33

Un caminito de tierra llevaba a la casa de Arandjel a orillas del Danubio, y los dos hombres avanzaban sin intercambiar palabra, como si un elemento intruso hubiera modificado su relación. A menos que los humos vespertinos de Vladislav lo volvieran callado por la mañana. Ya hacía calor. Adamsberg balanceaba su chaqueta negra en la mano, relajado, dejando que se mitigaran los ruidos de la ciudad y la investigación en el vaho del olvido que ascendía del río y cubría la imagen feroz de Zerk, la atmósfera nerviosa de la Brigada, la amenaza capital que pesaba sobre él, la flecha disparada por la gente de arriba que no iba a tardar en alcanzar su diana. ¿Estaba todavía Dinh en cama? ¿Había conseguido atrasar la muestra? ¿Émile? ¿El perro? ¿El tipo que había pintado a su protectora en bronce? Todos atenuados en la niebla que Kisilova depositaba con suavidad en su mente.

– Te has levantado tarde -dijo por fin Vladislav en tono contrariado.

– Sí.

– No has tomado el desayuno. Adrianus dice que siempre te levantas con el canto del gallo como un campesino, que le llevas cuatro horas de adelanto en la Brigada.

– No he oído el gallo.

– Yo creo que has oído perfectamente el gallo. Creo que te has acostado con Danica.

Adamsberg hizo unos cuantos metros en silencio.

– Plog -dijo.

Vladislav dio una patada a una piedra, vacilante, y se echó a reír suavemente. Con el pelo suelto sobre los hombros, parecía un guerrero eslavo lanzando su montura hacia las tierras del oeste. Encendió un cigarrillo y reanudó el curso de su cháchara natural.

– Vas a perder el tiempo con Arandjel. Vas a enterarte de un montón de cosas muy eruditas, pero nada que pueda hacer avanzar tu investigación, nada que puedas escribir en tu informe. Inepto, como dice Adrianus.

– No pasa nada, no sé escribir informes.

– ¿Y tu jefe, qué dirá? ¿Que te vas a hacer el amor a orillas del Danubio mientras un asesino anda suelto por Francia?

– Siempre piensa más o menos eso. Mi jefe, o no sé quién de allá arriba que maneja a mi jefe, trata de hacerme saltar por los aires. O sea que mejor me informo aquí.

Vladislav presentó Adamsberg a Arandjel, que saludó con la cabeza y trajo inmediatamente la col rellena a la mesa. Vladislav sirvió en silencio.

– Limpiaste la piedra de Blagojević -dijo Arandjel empezando a comer a grandes bocados-. Quitaste el musgo. Despejaste el nombre.

Vladislav traducía simultáneamente, suficientemente rápido como para que Adamsberg tuviera la impresión de estar hablando directamente con el anciano.

– ¿Fue un error?

– Sí. No hay que tocar la tumba, si no puede despertarse. La gente de aquí lo teme, hay quien podría odiarte por haber despejado el nombre. Algunos podrían incluso pensar que él te llamó para convertirte en servidor suyo. Y matarte antes de que siembre muerte en el pueblo. Petar Blagojević busca un sirviente. ¿Entiendes? Es lo que teme Biljana, la mujer que quiso retenerte. «Te atrajo, te atrajo», es lo que dijo, me lo contó.

On te je privukao, on te je privukao -repitió Vladislav en serbio.

– Sí, eso me dijo -admitió Adamsberg.

– No te adentres en el mundo de los vampiri sin saber, joven.

Arandjel hizo una pausa para que la idea penetrara profundamente en la cabeza de Adamsberg antes de servir vino.

– Vlad me dijo anoche lo que te interesaba en la historia de Blagojević. Haz tus preguntas. Pero no te adentres en el lugar incierto.

– ¿Dónde?

– En el lugar incierto. Es el nombre del claro donde reposa. No es el pobre Petar el que puede atacarte, sino un hombre bien vivo. Has de comprender que la seguridad del pueblo cuenta antes que cualquier otra cosa. Come antes de que se enfríe.

Adamsberg obedeció y vació tres cuartas partes del plato antes de tomar la palabra.

– Ha habido dos asesinatos terribles, en Francia y en Austria.

– Estoy al corriente. Vlad me lo ha contado.

– Creo que las dos víctimas pertenecían a la descendencia de Blagojević.

– Blagojević no tiene descendencia conocida bajo ese nombre. Todos los miembros de la familia abandonaron el pueblo bajo el nombre austriaco de Plogojowitz para que la gente de aquí no los encontrara jamás. Pero la cosa se supo, por el viaje que hizo un kiseljeviano a Rumanía en 1813. Él fue quien añadió el apellido Plogojowitz en la estela. Los actuales descendientes de Blagojević, si es que hay, son todos Plogojewitz. ¿Cuál es tu idea?

– Las víctimas no sólo fueron asesinadas, sus cuerpos fueron aniquilados. Ayer pregunté a Vladislav cómo se mata a un vampiro.

Arandjel asintió varias veces, empujó el plato y se lió un grueso cigarrillo.

– El objetivo no es tanto matar al vampiro como hacer que no vuelva nunca más. Que quede bloqueado, impedido. Existen muchísimas maneras de hacerlo. Se cree que la más corriente es la que consiste en atravesar el corazón. Pero no. Por todas partes, lo más importante son los pies.

Arandjel soltó un humo denso y habló bastante rato con Vladislav.

– Voy a hacer el café -dijo Vladislav Plogerstein. Arandjel te ruega que disculpes la ausencia de postre, es que cocina sus comidas solo y no le gusta el dulce. Tampoco la fruta. No le gusta que el jugo se le derrame por las manos y queden pegajosas. Pregunta qué te ha parecido la col rellena, porque sólo te has servido una vez.

– Estaba deliciosa -dijo Adamsberg sinceramente, incómodo por haber olvidado comentar la comida-. Nunca como mucho a mediodía. Ruégale que no se lo tome mal.

Tras haber escuchado la respuesta, Arandjel asintió, dijo que Adamsberg podía llamarlo por su nombre y reanudó su exposición.

– La medida más urgente es impedir al cuerpo que ande. Si había alguna duda sobre un difunto, la gente se ocupaba en primer lugar de sus pies, para que ya no pudiera desplazarse.

– ¿Cómo llegaban las dudas, Arandjel?

– Había señales durante el velatorio. Si el cadáver conservaba una tez roja, si tenía en la boca una punta del sudario en la boca, si sonreía, si tenía los ojos abiertos. Entonces se le ataban los pulgares de los pies con un cordel, o se le mordían, o se le clavaban alfileres en la planta de los pies, o se le ataban juntas las piernas. Todo eso viene a ser lo mismo.

– ¿Podían también cortarle los pies?

– Por supuesto. Era un método más radical que se vacilaba en emplear sin certeza. La iglesia castigaba ese sacrilegio. También podían cortarle la cabeza, era frecuente, y colocarla entre los dos pies en la tumba, para que el muerto no pudiera recuperarla. O atarle las manos a la espalda, cortarlo a trocitos en una camilla, taparle las narices, meterle piedras en todos los orificios, boca, ano, orejas. El cuento de nunca acabar.

– ¿Se hacía algo con los dientes?

– La boca, joven, es un punto crucial en el cuerpo de un vampir.

Arandjel se calló mientras Vladislav servía café.

– ¿Bueno comer? -preguntó Arandjel en francés con una sonrisa súbita que atravesaba todo el ancho de su cara, y Adamsberg empezaba a enamorarse de esta amplia sonrisa kiseljeviana-. Conocí un francés en la liberación de Belgrado en 1944. Vino, mujeres bonitas, buey estofado.

Vladislav y Arandjel se echaron a reír a carcajadas al unísono, y Adamsberg se preguntó, una vez más, cómo conseguían divertirse con tan poco. Le habría gustado ser capaz.

– El vampir quiere devorar sin parar -prosiguió Arandjel-, por eso se come el sudario, o incluso la tierra de su tumba. O le metían piedras en la boca para bloquearlo, o ajos, o tierra, o le anudaban una tela alrededor del cuello para que no pudiera deglutir, o lo enterraban boca abajo para que fuera comiéndose la tierra de debajo y hundiéndose poco a poco.

– También hay gente que come armarios -murmuró Adamsberg.

Vlad se interrumpió, inseguro.

– ¿Que come armarios? ¿Es eso?

– Sí. Tecófagos.

Vladislav tradujo, y Arandjel no pareció sorprendido.

– ¿Ocurre a menudo en su país? -se informó.

– No, pero también hubo un hombre que se comió un avión. Y en Londres, un lord que quiso comerse las fotos de su madre.

– Yo conozco un hombre que se comió su propio dedo -dijo Arandjel levantando el pulgar-. Se lo cortó y lo coció. Lo que pasa es que al día siguiente no se acordaba, y fue por todas partes reclamando su dedo. Eso fue en Ruma. La gente estuvo un tiempo dudando si decirle la verdad o que un oso se lo había comido en el bosque. Al final, murió una osa poco después. Llevaron la cabeza al hombre, y él se quedó tranquilo pensando que el dedo estaba dentro. Y conservó la cabeza podrida.

– Como el oso polar -dijo Adamsberg-. El que se comió al tío de uno en los hielos y que el sobrino llevó a Ginebra, para entregárselo a la viuda, que lo guardó en el salón.

– Extraordinario -juzgó Arandjel-. Completamente extraordinario.

Y Adamsberg se sintió fortificado a pesar de haber tenido que ir tan lejos para encontrar a un hombre que apreciara en su valor la historia del oso. Pero había olvidado en qué punto había dejado la conversación, y Arandjel lo leyó en sus ojos.

– Comerse a los vivos, el sudario, la tierra -le recordó-. Por eso la gente desconfiaba mucho de quienes tenían una dentadura anormal, tanto los que tuvieran dientes más largos que los demás como los que hubieran nacido con uno o dos dientes.

– ¿Nacido?

– Sí, no es tan raro. En vuestra zona, César nació con un diente, su Napoleón y su Luis XIV también. Y todos los que no conocemos. No era señal de vampirismo, sino señal de ser de una esencia superior. Pero -añadió haciendo tintinear sus dientes grises con el vaso- yo nací como César.

Adamsberg esperó a que pasara la doble y ruidosa risa de Vladislav y Arandjel y pidió papel. Reprodujo el dibujo que había hecho en la Brigada, marcando las zonas del cuerpo más dañadas.

– Es espléndido -dijo Arandjel cogiendo el dibujo-. Las articulaciones, sí, para impedir que el cuerpo se despliegue. Los pies, por supuesto, los pulgares todavía más, para que no ande, el cuello, la boca, los dientes. El hígado, el corazón, el alma dispersada. El corazón, sede de la vida de los vampiri, solía sacarse del cadáver para sufrir un tratamiento especial. Es un aniquilamiento fantástico, llevado a cabo por un hombre que conocía perfectamente la cuestión -concluyó Arandjel como si avalara un trabajo de profesional.

– Puesto que no podía quemar el cuerpo.

– Exactamente. Pero lo que ha hecho equivale exactamente a lo mismo.

– Arandjel, ¿es posible que aún ahora haya alguien que crea lo suficiente como para destruir los renuevos de los Plogojowitz?

– ¿Cómo «creer»? Todo el mundo cree, joven. Todo el mundo teme por las noches que se levante la lápida, que le pase una exhalación fría por el cuello. Y nadie piensa que los muertos sean buena compañía. Creer en los vampiri no es sino eso.

– No hablo del viejo terror, Arandjel. Sino de alguien que creyera estrictamente, para quien los Plogojowitz fueran auténticos vampiri que hubiera que eliminar. ¿Es eso posible?

– Sin duda alguna, si se piensa que de eso precisamente viene su desgracia. Uno busca una causa externa del sufrimiento y, cuanto más duro es el sufrimiento, mayor debe ser la causa. En este caso, el sufrimiento del asesino es inmenso.

Y su respuesta, prodigiosa.

Arandjel se dio la vuelta para hablar a Vladislav, metiéndose el dibujo de Adamsberg en el bolsillo. Sacar las sillas fuera, bajo el tilo y delante del meandro del río, aprovechar el sol, traer vasos.

– Nada de rakija, te lo ruego -susurró Adamsberg.

– Pivo?

– Sí, si Arandjel no se ofende.

– No hay peligro. Le caes bien. Hay poca gente que venga a hablarle de sus vampiri, y tú le traes un caso nuevo. Gran distracción para él.

Los tres hombres se pusieron en círculo bajo el árbol al calor del sol y el chapoteo del Danubio. La bruma se había disipado, y Adamsberg miraba, en la otra orilla, las cimas de los Cárpatos.

– Date prisa antes de que se quede dormido -previno Vladislav.

– Aquí es donde me echo la siesta -confirmó el anciano.

– Arandjel, tengo otras dos preguntas, las últimas.

– Te escucho hasta que me acabe este vaso -dijo Arandjel tomando un ligero sorbito, con la mirada divertida.

Adamsberg tuvo la sensación de estar metido en un juego de inteligencia viva en que había que pensar rápidamente mientras en el vaso iba agotándose el alcohol como si de un reloj de arena se tratase. El final del vaso daría la señal de parar el flujo de las palabras y del saber. Evaluó su tiempo disponible en cinco tragos de rakija.

– ¿Existe una relación entre Plogojowitz y el viejo cementerio del norte de Londres, Jaichgueit?

– ¿Highgate?

– Sí.

– Es más grave que una relación, joven. Porque mucho antes de que se modificara ese cementerio, dicen que llevaron a la colina el cuerpo de un turco en su ataúd. Que estuvo allá solo mucho tiempo. La gente se confunde, y no era un turco. Era un serbio, y dicen que era el amo vampir, Plogojowitz en persona. Que había huido de su tierra para reinar desde Londres. Incluso dicen que fue su presencia, allá, en lo alto de esa colina, la que generó espontáneamente la construcción del cementerio de Highgate.

– Plogojowitz es el amo de Londres -murmuró Adamsberg casi desconcertado-. Entonces el que deposita allí los zapatos no le hace ninguna ofrenda. Lo provoca, lucha contra él. Le demuestra su poderío.

– Ti to verujes -dijo Vlad mirando a Adamsberg y sacudiendo su cabellera-. Te lo crees. No te dejes liar por Arandjel, es lo que siempre me decía Dedo. Se divierte como un zorrito.

Adamsberg dejó de nuevo pasar el coro de sus risas extremas, acechando el nivel de alcohol en la mano de Arandjel. Al cruzar su mirada, éste se echó otro sorbo al coleto. Ya sólo quedaba un centímetro escaso en el vaso. «El tiempo pasa, elige bien tus preguntas», eso era exactamente lo que parecía decir la sonrisa de Arandjel, como una esfinge que lo pusiera a prueba.

– Arandjel, ¿hay alguna persona que fuera particularmente objeto de los ataques de Plogojowitz? ¿Es posible que una familia se considere especialmente víctima del poder de los Plogojowitz?

– Inepto -dijo Vlad recuperando la expresión de Danglard-. Ya te contesté yo a eso, fue su propia familia la que cascó.

Arandjel alzó una mano para hacer callar a Vlad.

– Sí -dijo-. De acuerdo -añadió sirviéndose otro poco de rakija-. Has ganado el tiempo de un último vaso antes de mi siesta.

Concesión que parecía convenir también al anciano. Adamsberg sacó su libreta.

– No -dijo Arandjel con firmeza-. Si no eres capaz de recordarlo es que no te interesa lo suficiente. En ese caso, no habrás perdido gran cosa.

– Escucho -dijo Adamsberg volviendo a meter la libreta en el bolsillo.

– Al menos una familia fue acosada por Plogojowitz. Sucedió en el pueblo de Medwegya, no muy lejos de aquí, en el distrito de Braničevo. Lo podrás leer en el Visum et repertum que el médico Flükinger redactó en 1732 para el consejo militar de Belgrado tras haberse cerrado la investigación.

El Danglard serbio, recordó Adamsberg. No tenía ni idea de qué era ese Visum et repertum ni de cómo encontrarlo, y el viejo Arandjel lo había desafiado a no apuntar nada. Adamsberg se frotaba las manos, tenso ante el temor de olvidar. El Visum et repertum de Flükinger.

– El caso fue aún más sonado que el de Plogojowitz, una auténtica deflagración en todo occidente, que opuso violentamente las opiniones, con su Voltaire burlándose, el emperador de Austria metiendo baza, Luis XV mandando seguir la investigación, los médicos tirándose de los pelos, otros rezando por su salvación, los teólogos sin saber qué hacer. Hubo una cantidad inmensa de literatura y de debates. Venía de allí -añadió Arandjel lanzando una mirada a las colinas de alrededor.

– Lo escucho -volvió a decir Adamsberg.

– Un soldado regresó a su pueblo de Medwegya tras varios años de campaña durante la guerra entre Austria y Turquía. Ya no era el mismo. Contó que había sido víctima de un vampir durante su aventura, que había luchado duramente con él, que éste lo había perseguido hasta la Persia turca y que, al final, había conseguido abatir al monstruo e inhumarlo. Se había llevado tierra de la sepultura, y se la comía regularmente para protegerse de sus ataques. Señal de que el soldado no se sentía fuera del alcance del muerto viviente aun pensando que lo había vencido. Así, vivía en Medwegya devorando tierra, yendo por los cementerios, agitando al vecindario. En 1727, cayó de un carro de heno y se rompió el cuello. En el mes que siguió a su muerte, hubo cuatro fallecimientos en Medwegya, del modo en que mueren quienes son acosados por los vampiros, y se declaró que el soldado se había convertido en vampiro a su vez. La agitación fue tal que las autoridades aceptaron su exhumación cuarenta días después de su muerte, bajo su supervisión. El resto ya se sabe.

– Dígalo de todos modos -pidió Adamsberg, temiendo que Arandjel parara de hablar.

– El cuerpo tenía la tez sonrosada, la sangre fresca manaba de todos sus orificios, la piel estaba nueva y tersa, las uñas viejas yacían al fondo de la tumba, y no se observó ningún signo de descomposición. Plantaron una estaca en el cuerpo del soldado, que lanzó un aullido espantoso. También se dice que no aulló, pero que emitió un suspiro inhumano. Lo decapitaron y lo quemaron.

El viejo tomó un sorbo bajo la mirada vigilante de Adamsberg. Ya sólo quedaba un tercio del segundo vaso. Si Adamsberg había escuchado con atención las fechas, el soldado había muerto dos años después de Plogojowitz.

– Sus cuatro víctimas fueron también sacadas de sus tumbas y sufrieron el mismo trato. Pero como se temía que el contagio del vampiro de Medwegya se extendiera a sus vecinos de cementerio, decidieron seguir. Se abrió una investigación oficial en 1731. Se procedió a la apertura de cuarenta tumbas cercanas a la del soldado y se descubrió que diecisiete cuerpos se habían quedado rollizos y rubicundos: allí estaban Militza, Joachim, Ruscha y su niño, Rhode, la mujer de Bariactar y su hijo, Stanache, Millo, Stanoicka y otros. Todos ellos fueron sacados de sus sepulturas y quemados. Y las muertes cesaron.

Ya sólo quedaban unas gotas en el vaso de Arandjel, todo dependía de lo que tardara en bebérselas.

– Si el soldado había luchado contra Peter Plogojowitz… -empezó rápidamente Adamsberg-, porque era Plogojowitz, ¿verdad?

– Eso dicen.

– Entonces los miembros de su familia no eran vampiros… ¿cómo decir? intencionados, sino que podían considerarse víctimas de Plogojowitz, seres capturados y sojuzgados. Hombres y mujeres vampirizados a la fuerza, destruidos por la criatura.

– Sin duda alguna. Eso es lo que son.

Arandjel hizo girar la última gota en el vaso, examinando los destellos de las facetas del vidrio al sol.

– ¿Y el nombre del soldado? -preguntó precipitadamente Adamsberg-. ¿Se sabe todavía?

Arandjel alzó la cabeza hacia el cielo blanco y se echó la gota de rakija a la boca sin llevar el vaso a los labios.

– Arnold Paole. Se llamaba Arnold Paole.

– Plog -deslizó Vladislav.

– Trata de recordarlo -concluyó Arandjel arrellanándose en su butaca-. Es un nombre que no se queda. Como si la succión de los Plogojowitz lo hubiera vuelto inconsistente.

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