me metes un tiro.

– Tu vida me la trae floja.

– ¿Ah, sí?

– Sí -dijo Adamsberg con sinceridad, y se arrepintió.

– Pues creo que no debería -dijo el joven apretando los dientes.

– Seguramente. Pero soy así. Me da igual todo.

– ¿Yo también?

– Tú también.

– Entonces ¿qué te interesa, capullo?

– Nada. Me habré perdido una salida, en algún momento. ¿Ves esa bombilla del techo?

– No intentes hacerme levantar la cabeza.

– Hace meses que no funciona. No la he cambiado, me las arreglo a oscuras.

– Lo que yo pensaba. Eres un inútil y un cabrón.

– Para ser un cabrón hay que querer algo, ¿no?

– Sí -admitió el joven tras un instante.

– Y yo no quiero nada. Por lo demás, estoy de acuerdo contigo.

– Y eres un cobarde. Me recuerdas a un viejo, un bocazas, un fantasma que se cree por encima de todo.

– Bueno.

– Estaba una noche en un bar. Se le echaron seis tipos encima, ¿sabes lo que hizo?

– No.

– Se tumbó en el suelo como un cagado. Y dijo: «Vamos, tíos», y ellos le decían que se pusiera de pie. Pero el viejo se quedaba en el suelo, con las manos cruzadas en la barriga como una tía. Entonces ellos dijeron: «Joder, levántate, te invitamos a algo». ¿Y sabes qué dijo el viejo?

– Sí.

– ¿Ah, sí?

– Dijo: «¿A qué? No me levanto por un beaujolais».

– Sí, eso es -dijo el joven desconcertado.

– Entonces los seis tipos, respeto -prosiguió Adamsberg mojando una rebanada de pan en su tazón-. Levantaron al viejo, y luego tan amigos. A mí no me parece cobarde. Me parece que hay que tener agallas. Pero es Weill. ¿Eh, a que el viejo es Weill?

– Sí.

– Él tiene talento. Yo no.

– ¿Es mejor que tú como madero?

– ¿Te decepciono? ¿Quieres otro adversario?

– No. Dicen que eres el mejor madero.

– Entonces estábamos hechos para conocernos.

– Más de lo que crees, capullo -dijo el joven con una sonrisa malévola mientras tomaba su primer sorbo de café.

– ¿Puedes llamarme de otra manera?

– Sí. Puedo llamarte madero.

Adamsberg había acabado su pan y su café, era el momento en que salía hacia la Brigada, media hora a pie. Se sintió cansado, hastiado por ese intercambio, asqueado del otro y de sí mismo.

– Las siete -dijo echando una ojeada por la ventana-. La hora en que el vecino mea en el árbol. Mea cada hora y media, día y noche. Al árbol no le hace ningún bien, pero a mí me da la hora.

El joven apretó el arma en la mano y miró a Lucio a través del cristal.

– ¿Por qué mea cada hora y media?

– La próstata.

– Me la suda -dijo el joven con rabia-. Tengo tuberculosis, tiña, sarna, enteritis y un solo riñón.

Adamsberg retiró los tazones.

– Se entiende que te cargues a la gente.

– Sí. En un año estoy muerto.

Adamsberg señaló el paquete de cigarrillos del Zerquetscher.

– ¿Eso quiere decir que quieres uno? -preguntó el joven.

– Sí.

El paquete se deslizó por la mesa.

– Es la costumbre. Fuma, te reventaré después. ¿Qué más quieres? ¿Saber? ¿Comprender? No sabrás nada, ya puedes esperar sentado.

Adamsberg sacó un cigarrillo, hizo un gesto con los dedos para pedir fuego.

– ¿Ni siquiera estás acojonado? -preguntó el hombre.

– Así así.

Adamsberg echó el humo, y el cigarrillo le produjo mareo.

– ¿Qué has venido a hacer aquí exactamente? -preguntó-. ¿Meterte en la boca del lobo? ¿Contarme tu historia? ¿Buscar la absolución? ¿Medir al adversario?

– Sí -dijo el joven sin que se supiera a qué contestaba-. Quería saber qué pinta tenías antes de irme. No, no es eso. He venido para pudrirte la vida.

Se ponía la cartuchera por los hombros, enredándose con las cintas.

– No se pone así, te equivocas de lado. Esa correa va en el otro brazo.

El joven volvió a empezar la operación. Adamsberg lo observó sin moverse. Se oyó un maullido penoso, uñas que rascaban la puerta.

– ¿Qué es?

– Una gata.

– ¿Tienes animales? Vaya mierda, eso es para subnormales. ¿Es tuya?

– No. Está en el jardín.

– ¿Tienes hijos?

– No -contestó prudentemente Adamsberg.

– Es fácil decir siempre «no», ¿eh? Es fácil no querer nada. Es fácil escaparse por ahí arriba mientras los demás se arrastran por el suelo, ¿eh?

– ¿Dónde, ahí arriba?

– Arriba, Paleador de nubes.

– Estás bien informado.

– Sí, está todo sobre ti en Internet. Tu careto y tus hazañas. Como cuando encontraste a ese tipo en Lorient y se tiró en el puerto.

– No se ahogó.

Otro maullido atravesó la estancia, alarmado y urgente.

– Pero ¿qué le pasa, joder?

– Problemas seguramente. Acaba de tener su primera camada, no se le ha dado muy bien. Igual una de las crías está atascada en algún sitio. Qué más da.

– A ti te da igual porque eres un cabrón, nunca te ocupas de nadie.

– Entonces ve a ver, Zerquetsh.

– Eso, y mientras, tú te largas, capullo.

– Enciérrame en el despacho, la ventana tiene reja. Llévate las pistolas y ve a mirar. Ya que eres mejor que yo, demuéstralo.

El joven inspeccionó el despacho, con el arma apuntando a Adamsberg.

– Ni se te ocurra moverte de aquí.

– Si encuentras a la cría, levántala por el vientre y por la piel del cuello, no le toques la cabeza.

– Adamsberg -dijo el joven con una risita despectiva-. Adamsberg delicado como una madre.

Se rió más fuerte y cerró la puerta con llave. Adamsberg aguzó el oído hacia el jardín, oyó ruidos de cajas desplazadas, y a Lucio que intervenía.

– El viento ha tirado la pila de cajas -decía Lucio-, hay un gatito atrapado debajo. Muévase, hombre, ya ve que sólo tengo un brazo. ¿Quién es usted? ¿Qué son todas esas armas?

La voz de Lucio, imperial, tanteaba el terreno con punta de acero.

– Soy un pariente. El comisario me entrena en tiro.

No está mal pensado, consideró Adamsberg. Lucio respetaba la familia. Oyó el ruido de cajas desplazadas y un maullido minúsculo.

– ¿Lo ve? -dijo Lucio-. ¿Está herido? Odio la sangre.

– Pues a mí me gusta.

– Si hubiera visto el vientre de su abuelo vaciarse a balazos y su propio brazo cortado mear como una fuente, no diría eso. Páseme la cría, no me fío.

Cuidado, Lucio, cuidado, murmuró Adamsberg apretando los labios. Es el Zerquetscher, maldita sea, ¿no ves que el tipo es inflamable? ¿Que puede aplastar al gato con la bota y dispersarlo por el suelo del cobertizo? Cierra el pico, coge el gato y lárgate.

La puerta de la entrada se cerró de golpe, y el joven volvió al despacho con paso pesado.

– Atrapado como un imbécil bajo una pila de cajas -dijo-, incapaz de salir de ahí, el muy capullo. Como tú -añadió sentándose frente a Adamsberg-. No tiene buenas pulgas el vecino. Prefiero a Weill.

– Voy a salir, Zerquetsch. Cuando estoy sentado mucho tiempo me impaciento. Es incluso lo único que me pone nervioso. Pero me pone nervioso de verdad.

– No me digas -se burló el joven apuntándole con el arma-. El madero está harto de mí. El madero quiere salir.

– Has entendido. ¿Ves este frasco?

Adamsberg sujetaba un tubito de vidrio lleno de un líquido marrón, no más grande que una muestra de perfume.

– Yo en tu lugar no tocaría el arma antes de haberme escuchado. ¿Ves el tapón? Si lo saco, mueres. En menos de un segundo. En 74,3 centésimas de segundo para ser precisos.

– Menudo cerdo -gruñó el joven-. Por eso te hacías el chulo, ¿eh? Por eso no tenías miedo…

– No he acabado de explicarte. Quitar la seguridad de la pistola, 65 centésimas de segundo, apretar el gatillo, 59 centésimas. Que me dé la bala, 32 centésimas. Total, un segundo y 56 centésimas. Resultado: estás muerto antes de que la bala me impacte.

– ¿Qué es esa mierda?

El joven se había levantado y retrocedía, con el brazo tendido hacia Adamsberg.

– Ácido nitrocitramínico. Transformación inmediata en gas mortal al contacto con el aire.

– Entonces revientas conmigo, capullo.

– No he acabado de explicarte. Todos los policías de la Brigada se inmunizan con un tratamiento intradérmico de dos meses y, créeme, no tiene ninguna gracia. Si lo destapo, revientas: dilatación del corazón, que explota; y yo me vacío por arriba y por abajo durante tres semanas con erupción cutánea y caída de pelo. Luego me repongo como una flor.

– No lo harías.

– Contigo, Zerquetscher, ningún problema.

– Especie de hijo de puta.

– Sí.

– No puedes matar a un hombre así.

– Sí que puedo.

– ¿Qué quieres?

– Que tires las pistolas, que abras el cajón del aparador, que saques los dos pares de esposas. Te pones uno en los tobillos, el otro en las muñecas. Decídete rápido, ya te he dicho que tengo mis impaciencias.

– Madero de mierda.

– Sí. Pero date prisa de todos modos. Puede que palee nubes allá arriba, pero cuando bajo soy rápido.

El joven barrió la mesa con el brazo, dispersó en vano unos papeles por la estancia y tiró la cartuchera al suelo. Luego se llevó la mano a la espalda.

– Cuidado con ese P 38. Cuando te guardas una pistola en el pantalón, no hay que meterla tanto. Sobre todo con un vaquero tan ajustado. Si lo haces mal te agujereas el culo.

– ¿Me tomas por un pardillo?

– Sí. Un pardillo, un crío y una fiera. Pero no un idiota.

– Si no te hubiera dicho que te vistieras no tendrías el frasco.

– Exacto.

– Pero no tenía ganas de verte en pelota.

– Lo entiendo. A Vaudel tampoco querías verlo en pelota.

El joven extirpó con prudencia el arma del pantalón y la tiró al suelo. Abrió el aparador, sacó las esposas, y se volvió bruscamente, con una risotada anormal, tan irritante como el maullido de la gata hacía un momento.

– ¿Qué, no te enteras, Adamsberg? ¿No te enteras todavía? ¿Te crees que iba a correr el riesgo de que me detuvieran así? ¿Sólo por el gusto de verte? ¿No entiendes que, si estoy aquí, es que no puedes detenerme? ¿Ni hoy, ni mañana ni nunca? ¿Recuerdas para qué he venido?

– Para pudrirme la vida.

– Eso es.

Adamsberg se levantó también, sujetando el frasco ante él como si fuera un botador, con la uña metida bajo el tapón. Los dos hombres se seguían en círculo, dos perros buscando la mejor presa.

– Déjalo -dijo el joven-. No soy hijo de cualquiera. No puedes matarme, ni encerrarme, ni seguir tu caza del hombre.

– ¿Eres un intocable? ¿Tu padre es ministro? ¿Es el Papa? ¿Dios?

– No. Eres tú, capullo.

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