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Adamsberg no era un hombre emotivo, rozaba los sentimientos con prudencia, como los vencejos tocan las ventanas abiertas con una caricia del ala, evitando adentrarse, tan difícil es el camino para salir después. A menudo había encontrado pájaros muertos en las casas del pueblo, imprudentes y curiosos visitantes incapaces de volver a encontrar la abertura por la cual habían entrado. Adamsberg consideraba que, en cuestión de amor, el hombre no era más listo que el pájaro. Y que en todo lo demás los pájaros lo eran mucho más. Como las mariposas que no entraban en el molino.

Pero el paso por el panteón lo había debilitado probablemente, agitando su mundo afectivo, y dejar Kisilova lo acongojaba. El único lugar en que había conseguido memorizar palabras nuevas e impronunciables, que no era poco para él.

Danica había lavado y planchado la bonita camisa bordada para que se la llevara a París. Estaban allí, todos alineados delante de la krusma, rígidos y sonrientes, Danica, Arandjel, la mujer de la carreta y sus niños, los habituales de la posada, Vukasin, Bosko y su esposa, que no lo habían dejado solo desde el día anterior, otros rostros desconocidos. Vlad se quedaba unos días más. Se había peinado y recogido cuidadosamente el pelo negro. Generalmente poco capaz de efusiones, Adamsberg los abrazó a todos y cada uno, diciendo que volvería -vratiću se-, que eran amigos -prijatelji-. La tristeza de Danica se veía mitigada por el hecho de no saber a cuál de los dos hombres echaría más de menos, si al bailarín o al encantador. Vlad pronunció un último «plog», y Adamsberg y Veyrenc bajaron hacia el autobús que los llevaba a Belgrado. De allí, vuelo a París, llegarían por la tarde. Vladislav les había apuntado en una hoja las frases necesarias para desenvolverse en el aeropuerto. Veyrenc murmuraba, camino abajo, con una bolsa de lona en que Danica les había dispuesto bebida y comida suficientes para pasar fácilmente dos días.

– Hay que marcharse pues de este sitio atristado,

y se aleja llorando, maldiciendo el destino

que le confía un hijo de su alma alejado.

– Mercadet dice que usas mal las «e» mudas y que tus rimas a menudo son falsas.

– Tiene razón.

– Hay algo que no cuadra, Veyrenc.

– Por fuerza. El verso queda desequilibrado.

– Me refería a los pelos de perro. Tu sobrino tenía un perro, que murió unas semanas antes del asesinato de Garches.

– Tournesol, una perra que había adoptado. Es el cuarto animal que tiene. Es cosa de críos abandonados, adoptan perros. ¿Qué problema hay con esos pelos?

– Los han comparado con los que dejó Tournesol en el piso. Son los mismos.

– ¿Los mismos pelos que qué pelos?

El autobús arrancaba.

– En el salón del asesinato de Vaudel, el criminal se sentó en un sillón de terciopelo. Un sillón Luis XIII.

– ¿Por qué precisas que es Luis XIII?

– Porque a Mordent le importa, esté como esté ahora. El asesino se sentó allí.

– Para recobrar aliento, supongo.

– Sí, llevaba estiércol en las botas, quedaron fragmentos aquí y allí.

– ¿Cuántos?

– Cuatro.

– ¿Lo ves? A Armel no le gustan los caballos. Se cayó de pequeño. No es un valiente.

– ¿Va al campo alguna vez?

– Baja al pueblo casi cada dos meses, para ver a sus abuelos.

– Ya sabes que hay estiércol en algunos caminos del pueblo -dijo Adamsberg torciendo el gesto-. ¿Tiene botas?

– Sí.

– ¿Se las pone para pasear?

– Sí.

Los dos hombres miraron por la ventana, callados un momento.

– Hablabas de los pelos.

– El asesino dejó pelos en el sillón. El terciopelo los atrae. O sea que llevaba pelos en el pantalón, venidos directamente de su casa. Si suponemos que el asesino cogió el pañuelito a Zerk, suponemos lo mismo para los pelos de perro.

– Ya veo -dijo Veyrenc con voz velada.

– De por sí no es fácil robar el pañuelo a alguien, pero ¿cómo se hace para los pelos de su perro? ¿Recogiéndolos uno a uno en su alfombra, delante de las narices de Zerk?

– Entrando en su casa en su ausencia.

– Ya lo hemos controlado. Hay un código y un portero automático. Eso implica que el hombre tendría suficiente confianza con Zerk como para saberse el código. Pongamos que así es. Pero entonces hay que forzar la segunda puerta. Y luego la de Zerk. Y ninguna de las cerraduras ha sido forzada. Más aún: nuestro amigo Weill y la vecina de enfrente aseguran que Zerk no recibía visitas. ¿Tiene alguna novia?

– No desde hace un año. ¿Te refieres a Weill del Quai des Orfèvres?

– Sí.

– ¿Qué pinta en esto?

– Vive en el mismo edificio que tu sobrino. Se entendían bien. Como si a Zerk le divirtiera codearse con maderos.

– No. Yo mismo le encontré el piso a través de Weill cuando fue a vivir a París. No sabía que se vieran.

– Y Weill le ha tomado cariño. Lo defiende.

– ¿Fue él quien te llamó ayer por la mañana, cuando te calentábamos la pezuña, a tu otro teléfono?

– Sí. Se implicó desde el principio. Busca entre la gente de arriba. Él me dio ese teléfono. Y me quitó el GPS antes de irme -añadió Adamsberg al cabo de un momento.

– Lamentable iniciativa.

– Plog -murmuró Adamsberg.

– ¿Qué entiendes por «Plog»?

– Es una palabra de Vladislav cuyo sentido varía según el contexto. Que puede significar «ciertamente», «exactamente», «de acuerdo», «entendido», «encontrado» o, a veces, «tonterías». Es como una gota de verdad que cae.


Debido a su abundancia, la comida de Danica fue desembalada en una mesa doble en el aeropuerto de Belgrado, acompañada de cervezas y cafés. Adamsberg masticaba su rebanada de pan con kajmak, reacio a seguir con su pensamiento.

– Hay que admitir -dijo prudentemente Veyrenc- que la intrusión de Weill en el circuito solucionaría la cuestión de la puerta con interfono. Él vive allí, tiene las llaves. Conoce a Armel. El hombre es inteligente, refinado e indiscutiblemente tiránico, capaz de adquirir influencia en un joven como Armel.

– La cerradura de Zerk no ha sido forzada.

– Weill es policía, Weill posee una ganzúa. ¿Es una cerradura fácil?

– Sí.

– ¿Iba a ver a Armel?

– No, pero sólo tenemos la palabra de Weill. En cambio, Zerk se apuntaba a menudo a la mesa abierta del miércoles por la noche.

– Lo cual facilita la recolección de un pañuelo sucio y unos pelos de perro. Pero no de unas botas con estiércol.

– Sí. La portera encera la escalera de madera, no quiere que nadie suba con los zapatos sucios. Las botas y otros zapatos de excursión se dejan en la planta baja, en un armario debajo de la escalera del que todos los vecinos tienen la llave. Joder, Veyrenc, Weill está en el Quai des Orfèvres desde hace más de veinte años.

– A Weill le importa una mierda la policía, sólo le gustan la provocación, la cocina y el arte… y no las formas clásicas del arte. ¿Has estado en su casa?

– Varias veces.

– Entonces conocerás ese follón espléndido y enloquecedor. No se puede olvidar cuando se ha visto una vez. ¿Recuerdas la estatua del hombre con chistera y en erección que hace malabarismos con botellas? ¿La momia de ibis? ¿Los autorretratos? ¿El canapé de Emmanuel Kant?

– Del ayuda de cámara de Emmanuel Kant.

– Sí, del criado Lampe. ¿La silla donde murió un obispo? ¿La corbata de plástico amarillo traída de Nueva York? En medio de ese bazar estético, el aplastamiento de los Plogojowitz por un viejo Paole del siglo XVIII debe de revestir un valor artístico. Como reivindica Weill, el arte es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo.

Adamsberg sacudió la cabeza.

– Él es quien ha subido la escalera que lleva hasta arriba, al séptimo barrote, Emma Carnot.

– ¿La vicepresidenta del Consejo?

– La misma.

– ¿Qué le reprocha?

– Carnot compró al presidente del Tribunal Supremo, que ha comprado al fiscal, que ha comprado al juez, que ha comprado a otro juez, que ha comprado a Mordent. Su hija va a juicio dentro de unos días, le pueden caer muchos años.

– Joder. ¿Qué pidió Carnot a Mordent?

– Que le obedezca. Fue Mordent quien filtró informaciones a la prensa para cubrir la huida de Zerk. Desde la mañana del descubrimiento del asesinato, ha ido acumulando meteduras de pata para sabotear la investigación y ha puesto en casa de Vaudel hijo lo necesario para mandarme al talego en lugar del asesino.

– ¿Las virutitas de lápiz?

– Eso es. Emma Carnot está ligada al asesino de alguna manera. La página del registro en que figuraba su matrimonio fue arrancada. Debe de ser que si ese matrimonio llega a conocerse, su carrera explota. Uno de los testigos ya ha sido asesinado. Están buscando al otro. Carnot aplastaría a cualquiera con su bota para salvar sus intereses.

Esa frase hizo pasar ante los ojos de Adamsberg la imagen de la gatita bajo la bota de Zerk, y se estremeció.

– No es la única.

– Por eso su máquina de guerra va a funcionar sin fallo, cada cual saldrá ganando lo suyo. Salvo las próximas víctimas de Paole, salvo Émile y salvo yo, que voy a saltar dentro de tres días. Como un sapo fumador.

– ¿Te refieres a los sapos a los que ponían un cigarrillo en la boca?

– Sí, eso es.

– ¿Han analizado las virutas de lápiz?

– Un amigo ha diferido la llegada al laboratorio. Le ha dado una fiebre.

– ¿Eso cuánto tiempo te da? ¿Tres días más?

– Apenas.

El avión despegaba, los dos hombres se abrocharon los cinturones, plegaron las mesitas. Veyrenc retomó la palabra mucho tiempo después de que el avión se hubiera estabilizado.

– ¿Mordent empezó a maniobrar desde el domingo por la mañana, nada más descubrirse el asesinato de Garches, estás seguro?

– Sí. Se empeñaba en encerrar al jardinero por orden del juez de instrucción.

– Entonces eso supone que Carnot ya sabía quién había matado a Vaudel. Ya el domingo por la mañana. Que Mordent y ella ya estaban en contacto. Si no, ¿cómo iba a tener tiempo de poner en marcha su maquinaria? Estaba al corriente desde el viernes.

– Los zapatos -dijo de repente Adamsberg tamborileando con los dedos en la ventana-. No es el asesino de Garches quien preocupó primero a Carnot, es el que cortó los pies de Londres. Y maldita sea, Veyrenc, entre esos pies había varios pares demasiado viejos para Zerk.

– No conozco el caso -repitió Veyrenc.

– Me refiero a diecisiete viejos pies cortados a la altura del tobillo, depositados con sus zapatos delante del cementerio de Jaichgueit en Londres, hace diez días.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Nadie. Yo estaba allí, con Danglard. Jaichgueit pertenece a Peter Plogojowitz. Su cuerpo fue transportado a esa colina antes de la construcción del cementerio para salvarlo de la ira de los habitantes de Kisilova.

La azafata volvía cada dos por tres hacia ellos, claramente fascinada por la pelambre abigarrada de Veyrenc. La luz encendida sobre su cabeza iluminaba cada una de sus mechas rojas. Lo traía todo en doble, el champán, los bombones y las toallitas húmedas.

– Había un hombre gordo con un puro detrás del lord descalzo -dijo Adamsberg tras haber expuesto a Veyrenc la historia de Highgate tan claramente como pudo-. El cubano era Paole seguramente. Que acababa de depositar su colección, como un desafío lanzado en tierra de Plogojowitz. Que utilizó a lord Clyde-Fox para llevarnos al depósito.

– ¿Con qué objeto?

– Relacionar. Paole debe asociar su colección a la destrucción de los Plogojowitz. Aprovechó la llegada de los policías franceses para cruzarse en nuestro camino, sabiendo que su crimen de Garches iba a tocar a la Brigada. No podía adivinar que Danglard reconocería un pie kisiloviano en el montón, quizá el de su tío, o de algún vecino, siendo el tío por alianza de Danglard el Dedo de Vladislav, su abuelo.

Veyrenc dejó su copa de champán, entornó los ojos pestañeando, en ese ligero reflejo de distancia que tenía a menudo.

– Déjalo -dijo-. Dime sólo en qué aporta eso un nuevo elemento para Armel.

– Hay pares de pies que fueron cortados cuando Zerk era todavía un niño, incluso un bebé. Sea cual sea mi opinión sobre él, no creo que tu sobrino cortara pies a la edad de cinco años en las recámaras de los establecimientos de pompas fúnebres.

– No, seguramente no.

– Y pienso que lo que conocía Emma Carnot era un zapato -añadió Adamsberg siguiendo otro pensamiento, atrapando un nuevo pez que saltaba de sus aguas-. Un zapato que había visto hacía mucho tiempo, con un pie dentro, que relacionó con el descubrimiento de Jaichgueit y con Garches. Y que se relaciona con ella. Porque en eso, Veyrenc, hemos olvidado totalmente pensar.

– ¿En qué? -dijo Veyrenc reabriendo los ojos.

– En el que falta. En el pie dieciocho.

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