Radstock refunfuñaba en voz baja y constante, con las manos aferradas al volante, mientras los llevaba a todo gas hacia el antiguo cementerio del suburbio norte de Londres. Tenían que cruzarse con Clyde-Fox. Ese chalado tenía que comprobar que no se le había metido ningún pie en sus zapatos. Y allí estaban ellos, dirigiéndose hacia Highgate porque el lord se había caído de su línea divisoria y había tenido una visión. No habría zapatos delante del cementerio, igual que no había pies en los de Clyde-Fox.
Pero Radstock no quería ir solo. No, y menos a pocos meses de la jubilación. Le había costado convencer al amable Dánglerd de que lo acompañara, como si al comandante le repugnara la expedición. Pero ¿cómo iba a saber el francés algo sobre Highgate? En cambio, ningún problema con Adamsberg, a quien ese rodeo no molestaba en absoluto. El comisario parecía deambular en un estado de duermevela apacible y conciliador, hasta el punto de que cabía preguntarse si su oficio mismo captaba su atención. Por el contrario, los ojos de su joven adjunto, pegados a la ventanilla, se agrandaban sobre Londres. En opinión de Radstock, ese Estalère era casi cretino, y le extrañaba que se hubiera autorizado su presencia en el coloquio.
– ¿Por qué no ha enviado a dos de sus hombres? -preguntó Danglard, que seguía con expresión de disgusto.
– No puedo desplazar a un equipo para una visión de Clyde-Fox, Dánglerd. No deja de ser un hombre que quiso comerse las fotos de su madre. Y no queda más remedio que ir a comprobar, ¿o sí?
Sí, Danglard no se sentía obligado a nada. Feliz de estar allí, feliz de revestir el aspecto de un inglés, feliz de que una mujer se hubiera fijado en él desde el primer día del coloquio. Hacía años que había dejado de esperar ese milagro y, entumecido como estaba desde su renunciación fatalista a las mujeres, no había provocado nada. Fue ella la que vino a hablarle, sonreírle, multiplicando los pretextos para cruzarse con él. Si no se equivocaba. Danglard se preguntaba cómo era posible, y se interrogaba hasta la tortura. Pasaba revista, sin descanso, a los frágiles signos que pudieran infirmar o confirmar su esperanza. Los clasificaba, los evaluaba, sopesaba su fiabilidad como quien palpa el hielo antes de poner un pie encima. Probaba su consistencia, su posible contenido, trataba de saber si sí o si no. Hasta que todos esos signos acababan por perder toda sustancia a fuerza de ser examinados por la mente. Necesitaba otros nuevos, indicadores suplementarios. Y a esas horas, esa mujer estaba sin duda en el bar del hotel con los demás congresistas. Arrastrado a la expedición de Radstock, iba a perder la ocasión de verla.
– ¿Por qué hay que comprobar? El lord estaba como una cuba.
– Porque es en Highgate -masculló el superintendente.
Danglard se arrepintió. La intensidad de sus cavilaciones acerca de la mujer y de los signos le había impedido reaccionar al nombre de «Highgate». Alzó el rostro para responder, pero Radstock lo detuvo con un gesto.
– No, Dánglerd, usted no lo puede entender -dijo en el tono áspero, triste y definitivo de un viejo soldado que no puede compartir su guerra-. Usted no estuvo en Highgate. Yo sí.
– Pero entiendo que no quiera volver allí y que, aun así, vaya.
– Me extrañaría, Dánglerd, sin ánimo de ofender.
– Sé lo que ocurrió en Highgate.
Radstock le lanzó una mirada sorprendida.
– Danglard lo sabe todo -explicó tranquilamente Estalère desde el fondo del coche.
A su lado en el asiento de atrás, Adamsberg los escuchaba, captaba palabras. Estaba claro que Danglard sabía sobre Highgate cantidad de cosas que él, Adamsberg, ignoraba por completo. Era normal, si es que podía considerarse normal la prodigiosa extensión de sus conocimientos. El comandante era mucho más que lo que se suele llamar un «hombre de cultura». Era un ser de una erudición excepcional y estaba a la cabeza de una compleja red de saberes infinitos que, en opinión de Adamsberg, habían acabado constituyéndolo enteramente, sustituyendo uno a uno a todos sus órganos, hasta el punto en que cabía preguntarse cómo podía Danglard caminar como un tipo casi normal. Por eso andaba tan mal y nunca deambulaba. En cambio, seguro que conocía el nombre del individuo que se había comido el armario. Adamsberg observó el perfil blando de Danglard, en ese instante agitado por el estremecimiento que en él indicaba el paso de la ciencia. Sin lugar a dudas, el comandante estaba rememorando a gran velocidad su gran libro del saber sobre Highgate. Al tiempo que una preocupación lacerante ralentizaba su concentración. La mujer del coloquio, naturalmente, que arrastraba su mente a una vorágine de preguntas. Adamsberg volvió la mirada hacia el colega británico, cuyo nombre era imposible de memorizar. Stock. Ése no estaba pensando en una mujer ni explorando sus conocimientos. Stock tenía miedo, sencillamente.
– Danglard -dijo Adamsberg dando una leve palmada en el hombro a su adjunto-, Stock no tiene ganas de ir a ver los zapatos.
– Ya le he dicho que entiende el grueso del francés corriente. Codifique, comisario.
Adamsberg asintió. Para que no le entendiera Radstock, Danglard le había aconsejado hablar a gran velocidad en tono monocorde y saltándose sílabas, pero el ejercicio era imposible para Adamsberg. Posaba sus palabras con la misma lentitud que sus pasos.
– No le apetece nada ir allí -dijo Danglard en acelerado-. Le trae recuerdos, y no los quiere.
– ¿Qué es «allí»?
– ¿Allí? Uno de los cementerios románticos más barrocos de Occidente, una exageración, un desenfreno artístico y macabro. Sepulturas góticas, mausoleos, esculturas egipcias, excomulgados y asesinos. Todo ello perdido en el follón organizado de los jardines ingleses. Un lugar único y demasiado único, un crisol de delirios.
– De acuerdo, Danglard. Pero ¿qué pasó en ese follón?
– Acontecimientos terribles y, a fin de cuentas, poca cosa. Pero es un «poca cosa» que puede pesar mucho para quien lo viera. Por eso el cementerio está vigilado por las noches. Por eso el colega no va allí solo. Por eso estamos en este coche en lugar de tomar algo tranquilamente en el hotel.
– Tomar algo, pero ¿con quién, Danglard?
Danglard torció el gesto. Ni los filamentos más tenues de la vida pasaban inadvertidos a los ojos de Adamsberg, aunque esos filamentos fueran susurros, sensaciones ínfimas, movimientos del aire. El comisario se había fijado en esa mujer en el coloquio, por supuesto. Y mientras él daba vueltas a los hechos hasta la obsesión esterilizadora, Adamsberg ya debía de tener una impresión formada.
– Con ella -sugirió Adamsberg reanudando en el silencio-. La mujer que mordisquea las patillas de sus gafas rojas, la mujer que lo mira. Lleva un pin donde pone «Abstract». ¿Se llama así?
Danglard sonrió. El que la única mujer que hubiera buscado su mirada en diez años pudiera llamarse «Abstracta» le iba dolorosamente bien.
– No. Es su trabajo. Se encarga de reunir y distribuir los resúmenes de las conferencias. Resumen se dice abstract.
– Ah, muy bien. Entonces ¿cómo se llama?
– No se lo he preguntado.
– El nombre es lo que hay que saber enseguida.
– Antes quisiera saber qué le ronda en la cabeza.
– Porque ¿no lo sabe?
– ¿Cómo voy a saberlo? Tendría que preguntárselo. Y saber si se lo puedo preguntar. Y preguntarse qué puede uno saber.
Adamsberg suspiró, desistiendo ante los meandros intelectuales de Danglard.
– Pues le ronda algo serio -prosiguió-. Y un vaso más o menos esta noche no cambiará nada.
– ¿Qué mujer? -preguntó Radstock en francés, exasperado al constatar que estaban tratando de excluirlo de la conversación. Y sobre todo al entender que el pequeño comisario de pelo castaño y despeinado había percibido su miedo.
El coche bordeaba ya el cementerio, y Radstock deseó de repente que la escena de lord Clyde-Fox no fuera una visión. Para que el francesito impasible, Adamsberg, tuviera su parte en la pesadilla de Highgate. Que la tomara y la compartieran, God. Y entonces veríamos si el maderillo seguía pareciendo tan tranquilo. Bajó la ventanilla veinte centímetros y asomó la linterna.
– OK -dijo lanzando una mirada a Adamsberg por el retrovisor-. Compartamos.
– ¿Qué dice?
– Lo invita a compartir Highgate.
– No he pedido nada.
– You have no choice -dijo Radstock con dureza mientras abría la puerta.
– He entendido -dijo Adamsberg interrumpiendo a Danglard con un gesto.
El olor era pestilencial; la escena, chocante; y el mismo Adamsberg se puso rígido, manteniéndose a distancia detrás de su colega inglés. De los zapatos agrietados, con los cordones desatados, emergían tobillos descompuestos exhibiendo la carne oscurecida y los tonos blancos de las tibias cercenadas. La única diferencia respecto a la historia de lord Clyde-Fox era que los pies no trataban de entrar en ninguna parte. Estaban allí, puestos en la acera, terribles y provocantes plantados en su zapatos frente a la entrada histórica del cementerio de Highgate. Formaban un pequeño montón cuidadosamente dispuesto e insostenible. Radstock sujetaba la linterna con el brazo tendido, el rostro crispado por el rechazo, iluminando los tobillos deshechos que asomaban en sus zapatos, barriendo de un gesto vano el olor de la muerte.
– Aquí lo tiene -dijo Radstock con voz fatalista y agresiva, volviéndose hacia Adamsberg-. Esto es Highgate, el lugar maudit, y eso desde hace cien años.
– Ciento setenta -precisó Danglard en voz baja.
– OK -dijo Radstock tratando de reponerse-. Pueden irse al hotel. Llamo a los chicos.
Radstock sacó su teléfono, sonrió incómodo a sus colegas.
– La calidad de los zapatos es mediocre -dijo marcando el número-. Con un poco de suerte, serán franceses.
– Si lo son los zapatos, lo serán los pies -completó Danglard.
– Sí, Dánglerd. ¿Qué inglés se molestaría en comprar zapatos franceses?
– O sea que, si de usted dependiera, nos lanzaría todo este horror por encima de la Mancha.
– En cierto modo, sí. ¿Dennison? Aquí Radstock. Envía el equipo de homicidios al completo a la puerta de Highgate. No, no hay cuerpos, sólo un infame montón de zapatos viejos, unos veinte quizá. Con los pies dentro. Sí, todo el equipo, Dennison. OK, pásamelo -concluyó el superintendente en tono hastiado.
El superintendente Clems estaba en el Yard, el viernes siempre era un día cargado. Parecía que se parlamentaba en las oficinas, que se hacía esperar a Radstock al teléfono. Danglard aprovechó para explicar a Adamsberg que sólo los pies franceses aceptarían zapatos franceses, y que el superintendente deseaba ardientemente enviarles el conjunto al otro lado de la Mancha, hasta el corazón de París. Adamsberg asentía, con las manos en la espalda, mientras daba lentamente la vuelta al depósito, alzando la vista hacia lo alto del muro del cementerio, tanto para airearse la mente como para imaginar adónde querían ir esos pies muertos. Ellos que sabían cosas que él no sabía.
– Aproximadamente unos veinte, sir -repitió Radstock-. Estoy in situ y los veo.
– Radstock -dijo la voz desconfiada del superior Clems-, ¿qué es esta jodienda? ¿Esta historia de pies dentro?
– God -dijo Radstock-. Estoy en Highgate, sir, no en Queen’s Lane. ¿Me envía a los chicos o me deja solo con estas inmundicias?
– ¿Highgate? Haberlo dicho antes, Radstock.
– Llevo una hora sin decir otra cosa.
– De acuerdo -dijo Clems repentinamente conciliador, como si el nombre de «Highgate» accionara una señal de alarma-. El equipo va para allá. ¿Hombres, mujeres?
– Un poco de todo, sir. Pies de adultos. Calzados.
– ¿Quién le ha dado la pista?
– Lord Clyde-Fox. Él descubrió esta porquería. Se ha echado al coleto jarras y jarras de cerveza para reponerse.
– Bien -dijo Clems con voz rápida-. ¿Los zapatos? ¿De qué calidad? ¿Recientes?
– Yo diría que tienen veinte años. Y son bastante feos, sir -añadió con ironía extenuada-. Con suerte, podremos encasquetárselos a los frenchies y lavarnos las manos.
– De eso nada, Radstock -interrumpió Clems con dureza-. Estamos en pleno coloquio internacional y esperamos resultados.
– Lo sé, sir, tengo a los dos policías de París conmigo.
Radstock emitió de nuevo una risita, miró a Adamsberg y adoptó el mismo ardid de lenguaje que sus colegas, aumentando su cadencia de un modo notable. Estaba claro para Danglard que el superintendente, humillado por haber rogado que lo acompañaran, se desahogaba con un raudal de críticas dirigidas a Adamsberg.
– ¿Quiere decir que Adamsberg en persona está con usted? -interrumpió Clems.
– El mismo. ¿Este tipejo duerme despierto o qué?
– Guarde su lengua y sus distancias, Radstock -ordenó Clems-. Ese tipejo, como dice usted, es una mina errante.
Por encogido que pareciera, Danglard no era un hombre tranquilo, y pocos ingenios de la lengua inglesa se le escapaban. Su actitud de defensa de Adamsberg era infalible, salvo en las críticas que él mismo se permitía. Arrancó el teléfono de la mano de Radstock y se presentó, alejándose del olor de los pies muertos. A Adamsberg le pareció que, poco a poco, el hombre del teléfono resultaba ser mejor compañero de pesca que Radstock.
– Pongamos que sí -concedió con sequedad Danglard.
– Nada personal, comandante Dánglerd, créame -dijo Clems-. No estoy buscando excusas a Radstock, pero él estuvo allí, hace más de treinta años. Es mala suerte que le caiga eso encima a seis meses de la jubilación.
– De eso hace tiempo, sir.
– No hay nada peor que las cosas de hace tiempo, usted lo sabe. Las raíces antiguas acaban horadando el césped, y eso puede durar siglos. Sea un poco indulgente con Radstock, usted no puede entenderlo.
– Sí puedo. Conozco el drama de Highgate.
– No le estoy hablando del asesinato del paseante.
– Yo tampoco, sir. Estamos hablando del Highgate histórico, ciento sesenta y seis mil ochocientos cuerpos, cincuenta y una mil ochocientas tumbas. Estamos hablando de las salidas nocturnas en los años 1970, e incluso de Elisabeth Siddal.
– Muy bien -dijo el superintendente tras un silencio-. Entonces, si sabe todo eso, sepa usted que Radstock participó en la última salida y que, en esa época, no tenía ninguna experiencia. Cárgueselo a su cuenta.
El equipo de refuerzo se estaba instalando. Radstock tomaba el mando. Sin una palabra, Danglard cerró el teléfono, lo metió en el bolsillo de su colega británico y se reunió con Adamsberg que, apoyado en un coche negro, parecía sostener a un Estalère abatido.
– ¿Qué harán con ellos? -preguntó Estalère con voz trémula-. ¿Buscar a veinte personas sin pies para volver a pegárselos? ¿Y luego?
– Diez personas -interrumpió Danglard-. Si hay veinte pies, son diez personas.
– De acuerdo -admitió Estalère.
– Pero parece que ya sólo haya dieciocho. Lo que haría nueve personas.
– De acuerdo. Pero si los ingleses tuvieran un problema con nueve personas sin pies, estarían al corriente, ¿no?
– Si se trata de personas, sí -dijo Adamsberg-. Pero, si se trata de cuerpos, no necesariamente.
Estalère sacudió la cabeza.
– Si los pies proceden de muertos -precisó Adamsberg-, son nueve cadáveres. Los ingleses tienen en alguna parte nueve cadáveres sin pies, y no lo saben. Me pregunto -prosiguió con voz más lenta- cuál es la palabra adecuada para decir «cortar los pies». Quitarle la cabeza a alguien es «decapitar». Los ojos, «arrancar»; los testículos, «emascular». Pero ¿y para los pies? ¿Qué se dice? ¿«Despedestrar»?
– Nada -dijo Danglard-. No se dice nada. La palabra no existe porque el acto no existe. Bueno, no existía hasta ahora. Pero un tipo acaba de crearlo, en el continente desconocido.
– Es como el comedor de armario. No hay palabra para él.
– Tecófago -propuso Danglard.