Danica entró sin llamar en la habitación de Vladislav, encendió la lámpara de la mesilla, sacudió al joven.
– No ha vuelto. Son las tres de la mañana.
Vlad levantó la cabeza, la dejó caer de nuevo en la almohada.
– Es un madero, Danica -masculló sin tomarse el tiempo de pensar-. No actúa como los demás.
– ¿Un madero? -repitió Danica conmocionada-. Dijiste que era un amigo que había sufrido un shock mental.
– Un shock psicoemocional. Lo siento, Danica, se me pasó. Pero es madero. Que ha sufrido un shock psicoemocional.
Danica se cruzó los brazos en el pecho turbada, ofendida, revisitando la noche anterior en los brazos de un policía.
– ¿Y qué pinta aquí? ¿Sospecha de alguien de Kiseljevo?
– Está tras la pista de un francés.
– ¿Quién?
– Pierre Vaudel.
– ¿Por qué?
– Alguien de aquí podría haberlo conocido hace tiempo. Déjame dormir, Danica.
– ¿Pier Vaudel? No me suena -dijo Danica mordisquaéandose la uña del pulgar-. Pero no recuerdo los nombres de los turistas. Habría que mirar en el registro. ¿Cuándo fue? ¿Antes de la guerra?
– Mucho antes, creo. Danica, son las tres de la mañana. ¿Qué haces exactamente en mi habitación?
– Ya te lo he dicho. No ha vuelto.
– Ya te he contestado.
– No es normal.
– Nada es normal con un madero, eso lo sabes.
– Aquí no hay nada que hacer por las noches, ni siquiera para un policía. No se dice «madero», Vladislav, se dice «policía». No te has convertido en un joven muy educado. Pero tu Dedo tampoco lo era.
– Deja a mi Dedo, Danica. Y deja los convencionalismos. Tú tampoco los respetas tanto.
– ¿Qué quieres decir?
Vlad hizo un esfuerzo y se sentó en la cama.
– Nada. ¿Tanto te preocupa?
– Sí. ¿Lo que venía a hacer aquí era peligroso?
– No tengo ni idea, Danica, estoy cansado. No conozco el caso, me importa un rábano, sólo he venido a traducir. Hubo un asesinato cerca de París, una cosa bastante horrible. Y otro antes en Austria.
– Si hay asesinatos -dijo Danica atacando profundamente su uña-, puede decirse que hay peligro.
– Sé que en el tren pensaba que lo seguían. Pero todos los maderos son un poco así, ¿no? No miran a los demás como nosotros. Igual ha vuelto a casa de Arandjel. Creo que tenían montones de cosas divertidas que contarse.
– Eres idiota, Vladislav. ¿Cómo quieres que hable con Arandjel? ¿Con las manos? No sabe ni una palabra de inglés.
– ¿Cómo lo sabes?
– Son cosas que se sienten -replicó Danica incómoda.
– Bien -dijo Vlad-. Ahora déjame dormir.
– Los policías -dijo Danica atacando los dos pulgares a la vez- los matan los asesinos cuando se acercan a la verdad, ¿no, Vladislav?
– Si quieres mi opinión, se aleja de ella a marchas forzadas.
– ¿Por qué? -preguntó Danica soltando sus pulgares brillantes de saliva.
– Si sigues comiéndote las uñas, un día te comerás un dedo entero. Y al día siguiente lo buscarás por todas partes.
Danica sacudió la masa de su pelo rubio, impaciente, y reanudó su labor de recorte.
– ¿Estás seguro de que se aleja? ¿Por qué?
Vlad se rió suavemente y puso las manos sobre los hombros torneados de la patrona.
– Porque cree que el francés y el austriaco asesinados son Plogojowitz.
– ¿Y eso te hace reír? -dijo Danica levantándose-. ¿Te hace reír?
– Eso hace reír a todo el mundo, Danica, hasta a los maderos de París.
– Vladislav Moldovan, no tienes más cerebro que tu Dedo Slavko.
– Entonces eres como los demás, ¿eh? Ti to verujé? ¿Tú no entras en el lugar incierto? ¿No vas a saludar la tumba del viejo Peter?
Danica le tapó la boca con la mano.
– Cállate, por el amor de Dios. ¿Qué tratas de hacer? ¿Atraerlo? No sólo no eres educado, Vladislav, eres tonto y presuntuoso. Y eres más cosas que el viejo Slavko no era. Egoísta, perezoso, cobarde. Si Slavko estuviera todavía aquí habría buscado a tu amigo.
– ¿Ahora?
– ¿No irás a dejar a una mujer sola salir en la noche?
– No vamos a ver nada en la noche, Danica. Despiértame dentro de tres horas, será el amanecer.
A las seis de la mañana, Danica había aumentado el grupo de búsqueda con el cocinero Bosko y su hijo Vukasin.
– Conoce los caminos -les explicó Danica-. Iba a pasearse.
– Puede haberse caído -dijo sobriamente Bosko.
– Vosotros id hacia el río -dijo Danica-, Vladislav y yo iremos hacia el bosque.
– ¿Y su móvil? -preguntó Vukasin-. ¿Vladislav tiene el número?
– Ya he probado -dijo Vlad que todavía parecía divertirse-, y Danica ha insistido desde las tres hasta las cinco de la mañana. Nada. Está fuera de cobertura o sin batería.
– O en el agua -dijo Bosko-. Hay un mal paso junto a la piedra grande, si no se conoce. Las tablas se mueven, el sitio no es bueno. Unos cabezas de chorlito, estos extranjeros.
– ¿Y al lugar incierto? ¿Nadie va? -preguntó Vlad.
– Guarda tus diversiones, hijo -dijo Bosko.
Y, por una vez, el joven se calló.
Danica estaba conmocionada. Eran las diez de la mañana y servía el desayuno a los tres hombres. Tenía que admitir que sin duda tenían razón. No se había encontrado ni rastro de Adamsberg. No se había oído ni una llamada, ningún quejido. Pero el suelo del viejo molino había sido pisoteado, eso era seguro, la capa de excrementos de pájaros estaba movida. Y las huellas seguían por la hierba hasta la carretera, donde unas marcas de neumáticos habían quedado bien visibles en la corta porción de tierra.
– Puedes estar tranquila, Danica -decía con voz suave el muy imponente Bosko, de cabeza calva equilibrada por una gran barba gris-. Es un policía, ya habrá estado en situaciones así y sabrá lo que hace. Habrá pedido un coche y habrá ido a Beograd para hablar con los policajci. Puedes estar segura.
– ¿Sin decir adiós ni nada? Ni siquiera fue a saludar a Arandjel.
– Los policajci son así, Danica -aseguró Vukasin.
– No son como nosotros -resumió Bosko.
– Plog -dijo Vladislav, que empezaba a sentir compasión por la buena Danica.
– A lo mejor tuvo una emergencia. Habrá tenido que irse enseguida.
– Puedo llamar a Adrianus -propuso Vlad-. Si Adamsberg está con los maderos de Beograd, lo sabrá.
Pero Adrien Danglard no había recibido ninguna noticia de Adamsberg. Más inquietante aún, Weill tenía una cita telefónica con él a las nueve de la mañana hora de Belgrado, y el móvil no contestaba.
– El aparato no puede estar sin batería -insistió Weill a Danglard-. No lo encendía, sólo servía para nosotros dos, y sólo hablamos una sola vez, ayer.
– Bien, pues está ilocalizable e inencontrable -dijo Danglard.
– ¿Desde cuándo?
– Desde que salió de Kisilova para dar un paseo, hacia las cinco de la tarde de ayer. Las tres en hora de París.
– ¿Solo?
– Sí, he llamado a los policías de Beograd, de Novi Sad, de Banja Luka. Adamsberg no ha contactado ningún servicio de policía en el país. Lo han comprobado con los taxis locales: ningún coche ha cargado ningún cliente en Kisilova.
Cuando Danglard colgó, le temblaba la mano, el sudor se posaba en su espalda. Había tranquilizado a Vladislav, le había dicho que, en Adamsberg, una ausencia inopinada no era alarmante. Pero era falso. Adamsberg llevaba diecisiete horas desaparecido, de ese tiempo, una noche entera. No había salido de Kisilova, o le habría avisado. Buen vino de Burdeos, pH alto, acidez muy débil. Torció el gesto, dejó la botella con mal humor, bajó la escalera de caracol que llevaba al sótano. Quedaba una botella de blanco escondida detrás de la caldera, que abrió como un principiante rompiendo el corcho. Se sentó en la caja habitual que le servía de banco, tomó unos cuantos sorbos. ¿Por qué el comisario se había dejado el GPS en París, maldita sea? La señal estaba fija, indicando su casa. En el frío de ese sótano que olía a moho y a alcantarilla, sintió que perdía a Adamsberg. Tendría que haberlo acompañado a Kisilova, lo sabía, lo había dicho.
– ¿Qué coño haces aquí? -preguntó la voz ronca de Retancourt.
– No enciendas esa puta luz -dijo Danglard-. Déjame a oscuras.
– ¿Qué pasa?
– No hay noticias de él desde las cinco. Desaparecido. Y, si quieres mi opinión, muerto. El Zerquetscher se lo ha cargado en Kiseljevo.
– ¿Qué es Kiseljevo?
– La entrada del túnel.
Danglard le señaló otra caja, como quien ofrece una butaca en un salón.