Adamsberg dio primero tres vueltas al pueblo, con los ojos muy abiertos para absorber los lugares nuevos y, siguiendo su sentido instintivo de la orientación, localizó rápidamente las calles y callejuelas, la plaza, el cementerio nuevo, las escaleras de piedra, una fuente, la plaza del mercado. Los elementos de la decoración le eran desconocidos, los letreros escritos en cirílico, los mojones en rojo y blanco. Los colores cambiaban, la forma de los tejados, la textura de las piedras, las hierbas silvestres, pero él no se desorientaba, a gusto como se sentía en los sitios perdidos. Localizó los caminos hacia pueblos vecinos, hacia campos que se extendían hasta perderse de vista, hacia el bosque, hacia el Danubio, algunas viejas barcas en la ribera. Al otro lado, las estribaciones azuladas de los Cárpatos cayendo abruptamente en las aguas del río.
Encendió uno de los últimos cigarrillos de Zerk con su mechero negro y rojo, y se dirigió hacia el oeste, hacia el bosque. Una aldeana tiraba de una pequeña carreta y, al cruzase con ella, se estremeció con el recuerdo de la mujer del tren. Nada comparable, ésta estaba algo arrugada, llevaba una sencilla falda gris. Pero tenía un grano en la mejilla. Consultó el dorso de la mano.
– Dobro veče -dijo-. Bonjour. Francuz.
La mujer no contestó, pero no se fue. Corrió tras él sin soltar su carreta, lo agarró del brazo. En la lengua universal del «sí» y del «no», le explicó que no había que ir por allí, y Adamsberg le aseguró que quería ir por allí. Ella insistió, acabó soltándolo, como desolada.
El comisario reanudó su camino, penetró en el bosque ralo, cruzó dos claros donde subsistían unas cabañas en ruinas y se topó, al cabo de dos kilómetros, con un frente de árboles más denso. El camino se acababa allí, en ese último espacio de hierbas silvestres. Adamsberg se sentó en un tocón, un poco sudado, escuchó el viento que se alzaba del este, encendió el penúltimo cigarrillo. Un crujido lo alertó. La mujer estaba allí, sin la carreta, mirándolo de un modo mitigado, desesperación y cólera.
– Ne idi tuda!
– Francuz -dijo Adamsberg.
– On te je privukao! Vrati se! On te je privukao!
Le señaló un punto al final del pequeño claro, hacia los troncos de los árboles, y se encogió de hombros desanimada, como si ya hubiera hecho bastante y la causa estuviera perdida. Adamsberg la miró irse, casi corriendo. Las recomendaciones de Vlad y la obstinación de la mujer propulsaban su voluntad en sentido inverso, y llevó su mirada al fondo del claro. En la entrada del bosque, en el lugar señalado por la mujer, distinguía una pequeña eminencia cubierta de piedras y de troncos que habría podido ser, en su tierra, las ruinas de un refugio de pastores. Allí debía de vivir el demonio cuya historia contaba el tío Slavko al joven Danglard.
Con el cigarrillo colgando del labio, en la actitud del padre, caminó hacia el túmulo. En el suelo, medio invadidos de hierba, estaban alineados una treintena de gruesos troncos que cubrían la superficie de un largo rectángulo. Sobre ese espesor de madera rugosa habían colocado otras tantas piedras, como si los leños pudieran haber salido volando. Una gran piedra gris se alzaba al final del rectángulo, estriada, groseramente tallada y grabada en toda su altura. Nada que ver con ruinas y todo que ver con una tumba, pero una tumba prohibida, a juzgar por la determinación de la mujer. Un personaje sagrado, tabú, estaba enterrado aquí, lejos de los demás, fuera del cementerio, una madre soltera muerta de parto, un actor desgraciado, un niño no bendecido. Alrededor de la tumba, los vástagos de las ramas estaban cortados formando un marco desagradable de troncos nacientes y podridos.
Adamsberg se sentó en la hierba tibia y raspó pacientemente el musgo que cubría la estela gris con la ayuda de láminas de corteza y palitos. Estuvo una hora placenteramente absorto en su labor, rascando suavemente la piedra con las uñas, pasando una ramita más fina en el hueco de las letras. A medida que despejaba la inscripción, comprendía que los caracteres le resultaban extraños y que la larga frase estaba escrita en cirílico. Sólo las cuatro últimas palabras estaban escritas en alfabeto latino. Se enderezó, frotó una última vez la piedra con la mano y retrocedió un paso para leer.
Plog, habría dicho Vladislav, y en ese caso habría significado «tocado», «encontrado». De un modo u otro, la habría descubierto. Ese día o el siguiente, sus pasos lo habrían llevado hasta allí, se habría sentado frente a esa piedra, delante de la raíz de Kisilova. No entendía el largo epitafio en serbio pero las cuatro palabras en alfabeto latino eran muy comprensibles y le bastaban ampliamente: «Petar Blagojević – Peter Plogojowitz». Luego venían las fechas de nacimiento y muerte, «1663-1725». Sin cruz.
Plog.
Plogojowitz, como Plogerstein, Plögener, Plog y Plogodrescu. Aquí yacía el origen de la familia víctima. El patronímico original: Plogojowitz o Blagojević. Luego el apellido había sido deformado o adaptado según los países a los que los descendientes dispersados habían ido a parar. Aquí yacía la raíz de la historia y la primera de las víctimas, el antepasado exiliado, a quien estaba prohibido hacer visita u ofrenda, expulsado al linde del bosque. Sin duda asesinado también, pero ¿por quién? La caza mortal no había finalizado, y Pierre Vaudel, descendiente de Peter Plogojowitz, la temía aún. Hasta poner en guardia a otra de las descendientes del difunto, Frau Abster-Plogenstein, con ese КИСЕЉЕВО lanzado como una señal de alerta. «Guarda nuestro reino, resiste siempre, fuera del alcance de todo mal queda Kisilova.»
Nada que ver con un mensaje de amor, por supuesto. Era una advertencia imperiosa, un ruego para que los Plogojowitz estuvieran protegidos y que cada uno pusiera de su parte. ¿Sabía Vaudel del asesinato de Conrad Plögener? Seguramente. Sabía por tanto que la vendetta se había reanudado, suponiendo que se hubiera interrumpido. El viejo temía que lo mataran, había redactado su testamento después del crimen de Pressbaum, apartando en lo posible al hijo de su descendencia. Josselin se había equivocado en un punto, los enemigos de Vaudel no tenían nada de imaginario. Tenían efectivamente cara y nombre. También ellos debían de haber echado raíces en ese sitio, en las dos primeras décadas del siglo XVIII. O sea hacía casi trescientos años.
Adamsberg se sentó en los troncos, se hundió las manos en el pelo, anonadado. Trescientos años después proseguía una guerra de clanes que alcanzaba cimas de crueldad. ¿Con qué objeto? ¿Por qué razón? Un tesoro oculto, habría respondido un niño. Poder, potencia, dinero, habría dicho un adulto, lo cual venía a ser lo mismo. ¿Qué hiciste, Peter Blagojević-Plogojowitz, para legar esa suerte a tus descendientes? ¿Y qué te hicieron? Adamsberg pasó sus dedos por la piedra, que el sol había calentado, murmurando sus preguntas, dándose cuenta de que, si el sol daba en su rostro y en el dorso de la piedra, era que ésta no había sido erigida al este, hacia Jerusalén. Estaba invertida, plantada al oeste. ¿Un asesino? ¿Mataste a los habitantes del pueblo, Peter Plogojowitz? ¿O a una de sus familias? ¿Saqueaste la región, devastaste, aterrorizaste? ¿Qué hiciste para que Zerk luche aún contra ti, con sus costillas pintadas en blanco sobre su torso?
¿Qué hiciste, Peter?
Adamsberg copió minuciosamente la larga inscripción, aplicándose en reproducir las extrañas letras lo mejor que podía.
Пролазниче, продужи својим путем, не осврћи се и не понеси нищта одавде. Ту лежи проклетник Петар БЛагојевић, умревщи лета господњег 1725 у својој 62 години. Нека би му клета дума нащла покоја.