– Es decir encontrar a Zerk antes -dijo Adamsberg.
– ¿Zerk?
– El Zerquetscher. ¿Nos ha enviado Thalberg el dossier?
– Aquí -dijo Danglard levantando su vaso de vino de una carpeta rosa manchada con un círculo húmedo-. Lo siento por la huella.
– Si sólo hubiera la huella, Danglard, la vida sería bella. Fumaríamos y beberíamos pescando cosas en el lago de su amigo Stock, dejando huellas de vaso en la pasarela, remaríamos con sus niños y con el pequeño Tom, y dilapidaríamos el dinero del viejo Vaudel con Émile y el perro.
Adamsberg sonrió francamente, con esa sonrisa que siempre tranquilizaba a Danglard pasara lo que pasara, y frunció el ceño.
– ¿Y qué dirán para el asesinato austríaco? ¿Qué dirá el que tiene influencia? ¿Que también lo cometió Émile? Eso no se tiene de pie.
– Dirán que no tiene nada que ver. Dirán que Émile se limitó a copiar el modus del caso austríaco, por falta de imaginación.
Adamsberg tendió el brazo y bebió un trago del vaso de Danglard. Sin Danglard y su lógica tallada como cristal de roca, no habría visto venir el golpe.
– Me voy a Londres -anunció Danglard-. Podemos pillarlo por los zapatos.
– Usted no se va a ninguna parte, comandante. Me voy yo. Y necesito un hombre al mando de la Brigada. Arregle sus asuntos con Stock por teléfono y vídeo.
– No. Delegue en Retancourt.
– No tiene grado, y no puedo hacerlo. Bastante lío tenemos ya.
– ¿Adónde va?
– Usted lo ha dicho: podemos pillarlo por los zapatos.
Adamsberg le pasó una postal. Un bonito pueblo colorido resaltaba sobre un fondo de colinas y un cielo azul. La volvió, lado cruz. Arriba, a la izquierda, en letras de imprenta: КИСЛОВА.
– A Kisilova, el pueblo del demonio. Que rondaba la linde del bosque. Eso es lo que significa ese КИСЛОВА, ¿no?
– Sí, Kiseljevo en su ortografía original. Pero ya hemos hablado del tema. Veinte años después, nadie recordará el paso del Cortapiés.
– No es lo que yo espero. Voy allí a buscar el negro túnel que va desde Vaudel hasta este pueblo. Hay que encontrarlo, Danglard, hundirse allí, extirpar la historia, arrancarla de raíz.
– ¿Cuándo se va?
– Dentro de cuatro horas. No quedaban plazas de avión. Vuelo hasta Venecia, y luego voy en tren hasta Belgrado. He reservado dos plazas. La embajada me busca un traductor.
Danglard sacudió la cabeza, hostil.
– Estará usted demasiado expuesto. Me voy con usted.
– Ni hablar. No sólo está el problema de la Brigada. Si quieren hundirme y usted está conmigo, lo pondrán en la misma balsa. Y si me meten en chirona, sólo usted podrá sacarme de allí. Tardará diez años, así que aguante. Mientras tanto, manténgase alejado de mí. No quiero contaminar ni a usted ni al resto de la Brigada.
– Para traductor, el biznieto de Slavko podría servir. Vladislav Moldovan. Trabaja como intérprete para los institutos de investigación. Tiene tan buen carácter como su abuelo. Si le digo que es por Slavko, se las arreglará para estar libre. ¿A qué hora sale el Venecia-Belgrado?
– A las nueve y treinta y dos de la noche. Paso por casa a coger una bolsa y mis relojes. Me molesta no llevar hora.
– ¿Qué más da? Si sus relojes nunca están en hora.
– Eso es porque los pongo en hora basándome en Lucio. Él mea en el árbol más o menos cada hora y media. Pero claro, no es exacto.
– Pues hágalo al revés, póngalos en hora consultando un reloj de pared, y así sabrá la hora exacta de las meadas de Lucio.
Adamsberg lo miró un tanto sorprendido.
– No quiero saber a qué hora mea Lucio. ¿Cómo quiere que me importe eso?
Danglard hizo un gesto que significaba «dejémoslo» y pasó al comisario otra carpeta, verde manzana.
– Es el último informe de Radstock. Tendrá tiempo de leerlo en el tren. Además están los interrogatorios a lord Clyde-Fox y unas informaciones inconsistentes sobre su amigo cubano, o supuesto amigo cubano. Han afinado los análisis. Todos los zapatos son franceses, salvo los de mi tío.
– O del primo de su tío, un kisslover, un kisiloviano.
– Un kiseljeviano.
– ¿Cómo atravesaron la Mancha esos zapatos?
– En barco clandestino. No hay otro modo.
– Eso es tomarse mucha molestia.
– Que vale la pena. Highgate es un sitio importante. Algunos de esos zapatos, al menos cuatro pares, no tienen más de doce años, pero Radstock tiene problemas para datar los demás. Doce años es lo que correspondería al tiempo de acción del Zerquetscher suponiendo que empezara su colecta a la edad de diecisiete años. Muy joven para introducirse en los establecimientos de pompas fúnebres para cortar pies. Cronológicamente hablando, cuadra, abarca la expansión del movimiento artístico gótico, heavy metal, encajes y terror, anticristo y lentejuelas, zombis en chaqueta de gala. Eso puede producir una impregnación favorable.
– ¿Cómo dice, Danglard?
– El movimiento gótico -repitió Danglard-. ¿No ha oído nunca hablar de eso?
– ¿Del gótico medieval?
– Del gótico de los años 1990 hasta ahora. ¿No ve de qué le hablo? Los jóvenes que llevan camisetas con calaveras o esqueletos sanguinolentos.
– Lo veo muy bien -dijo Adamsberg, con el atuendo de Zerk sólidamente enganchado a una estrella de su memoria-. ¿Stock tiene problemas con los demás pares de zapatos?
– Sí -dijo Danglard rascándose la barbilla, bien afeitada en un lado, mal en el otro.
– ¿Por qué se afeita sólo un lado? -preguntó Adamsberg interrumpiéndose a sí mismo.
Danglard se puso rígido y se fue hasta la ventana para examinarse en el cristal.
– La bombilla del cuarto de baño se ha fundido. No veo nada en el ángulo izquierdo. Convendría que lo arreglara.
Abstract, pensó Adamsberg. Danglard la esperaba.
– ¿Tenemos aquí bombillas de bayoneta de sesenta vatios?
– Ya irá a mirar, comandante. El tiempo pasa -señaló Adamsberg dándose golpecitos en la muñeca.
– Es usted el que me interrumpe. Hay pies que no cuadran con un tiempo de sólo doce años. Dos pertenecen a mujeres con las uñas pintadas, una moda anterior a 1990. La composición de la laca de uñas indicaría más bien el periodo 1972-1976.
– ¿Stock está seguro?
– Casi, está profundizando los análisis. Hay un par masculino de piel de avestruz, raro y caro, hecho cuando el Zerquetscher tenía sólo diez años. En ese supuesto sería un crío asombrosamente precoz. Peor aún, algunos pares podrían tener veinte o treinta años. Ya sé qué me va a decir -bloqueó Danglard levantando su vaso a modo de muralla-. En su maldito pueblo de Caldhez, los chavales hacían explotar los sapos desde que nacían. Pero hay un margen.
– No, no iba a hablar de los sapos.
La idea de los sapos que los niños hacían explotar en un inmundo estallido de sangre y entrañas haciéndolos fumar un cigarrillo devolvió la mano de Adamsberg al paquete de Zerk.
– Ha vuelto en serio -comentó Danglard al verlo fumar su tercer pitillo.
– Es por sus sapos.
– Siempre es por algo. Yo dejo el vino blanco. Se acabó. Éste es mi último vaso.
Adamsberg se quedó mudo de sorpresa. Que Danglard estuviera enamorado, estaba claro; que fuera correspondido, era de esperar; pero que eso le hiciera dejar el vino, no podía creérselo.
– Me paso al tinto -prosiguió el comandante-. Es más vulgar pero menos ácido. El blanco me arruina el estómago.
– Buena idea -aprobó Danglard, curiosamente tranquilizado ante la idea de que nada cambia en este mundo, al menos en Danglard.
El periodo ya era suficientemente convulso.
– ¿La cajetilla la ha comprado usted? -preguntó Danglard señalando los cigarrillos-. ¿Ingleses? Elección refinada.
– El atracador de esta mañana se los dejó en casa. O sea que o bien Zerk era un niño tan precoz que ya sabía cortar pies a los dos años, o bien un mentor lo llevaba a esas expediciones morbosas que Zerk continuó después. Podría ser que actuara bajo influencia desde la infancia.
– Manipulado.
– ¿Por qué no? Puede uno imaginarse un guía detrás de todo eso, una figura paterna que él echara de menos.
– Es posible. Nació de padre desconocido.
– Hay que acelerar sobre su entorno, saber con quién se comunica, saber a quién ve. Ha hecho limpieza en el piso, el cabrón no ha dejado ninguna pista.
– Parece natural. No esperaría usted que viniera a hacernos una visita…
– ¿Y su madre? ¿La han localizado?
– Todavía no. Hay una dirección en Pau hasta hace cuatro años, luego no se sabe nada más.
– ¿La familia de su madre?
– De momento, no hay ningún Louvois por la zona. Sólo hace dos días, comisario, no somos mil.
– ¿Por dónde va Froissy con los teléfonos?
– Por ninguna parte. Louvois no tenía línea fija. Weill asegura que tenía un móvil, pero no se encuentra ningún aparato a su nombre. Se lo habrán regalado, o lo habrá robado. Froissy tendrá que peinar la zona de cobertura del piso, y ya sabe que eso lleva tiempo.
Adamsberg se puso bruscamente de pie, sus impaciencias quizá.
– Danglard, ¿recuerda la composición del equipo de Aviñón?
Danglard había memorizado -y ¿para qué?- prácticamente todos los equipos policiales del país, poniendo al día su fichero a medida que iban yéndose unos, siendo nombrados otros.
– Calmet es quien lleva el caso Pierre Vaudel hijo. No sé si es la influencia de su patronímico, pero es un comisario plácido que no busca problemas inútiles. Pero ya le digo, no es rápido. Por eso yo diría cuatro días más que tres. Maurel también me habló de un teniente y un cabo. Noiselot y Drumont. El resto del equipo no lo sé.
– Encuéntreme la lista completa, Danglard.
– ¿A quién busca?
– A un vietnamita con quien trabajé en Messilly. Era una ciudad somnolienta, pero nunca viví un servicio más divertido, cuando conseguíamos llevarlo a cabo. Fumaba con la nariz, levitaba a varios centímetros, al menos yo creía verlo, tocaba melodías golpeando vasos, imitaba a todos los animales de la creación.
Veinte minutos más tarde, Adamsberg recorría los nombres del equipo del comisario Calmet.
– He llamado al biznieto de Slavko -dijo Danglard-. Sale de Marsella ahora mismo. Estará a las nueve en la estación de Venecia Santa Lucia, delante del coche 17 del tren a Belgrado. Está contento de dar una vuelta por el pueblo. Vladislav siempre está contento.
– ¿Cómo lo reconoceré?
– Muy fácil. Es flaco y velludo, su pelo largo se junta con los de la espalda, todo ello negro como la tinta.
– Teniente Mai Thien Dinh -dijo Adamsberg señalando la lista-. Me escribió en diciembre pasado. Sabía que había algo de Aviñón en el aire. Suele escribirme cuando está de vacaciones, con consejos de la sabiduría asiática. «No te comas la mano cuando ya no tienes pan.»
– Es una tontería.
– Es normal, se los inventa.
– ¿Y usted le contesta?
– No sé inventarme frases -dijo Adamsberg mientras marcaba el número del teniente Mai.
– ¿Dinh? Aquí Jean-Baptiste. Gracias por tu tarjeta de diciembre.
– Estamos en junio. Pero bueno, siempre fuiste lento. Y el hombre lento va menos rápido que el hombre veloz. ¿Te has dado cuenta de que estamos en el mismo caso, el de Vaudel?
– ¿El casquillito debajo de la nevera?
– Sí. Y el cretino que lo puso anduvo por la moqueta con virutas de lápiz en las suelas. No te preocupes, hemos dejado a Vaudel en libertad y te entregaremos al pintamonas rápidamente.
– Dinh, yo preferiría que no me lo entreguéis rápidamente. Digamos que medianamente rápido. O bastante lentamente.
– ¿Por qué?
– No puedo decírtelo.
– Ah, el sabio no cede nada a los imbéciles. Eso no vale, Jean-Baptiste. Dame un momento, salgo de la sala. ¿Qué quieres de mí? -retomó Dinh al cabo de unos minutos.
– Un efecto retraso.
– No es legal.
– No es legal en absoluto. Dinh, imagina que un hijo de puta me lance vestido en un lago de mierda.
– Son cosas que pasan.
– Y que yo me esté hundiendo en él. ¿Visualizas la escena?
– Como si estuviera allí.
– Perfecto. Porque imagina que, precisamente, estás allí. Paseando y levitando a orillas del lago. Imagina que me tiendes la mano.
– Es decir que meta mi propia mano en la mierda para sacarte de allí sin saber por qué.
– Eso es.
– Sé más preciso.
– Las virutas de lápiz. ¿Cuándo salen para el laboratorio?
– De aquí a una hora. Estamos acabando de acondicionar las demás muestras.
– Pues haz que no salgan. Dame un handicap de dos días.
– ¿Cómo?
– ¿Cómo es de grande la muestra?
– Como un tubo de barra de labios.
– ¿Quién escolta al chófer hasta el laboratorio?
– El cabo Kerouan.
– Ve tú en su lugar.
– No nos parecemos nada. Él es bretón.
– Confía una misión al bretón y escolta al chófer. Como te parece importante esa barra de labios, la metes en el bolsillo de tu cazadora para más seguridad.
– ¿Y luego?
– Te encuentras mal por el camino. Fiebre, mareo, te ocurre de golpe. Haces la entrega de todo menos del tubo, y avisas a la comisaría de que te vas a tu casa. Te quedas dos días en cama, con pastillas en la mesilla de noche, sin comida, no te apetece nada. Eso para las visitas. En realidad puedes levantarte.
– Gracias.
– El acceso de fiebre te ha hecho olvidar el tubo en el bolsillo. Al tercer día, ya estás bien, y lo recuerdas. La muestra, el laboratorio, el bolsillo de la cazadora. Una de dos: o un teniente concienzudo descubre que el tubo no ha llegado al laboratorio, o nadie se da cuenta de nada. En ambos casos, devuelves el tubo, te explicas, presentas excusas de febril. Habremos ganado entre día y medio y dos días y medio.
– Tú habrás ganado, Jean-Baptiste. ¿Y yo? Sabio es el hombre que busca su bien en el mundo.
– Tú ganas dos días de descanso, jueves y viernes, que empalman con el fin de semana. Y un anticipo para un favor a cambio.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo cuando encontremos un mechón de pelo tieso y negro en una escena de crimen.
– Ya veo.
– Gracias, Dinh.
Durante la conversación, Danglard había transportado directamente la botella hasta la mesa de Adamsberg.
– Así es más franco -dijo Adamsberg señalando el vino.
– Tengo que acabarla, puesto que voy a pasarme al tinto.
– Lucio le daría la razón. Acabar o no empezar.
– Está loco pidiendo eso a Dinh. Y si se sabe, se va a pique definitivamente.
– Ya me estoy yendo a pique. Y no se sabrá, porque el hombre del levante no charla como un mirlo descerebrado. Me lo escribió un día.
– De acuerdo -dijo Danglard-, eso nos deja cinco días, o seis días. ¿Dónde se alojará en Kiseljevo?
– Hay un hostal con desayuno.
– No me gusta. Ese viaje solo.
– Tengo a su bizprimo.
– Vladislav no es un as del combate. No me gusta -repitió Danglard-. Kiseljevo, el túnel negro.
– La linde del bosque -dijo Adamsberg sonriendo-, que sigue dándole miedo. Aún más que el Zerquetscher.
Danglard se encogió de hombros.
– Que se pasea por no se sabe dónde -dijo Adamsberg en tono más sordo-. Libre como un pájaro.
– No es culpa suya. ¿Qué hacemos con Mordent? ¿Lo sacamos de su maldita vigilancia? ¿Lo sacudimos? ¿Le hacemos escupir su bilis de traidor?
Adamsberg se levantó, puso una gruesa goma alrededor de las carpetas verde y rosa, encendió un cigarrillo que dejó colgar del labio inferior, entornando los ojos para evitar el humo. Como su padre, y como Zerk.
– ¿Qué hacemos con Mordent? -repitió lentamente Adamsberg-. Primero le dejamos recuperar a su hija.